Capítulo 12
ESTA noche estoy solo, y estoy solo por
uno de esos crueles golpes del destino, expresión que en este
contexto significa que nada ha ocurrido como yo deseaba. Hubo un
tiempo en que fui feliz, tenía una casa cómoda, una carrera
profesional satisfactoria, una persona a la que quería mucho y una
máquina de escribir que nunca fallaba, pero me dejaron sin nada, y
lo único que conservo de aquel entonces es un tatuaje en el tobillo
izquierdo.
Hoy, sentado en esta habitación minúscula,
escribiendo estas letras de molde con este lápiz mayúsculo, siento
como si mi vida entera no hubiera sido más que una funesta
representación teatral creada para divertimento de otro y como si
el autor teatral que dio ese cruel golpe a mi destino contemplara
el espectáculo desde algún lugar allá en lo alto, riendo a
carcajadas.
No es ésa una sensación agradable, y resulta
doblemente desagradable si el cruel golpe del destino cae sobre ti
cuando te encuentras en un escenario de verdad y con un ser de
verdad mirándote desde lo alto y riendo a carcajadas, como les
ocurrió precisamente a los hermanos Baudelaire en la sala de
operaciones del Hospital Heimlich. Acababan de oír a Hal acusarles
de incendiar el archivo, cuando oyeron una risa bronca y familiar
por el altavoz instalado sobre sus cabezas. Los Baudelaire habían
oído esa risa el día en que Mattathias secuestró por primera vez a
los Quagmire, y luego cuando los encerró a ellos a cal y canto en
una celda deluxe. Era la risa triunfal de
alguien cuyo taimado plan ha surtido efecto, aunque siempre suena
como la risa de alguien que acaba de contar un chiste buenísimo.
Las carcajadas de Mattathias, a través de la chirriante megafonía,
sonaron como si se estuviera cubriendo la boca con papel de
aluminio, si bien resultaron lo bastante estridentes como para
contribuir a que se disipara el efecto de la anestesia, y Violet
masculló algo y movió los brazos.
—Uy —dijo Mattathias, cortando la risa al
instante al darse cuenta de que había dejado conectada la
megafonía—. Aquí Mattathias, jefe de recursos humanos, que les trae
un comunicado importante: se ha declarado un gravísimo incendio en
el hospital. Los asesinos Baudelaire han prendido fuego al archivo
y las llamas se han extendido a la Sala de Gargantas Doloridas, la
Sala de Heridos en el Dedo Gordo del Pie y la sala de los que se
han tragado algo indebido. Los tres huérfanos siguen huidos, y se
ruega a todo el personal que haga lo posible por localizarlos. En
cuanto demos caza a esos pirómanos asesinos, pueden colaborar en el
rescate de los pacientes atrapados por el fuego si así lo desean.
Eso es todo.
—Ya imagino el titular —dijo la reportera—.
«LOS PIRÓMANOS BAUDELAIRE CHAMUSQUINAN EL ARCHIVO DEL HOSPITAL
HEIMLICH.» ¡Ay, cuando lo lean los lectores de El Diario Punctilio!
—Que alguien comunique a Mattathias que
hemos detenido a los niños —exclamó una enfermera con voz
triunfal—. Se os va a caer el pelo, mocosos. Por asesinos, por
pirómanos y por médicos espurios.
—Se equivoca —replicó Klaus, pero al mirar
alrededor temió que nadie creyera sus palabras.
Se fijó en el llavero espurio en manos de
Hal del que se habían servido para entrar a hurtadillas en el
archivo. Se fijó en su bata de médico, de la que se había servido
para hacerse pasar por médico. Y, a continuación, en el cuchillo
oxidado que aún sostenía en la mano y que acababa de alzar sobre su
hermana. Recordó cuando los tres hermanos vivían con su tío Monty y
presentaron al señor Poe ciertos objetos que demostraban la vil
trama urdida por Olaf. Gracias a aquellas pruebas detuvieron al
conde en aquella ocasión, y Klaus temió que les pudiera ocurrir a
ellos lo mismo.
—¡Rodéenlos! —gritó el del garfio, señalando
a los niños con su guante curvo—. ¡Pero tengan cuidado, el empollón
lleva el bisturí en la mano!
Los esbirros de Olaf se desplegaron formando
un círculo que lentamente comenzaron a estrechar sobre los
Baudelaire desde todos los ángulos. Sunny gimoteó asustada, y Klaus
la alzó en brazos y la subió a la camilla.
—¡Detengan a los Baudelaire! —exclamó un
médico.
—¡Eso estamos haciendo, tontainas! —replicó
Esmé exasperada mientras dirigía la mirada hacia los niños y les
guiñaba un ojo por encima de la mascarilla.
—Sólo nos quedaremos con uno de vosotros
—les dijo en un susurro, para que no la oyeran los demás, y se
llevó las manos de largas uñas a los zapatos—. Este calzado no sólo
me da un toque de distinción y feminidad —dijo quitándose los
zapatos y apuntándoles con ellos—. Los tacones de aguja son
perfectos para rebanar el cuello de los niños. Dos de vosotros
moriréis intentando escapar de la justicia, al otro mocoso lo
necesitamos para apoderarnos de la fortuna de los Baudelaire.
—Nunca hincaréis el diente en nuestra
fortuna —contestó Klaus— ni los zapatos en nuestro cuello.
—Eso ya se verá —replicó Esmé y blandió el
zapato izquierdo contra Klaus como si fuera una espada.
Klaus esquivó una estocada y oyó el
¡fiuuu! de la hoja segando el aire sobre
su cabeza.
—¡Intenta matarnos! —Klaus dijo a voz en
grito en dirección al público—. ¿No lo ven? ¡Los asesinos de verdad
son ellos!
—Nunca te creerán —le dijo Esmé, susurrando
maliciosamente, y lanzó una estocada a Sunny, que se apartó justo a
tiempo.
—¡No te creo! —gritó Hal—. Puede que ande
mal de la vista, pero veo perfectamente que esa bata de médico es
falsa.
—¡Yo tampoco te creo! —intervino una
enfermera—. ¡Llevas un cuchillo oxidado en la mano!
Esmé blandió sus tacones de aguja a la vez,
pero éstos chocaron en el aire.
—¿Por qué no os rendís de una vez? —susurró
hecha una furia—. No tenéis escapatoria, os hemos atrapado como
vosotros habéis hecho con Olaf tantas veces.
—Ahora sabréis lo que siente un criminal
—dijo el calvo y soltó una risotada sarcástica—. ¡Estrechad el
círculo! ¡Mattathias ha dicho que quien primero les eche el guante
decide dónde se cena esta noche!
—¿En serio? Pues a mí me apetece una pizza
—dijo el del garfio.
Al blandir su arma enguantada hacia Klaus,
éste chocó de espaldas contra la camilla de ruedas y la desplazó,
alejándola de las garras del malvado.
—A mí me apetece comida china —repuso una de
las chicas empolvadas—. Podemos ir al local donde celebramos el
secuestro de los Quagmire.
—Yo quiero ir al Café Salmonela —gruñó Esmé,
mientras desenredaba sus incómodos zapatos.
Klaus, al ver que el círculo se estrechaba
cada vez más a su alrededor, empujó de nuevo la camilla en otra
dirección. Sostenía en alto el cuchillo a modo de defensa, si bien
no se creía capaz de utilizarlo, ni siquiera contra unos malvados
como aquéllos. El conde Olaf no habría dudado en blandirlo contra
sus adversarios, pero Klaus no se sentía como un criminal pese a lo
que hubiera dicho el calvo. Se sentía como una persona ansiosa por
huir de allí y, al empujar de nuevo la camilla, se le ocurrió cómo
hacerlo.
—¡Apártense! —ordenó—. ¡Este cuchillo tiene
una hoja muy afilada!
—No podrás liquidarnos a todos —repuso el
del garfio—. A decir verdad, dudo que tengas valor para matar a
nadie.
—Para matar a alguien lo que se necesita no
es valor, sino una considerable falta de entereza moral.
Al oírle decir «considerable falta de
entereza moral», que en este contexto significa «egoísmo brutal
mezclado con gusto por la violencia», los esbirros de Olaf se
burlaron divertidos.
—De nada van a servirte todas esas
pedanterías, mamarracho —replicó Esmé.
—En eso tienes razón —admitió Klaus—. En
estos momentos lo único que puede servirme es una cama con ruedas
empleada en hospitales para transportar a los pacientes.
Acto seguido, Klaus arrojó el cuchillo al
suelo, sobresaltando a los esbirros de Olaf, que dieron un paso
atrás asustados. El círculo de personas con una considerable falta
de entereza moral se abrió un poco, apenas un instante, pero un
instante era cuanto los Baudelaire necesitaban. Klaus saltó a la
camilla y ésta echó a rodar rápidamente hacia la puerta metálica
por la que habían entrado. El público rompió a gritar al ver que
los Baudelaire huían ante las narices de los esbirros de
Olaf.
—¡A por ellos! —exclamó el del garfio—. ¡Se
escapan!
—¡De mí no escaparán! —gritó Hal mientras
agarraba la camilla justo antes de que ésta llegara a la
puerta.
La camilla se paró en seco y Sunny quedó por
un instante a dos palmos de la cara del anciano. A la pequeña se le
pusieron los pelos de punta al ver su furibunda mirada a través de
las gafitas. A diferencia de los secuaces de Olaf, Hal no era mala
persona, desde luego, pero el archivo era su pasión y se había
propuesto echar el guante a los presuntos culpables de su incendio.
A Sunny le dolió que la tomaran por una delincuente desalmada en
lugar de por una niña desgraciada, pero sabía que no era momento de
dar explicaciones al anciano. Apenas tenía tiempo de decir una
palabra y, sin embargo, eso fue lo que hizo.
—Perdón —le dijo con una sonrisita.
Luego abrió la mandíbula y le dio un
mordisco en la mano tan suavemente como pudo, pues no pretendía
hacerle daño; lo único que quería era que soltara la camilla.
—¡Ay! —exclamó el anciano, soltándola—. ¡La
pequeña me ha mordido! —anunció a todos a voz en grito.
—¿Le ha hecho daño? —quiso saber una
enfermera.
—No —contestó Hal—, pero he soltado la
camilla. ¡Se escapan!
Los Baudelaire salieron rodando por la
puerta. Violet parpadeando, Klaus maniobrando la camilla y Sunny
agarrada a ella con todas sus fuerzas para no caerse. Atravesaron
los pasillos de cirugía a toda velocidad, esquivando a los médicos
y al personal hospitalario, que los miraban perplejos.
—¡Atención! —anunció la voz de Mattathias
por el interfono—. ¡Aquí Mattathias, jefe de recursos humanos! ¡Los
pirómanos asesinos han huido montados en una camilla! ¡Deténganlos
inmediatamente! ¡El fuego se extiende por el hospital! ¡Desalojen
el lugar si lo desean!
—¡Noriz! —gritó Sunny.
—¡No puedo ir más rápido! —replicó Klaus,
con las piernas colgando fuera de la camilla para darse impulso de
cuando en cuando—. ¡Violet, despierta, por favor! ¡Necesito que me
ayudes a empujar!
—Lo inten... to... —masculló Violet abriendo
los ojos. Lo veía todo tenue y brumoso por culpa de la anestesia;
apenas podía articular palabra y era totalmente incapaz de
moverse.
—¡Puerta! —indicó Sunny con voz chillona,
señalando hacia la salida de cirugía.
Klaus viró con la camilla en esa dirección y
pasaron a toda velocidad junto al corpulento esbirro de Olaf que no
parecía ni hombre ni mujer, y que todavía seguía disfrazado de
vigilante espurio. El grandullón o grandullona profirió un rugido
tremendo y, con su torpe corpachón, salió corriendo tras la camilla
a grandes zancadas, mientras los Baudelaire enfilaban a toda mecha
hacia un corrillo de Voluntarios Frente al Dolor. El barbudo, que
en ese momento se encontraba tocando unos familiares acordes a la
guitarra, alzó la vista y vio pasar de largo la camilla.
—¡Esos tienen que ser los asesinos que ha
mencionado Mattathias! —observó—. ¡Venga, hermanos, ayudemos al
vigilante a detenerlos!
—Buena idea —dijo otro voluntario—. La
verdad es que ya estaba harto de cantar esa canción.
Klaus maniobró para girar por la esquina,
mientras los voluntarios se unían al grandullón del vigilante en la
persecución.
—¡Despierta! —suplicó Klaus a Violet, que
miraba a su alrededor confundida— ¡Por favor, Violet!
—¡Escaleras! —exclamó Sunny al tiempo que
señalaba una escalera.
Klaus enfiló la camilla en la dirección que
indicaba su hermana y los tres bajaron dando tumbos por la
escalera. El abrupto y atropellado descenso les recordó la ocasión
en que bajaron deslizándose por la barandilla del 667 de la avenida
Oscura o cuando se estrellaron con el automóvil del señor Poe
mientras estaban bajo la tutela de su tío Monty. En un recodo de la
escalera, Klaus rozó el suelo con los zapatos para frenar el
descenso de la camilla y se inclinó a consultar uno de los
indescifrables mapas del hospital.
—Quiero saber si nos convendría salir por
ahí —explicó, señalando una puerta con el letrero «SALA DE
URTICARIAS GRAVES»— o seguir escalera abajo.
—¡Dleen! —exclamó Sunny, aunque en realidad
quería decir: «¡Por la escalera no, mira!».
Klaus miró hacia donde apuntaba su hermana y
también Violet, que hizo un esfuerzo por fijar la vista. Bajando la
escalera, después del siguiente rellano, se distinguía un
resplandor rojizo intermitente, como si estuviera amaneciendo en el
sótano del hospital, y unas volutas de espeso humo negro que
parecían los tentáculos de un ser espectral ascendían retorciéndose
por el hueco de la escalera.
La sobrecogedora escena perseguía a los
Baudelaire en sus pesadillas desde aquel funesto día en la playa en
que comenzaron sus desdichas. Durante unos instantes, miraron hacia
abajo paralizados, estupefactos ante aquel resplandor rojizo y los
tentáculos de humo, pensando en todo lo que habían perdido por
culpa de lo que tenían ante sí.
—Fuego —dijo Violet en un murmullo.
—Sí —dijo Klaus—. Está subiendo por la
escalera. Tenemos que dar la vuelta.
Desde arriba, les llegó de nuevo el rugido
del grandullón y la réplica del voluntario barbudo:
—Le ayudaremos a atraparlos. Usted delante,
caballero. ¿O debería decir señora? No se sabe.
—Arriba no —advirtió Sunny.
—No —dijo Klaus—. No podemos ir ni hacia
arriba ni hacia abajo. Habrá que esconderse en la Sala de
Urticarias Graves.
Sin detenerse a pensar ni a rascarse, Klaus
giró la camilla y atravesó la puerta de dicha sala, justo en el
momento en que la voz de Mattathias anunciaba con urgencia por los
altavoces:
—Aquí Mattathias, jefe de recursos humanos.
¡Los colegas del doctor Flacutono que continúen buscando a los
niños! ¡Los demás que se congreguen a la entrada del hospital!
¡Atraparemos a los asesinos cuando salgan huyendo por la puerta o
se achicharrarán en el interior del edificio!
Los Baudelaire, montados sobre la camilla,
entraron a toda velocidad en la Sala de Urticarias Graves y
comprobaron que Mattathias tenía razón. Al final del pasillo por el
que circulaban se observaba de nuevo un resplandor rojizo. Y a sus
espaldas oyeron un nuevo rugido del grandullón que bajaba
torpemente por las escaleras. De pronto se sintieron acorralados:
aquel pasillo sólo podía conducirles o a morir carbonizados o a las
garras de Olaf.
Klaus se inclinó para detener la
camilla.
—Será mejor que nos escondamos —dijo a la
par que saltaba al suelo—. Intentar huir en la camilla sería
demasiado peligroso.
—¿Dónde? —preguntó Sunny mientras Klaus la
ayudaba a bajar.
—Por aquí cerca, donde sea —respondió Klaus,
agarrando a Violet del brazo—. Violet sigue bajo los efectos de la
anestesia y no podrá llegar muy lejos.
—Puedo... intentarlo... —murmuró
Violet.
Como pudo, bajó de la camilla y se apoyó en
Klaus. Los tres a la vez miraron a su alrededor y descubrieron otra
puerta con un letrero que rezaba: «MANTENIMIENTO».
—¿Glaynop? —preguntó Sunny.
—Supongo —dijo Klaus indeciso, abriendo la
puerta con una mano mientras con la otra sujetaba a una Violet
tambaleante—. No sé qué liaremos ahí dentro, pero al menos podremos
escondernos un rato.
Entre Klaus y Sunny ayudaron a su hermana a
entrar y cerraron la puerta tras de sí. Salvo por un ventanuco que
había en un rincón, el cuarto era idéntico a aquel donde Klaus y
Sunny se habían escondido para descifrar el anagrama oculto en la
lista de pacientes. Era una estancia pequeña, con una bombilla
parpadeante que pendía del techo, una hilera de batas de médico
colgadas en unos ganchos, un lavabo oxidado, enormes latas de sopa
de letras y cajitas con gomas elásticas. Sin embargo, al ver aquel
material no pensaron que pudiera servirles para traducir anagramas
o disfrazarse de médicos. Klaus y Sunny echaron un vistazo a
aquellos artículos y luego a su hermana mayor. Ambos vieron con
alivio que ya no estaba tan pálida ni tenía la mirada tan perdida,
lo que era buena señal. Necesitaban que estuviera bien despierta,
pues los artículos que tenían ante sí habían dejado de ser material
de mantenimiento para convertirse en el material con que se
fabrican los inventos.