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Cuando salí del cuarto de las literas el color del cielo todavía era azul oscuro. En los fogones estarían haciendo las tortillas. Noté una punzada de hambre al pensarlo y olisqueé el aire. Como era de esperar, percibí el humo, aunque no acababa de oler como debía. En lugar del apetitoso olor de la masa de harina de maíz en la parrilla, en el aire flotaba un olor acre que no acababa de identificar.
Me recordé que debía salir de allí e ir a la casa del comerciante lo más rápido que pudiera. Sin embargo, antes quería ver a Costoso, y pensé que si Conejo continuaba incapacitado podría cruzar el patio que daba a nuestra habitación, sin hacer caso de las mujeres que barrían un polvo inexistente, y entrar sin que nadie nos molestara.
Cuando espié cautelosamente el patio comprendí que iba a ser muy sencillo.
No había nadie barriendo el suelo de tierra, aunque este era un trabajo en honor de los dioses y siempre se hacía antes del amanecer. Miré rápidamente al cielo para ver si era más temprano de lo que creía, pero no me había equivocado. Era como si le hubiesen dicho a las mujeres que esa mañana no aparecieran por el patio.
El olor a quemado era mucho más fuerte. Una vaharada me produjo un fuerte cosquilleo en la nariz, y tuve que hacer un esfuerzo para contener un estornudo.
Conejo estaba allí, en cuclillas, en mitad del patio. Me daba la espalda, así que me era imposible saber cómo se encontraba. No estaba solo: había un segundo hombre a su lado, con las piernas un tanto separadas y los pies bien plantados, y lo mismo que Conejo, miraba la puerta de mi habitación. En la incipiente luz del amanecer, vi que llevaba una pértiga cruzada sobre los hombros.
No tenía manera de evitarlos. Así y todo vacilé y continué mirando a los dos hombres mientras me convencía a mí mismo de la conveniencia de marcharme discretamente. Me pregunté qué estarían haciendo allí y qué pintaba la pértiga.
Estaba a punto de dar media vuelta cuando comprendí qué era aquello que ambos miraban con tanto interés.
Por el hueco de la puerta de la habitación de Costoso y mía salía una densa columna de humo.
Sin pensármelo dos veces entré en el patio mientras la columna de humo se transformaba en una nube gris que amenazaba con ocultar la entrada.
—¡Eh! —grité—. ¡Hay alguien dentro! ¡Tenemos que sacarlo!
El viejo esclavo no podía caminar. Sin ayuda acabaría quemado vivo si antes no moría asfixiado por el humo. Eché a correr, al tiempo que repetía los gritos a los hombres que tenía delante.
—¡Venga, moveos! ¿Qué os pasa?
Conejo y su compañero no dieron ninguna señal de haberme oído. Estaban absortos en el humo, que ahora también comenzaba a salir por la puerta de la habitación vecina a la mía. Ya estaba casi encima de ellos cuando reaccionaron. Conejo intentó levantarse con gran esfuerzo; el otro hombre se volvió en el acto.
—¡Tú! —gritó.
En aquel momento los envolvió el humo. La pócima de Costoso seguramente había debilitado mucho a Conejo porque se dobló por la cintura en un súbito acceso de vómito que le hizo caer de rodillas. A su compañero le fue un poco mejor; se mantuvo de pie a pesar de la tos seca que lo sacudió repentinamente y lo hizo tambalearse. Entonces el humo me alcanzó a mí también: sentí un picor tremendo en los ojos y por unos instantes se me cortó la respiración. Me detuve, obligado por la momentánea ceguera.
—¡Cabrones! —grité.
A través de las lágrimas vi cómo el hombre se acercaba a mí a trompicones. Veía menos que yo, pero conocía mi voz.
—¿Qué estás haciendo aquí? —replicó entre jadeos.
Era el mayordomo de mi amo, y la pértiga tenía un collar de madera en una punta, uno de esos que se utilizaban para impedir que los esclavos poco dignos de fiar se escaparan del mercado.
Con el collar de madera en una mano, intentó, tambaleante, sujetarme con la otra. Le propiné un puntapié. Soltó el collar para liberar la otra mano y avanzó a ciegas una vez más hacia mí, pero yo ya me había apartado de su camino. Esta vez descargué un puntapié, mucho más fuerte, contra la rodilla, cuando pasé a su lado. Cayó de bruces.
Fui a por el collar. Era pesado, difícil de sujetar y no estaba diseñado como un arma, pero era lo único que ambos teníamos a mano. Cuando el mayordomo intentó levantarse, lo descargué con toda la fuerza de que fui capaz contra su nuca. Se desplomó en silencio.
Unos sonidos a mi espalda me recordaron la presencia de Conejo. Intentaba levantarse apoyado en una mano mientras que con la otra se abanicaba inútilmente para apartar la cortina de humo que lo envolvía. Miraba sin ver nada en mi dirección con los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas. Cuando lo golpeé con el collar, cayó fulminado junto al mayordomo.
Toda la refriega se había desarrollado en silencio. No había llamado la atención: eché una ojeada al patio, que continuaba desierto.
Necesitaba respirar. Me agaché, con la intención de situarme por debajo de las nubes de humo, y corrí paralelo a la pared, en la dirección contraria a la del humo, hasta que pude erguirme y respirar sin que el humo me quemara los pulmones, Respiré hondo, al tiempo que parpadeaba para aliviar el escozor en los ojos.
Al mirar atrás vi que las densas nubes de humo que salían de las habitaciones se habían convertido ahora en una niebla, con alguna que otra nube un poco más oscura. Me dije que el fuego se estaba apagando, aunque eso no suponía ninguna diferencia para lo que debía hacer.
Tomé aire, me cubrí el rostro con la capa y me lancé sin más al interior de mi habitación oscura y llena de humo.
En un acto involuntario, dejé caer la capa que me protegía la nariz y la boca para frotarme los ojos. Solo conseguí que me ardieran más.
No podía respirar con o sin la capa. No podía ver. Me tambaleé y tropecé con algo blando, con la consecuencia de que caí al suelo y me golpeé en la rodilla con tanta fuerza que me mordí la lengua para no gritar e impedir que el humo entrara en mis pulmones.
A gatas, me volví para ver con qué había tropezado. Era un cuerpo. Le pegué con fuerza. Lo sacudí. Encontré la piel y la pellizqué cruelmente. No había ninguna señal de vida.
Desorientado, no pude hacer otra cosa que dar vueltas antes de que se agotara el aire en mis pulmones y perdiera el conocimiento o me asfixiara antes de conseguir escapar. Me di de cabeza contra la pared. Al tocarla, encontré algo inesperado: un agujero, de un poco más de un palmo de diámetro, a nivel del suelo. Metí la mano sin pensar en las consecuencias y la aparté inmediatamente en cuanto noté el feroz calor del fuego.
El mayordomo lo había encendido en la otra habitación, después de abrir un agujero en la pared que la separaba de la mía y Costoso. Me lo imaginé trabajando rápida y silenciosamente para no despertarnos antes de que él pudiera escapar. Conejo, poco dispuesto a revelar su falta, le habría asegurado que yo estaba todavía en la habitación, y el muy cretino, con el propósito de no arriesgarse, había decidido ahumarme antes que correr el peligro de entrar a por mí. La intención había sido que saliera al patio, ciego y tosiendo por el humo, y ponerme el collar al cuello antes de que pudiera defenderme.
Me pregunté si el mayordomo o mi amo se habían molestado en pensar las consecuencias para Costoso.
Mientras retrocedía, mis talones chocaron contra el pequeño baúl de mimbre.
Con el último aire que me quedaba di un suspiro de alivio. Saber dónde estaba el baúl me permitía encontrar la salida. Me puse de pie, cogí el baúl con las dos manos y crucé la habitación, casi no sentí que mi hombro golpeó contra el marco de la puerta.
En el exterior dejé caer el baúl en el suelo y me desplomé encima. Era consciente de que no podía quedarme allí, pero la necesidad de descansar, respirar aire fresco, era demasiado fuerte. Permanecí allí, tumbado sobre el baúl, hasta que oí las voces de las mujeres.
—¿Qué les pasa a esos tres?
—¿Ese no es Huitztic?
—¿Qué es ese olor?
Levanté la cabeza a duras penas. Eran dos muchachas que conocía vagamente por haberlas visto por la casa, concubinas de mi amo o parientes. Me dije que sus padres debían ser reyezuelos de provincias que las habían entregado según los términos de algún tratado. Ambas empuñaban las escobas, y nos miraban con la misma expresión crítica que hubiesen mostrado nuestros padres de habernos sorprendido durmiendo después del amanecer.
—¡Es Yaotl! —gritó una de ellas—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué Conejo y el mayordomo están tumbados en el suelo?
Una rápida mirada al cielo, cada vez más claro, me recordó que no disponía de mucho tiempo. Muy pronto asomaría el sol y los moradores de la casa saldrían al patio, entre ellos mi amo. Además, el mayordomo y Conejo acabarían por despertar, porque estaba seguro de que no los había golpeado muy fuerte.
—¿No habéis llegado tarde? —señalé, mientras levantaba la tapa del baúl y comenzaba a rebuscar en su interior. Desde lo alto de la gran pirámide, el toque de una trompeta de concha nos avisó de la salida del sol.
—Estuvimos aquí mucho antes del alba —replicó una de las muchachas—, pero el mayordomo nos echó. Por cierto, que lo hizo con muy malos modos.
—Pues ahora está aquí, tendido en mitad del patio —manifestó la otra—. Tendrá que apartarse, quiero barrer este trozo.
—¿No podrías barrer solo a su alrededor? —sugerí, agotado—. Sin duda, a los dioses no les importará por una vez.
Miré el contenido del baúl dominado por la desesperación. Los pocos objetos de valor se veían tan dañados por el humo que no se podían salvar, pero eso ya no me importaba. Habían sido de Costoso, y él estaba muerto, y yo ni siquiera podía llorarlo porque no me quedaban lágrimas ni tiempo para derramarlas.
Solo había una cosa en el baúl que me interesaba, pero no la veía.
Unos brazos helados me ciñeron el pecho al pensar que quizá el mayordomo se me había adelantado y saqueado el baúl antes de encender el fuego en la otra habitación. Incluso mientras me decía que lo que buscaba era demasiado pequeño y debía estar enterrado debajo de todo lo demás que se había guardado con el paso de los años, cogía las cosas a dos manos y arrojé las baratijas y los descoloridos abanicos de plumas sin importarme dónde caían.
—¡Eh! ¿Qué haces? ¡Ni se te ocurra hacernos recoger todas esas porquerías!
Cuando la encontré, en el mismísimo fondo del baúl donde la había dejado años antes, mis ojos se cerraron por un momento. Era demasiado pequeño para que pudiera usarlo de nuevo, tan pequeño que pude ocultarlo en mi puño cuando lo saqué del baúl. La aspereza del algodón contra la palma me consoló.
El humo acre se había disipado casi del todo. Sin embargo una solitaria lágrima se abrió paso entre mis párpados mientras me sentaba en el baúl casi vacío, entregado a mis recuerdos.
No podía hacer nada por Costoso, pero sabía que él hubiese querido que hiciera algo. Hubiese querido que aprovechara la oportunidad que me había dado para que marchara deprisa y corriendo, y luego siguiera mi plan para atrapar al asesino del hombre del canal, encontrar a los brujos y llevárselos al emperador.
Ahora veía claramente el propósito del mensaje consistente, por una parte, en un hombre muerto y mi nombre, por otra.
Era a mí a quien Luz Resplandeciente, su aliado, o ambos habían querido desde el principio.
Entre los dos, debían tener a los brujos en su poder. Seguramente eran los organizadores del secuestro y se habían valido de Niebla y su hijo para cometerlo, y cuando me había escapado sin duda habían matado a uno de los brujos y enviado el cadáver a mi amo como un recordatorio. Mi amo ya había intentado entregarme una vez; ahora estaba claro que debía haber ordenado a su mayordomo que se asegurara de que me entregara en un estado que impediría cualquier intento de fuga.
¿Quién era el aliado de Luz Resplandeciente, y cómo habían conseguido complicar a Niebla y su hijo en sus intrigas? Por un momento pensé que quizá Niebla había sido el hombre que había escrito mi nombre, pero si era así, me pregunté, ¿cómo conocía mi nombre?
Había otra pregunta cuya respuesta ni siquiera me atrevía a adivinar, aunque sabía que mientras continuara así nunca más podría volver a dormir tranquilo: ¿por qué yo? ¿Qué había hecho para que tantas personas —el comerciante, su misteriosa aliada, Niebla, mi amo y su mayordomo— estuvieran dispuestas a verse deshonradas, ser enviadas al exilio y provocar la cólera del emperador solo por matarme?
Me levanté lentamente.
—Podéis cogerlo todo —dije a las muchachas. Señalé las cosas desparramadas en el suelo—. Algunas cosas se pueden salvar. Cualquier cosa que os sirva es vuestra. Nosotros ya no las necesitamos.