Capítulo 7
—¡CREÍ que no viviría para contarlo!
—exclamó Violet, mirando embobada de nuevo la página trece.
Sus padres le devolvieron la mirada, y por
un instante la mayor de los Baudelaire creyó ver a su padre
saltando de la foto y decirle: «¡Mira, pero si es Ed! ¿Dónde te
habías metido, chiquilla?». Ed era una abreviatura de Thomas Alva
Edison, uno de los inventores más grandes de todos los tiempos, y
el apodo cariñoso con el que su padre se dirigía a ella, pero el
hombre de la foto no se había movido, seguía quieto frente al 667
de la avenida Oscura, con una sonrisa en los labios.
—Ni yo —convino Klaus—. Creí que nunca más
volveríamos a ver a papá y mamá.
El mediano de los Baudelaire se fijó en el
abrigo de su madre, con aquel bolsillo secreto donde ella guardaba
un diccionario de bolsillo que consultaba siempre que topaba con
alguna palabra cuyo significado desconocía. Al niño le gustaba
tanto leer que su madre le había prometido que algún día le
regalaría aquel librito, y en ese momento Klaus sintió como si su
madre echara mano de aquel pequeño diccionario encuadernado en
cuero y lo depositara en sus manos.
—Ni yo —terció Sunny.
La pequeña se quedó mirando a sus sonrientes
padres y de pronto recordó, por primera vez desde el incendio, una
canción que los dos solían cantarle a dúo cuando llegaba la hora de
acostarse. Se llamaba El joven carnicero, y se la cantaban a dúo,
alternando estrofas, ella con su característica voz aguda y
sincopada, y él con su grave vozarrón. El joven carnicero era la
canción perfecta con que terminar el día y dejar a Sunny arropada y
a salvo en su cuna.
—Esta foto es muy antigua —observó Violet—.
Fijaos qué jóvenes parecen. Incluso llevan las alianzas
puestas.
—«Dadas las pruebas comentadas en la página
nueve —prosiguió Klaus en voz alta, leyendo de nuevo la frase
mecanografiada sobre la fotografía— los expertos han llegado a la
conclusión de que tal vez hubiera algún superviviente en aquel
incendio, aunque se ignora su paradero.» —Hizo una pausa, miró a
sus hermanas y añadió en un susurro—: ¿Y esto qué quiere decir?
¿Significa que uno de los dos está vivo?
—Vaya, vaya, vaya —dijo una voz sarcástica
que les resultaba familiar, y a continuación oyeron de nuevo
aquellos extraños y tambaleantes pasos avanzando directamente hacia
ellos—. Miren quién anda por aquí.
Los Baudelaire se habían quedado tan
estupefactos con el hallazgo que olvidaron que alguien intentaba
forzar la puerta del archivo y, al levantar la vista, se
encontraron ante una figura alta y flaca avanzando por el pasillo
de la B STOP. Era una persona a la que habían visto no hacía mucho
y a quien esperaban no volver a ver. Podríamos llamarla de muy
distintas maneras, como «la novia del conde Olaf», «la antigua
tutora de los hermanos Baudelaire», «la sexta asesora financiera
más famosa de la ciudad», «una antigua inquilina del 667 de la
avenida Oscura», y también podríamos llamarla otras muchas cosas
demasiado feas para publicarlas en un libro. Pero el nombre con que
esa persona prefería que se la llamase salió con un gruñido de sus
labios pintados:
—Soy Esmé Gigi Geneviève Miseria —dijo Esmé
Gigi Geneviève Miseria, como si los Baudelaire pudieran haberla
olvidado, aunque lo intentaran.
Esmé se detuvo y se plantó frente a los
Baudelaire, que de inmediato advirtieron por qué aquellos pasos les
habían sonado tan extraños y tambaleantes. Esmé Miseria era una
esclava de la moda, expresión que en este contexto equivaldría a
decir que «vestía con modelitos la mar de caros y casi siempre la
mar de ridículos». En esa ocasión, llevaba un abrigo largo
confeccionado con la piel de animales sacrificados de forma
desagradable y un bolso con la forma de un ojo idéntico al que su
novio llevaba tatuado en el tobillo izquierdo. Iba tocada con un
sombrero del que colgaba un pequeño velo que le caía sobre la cara,
como si se hubiera sonado la nariz con un pañuelo de encaje negro y
se le hubiera quedado pegado, y calzaba zapatos con tacón de aguja.
Por tacón de aguja se suele entender un tacón muy alto y tan fino
como una aguja. En este caso, la comparación no es ociosa, porque
los tacones que Esmé lucía esa noche eran dos agujas en toda regla,
con la punta mirando hacia abajo, de modo que a cada paso que daba
acuchillaba salvajemente el suelo del archivo, y a veces se le
quedaban las agujas clavadas y la malvada tenía que detenerse a
arrancarlas del entarimado, lo que explica el porqué de aquellos
pasos tan extraños y tambaleantes. Según parece, esos zapatos eran
el último grito, pero los Baudelaire tenían cosas más importantes
que hacer que hojear revistas para enterarse de lo que estaba de
moda, así que se quedaron pasmados mirándolos y preguntándose para
qué aquella mujer llevaría unos zancos tan agresivos e
incómodos.
—Qué agradable sorpresa —los saludó Esmé—.
Olaf me pidió que me deshiciera del expediente de los Baudelaire,
pero fíjate por dónde vamos a poder deshacernos de los Baudelaire
en persona.
Los niños se miraron consternados.
—¿Conocen ese
expediente? —preguntó Violet.
Esmé se rió de una forma pero que muy
desagradable y, tras el velo, sonrió con una sonrisa pero que muy
desagradable.
—Pues claro que lo conocemos —respondió con
un bufido—. Por eso estoy aquí, para deshacerme de sus trece
páginas —Esmé dio un paso tambaleante hacia los niños—. Por eso nos
deshicimos de Jacques Snicket —avanzó un paso más por el pasillo
taconeando con sus zapatos de aguja—. Y por eso vamos a deshacernos
de vosotros —Esmé bajó la vista hasta sus zapatos y sacudió uno de
ellos violentamente para desenganchar su tacón clavado en el
suelo—. El Hospital Heimlich está a punto de recibir a tres nuevos
pacientes, aunque dudo mucho de que los médicos puedan hacer nada
para salvarles la vida.
Klaus se puso en pie, dispuesto a imitar a
sus hermanas, que habían empezado a recular al ver que la esclava
de la moda avanzaba lentamente hacia ellos.
—¿Quién sobrevivió al incendio? —preguntó
Klaus a Esmé, alzando en el aire la hoja suelta del expediente—.
¿Fue uno de nuestros padres?
Esmé frunció el ceño y, al intentar
arrebatar la hoja a Klaus, dio un traspié sobre sus afilados
tacones.
—¿Habéis leído el
expediente? —inquirió con una voz tremebunda—. ¿Qué pone?
—¡Nunca lo sabrás! —exclamó Violet, acto
seguido, se volvió hacia sus hermanos y dijo—: ¡A correr!
Los tres echaron a correr pasillo abajo,
doblaron por la esquina dejando a un lado el archivador de
«Butifarra a Bwana» y enfilaron por el pasillo de la C.
—Vamos por mal camino —observó Klaus.
—¡Fuga! —exclamó Sunny, queriendo decir algo
así como: «Tiene razón Klaus, la salida está por el otro
lado».
—Y también Esmé —repuso Violet—. Hay que
darle esquinazo como sea.
—¡Os atraparé! —Sus amenazas llegaban desde
lo alto de los archivadores—. ¡No escaparéis, huerfanitos!
Los Baudelaire se detuvieron ante un
archivador con la etiqueta «Conchil a Condritis», un molusco y una
inflamación del tejido cartilaginoso, respectivamente, y escucharon
las pisadas de Esmé a la carrera.
—Tenemos suerte de que lleve puestos esos
ridículos zapatos —observó Klaus—. Podemos correr más que
ella.
—Siempre que no se le ocurra quitárselos
—repuso Violet—. Es casi tan lista como codiciosa.
—¡Chisss! —ordenó Sunny.
Los tres aguzaron el oído y comprobaron que
los pasos de Esmé se habían detenido de repente. Se apretujaron
entre ellos mientras la oían mascullar y escucharon una serie de
sonidos aterradores. Primero, un largo y chirriante crujido; luego,
un estrépito atronador, después otro crujido prolongado, otro
estruendo atronador, y así sucesivamente uno tras otro; cada vez se
oían con más fuerza. Los Baudelaire se miraban perplejos, hasta
que, por fin, Violet cayó en la cuenta.
—¡Está derribando los archivadores! —exclamó
Violet, señalando por encima de «Confeti a Consagración»—. ¡Parece
un dominó!
Klaus y Sunny dirigieron la vista hacia
donde su hermana señalaba y vieron que tenía razón. Esmé había
derribado un archivador, y éste a su vez había derribado otro, que
había derribado otro, de modo que los pesados archivadores de metal
amenazaban con caérseles encima, como si se tratara de una gran ola
a punto de romper en un acantilado. Violet tiró de sus hermanos y
los apartó antes de que se les cayera encima uno de los
archivadores. El mueble se derrumbó con un gran crujido y estruendo
justo en el lugar donde se encontraban los tres instantes antes.
Los Baudelaire suspiraron aliviados al comprobar que se habían
salvado por los pelos de morir aplastados por carpetas de cálculo
diferencial, coníferas, conjugaciones verbales y centenares de
temas más.
—¡Os voy a aplastar! —amenazó Esmé,
dispuesta a derribar otra hilera de archivadores—. ¡Olaf y yo
disfrutaremos de un romántico desayuno a base de tortitas
Baudelaire!
—¡Carrera! —exclamó Sunny, pero sus hermanos
no necesitaban ningún acicate para echar a correr.
Los tres atravesaron el pasillo de la C a
toda velocidad, mientras los archivadores caían en torno a ellos
con gran crujido y estrépito.
—¿Por dónde vamos? —preguntó Violet.
—¡Por la D! —respondió Klaus, pero al ver
otra hilera de archivadores que se derrumbaba cambió de opinión—.
¡No! ¡Por la E!
—¿Por la B? —preguntó Violet, que no oía
bien a su hermano debido al estruendo.
—¡E! —exclamó Klaus—. ¡E de escape!
Los Baudelaire corrieron por el pasillo de
la E de escape y, al llegar al último archivador, la hilera pasó a
ser F de follón de archivadores que se vienen abajo, luego G, de
¡giremos en redondo! y H de ¡horror, no hay forma de escapar de
aquí! Al poco se dieron cuenta de que se hallaban en el extremo
opuesto a la salida. Mientras los archivadores caían
estruendosamente a su alrededor y Esmé acuchillaba el suelo en su
búsqueda riendo a carcajadas, los niños llegaron hasta la zona del
archivo donde se efectuaba la recogida de información. Rodeados de
estruendos y crujidos, miraron primero el cesto con los documentos,
después el cuenco con los clips, luego el conducto y, por último,
se miraron los tres.
—¿Violet —preguntó Klaus titubeante—, crees
que con esos clips y ese cesto podrías idear un invento que nos
ayudara a salir de aquí?
—No hará falta —respondió Violet—. Saldremos
por el conducto.
—Pero si no cabes —replicó Klaus—. Ni
siquiera estoy seguro de caber yo.
—¡No saldréis de esta sala con vida,
imbéciles! —gritaba Esmé, pronunciando una palabra horrísona con su
voz igual de horrísona.
—Pero lo intentaremos —replicó Violet—.
Sunny, tú irás delante.
—Prapil —respondió Sunny con recelo.
Sin embargo, no dudó en meterse en el
conducto. Pasó sin problemas y asomó la cabeza en la penumbra para
ver qué hacían sus hermanos.
—Ahora te toca a ti, Klaus —dijo
Violet.
Klaus se quitó las gafas para que no se le
rompieran y siguió a la pequeña. A él no le resultó tan fácil
pasar, tuvo que contorsionarse un poco, pero al final lo
consiguió.
—Esto no va a funcionar —advirtió Klaus a
Violet, echando un vistazo alrededor—. No será tan fácil subir a
rastras por este tubo, pues tiene una pendiente muy inclinada.
Además, tú no cabes ni soñando, Violet.
—Pues tendré que encontrar otra
salida.
Violet se dirigió a sus hermanos con voz
serena, pero desde la abertura en la pared, ambos advirtieron que
el miedo le había agrandado los ojos.
—Ni pensarlo —replicó Klaus—. Ahora mismo
salimos los dos de aquí y buscamos una salida entre los tres.
—No podemos correr el riesgo —replicó
Violet—. Si nos mantenemos separados, Esmé no podrá con los tres.
Tomad vosotros la página trece y subid por ese conducto, ya
encontraré otra salida. Nos vemos en el ala en obras del
hospital.
—¡No! —gritó Sunny.
—Sunny tiene razón —afirmó Klaus—. Nos va a
pasar lo mismo que a los Quagmire. Se los llevaron en cuanto se
quedaron solos.
—Pero los Quagmire están a salvo —le recordó
Violet—. No os preocupéis. Ya se me ocurrirá algo.
La mayor de los Baudelaire esbozó una
sonrisa y se llevó la mano al bolsillo para extraer su cinta y
poner en funcionamiento su cerebro de inventora. Pero la cinta ya
no estaba allí. Hurgó con dedos nerviosos y recordó que la había
utilizado para engañar a Hal. Sintió una punzada en el estómago al
recordarlo, pero no tenía tiempo de arrepentirse. Un crujido la
sobresaltó y se apartó de un salto justo a tiempo de evitar que se
le cayera encima otro archivador. El mueble con la etiqueta «León a
Lingüística» se estrelló contra la pared y obstruyó la entrada al
conducto.
—¡Violet! —gritó Sunny.
Entre ella y su hermano intentaron desplazar
el mueble, pero la fuerza de los dos pequeños era insuficiente para
mover un archivador metálico repleto de carpetas que iban del
felino carnívoro de considerable volumen cuyo hábitat se encuentra
en el África subsahariana y ciertas zonas de la India a la historia
de la lengua.
—Estoy bien —contestó Violet.
—¡No por mucho tiempo! —gruñó Esmé, unos
pasillos atrás.
Klaus y Sunny, ocultos en la oscuridad del
tubo, oyeron a su hermana insistir con voz distante:
—¡Tenéis que iros sin mí! Nos veremos en
nuestro cochambroso, frío e inhabitable domicilio.
Los dos pequeños se acurrucaron uno junto a
otro en la boca del conducto, pero no es preciso que os cuente la
desesperación y el terror que sintieron. Es inútil que describa su
horror al oír las pisadas nerviosas de Violet intentando escapar a
través del archivo, ni las extrañas y tambaleantes pisadas de Esmé
persiguiendo a su hermana con sus afilados tacones mientras
derribaba archivadores a diestro y siniestro. Es innecesario que os
cuente lo arduo que se les hizo ascender por aquel conducto, que
tenía tanta pendiente que creyeron trepar a gatas por una montaña
de hielo y no por un simple tubo para depositar documentos. Es
ocioso que describa el sentimiento de ambos al llegar al final del
tubo, otra abertura, que daba a la fachada exterior del Hospital
Heimlich. Y sería absolutamente baladí —palabra que en este
contexto significa «inútil, innecesario y ocioso, porque no es
preciso»— que os contara cómo se sintieron después, sentados en el
ala en obras del hospital, envueltos en sus lonas para resguardarse
del frío y rodeados de linternas encendidas que les hacían
compañía, mientras aguardaban a que Violet apareciera, puesto que,
al fin y al cabo, Klaus y Sunny Baudelaire no se detuvieron a
pensar en nada de todo eso.
Los dos pequeños, aferrados a la página
trece del expediente Baudelaire mientras la noche se cernía sobre
ellos, no pensaban en aquellos ruidos procedentes del archivo, ni
en su ascenso por el conducto, ni siquiera en el viento gélido que
se colaba entre las sábanas de plástico y les helaba los huesos.
Klaus y Sunny pensaban en la expresión que Violet había empleado al
ver esa hoja de papel que ahora sostenían entre ambos.
«¡Creí que no viviría para contarlo!», había
dicho Violet, y sus hermanos sabían que esa frase hecha era un modo
de decir «Estoy muy sorprendida» o «Me he quedado estupefacta» o
«No salgo de mi asombro». Pero mientras aguardaban a la llegada de
Violet, cada vez más nerviosos, empezaron a temer que aquella
expresión empleada por su hermana no resultara más acertada de lo
que ella habría imaginado. A medida que los primeros rayos del sol
comenzaban a iluminar el ala en obras del hospital, los Baudelaire
empezaron a temer, cada vez más asustados, que su hermana mayor no
pudiera vivir para contarlo.