Capítulo 10
LLEGADOS a este punto en la desdichada
historia que aquí os relato, debo detenerme un instante para
contaros lo que le ocurrió una vez a un buen amigo mío llamado
Sirin. El señor Sirin era experto lepidóptero, palabra que suele
referirse a «una persona que se dedica a estudiar mariposas». Sólo
que, en este caso, la palabra «lepidóptero» hace referencia a «un
acosado por airadas fuerzas del orden público», fuerzas que la
noche a la que me refiero le pisaban los talones. El señor Sirin se
volvió para ver a qué distancia se encontraban los cuatro agentes
del orden, con sus uniformes rosa chillón, sus pequeñas linternas
en la mano izquierda y sus grandes redes en la mano derecha, y se
dio cuenta de que no tardarían en darle alcance y detenerlo, a él y
a sus mariposas favoritas, que aleteaban nerviosas a su lado. Al
señor Sirin no le preocupaba que lo detuvieran —había estado en
prisión cuatro veces y media en el curso de su larga y atribulada
vida—, pero las mariposas sí le preocupaban, y mucho. Sabía que si
aquellas seis delicadas criaturas acababan presas en una cárcel de
insectos, terminarían siendo pasto de alguna araña venenosa, alguna
avispa de picadura mortal o cualquier otra fiera carcelaria. De
modo que, al comprobar que la policía secreta estrechaba el
círculo, el señor Sirin abrió la boca de par en par, se tragó las
seis mariposas de golpe y las seis fueron de inmediato a parar a
los oscuros aunque seguros confines de su tripa vacía. A pesar de
que no era agradable tener a seis insectos hospedados en las
entrañas, el señor Sirin los alojó allí dentro durante tres años,
tiempo durante el cual procuró comer tan ligeramente como pudo en
prisión para no aplastarlos con un pedazo de brócoli o una patata
asada. El día en que terminó su condena, el señor Sirin expulsó con
un eructo a las agradecidas mariposas y reanudó sus labores de
lepidóptero, si bien en una comunidad mucho más receptiva para con
los científicos y sus especímenes.
Os cuento esta historia no sólo para poner
de manifiesto la valentía e imaginación de uno de mis más queridos
amigos, sino también para que os hagáis una idea de cómo se
sintieron Klaus y Sunny al ver a Esmé Miseria, disfrazada de
auxiliar del doctor Flacutono, avanzar por el pasillo del Hospital
Heimlich con aquel cuchillo de cocina oxidado que pretendía hacer
pasar por instrumental quirúrgico destinado a la intervención de
Violet. Los dos pequeños sabían que sólo encontrarían la Sala de
Cirugía y rescatarían a su hermana si lograban engañar a la malvada
y codiciosa mujer de los tacones de aguja, pero al aproximarse a
ella, al igual que el señor Sirin durante su quinta y última
estancia en la cárcel, ambos sintieron una desagradable sensación
en el estómago, como si les aletearan unas mariposas.
—Disculpe, señora —le dijo Klaus, intentando
hacerse pasar por un licenciado en medicina y no por un niño de
trece años—. ¿Ha dicho que es auxiliar del doctor Flacutono?
—Si es usted un paciente con problemas de
oído, no incordie y vaya a la Sala de Otorrinolaringología
—contestó Esmé groseramente.
—No soy un paciente con problemas de oído
—dijo Klaus—. Mi compañera y yo somos auxiliares del doctor
Flacutono.
Esmé dejó de clavar los tacones de aguja en
el suelo y bajó la vista hacia los dos hermanos. Klaus y Sunny
observaron cómo le brillaban los ojos tras el velo de su moderno
sombrero.
—Ahora mismo me preguntaba dónde os habríais
metido —le respondió Esmé—. Venid conmigo, os llevaré junto a la
paciente.
—Patsy —dijo Sunny.
—Mi compañera dice —tradujo— que estamos muy
preocupados por Laura V. Bleediotie.
—Pues pronto dejaréis de estarlo —contestó
Esmé, doblando por una esquina para enfilar por otro pasillo—.
Toma, lleva el bisturí.
La malvada novia tendió a Klaus el cuchillo
oxidado.
—Me alegro de que estéis aquí —susurró—.
Todavía no hemos localizado a los hermanitos de esa mocosa, y aún
no tenemos en nuestro poder el expediente de los incendios Snicket.
La policía se lo ha llevado para investigar. El jefe dice que igual
hay que churruscar el hospital.
—¿Churruscar? —repitió Sunny.
—Mattathias se encargará de ello —añadió
Esmé, mirando a su alrededor por si alguien escuchaba—. Vosotros
sólo tendréis que ayudar en la operación. Venga, démonos
prisa.
Esmé subía las escaleras tan deprisa como le
permitían sus zapatos, y los Baudelaire la seguían temerosos. Klaus
aún llevaba el cuchillo oxidado en la mano. Abrían puertas,
atravesaban pasillos y subían escaleras con el temor creciente de
que Esmé se percatara del engaño y los reconociera. Pero la
codiciosa Esmé estaba demasiado entretenida arrancando del suelo
las agujas de sus tacones cada dos por tres para darse cuenta de
que los dos nuevos auxiliares del doctor Flacutono guardaban un
considerable parecido con los niños que andaba persiguiendo. Esmé
los condujo hasta una puerta con el letrero de «CIRUGÍA» enganchado
en ella y que estaba vigilada por alguien a quien los niños
reconocieron de inmediato. Aunque esa persona llevaba una bata con
el nombre del Hospital Heimlich y una gorra con la palabra
«VIGILANTE» impresa en grandes letras negras, enseguida se dieron
cuenta de lo espurio de su disfraz. Habían conocido a esa persona
en la dársena Damocles, cuando la pobre tía Josephine se había
hecho cargo de su tutela, y tuvieron que cocinar para ella mientras
vivieron con el conde Olaf. El espurio vigilante, una criatura
grandullona que no parecía hombre ni mujer, había formado parte de
las nefandas maquinaciones del conde Olaf desde que los Baudelaire
huían de sus garras. El grandullón o grandullona se quedó
mirándolos y los Baudelaire lo o la miraron a su vez, convencidos
de que los reconocería, pero la criatura se limitó a asentir con la
cabeza y abrió la puerta.
—Ya tienen anestesiada a la mocosa de la
huerfanita —les dijo Esmé—, de modo que no os queda más que ir a
recogerla a su habitación y traerla hasta quirófano. Mientras,
intentaré localizar al empollón llorica ese y a la tontainas de la
hermanita dentona. Mattathias me deja escoger a cuál de los dos le
salvamos la vida, de modo que el señor Poe se vea obligado a
cedernos la fortuna familiar, y a quién hago picadillo.
—Me parece muy bien —dijo Klaus, procurando
sonar violento y malvado—. Estoy harto de perseguir a esos
mocosos.
—Y yo —respondió Esmé; el grandullón también
asintió—. Pero estoy convencida que ésta es la definitiva. Una vez
destruido ese expediente, nadie podrá acusarnos de nada, y en
cuanto liquidemos a esos huérfanos, su fortuna será nuestra.
La malvada Esmé se interrumpió un momento,
miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie escuchaba y,
satisfecha al comprobar que no la oían, soltó una carcajada
triunfal. El grandullón o grandullona también se rió, con una risa
extraña que sonó como una mezcla de chillido y alarido al mismo
tiempo, y los dos pequeños echaron atrás la cabeza fingiendo un
ataque de risa, aunque sus carcajadas eran tan espurias como sus
disfraces. Klaus y Sunny tenían más ganas de vomitar que de reír al
imitar la codicia y maldad del conde Olaf y sus secuaces. Nunca se
habían detenido a pensar cómo se comportarían aquellos desalmados
cuando no tenían que fingir amabilidad, y la sanguinaria crueldad
de las palabras de Esmé los había dejado horrorizados. Al oír las
carcajadas de la novia del conde Olaf y su corpulento colega, se
incrementó, si eso era posible, aquella desagradable sensación en
el estómago parecida a la que debió de sentir el señor Sirin con
sus mariposas; y cuando por fin dejaron de reír y los hicieron
pasar a cirugía sintieron un gran alivio.
—Os dejo en manos de nuestros colegas,
chicas —se despidió Esmé, y los Baudelaire vieron con horror a qué
se refería.
Esmé cerró la puerta tras de sí y se
encontraron ante otros dos secuaces del conde Olaf.
—Vaya, vaya —dijo el primero con voz
siniestra, señalando a los niños con una mano de aspecto singular.
Un dedo se curvaba formando un ángulo desmesurado y los otros
colgaban flácidos, como calcetines mojados tendidos al sol. Al
instante reconocieron en aquel hombre al secuaz del conde que tenía
garfios en lugar de manos, aunque ocultaba sus singulares y
agresivas extremidades tras unos guantes de goma. A sus espaldas
vieron a otro cuyas manos no les resultaron tan familiares, pero
también lo reconocieron de inmediato por su espantosa cabellera.
Llevaba una peluca blancuzca y acaracolada de aspecto mortecino que
parecía una pila de gusanos muertos, y uno no olvida fácilmente una
peluca como ésa. Ni Klaus ni Sunny habían olvidado la primera vez
que la vieron en Paltryville, y enseguida se dieron cuenta de que
aquel hombre era el mismo calvo narigudo, convertido en secuaz del
conde desde que empezaron las desdichas de los Baudelaire. El del
garfio y el calvo narigudo se contaban entre los más crueles de la
troupe del conde, pero a diferencia de mucha gente cruel, eran
también bastante listos, por lo que Sunny y Klaus sintieron que
aquel desagradable cosquilleo en el estómago aumentaba de manera
exponencial —una expresión que, en este contexto, significa que
«fueron de mal en peor»—, pues temían que aquellos dos fueran lo
bastante listos como para no dejarse engañar por sus
disfraces.
—A mí no me engañáis con ese disfraz —dijo
acto seguido el del garfio y colocó su espuria mano sobre el hombro
de Klaus.
—A mí tampoco —afirmó el calvo del pelucón—,
pero a los demás seguro que sí. No sé qué habréis hecho, chicas,
pero con bata blanca parecéis mucho más bajitas.
—Y la cara tampoco se os ve tan pálida con
las mascarillas —añadió el del garfio—. Olaf, digo, Mattathias, nunca ha acertado tanto con un
disfraz.
—No podemos perder el tiempo charlando
—replicó Klaus, confiando en que tampoco reconocieran su voz—. Hay
que ir a la habitación 922 cuanto antes.
—Es verdad, tienes razón —convino el del
garfio—. Seguidnos.
Los secuaces de Olaf avanzaron por el
pasillo de la Sala de Cirugía, y Klaus y Sunny se miraron
aliviados.
—Gwit —masculló Sunny, aunque en realidad
quería decir: «Tampoco éstos nos han reconocido».
—No —contestó Klaus en un susurro—. Nos han
tomado por las chicas de la cara empolvada, disfrazadas de
auxiliares del doctor Flacutono, y no por dos niños disfrazados de
chicas empolvadas disfrazadas de auxiliares del doctor
Flacutono.
—Dejaos de cuchicheos sobre disfraces
—replicó el calvo—. Como os oigan, estamos acabados.
—Y no podremos acabar con Laura V.
Bleediotie —añadió el del garfio con sorna—. Estoy deseando echarle
el garfio desde que escapó para no casarse con Mattathias.
—Trampa —dijo Sunny, intentando mostrarse
socarrona.
—Tú lo has dicho, ha caído en la trampa
—afirmó el calvo—. Ya le he inyectado la anestesia, así que estará
inconsciente. Ahora hay que llevarla al quirófano para que le
serréis la cabeza.
—Lo que no entiendo es por qué tenemos que
matarla delante de todos esos médicos —replicó el del garfio.
—Para que parezca un accidente, idiota
—gruñó el calvo.
—De idiota nada —rezongó el del garfio,
deteniéndose para mirar furibundo a su compañero—. Soy un
discapacitado físico.
—Que estés discapacitado físicamente no
implica que seas inteligente mentalmente —replicó el calvo.
—Y en cuanto a ti, llevar esa peluca
horrorosa no te da derecho a insultarme —contestó el del
garfio.
—¡Dejaos de discusiones! —exclamó Klaus—.
Cuanto antes operemos a Laura V. Bleediotie, más pronto nos haremos
ricos.
—¡Sí! —dijo Sunny.
Los dos maleantes bajaron la vista hacia los
Baudelaire y después se miraron, asintiendo con la cabeza,
avergonzados.
—Las chicas tienen razón —dijo el del
garfio—. El estrés profesional que soportamos no justifica que nos
comportemos de un modo tan poco profesional.
—Es verdad —dijo el calvo con un suspiro—. A
veces tengo la sensación de que llevamos toda la vida detrás de
esos tres huérfanos; siempre logran escabullirse cuando estamos a
punto de atraparlos. Concentrémonos en lo que tenemos entre manos y
dejemos nuestros problemas personales para más adelante. Bueno, ya
hemos llegado.
Los cuatro disfrazados se hallaban al final
del pasillo, ante la puerta de la habitación 922, con el nombre
«Laura V. Bleediotie» garabateado en un papel pegado con cinta
adhesiva que colgaba bajo el número. El calvo extrajo una llave del
bolsillo de su bata y abrió la puerta con una sonrisa ufana.
—Aquí la tenemos —dijo—. La pequeña bella
durmiente.
La puerta se abrió con un crujido largo y
quejumbroso y accedieron a una pequeña habitación cuadrada, con
unas persianas muy tupidas que dejaban el interior en semipenumbra.
Pese a la escasa iluminación, los Baudelaire pudieron distinguir a
su hermana y casi dan un grito al verla tan demacrada.
Al mencionar lo de bella durmiente, aquel
malvado se refería a un cuento de hadas que supongo os habrán
contado mil veces. Como buen cuento de hadas, la historia de La
bella durmiente empieza con «Érase una vez» y continúa con la
historia de una ingenua princesita que pone de muy mal humor a una
bruja y luego se echa una siesta hasta que su novio la despierta
con un beso y se empeña en casarse con ella, momento en que termina
la historia con un «y vivieron felices y comieron perdices». El
cuento va acompañado de unas ilustraciones muy historiadas de la
princesita, siempre muy elegante y glamurosa, con un peinado
impecable y un largo camisón de seda con el que poder descansar
cómodamente mientras ronca por los siglos de los siglos. Pero lo
que Klaus y Sunny se encontraron en la habitación 922 no guardaba
ningún parecido con un cuento de hadas. Violet estaba tumbada en
una camilla, es decir, en una de esas camas de hierro con ruedas
que se usan en los hospitales para desplazar a los pacientes de un
lado a otro. La camilla estaba tan oxidada como el falso bisturí
que Klaus tenía en las manos, y las sábanas estaban sucias y hechas
jirones. Los secuaces de Olaf la habían vestido con un camisón
blanco tan sucio como las sábanas y la habían colocado en la
camilla con las piernas una sobre otra, retorcidas como sarmientos.
Tenía el pelo revuelto y hacia delante, para que le cubriera los
ojos y nadie pudiera identificarla con la niña que aparecía en la
portada de El Diario Punctilio. Los
brazos le caían desmadejados, uno de ellos casi rozaba el suelo con
un dedo flácido. Violet estaba pálida, tan pálida e inerte como la
superficie de la luna, y tenía la boca entreabierta con un rictus
ausente, como si soñara que alguien la pinchaba con un alfiler.
Parecía como si hubiera caído desplomada en la camilla desde una
gran altura, y de no ser por la acompasada respiración que movía su
pecho, se diría que no había sobrevivido a la caída. Klaus y Sunny
la miraron horrorizados sin decir nada, procurando no echarse a
llorar al verla tan indefensa.
—Es guapa —dijo el del garfio— incluso
cuando está inconsciente.
—Y lista —añadió el calvo—, aunque de poco
le va a servir su cerebrito en cuanto le serremos la cabeza.
—Venga, deprisa, que hay que llevarla a
quirófano —dijo el del garfio, desplazando la camilla hacia la
puerta—. Mattathias ha dicho que el efecto de la anestesia no
durará mucho, será mejor empezar la craniectomía cuanto
antes.
—No me importaría que despertara en mitad de
la operación —dijo el calvo con una risita—, pero supongo que eso
nos fastidiaría el plan. Venga, chicas, poneos a la cabecera de la
camilla. No me gusta verle la cara con ese rictus enfadado que se
le ha quedado.
—No os olvidéis del bisturí —advirtió el del
garfio—. El doctor Flacutono y yo supervisaremos el proceso, pero
seréis vosotras quienes la operaréis.
Los Baudelaire asintieron con la cabeza,
pues temían levantar sospechas si abrían la boca y la angustia los
delataba. En silencio, se pusieron a ambos lados de la camilla
donde su hermana yacía inmóvil. Les hubiera gustado sacudirla
suavemente por los hombros, susurrarle en el oído, apartarle el
pelo de los ojos, cualquier cosa para que su hermana inconsciente
se sintiera mejor. Pero ambos sabían que el más mínimo gesto
cariñoso los delataría, de modo que se limitaron a caminar junto a
la camilla, Klaus con el cuchillo aferrado a sus manos, y
abandonaron la habitación 922, tras los pasos de los dos secuaces
del conde que avanzaban a través de los pasillos de cirugía. Los
Baudelaire no apartaban la vista de su hermana, confiando en que el
efecto de la anestesia remitiera, pero el rostro de Violet seguía
tan inmóvil e inexpresivo como la hoja de papel sobre la que ahora
mismo estoy escribiendo esta historia.
Aunque sus hermanos preferían pensar en las
dotes de Violet como inventora de talento y gran conversadora en
lugar de en su aspecto físico, era cierto, como había dicho el del
garfio, que Violet era guapa, y si la hubieran peinado bien, en
lugar de enmarañarle el pelo, y vestido con un poco más de
elegancia y glamour en lugar de con un camisón lleno de manchas,
bien podría haber pasado por una ilustración de La bella durmiente.
No obstante, los pequeños no se sentían protagonistas de ningún
cuento de hadas. La serie de catastróficas desdichas en que se
había convertido su vida no había comenzado con un «Érase una vez»,
sino con aquel pavoroso incendio que había destruido su hogar, por
lo que mientras seguían los pasos de los secuaces del conde hasta
una puerta cuadrada metálica situada al fondo del pasillo, temieron
que sus vidas tampoco terminaran como un cuento de hadas. Un
letrero en la puerta indicaba que se encontraban ante el
«Quirófano», y cuando el hombre del garfio la abrió con su guante
curvo, ni Klaus ni Sunny Baudelaire podían imaginar que su historia
terminara con «y vivieron felices y comieron perdices».