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—No te muevas —dijo una voz de mujer.
No estaba dispuesto a intentarlo. Me parecía que había hecho el esfuerzo una vez, hacía mucho tiempo, pero el dolor, las náuseas y un siniestro ruido, como algo que rozara dentro de mi cuerpo, me habían hecho desistir.
Además, estaba seguro de que no tardaría en morir. ¿Qué sentido tenía moverme si no serviría de nada? Consideré la posibilidad de no respirar, porque hacía que me dolieran las costillas y no servía para otra cosa que prolongar el dolor, pero me olvidaba una y otra vez. Precisamente cuando ya me parecía que había llegado mi hora un dolor fulminante, como si me hubiesen clavado un puñal de obsidiana, me despertó.
—Tranquilo. —Era la misma voz de mujer. Un peso se apoyó en mi hombro y lo empujó lenta y firmemente hasta el suelo.
—¿Puedes abrir la boca?
—¿Ummm?
No podía hablar porque tenía los labios entumecidos, y la lengua hinchada, como si me la hubiese atravesado con los dientes.
—Intenta beber esto.
No podía ver lo que me ofrecía porque tenía los párpados convertidos en una masa pegoteada.
—Te aliviará el dolor de las costillas.
El líquido goteó en mi boca. Una parte se derramó sobre mis mejillas y por el mentón. Era agrio como el vómito y me quemó la garganta.
Tosí. El dolor me hizo jadear.
—Bebe un poco más —dijo la voz profunda, seductora.
Estaba demasiado débil para apartarla o impedir que siguiera echándome en la boca aquel líquido fétido. Ni siquiera tenía fuerzas para vomitar.
—Ahora, duerme.
Me dormí.
Me desperté.
Ahora podía abrir un poco los ojos. Lo único que veía era formas difusas, sombras y luces que se mezclaban, y todo teñido de rojo. Resultaba difícil encontrar algún sentido a aquello que veía, hasta que se me ocurrió cerrar un ojo. Entonces el mundo dejó de girar el tiempo suficiente para deducir que me encontraba en el interior de algún lugar, y por la inclinación de las sombras que debían de ser las últimas horas de la tarde o muy temprano, por la mañana.
El dolor que me partía el cráneo me obligó a cerrar los ojos. Gemí.
Alguien se movió cerca de mí; mis oídos, aunque no dejaban de silbar, captaban los sonidos más débiles, como el de una mazorca que caía en la calle, o el crujido de las articulaciones cuando alguien se levantaba. Una mano apoyada en mi nuca me levantó la cabeza, mientras otra colocaba algo caliente en mi frente, una pasta espesa que picaba cuando la apretaban. Gemí de nuevo. A medida que cedía el picor noté que unos dedos expertos ataban el vendaje.
—¿Puedes hablar? —Era la misma voz de antes.
—¿Ummm?
—Está bien. Descansa. Aquí estás seguro.
Cuando desperté estaba solo en una habitación pequeña con un olor fétido como única compañía.
Estaba tumbado boca arriba, en el suelo, con la mirada fija en el techo. Ahora podía abrir un poco más los ojos, aunque no había mucho que ver, excepto una argamasa gris. Cuando moví la cabeza para mirar la pared vi más de lo mismo y un par de grandes manchas irregulares. Recordé que había llovido un poco y pensé en la humedad. Tendrían que cambiar la paja del techo antes de que comenzara a llover en serio en el verano, me dije, mientras volvía la cabeza hacia el otro lado. En la pared opuesta a la manchada había un curioso dibujo formado por unas luces muy pequeñas, como estrellas, pero dispuestas de una forma más ordenada y no tan claras. Fruncí el entrecejo mientras intentaba descubrir qué era. Parpadeé sin desviar la mirada, y gradualmente se convirtieron en dos filas de luces idénticas colocadas una al lado de la otra, y en el espacio entre ellas había un dolor como si me estuviesen clavando una estaca de madera en el cráneo. Me entraron náuseas.
Mi cabeza volvió a la posición normal por su cuenta y una vez más me encontré mirando el techo. Cerré los ojos y tragué convulsivamente, para detener el vómito que subía a mi garganta, y permanecí quieto, en la oscuridad, hasta que el dolor agudo y las náuseas se calmaron.
Esperé hasta que lo único que quedó fue un sordo martilleo en mi cabeza —un dolor conocido que me parecía que siempre había estado ahí, con su ritmo regular, casi un consuelo, como si necesitara recordarme que seguía vivo— y la protesta de las costillas cada vez que respiraba.
El hedor me preocupaba. Hasta las casas más pobres de México, aquellas covachas de una sola habitación construidas sobre postes en los pantanos en los aledaños de la ciudad, se limpiaban todos los días, pero esa habitación apestaba como un perro muerto en una letrina.
Decidí no mover la cabeza, sino mirar de reojo a uno y otro lado, de la misma manera que un rico mira a un pordiosero. Eso pareció ayudar. No vi ningún mueble, pero ahora sabía qué eran las luces. Cuando no veía doble, solo había una fila. Eran los rayos del sol que se colaban a través del biombo de mimbre. Era la única iluminación del cuarto, lo suficiente para que todo a mi alrededor tuviera un color grisáceo.
Todas las luces tenían la misma intensidad. Eso significaba que el sol no iluminaba la entrada directamente. Me pregunté cuál sería su posición y entonces comprendí que ni siquiera sabía qué día era.
Un débil gemido escapó de mis labios cuando otro acceso de náuseas me revolvió el estómago.
¿Dónde estaba y cuánto tiempo llevaba aquí?
La desconcertante verdad comenzó a tomar forma en mi mente aturdida incluso antes de mirar la pared opuesta a la entrada y comprender que aquello que había tomado por manchas de humedad eran pinturas con los colores convertidos en tonos de gris por la penumbra, pero todavía reconocibles. Eran Dos Señor y Dos Dama. Las había visto por última vez en esa habitación, el día que había ido a buscar noticias de Luz Resplandeciente, cuando la madre del joven comerciante me había recibido con toda la amabilidad y me había dicho que su hijo había marchado al exilio.
Luego me di cuenta de que la voz que recordaba vagamente, que me había arrullado mientras vendaban mis heridas y me hacían tragar el hediondo brebaje, había sido la de Azucena.
Intenté sentarme. Lo que me lo impidió no fue el súbito y paralizante dolor o la sensación de los huesos rotos que se rozaban el uno contra el otro, sino el hecho de que estaba atado a una tabla, tan apretado que apenas si podía llenar los pulmones.
Cesé en mis esfuerzos con un jadeo de desesperación. Estaba atrapado y a merced de mis enemigos.
Había salido dispuesto a que un asesino viniera a por mí, y con la intención de valerme de la madre del comerciante para hacerlo salir de su escondite, pero no de esa manera: herido e indefenso como un recién nacido.
Entonces descubrí, estremecido, que aquel hedor era mío.
El dolor y la desesperación me hicieron gemir.
La respuesta fue el sonido de unos pasos en el patio, el roce del biombo cuando lo apartaron, y la luz que inundó la habitación y barrió el gris de los rostros de los dioses.
«¿Qué pasa aquí?», intenté decir. Lo que se oyó fue:
—¿Ummm?
La única respuesta fue un gruñido provocado por el esfuerzo cuando me levantaron, atado a la tabla, y me sacaron de la habitación. Mis porteadores me llevaron a través del patio iluminado por el sol hasta un lugar umbrío, donde apoyaron la tabla en la pared.
Cuando la sensación de que la sangre en mi cabeza chapoteaba violentamente comenzó a desaparecer, miré a un lado y a otro cautelosamente.
El padre de Azucena estaba sentado en el medio del patio con la espalda apoyada en el tronco de una higuera; me miraba, furioso.
—Confío en que te hayas dado cuenta de que estás en mi lugar.
—¿Ummm?
—Perdona, tendrás que hablar más alto. Mis oídos ya no son lo que eran.
Lo intenté de nuevo hasta conseguir algo que sonó aproximadamente a:
—¿Qué... estoy... haciendo... aquí?
—Verás, te han sacado de la habitación para limpiarla. Por lo que se ve, mi hija te ha cuidado muy bien, pero me han dicho que has ensuciado de sangre, orina y los dioses saben qué más todo. Además tenían que levantarte, o arriesgarse a que pillaras una neumonía.
Un hombre y una mujer cruzaron el patio, él cargado con un cántaro de agua y ella con una escoba. El hombre era Constante, el sirviente. A juzgar por su expresión, el poco aprecio que me pudiese tener no había aumentado un ápice.
Emití un sonido que debió de sonar como una pregunta.
—No lo sé —respondió el viejo—, pero parecen haberte dado una paliza de tomo y lomo. Afortunadamente para ti, Azucena fue al mercado en lugar de volver aquí.
—¿Azucena? —balbuceé—. ¿El mercado?
—Pues claro, ¿no lo recuerdas? —Me miró de la cabeza a los pies—. Quizá no. Me dijo que, después de ocuparse de un asunto en la cancha de pelota, adonde tú fuiste a buscarla, ¿lo recuerdas?, fue a ver a alguien en el mercado. Entonces vio que había una pelea cerca de uno de nuestros puestos: entre tú y un sacerdote. Tú estabas en el suelo y el sacerdote tenía un puñal, pero entonces algo lo distrajo y tú intentaste escapar. No llegaste muy lejos.
Sus palabras me hicieron recordarlo todo: el hombre con el rostro tiznado de negro que me perseguía al grito de «¡Al ladrón!», los guardias que se me acercaban, los golpes que me llovían de todas partes mientras me levantaban. Sentí como si el suelo se abriera bajo mis pies y la vista se me nubló.
Una expresión de alarma apareció en el rostro del anciano. Cogió la calabaza que tenía a su lado.
—¡Constante! ¡Deprisa, necesita un trago!
—¿Qué pasó con el sacerdote? —pregunté con un hilo de voz.
El sirviente que había estado limpiando mi habitación salió al patio, vio la calabaza que sostenía el padre de Azucena, y se le acercó con una expresión agria.
—Dale un trago de esto, lo reanimará —ordenó—. ¿El sacerdote? Al parecer, escapó. Mi hija dijo que corrió al puesto donde estaba, para preguntarle la razón de sus gritos, pero que desapareció entre la multitud antes de que ella llegara. En ese momento todos estaban demasiado ocupados viendo cómo te pegaban para poder decirle dónde se había ido. —Sonrió cruelmente—. No sabes lo afortunado que has sido. Los guardias se estaban llevando lo que quedaba de ti directamente al cuartel, donde probablemente te hubiesen apaleado hasta matarte. Mi hija consiguió convencerlos de que no habías robado nada, así que te soltaron después de propinarte una buena tunda.
Sin decir ni una palabra el sirviente cogió la calabaza de la mano del viejo, se acercó a mí y me la puso en los labios.
Era vino sagrado.
Una vez había jurado que nunca más volvería a probarlo. Por otro lado, en aquella ocasión no me habían molido a palos, no me habían rescatado sin más explicaciones ni me había cuidado una mujer a la que había considerado mi enemiga. Tampoco me habían atado a una tabla y colocado en un rincón de un patio ajeno como un trofeo.
Cerré los ojos y bebí el vino con la misma fruición que un bebé devora la leche materna.
—¿Estás despierto?
La habitación estaba a oscuras. La compartía con las sombras que se movían a mi alrededor como coyotes que rondan un venado herido.
—¿Yaotl?
Moví los ojos en dirección a la voz.
Las sombras se movían porque alguien caminaba por la habitación con una antorcha. En el momento en que la figura oscura la colocó en un soporte en la pared, se detuvieron, se acomodaron en los rincones, repentinamente dóciles como cachorros saciados.
—Debes de tener hambre; no has comido desde hace días. Tienes que comer un poco.
Solo cuando ella se arrodilló a mi lado y acercó a mis labios una caparazón de tortuga, me di cuenta del vacío en mi estómago y comprendí que no había probado nada excepto el vino sagrado del viejo. Saberlo me provocó una arcada.
Azucena me hizo tragar un poco de papilla de maíz, algo muy liviano, sin ningún condimento salvo un poco de sal, pero cuando pasó por mi garganta mi cabeza se movió hacia delante y escupí la papilla, el vino sagrado y la bilis sobre mi barbilla y el pecho.
Ella apartó el cuenco pero mantuvo la mano en mi nuca y me sostuvo hasta que cesaron las arcadas.
—No te preocupes —dijo con voz dulce—. No pasa nada. Calma. Lo volveremos a probar más tarde.
Depositó el cuenco en el suelo, dejó que bajara la cabeza con mucho cuidado, y me acarició la frente mientras mi respiración se normalizaba poco a poco.
Cerré los ojos. No quería dormir. Quería levantarme y salir, apartarme de los cuidados de esa mujer inquietantemente bondadosa, cuyo hijo y sus amigos eran unos asesinos que querían mezclar mi sangre con la de sus otras víctimas, pero estaba agotado. Si solo pudiese descansar un momento, pensé, recuperaría las fuerzas hasta que la mujer me dejara solo, y entonces pensaría en la manera de salir de allí.
Sin duda dormí un poco.
Quizá solo dormité, pero seguramente a ella le pareció que dormía.
Con una mano apoyada en mi frente, la mujer susurraba con una voz ahogada por las lágrimas:
—Mi niño. Oh, mi pobre niño.