Capítulo 13

CUANDO Violet Baudelaire tenía cinco años ganó un concurso de inventos con un rodillo de cocina automático, confeccionado con una persiana rota y seis pares de patines. Al colgarle del cuello la medalla de oro, uno de los jueces le dijo: «Apuesto a que serías capaz de ingeniar un invento incluso con las manos atadas a la espalda», y Violet sonrió orgullosa. Ella sabía, lógicamente, que aquel hombre no pretendía atarla, sino felicitarla, pues la veía capaz de fabricar inventos aun con considerables impedimentos, una frase que en este contexto significa «pese a que le pusieran obstáculos». La mayor de los Baudelaire había demostrado que aquel juez tenía toda la razón infinidad de veces, pues había inventado desde una ganzúa a un soplete pese a considerables impedimentos como las prisas y la falta de herramientas adecuadas. Sin embargo, nunca había sufrido un impedimento tan considerable como el efecto de aquella anestesia que le impedía ver con claridad lo que tenía alrededor y concentrarse en lo que le decían sus hermanos.
—Violet, ya sé que todavía no se te ha pasado el efecto de la anestesia, pero tienes que inventar algo —le rogó Klaus.
—Ya —dijo Violet con una voz muy débil, frotándose los ojos—. Ya... lo sé.
—Nosotros pondremos todo de nuestra parte —dijo Klaus—. Sólo tienes que decirnos qué tenemos que hacer. El incendio se ha propagado por todo el hospital, hay que salir de aquí cuanto antes.
—Rallam —añadió Sunny, aunque en realidad quería decir: «Y nos persiguen los secuaces de Olaf».
—Abrid... esa ventana —acertó a decir Violet, señalando el ventanuco.
Klaus ayudó a Violet a apoyarse contra la pared de modo que su hermana no se cayera mientras él se acercaba a la ventana. La abrió y se asomó.
—Creo que estamos en el tercer piso —observó—, o como mucho en el cuarto. Con el humo no puedo distinguirlo bien. No hay mucha altura, aunque sí la suficiente para no poder saltar.
—¿Escalar? —sugirió Sunny.
—Justo debajo hay un altavoz —observó Klaus—. Quizá podríamos agarrarnos a él y dejarnos caer hasta los arbustos que hay abajo, pero tendríamos que bajar ante las miradas de toda esa gente. El personal médico está ayudando a los pacientes a escapar del incendio, y luego está Hal, la reportera de El Diario Punctilio y... Unas voces tenues que llegaban de la calle interrumpieron a Klaus.
Somos Voluntarios Frente al Dolor,
repartir alegría es nuestra misión.
Si alguien dice habernos visto tristes,
cometerá una gran equivocación.
—...y los Voluntarios Frente al Dolor —añadió Klaus—. Todos están en la entrada del hospital, como ha ordenado Mattathias. ¿Y si inventaras algo para salir volando sin que nos vieran?
Violet frunció el ceño, entornó los ojos y se quedó quieta un momento; los voluntarios seguían cantando:
Visitamos a los que están enfermitos,
procurando hacer a todos sonreír.
Incluso a los que sangran por la nariz
o de la tos ferina parecen morir.
—Violet, ¿no te habrás quedado transpuesta otra vez, verdad?
—No. Estoy... pensando. Hay que... distraer... a esa gente... antes de... bajar.
Del otro lado de la puerta les llegó un rugido atenuado.
—Kesalf —observó Sunny, aunque en realidad quería decir: «Es el grandullón o grandullona. Creo que está a punto de entrar en la Sala de Urticarias Graves. Será mejor que nos demos prisa».
—Klaus —dijo Violet, abriendo los ojos—. Abrid esas cajitas... con gomas elásticas. Atadlas... unas con otras... y haremos... una escalera de mano.
Trillará, tralarí,
que te mejores con nuestra canción.
Jo jo jo, ji ji ji,
aquí tienes tu globo-corazón.
Klaus echó otro vistazo y vio a los voluntarios delante de la puerta entregando globos a los pacientes evacuados.
—¿Y cómo distraeremos a esa gente?
—No... lo sé —admitió Violet y bajó la vista al suelo—. Me cuesta concentrarme...
—Ayuda —dijo Sunny.
—No te molestes en pedir ayuda, Sunny —dijo Klaus—. Nadie acudirá a socorrernos.
—Ayuda —insistió Sunny y se quitó la bata blanca. Abrió la mandíbula de par en par, hincó los dientes en la bata y arrancó un jirón de tela. Luego se quitó de la boca el pedazo desgarrado y se lo tendió a Violet—. Lazo —aclaró.
Violet le devolvió una sonrisa cansada. Cogió aquel jirón y, con dedos adormecidos, se ató el pelo con él, apartándoselo de la cara. Luego entornó los ojos de nuevo y asintió con la cabeza.
—Ya sé... que parece una tontería —dijo Violet—. Pero parece que sí ayuda, Sunny. Klaus..., adelante con... las gomitas. ¿Sunny, te ves capaz de abrir... una lata de ésas?
—Treen —contestó Sunny, aunque en realidad quería decir: «Sí, ya abrí una antes para ayudar a descifrar los anagramas».
—Bien —dijo Violet. Con el pelo recogido, aunque fuera con un lazo espurio, su voz sonaba más fuerte y segura—. Necesitamos... una lata vacía... cuanto antes.
Visitamos a los que están malitos,
procurando hacer reír a carcajadas.
Incluso si el médico les ha dicho
que va a tener que cortarlos en tajadas.
Cantamos de noche, cantamos de día,
cantamos a la vida con alegría.
Tanto para muchachos con huesos rotos,
como para muchachas con afonía.
Mientras los VFD continuaban alegremente con su canción, los Baudelaire iban de acá para allá. Klaus abrió una caja de gomas elásticas y empezó a atarlas, Sunny hincó los dientes en la tapa de una lata de sopa y Violet se mojó la cara bajo el grifo del lavamanos para reanimarse un poco. Cuando los voluntarios iban ya por el estribillo:
Tralará, tralarí,
que te mejores con nuestra canción.
»Jo jo jo, ji ji ji,
aquí tienes tu globo-corazón.
Klaus había atado las gomas y formado con ellas una larga escala que descansaba a sus pies como una serpiente, Sunny había conseguido abrir la lata y vertía la sopa en el lavamanos y Violet observaba nerviosa la parte inferior de la puerta, por donde empezaba a colarse un hilillo de humo.
—El fuego ha llegado al pasillo —anunció Violet, y oyeron otro rugido procedente de allí—, y también el hombre o mujer de Olaf. Nos queda muy poco tiempo.
—La cuerda ya está lista —dijo Klaus—. ¿Cómo piensas distraer a esa gente con una lata de sopa vacía?
—No es una lata de sopa vacía —replicó Violet—, ya no. Ahora es un altavoz espurio. Sunny, haz un agujero en la base de la lata.
—Petrisycamollaviadelchiotemexity —repuso Sunny, pero siguió la orden de Violet e hincó su diente más afilado en la base de la lata.
—Ahora —explicó Violet— acercaos con esto a la ventana, pero que no lo vea nadie. Tienen que creer que mi voz sale del altavoz.
Klaus y Sunny sostuvieron la lata de sopa vacía cerca de la ventana, y Violet se inclinó y metió la cabeza dentro, como si fuera una mascarilla. Inspiró hondo, se armó de valor y empezó a hablar. Su voz sonaba chirriante y opaca, como si se tapara la boca con papel de aluminio, justo como deseaba que sonara.
—¡Atención! —anunció, antes de que los voluntarios arrancaran con la estrofa sobre el sarampión—. Les habla Babs. Mattathias ha dimitido por razones personales, y he vuelto a mi puesto como jefa de recursos humanos. Los tres pirómanos asesinos han sido vistos merodeando por el ala en obras del hospital. Necesitamos la ayuda de todos para asegurarnos de que no escapen y les rogamos que se dirijan a toda prisa hacia allí. Eso es todo.
Violet sacó la cabeza de la lata y miró a sus hermanos.
—¿Habrá funcionado?
Sunny abrió la boca para contestar, pero la interrumpió la voz del voluntario barbudo:
—¿Han oído? Los asesinos están en el ala en obras del hospital. ¡Venga, vamos!
—Creo que deberíamos quedarnos unos cuantos aquí por si salieran por la entrada principal —dijo una voz que parecía la de Hal.
Violet introdujo de nuevo la cabeza en la lata.
—¡Atención! —anunció—. Aquí Babs, la jefa de recursos humanos. Que nadie permanezca en la entrada del edificio. Es demasiado peligroso. Diríjanse de inmediato al ala en obras del hospital. Eso es todo.
—Ya imagino el titular —dijo la reportera de El Diario Punctilio—: «ASESINOS DETENIDOS EN EL ALA EN OBRAS DE UN HOSPITAL POR PERSONAL MÉDICO COMPETENTE». ¡Ay, cuando lo lean los lectores de El Diario Punctilio!
Todos prorrumpieron en vítores, que se fueron acallando a medida que el tropel de gente se alejaba de la entrada.
—Ha funcionado —dijo Violet—. Los hemos engañado. Somos tan buenos burlando a la gente como Olaf.
—Y disfrazándonos —añadió Klaus.
—Anagramas —terció Sunny.
—Y mintiendo —dijo Violet, pensando en Hal, en el tendero de La Última Oportunidad y en los Voluntarios Frente al Dolor—. Puede que, después de todo, nos estemos convirtiendo en delincuentes.
—No digas eso —replicó Klaus—. No somos delincuentes, somos buenas personas. Si hemos recurrido a las trampas ha sido para salvar nuestras vidas.
—También Olaf hace trampas para salvar su vida —repuso Violet.
—Distinto —replicó Sunny.
—Puede que no sea tan distinto —dijo Violet apesadumbrada—. Quizá...
La interrumpió un rugido furioso al otro lado de la puerta. El grandullón o grandullona había llegado a la habitación donde estaban escondidos e intentaba forzar la cerradura con sus manazas.
—Ya discutiremos eso en otro momento —dijo Klaus—. Hay que salir de aquí inmediatamente.
—No podemos saltar con eso —replicó Violet—, la cuerda es de goma y resulta demasiado endeble. Lo que haremos será botar.
—¿Botar? —preguntó Sunny con recelo.
—Si hay personas que se tiran con cuerdas elásticas de las alturas sólo para divertirse —contestó Violet—, también podremos hacerlo nosotros para escapar. Ataré la cuerda al grifo con el nudo lengua del diablo y nos tiraremos por la ventana de uno en uno. Si no me fallan los cálculos, la cuerda tirará de nosotros hacia arriba antes de que toquemos tierra y luego botará hasta perder fuerza poco a poco y poder tocar el suelo sin problema. Entonces arrojaremos la cuerda para que se tire el siguiente.
—Suena peligroso —observó Klaus—. No sé si dará de sí.
—Es peligroso —convino Violet— pero menos que el fuego.
El esbirro de Olaf sacudió la puerta con tal violencia que abrió una larga raja junto a la cerradura. Una espesa humareda comenzó a colarse por ella como si el esbirro de Olaf estuviera introduciendo tinta en la habitación. Violet ató a toda prisa la cuerda al grifo y tiró de ella para cerciorarse de que estuviera firme.
—Saltaré yo primera —se ofreció—. Yo la he inventado y yo la pondré a prueba.
—No —replicó Klaus—. No vamos a hacer turnos.
—Juntos —replicó Sunny.
—Si saltamos los tres juntos —repuso Violet— puede que la cuerda no aguante.
—Esta vez nadie se quedará atrás —insistió Klaus con rotundidad—. O escapamos todos o ninguno.
—Pero si no escapamos ninguno —replicó Violet con los ojos empañados—, no quedará ningún Baudelaire para contarlo. Olaf se habrá salido con la suya.
Klaus hurgó en el bolsillo y extrajo un pedazo de papel. Al desplegarlo, sus hermanas vieron que se trataba de la página trece del expediente Snicket. Klaus señaló la foto de sus padres y la frase que lo acompañaba:
—«Dadas las pruebas comentadas en la página nueve —leyó Klaus en voz alta—, los expertos han llegado a la conclusión de que tal vez hubiera algún superviviente en aquel incendio, aunque se ignora su paradero.» Tenemos que salir con vida para descubrir lo que ocurrió y poner a Olaf en manos de la justicia.
—Pero saltando por turnos —repuso Violet desesperada—, es más probable que uno de nosotros salga con vida.
—No vamos a dejar a nadie atrás —insistió Klaus—. Eso es lo que nos diferencia de Olaf.
Violet reflexionó un momento y asintió con la cabeza.
—Tienes razón —dijo por fin.
El grandullón o grandullona dio un puntapié a la puerta, que se resquebrajó un poco más. Los Baudelaire vislumbraron un destello de luz rojiza en el pasillo y dedujeron que el fuego y el esbirro de Olaf habían alcanzado la puerta al mismo tiempo.
—Tengo miedo —dijo Violet.
—Estoy asustado —dijo Klaus.
—Terror —terció Sunny, mientras el esbirro daba un nuevo puntapié a la puerta, por cuya rendija se colaron unas chispas.
Los tres intercambiaron una mirada y cada uno agarró un trozo de cuerda elástica. Se cogieron de la otra mano con fuerza y, acto seguido, sin mediar palabra, saltaron por la ventana del Hospital Heimlich
STOP.
Hay muchas cosas que ignoro en esta vida. Ignoro cómo se las ingenian las mariposas para salir de sus capullos sin lastimarse las alas. Ignoro por qué la gente hierve las verduras en lugar de hacerlas al horno, cuando así están mucho más ricas. Ignoro cómo se fabrica el aceite de oliva, ignoro por qué los perros ladran antes de que se produzca un terremoto o por qué habrá gente que disfruta escalando montañas en las que hace un frío horroroso y apenas si se respira oxígeno, o por qué ciertas personas optan por vivir en zonas residenciales donde sirven el café aguado y todas las casas parecen idénticas. Ignoro también dónde se encuentran los Baudelaire en este instante, si estarán a salvo o incluso si seguirán con vida. Pero hay otras muchas cosas que no ignoro, y una de ellas es que la ventana del almacén de mantenimiento de la Sala de Urticarias Graves del Hospital Heimlich por la que los Baudelaire se habían arrojado no se hallaba en la tercera ni en la cuarta planta, como Klaus pensaba, sino en la segunda, de modo que al arrojarse entre la humareda, aferrados a aquella cuerda de goma elástica temiendo por sus vidas, el invento de Violet funcionó a las mil maravillas. Los tres botaron como yoyós arriba y abajo, rozaron con los pies los arbustos de la entrada del hospital y, tras botar una y otra vez, saltaron finalmente a tierra sanos y salvos y se abrazaron aliviados.
—Lo conseguimos —dijo Violet—. Aunque por los pelos, hemos sobrevivido.
Los Baudelaire echaron un vistazo al hospital y pudieron comprobar hasta qué punto se habían salvado por los pelos. El edificio parecía un espectro furioso: por las ventanas salían grandes llamaradas de fuego y la humareda escapaba a borbotones por las enormes brechas abiertas en los muros. Se oía el ruido de cristales que caían al suelo hechos añicos al consumir las llamas los marcos de las ventanas y el crepitar de los suelos momentos antes de desmoronarse. La imagen les hizo pensar que tal vez ése habría sido el aspecto de su propia casa el día que fue pasto de las llamas, y los tres retrocedieron y se abrazaron, mientras el aire se espesaba con el humo y las cenizas hasta ocultar el edificio.
—¿Adónde vamos? —preguntó Klaus a gritos, intentando hacerse oír entre el rugido de las llamas—. No tardarán en descubrir que no estamos en el ala en obras del hospital y vendrán a por nosotros.
—¡Corre! —chilló Sunny.
—¡Pero si no se ve nada! —replicó Violet—. ¡Está todo lleno de humo!
—¡Agachaos! —ordenó Klaus y se arrojó al suelo y empezó a avanzar a rastras—. Leí en La enciclopedia de cómo encapar de un incendio que a ras de suelo hay más concentración de oxígeno, agachados respiraremos mejor. Pero tendríamos que buscar cuanto antes un lugar donde poder refugiarnos.
—¿Cómo vamos a encontrar un refugio en una planicie? —repuso Violet, avanzando a rastras tras su hermano—. ¡Este hospital es el único edificio en muchos kilómetros a la redonda y ahora es pasto de las llamas!
—¡Yo qué sé —respondió Klaus, entre toses convulsas—, pero no podremos aguantar durante mucho rato toda esta humareda!
—¡Rápido! —oyeron decir a alguien entre el humo— ¡Por aquí!
Una silueta larga y oscura emergió entre la humareda y vieron que un automóvil se detenía ante la entrada del hospital. En un momento dado, un automóvil puede considerarse un refugio, pero los tres se quedaron paralizados sin osar acercarse un paso.
—¡Deprisa! —exclamó otra vez la voz de Olaf—. ¡Deprisa o me voy y te dejo aquí plantada!
—Ya voy, cariño —oyeron contestar a Esmé Miseria a sus espaldas—. Lucafont y Flacutono están conmigo, y las chicas vienen detrás. Les he dicho que arramblen con todas las batas blancas que puedan por si las necesitamos para disfrazarnos en otra ocasión.
—Bien pensado —dijo Olaf—. ¿Se distingue el coche entre la humareda?
—Sí —contestó Esmé; su voz se oía cada vez más cercana y también el peculiar sonido de sus zapatos al clavarse en el pavimento—. Abre el maletero, cariño, que guardaremos los disfraces dentro.
—Está bien —dijo Olaf resignado.
Los Baudelaire vieron la alta figura de su enemigo apearse del coche.
—¡Espérame, Olaf! —suplicó el calvo.
—Mira que eres idiota —lo increpó Olaf—. Te tengo dicho que hasta que salgamos del recinto del hospital me llames Mattathias. Entra en el coche, rápido. El expediente Snicket no estaba en el archivo, pero creo saber dónde poder encontrarlo. En cuanto nos deshagamos de esas treces páginas, no habrá quien nos detenga.
—Habrá que deshacerse también de los Baudelaire —repuso Esmé.
—Si no me hubierais fastidiado el plan, ya nos habríamos deshecho de ellos, pero no importa. Hay que salir de aquí antes de que se presente la policía.
—¡Pero si tu colega más grande sigue en la Sala de Urticarias Graves buscando a esos mocosos! —replicó el calvo.
Los Baudelaire oyeron cómo abría la portezuela del coche.
A continuación llegó la voz del hombre del garfio, y entrevieron su deforme figura metiéndose en el coche tras el calvo.
—La Sala de Urticarias Graves ha sido pasto de las llamas —anunció—. Espero que el gordo pudiera escapar.
—No vamos a quedarnos esperando al idiota ese —gruñó Olaf—. Saldremos pitando en cuanto las chicas guarden esos disfraces en el maletero. Ha sido magnífico provocar este incendio, pero hay que dar con ese expediente cuanto antes, o se nos adelantará quien vosotros sabéis.
—¡VFD! —exclamó Esmé y se rió con sorna—. ¡Pero el auténtico, no esos ridículos cantantes!
El maletero se abrió con un crujido, y los Baudelaire vieron la sombra de la capota alzarse entre el humo. Estaba llena de agujeritos, parecían disparos de bala, seguramente a consecuencia de un tiroteo con la policía. Olaf regresó al coche dando grandes zancadas y continuó gritando.
—¡Fuera del asiento delantero, imbéciles! Delante se sienta mi novia, el resto os metéis detrás como podáis.
—Lo que usted mande, jefe —contestó el calvo.
—Ya estamos aquí con los disfraces, Mattathias. —La voz de una de las chicas empolvadas llegaba débilmente entre el humo—. Danos unos segundos y estaremos con vosotros.
Violet se acercó cuanto pudo a sus hermanos para susurrar sin que la oyeran:
—Tenemos que escondernos en el coche como sea.
—Pero ¿dónde? —susurró también Klaus.
—En el maletero. Es la única forma de escapar sin que nos detengan, o algo peor.
—¡Culech! —replicó Sunny con un susurro aterrorizado, queriendo decir algo así como: «¡Si nos escondemos en ese maletero será como si nos hubieran cogido!».
—Tenemos que encontrar esas páginas que faltan del expediente antes de que lo haga Olaf —replicó Violet—, si no nunca podremos demostrar nuestra inocencia.
—Ni tampoco poner a Olaf en manos de la justicia —añadió Klaus.
—Ezan —dijo Sunny, aunque en realidad quería decir: «O descubrir si uno de nuestros padres sobrevivió de verdad al incendio».
—El único modo de lograrlo —concluyó Violet— es escondiéndonos en el maletero de ese coche.
La voz de Olaf flotó entre la humareda, tan taimada y temible como las propias llamas:
—¡Al coche inmediatamente todos! —ordenó a sus secuaces—. Cuento hasta tres y me voy.
Los Baudelaire se agarraron de las manos con tanta fuerza que casi les dolían.
—Pensad en todo lo que hemos pasado juntos —susurró Violet—. Hemos vivido montones de desdichas catastróficas, y al final siempre acabamos solos. Si papá o mamá siguen con vida, todo habrá merecido la pena. Hay que encontrarlos aunque sea lo último que hagamos.
—¡Uno!
Klaus miró el maletero abierto e imaginó la boca de una bestia salvaje escupiendo humo, ansiosa por devorarlos a los tres.
—Tienes razón —masculló por fin—. No aguantaríamos mucho tiempo con este humo, nos asfixiaríamos. El refugio de ese maletero es nuestra única escapatoria.
—¡Sí! —susurró Sunny.
—¡Dos!
Los Baudelaire se levantaron del suelo y, con mucho sigilo, salieron disparados hacia el coche de Olaf. El maletero estaba húmedo y olía fatal, pero se arrastraron hasta el fondo de los fondos para no ser vistos.
—¡Espera! —exclamó la chica empolvada, y las batas cayeron sobre los Baudelaire como una bofetada—. ¡No me dejes tirada! ¡Aquí fuera no hay quien respire!
—¿Y nosotros aquí dentro? ¿Podremos respirar? —preguntó Violet a Klaus en voz muy baja.
—Sí. Los agujeros de bala dejarán entrar el aire. No es la clase de refugio que había imaginado, pero habrá que conformarse.
—Golos —afirmó Sunny, aunque en realidad quería decir: «Habrá que conformarse hasta que surja algo mejor», y sus hermanos asintieron con la cabeza.
—¡Y tres!
El maletero se cerró bruscamente, dejándolos en la más completa oscuridad. En cuanto Olaf encendió el motor y puso el coche en marcha, el refugio de los Baudelaire empezó a traquetear y dar sacudidas a su paso por la planicie, tan llana y desolada como siempre. Los Baudelaire no podían ver nada de lo que había fuera. En la oscuridad del maletero, no veían nada en absoluto. Pero sí oían sus largas respiraciones, tiritando de frío por culpa del viento que se colaba por el maletero acribillado a balazos, y sentían temblar sus hombros a causa del miedo. No, no era el tipo de refugio que habrían imaginado, ni entonces ni nunca en la vida, pero no les quedaba más remedio que conformarse, pensaron los tres apretujados allí dentro. Los huérfanos Baudelaire, si es que aún podía llamárseles huérfanos, se conformarían con el refugio del maletero del conde Olaf hasta que surgiera algo mejor.