Capítulo 5

—SIGO sin entender —afirmó Klaus, y eso era algo que no decía a menudo. Violet asintió con la cabeza y después afirmó algo que tampoco decía a menudo:
—Es un rompecabezas para el que no creo que encontremos solución.
—Pietrisycamollaviadelrechiotemexity —terció Sunny.
Había empleado una palabra que sólo había pronunciado en una ocasión. Venía a decir algo así como: «Debo admitir que no tengo ni la más remota idea de lo que está pasando»; la primera vez que Sunny pronunció esa palabra fue el día en que salió del hospital donde había nacido y, una vez en casa, se encontró con la cara de sus hermanos asomados a su cuna para saludarla. Esta vez estaba sentada en el ala en obras del hospital donde trabajaba, mirando a Klaus y Violet mientras los tres intentaban dilucidar qué habría querido decir Hal con aquello de los incendios Snicket. Si yo hubiera estado allí, les habría contado una larga y tremebunda historia sobre ciertas personas que fundaron una organización con fines nobles y acabaron viendo cómo la ambición de un hombre y las chapuzas de un periódico echaban su vida por tierra, pero los Baudelaire estaban solos y lo poco que sabían de dicha historia se encontraba en las hojas sueltas de los cuadernos de los Quagmire.
Era de noche y, tras pasar todo el día trabajando en el archivo, los tres se habían instalado tan cómodamente como les había sido posible en el ala en obras del Hospital Heimlich, aunque lamento decir que «tan cómodamente como les había sido posible» significa en este caso: «con toda las incomodidades del mundo». Violet había encontrado unas linternas de esas que los albañiles emplean para iluminar rincones oscuros y las colocó de modo que alumbraran el entorno, dejando al descubierto lo cochambroso que estaba dicho entorno. Klaus había encontrado unas lonas de esas que utilizan los pintores para que los goterones de pintura no manchen el suelo; en cuanto se taparon con ellas, los niños descubrieron el frío tan espantoso que hacía en aquel lugar, cuando el viento se colaba entre las sábanas de plástico clavadas a los tablones de madera. Sunny, valiéndose de sus dientes, había cortado unas cuantas piezas de fruta del cuenco de Hal para preparar una macedonia para la cena; cada bocado de macedonia no hacía más que poner de manifiesto lo inhabitable que resultaba aquel vacío y desangelado lugar. No obstante, aunque los tres supieran que su nuevo domicilio era cochambroso, frío e inhabitable, no alcanzaban a ver otra salida.
—Teníamos la intención de averiguar en el archivo algo más sobre Jacques Snicket —dijo Violet—, y quizá terminemos descubriendo algo sobre nosotros mismos. ¿Qué demonios creéis que se dirá de nosotros en el expediente que ha mencionado Hal?
—No lo sé —respondió Klaus—, y tampoco creo que Hal lo sepa. Dice que no lee los expedientes.
—Seerg —añadió Sunny, aunque en realidad quería decir: «Me dio miedo seguir indagando».
—A mí también —afirmó Violet—. Lo que está claro es que no debemos llamar la atención. Si Hal se entera de que nos buscan por asesinato, terminaremos en la cárcel antes de poder averiguar nada.
—Ya hemos escapado de la cárcel una vez —añadió Klaus—. Sería difícil que lo consiguiéramos de nuevo.
—Cuando tengamos tiempo de estudiar las hojas sueltas de los cuadernos de Duncan e Isadora —dijo Violet— puede que demos con la respuesta a nuestras preguntas, pero no hay forma de descifrar lo que hay escrito en ellas.
Klaus frunció el ceño y movió una serie de pedazos de papel como si fueran las piezas de un rompecabezas.
—El arpón dejó los cuadernos hechos trizas. Mirad lo que escribió Duncan aquí: «Jacques Snicket trabajaba para VFD, que significa Voluntario...», pero la hoja ha quedado rasgada justo en mitad de la frase.
—Mirad lo que pone en esta hoja —dijo Violet, leyendo una página cuyo recuerdo me hace estremecer.
Ni en fotos ni ante el público su rostro muestra,
pues Snicket detesta salir a la palestra.
—Esto tiene que ser obra de Isadora, es un pareado.
—En este pedazo de papel se lee la palabra «piso» —observó Klaus— y se ve la mitad de un croquis. Quizá sea el piso donde vivimos cuando estábamos con Jerome y Esmé Miseria.
—No me lo recuerdes —dijo Violet, estremeciéndose al pensar en las penalidades por las que tuvieron que pasar en el 667 de la avenida Oscura.
—Rabave —dijo Sunny, señalando otro pedazo de papel.
—En ése se distinguen dos nombres —observó Violet—. Uno es Al Funcoot.
—Así se llamaba el autor de aquella obra de teatro espantosa que Olaf nos obligó a representar —recordó Klaus.
—Ya lo sé —afirmó Violet—, pero este otro nombre no me dice nada: Ana Gram.
—Bueno, los Quagmire investigaban al conde Olaf y a su siniestra trama —dijo Klaus—. Tal vez Ana Gram sea una secuaz del conde.
—Dudo que el hombre del garfio y el calvo de la nariz larga se llamen así —afirmó Violet—, porque Ana no es un nombre masculino.
—Pero podría tratarse de una de las señoras empolvadas que acompañan al conde —observó Klaus.
—¡Orlando! —exclamó Sunny, aunque en realidad quería decir: «¡O de esa persona que no es hombre ni mujer!».
—O de cualquier desconocido —repuso Violet con un suspiro y dirigió su atención a otro pedazo de papel—. Esta hoja está casi intacta, pero sólo contiene una larga lista de fechas. Parece como si cada doce semanas más o menos hubiera algo programado.
Klaus cogió el pedazo de papel más pequeño y lo alzó para que sus hermanas lo vieran. Tras las gafas se apreciaba la tristeza que reflejaban sus ojos.
—Aquí sólo se lee la palabra «incendio» —dijo con voz mortecina.
Los tres bajaron la cabeza, abatidos, y se quedaron con la mirada perdida en el suelo polvoriento.
Toda palabra desencadena asociaciones subconscientes, lo que significa que hay palabras que te llevan a pensar en ciertas cosas, aunque tú no quieras. La palabra «pastel» podría recordarte tu cumpleaños, y la palabra «carcelero» quizá te haga pensar en alguien que no has visto en mucho tiempo. A mí la palabra «Beatrice» me lleva a pensar en una organización de voluntarios donde reinaba la corrupción, y la palabra «medianoche» me recuerda que debo seguir escribiendo este capítulo a marchas forzadas si no quiero morir ahogado. A los Baudelaire, la palabra «incendio» les provocaba todo tipo de asociaciones subconscientes, y ninguna de ellas buena. Les hacía pensar en Hal, que había mencionado los incendios Snicket esa misma tarde en el archivo. Pero también en los hermanos Duncan e Isadora Quagmire, que habían perdido a sus padres y a su hermano Quigley en un incendio. Y, naturalmente, les recordaba el incendio que había destruido su casa y dado comienzo a la desdichada travesía que terminaba en aquella ala en obras del Hospital Heimlich. Los tres se acurrucaron en silencio bajo sus lonas, sintiendo cada vez más frío a medida que pensaban en los distintos incendios y asociaciones subconscientes que la vida les había deparado.
—En ese expediente deben de hallarse las respuestas a todos estos enigmas —decidió Violet—. Tenemos que averiguar quién era Jacques Snicket, y por qué llevaba un tatuaje idéntico al del conde Olaf.
—Y por qué lo asesinaron —añadió Klaus—. Y qué significan las siglas VFD.
—Nosotros —añadió Sunny, que intentaba decir: «Y también tenemos que averiguar qué pinta una foto nuestra en ese expediente».
—Tenemos que hacernos con ese expediente —afirmó Violet.
—Eso se dice muy pronto —replicó Klaus—. Hal nos advirtió que no tocáramos ningún archivador con el que no estuviéramos trabajando; además, no se separa de nosotros.
—Pues habrá que encontrar la forma —insistió Violet—. Bueno, será mejor que intentemos dormir un poco, así mañana estaremos más frescos y podremos hacernos con ese expediente.
Klaus y Sunny asintieron con la cabeza y dispusieron las lonas a guisa de camas, mientras Violet apagaba las linternas. Se apretujaron los unos contra los otros y durmieron como pudieron, tumbados en un suelo cochambroso, con el frío viento soplando en aquel inhabitable hogar, y por la mañana, tras desayunar la macedonia que había sobrado de la noche anterior, se dirigieron a la otra mitad del Hospital Heimlich y bajaron con precaución todas aquellas escaleras, dejando atrás los interfonos y los mapas confusos.
Al llegar al archivo, Hal ya estaba allí, abriendo los archivadores con las llaves que colgaban de su larga lazada.
Violet y Klaus se pusieron manos a la obra de inmediato para clasificar la información que había llegado a través del conducto a lo largo de la noche, mientras Sunny aplicaba sus dientecillos a los archivadores que precisaban ser abiertos. Pero ninguno de los tres pensaba en clasificaciones ni archivadores. Pensaban en el expediente de los incendios Snicket. En esta vida casi todo se dice pronto, salvo «El arzobispo de Constantinopla se quiere desarzobispoconstantinopolizar, el desarzobispoconstantinopolizador que lo desconstantinopolice, buen desarzobispoconstantinopolizador será», que tarda un rato en decirse. Pero frustra que se lo recuerden a uno. Violet se encontraba archivando un documento que contenía información sobre sepias en la M de moluscos, cuando se dijo a sí misma: «Voy a darme un garbeo por el pasillo de la S y mirar la entrada de “Snicket”». Pero se topó con Hal, que se encontraba precisamente en ese pasillo archivando retratos de sastres, y no consiguió hacer lo que tan pronto se había dicho a sí misma. Klaus archivaba un documento sobre dedales bajo la P de protección del pulgar, cuando se dijo: «Voy a darme un garbeo por la I, de incendios», pero cuando llegó al pasillo de la I, también se topó con Hal, que abría un archivador para reclasificar unas biografías de ilustres informáticos islandeses. Sunny, por su parte, no dejaba de dar dentelladas, intentando abrir unos archivadores en el pasillo de la B, pensando que el expediente pudiera encontrarse allí, archivado en la B de Baudelaire, pero cuando, después de comer, por fin saltó la cerradura, descubrió que el archivador estaba vacío.
—Nil —dijo Sunny, mientras los tres se tomaban un breve descanso para picar algo de fruta en la antesala.
—Ni yo —respondió Klaus—. ¿Cómo vamos a hacernos con ese expediente si Hal no abandona el archivo ni siquiera un momento?
—Podríamos pedirle que lo buscara —sugirió Violet—. Si estuviéramos en una biblioteca, se lo pediríamos al bibliotecario. Pues en un archivo, lo lógico sería pedírselo a Hal.
—Pedid lo que gustéis —interrumpió Hal, entrando en la antesala—, pero antes debo haceros una pregunta —el anciano se acercó a donde estaban sentados y señaló una pieza de fruta—. ¿Eso de ahí es una ciruela o un caqui? Es una lástima, pero tengo la vista fatal.
—Una ciruela —contestó Violet, tendiéndole la fruta.
—Menos mal —dijo Hal, inspeccionando la pieza de fruta por si tenía alguna magulladura—. No me apetecía comerme un caqui. Y bien, ¿qué era eso que queríais pedirme?
—Queríamos preguntar por cierto expediente —respondió Klaus con tiento para no levantar sospechas—. Ya sé que está prohibido leerlos, pero suponiendo que sintiéramos mucha curiosidad por un expediente determinado, ¿cree que se podría hacer una excepción?
Hal hincó el diente en la ciruela y frunció el entrecejo.
—¿Y para qué ibais a querer leerlo? —preguntó—. Los niños deberían leer libros alegres con ilustraciones bonitas, no los documentos oficiales de un archivo.
—Es que a nosotros nos interesan los documentos oficiales —contestó Violet—, y estamos tan ocupados clasificando que no tenemos tiempo ni de echarles un vistazo. Esperábamos poder llevarnos un expediente a casa para poder leerlo tranquilamente.
Hal sacudió la cabeza.
—En este hospital lo primordial es el papeleo —replicó con severidad—. Tiene que haber una razón de mucho peso para que se permita sacar un expediente del archivo. Por ejemplo...
Pero los Baudelaire no llegaron a enterarse de cuál era ese ejemplo porque interrumpieron a Hal por megafonía.
—¡Atención! —exclamó una voz, y los niños se volvieron hacia un pequeño altavoz cuadrado—. ¡Atención! ¡Atención!
Los tres se miraron consternados y luego dirigieron la vista hacia el altavoz colgante. La voz que salía por megafonía no era la de Babs. Era una voz opaca, chirriante, pero no era la de la jefa de recursos humanos del Hospital Heimlich. Era una voz que los Baudelaire escuchaban por dondequiera que fueran, vivieran donde viviesen y sin importar quién intentara protegerlos; pero no por mucho haber oído aquella voz se habían acostumbrado a su sarcasmo: sonaba como si quien hablaba estuviera contando un chiste horrible con un final tremendo.
—¡Atención! —exclamó de nuevo la voz; a los Baudelaire no era preciso exigirles que prestaran atención a la temible voz del conde Olaf—. Babs ha dimitido —anunció, y los Baudelaire imaginaron al conde sonriendo cruelmente como siempre que decía una mentira—. Ha decidido cambiar de profesión para dedicarse al funambulismo y ya ha empezado a arrojarse de los edificios. Me llamo Mattathias y soy el nuevo jefe de recursos humanos. He decidido realizar de inmediato una inspección general del hospital y del personal. Eso es todo.
—Una inspección —repitió Hal mientras acababa de comerse la ciruela—. Qué tontería. En lugar de perder el tiempo con inspecciones, deberían terminar de una vez el hospital.
—¿En qué consisten esas inspecciones?
—Pues en pasar por aquí y fisgonear todo lo que haces —contestó Hal despreocupado mientras se disponía a entrar de nuevo en el archivo—. Será mejor que volvamos al trabajo. Hay muchos documentos que clasificar.
—Ahora mismo vamos —prometió Klaus—. Aún no he terminado de comerme la fruta.
—Daos prisa —advirtió Hal antes de abandonar la antesala.
Los Baudelaire se miraron consternados.
—Ha vuelto a dar con nosotros —dijo Violet, en voz baja para que Hal no los oyera.
Los latidos acelerados de su corazón apenas le permitían escuchar su propia voz.
—Sabe que estamos en el hospital —dedujo Klaus—. Por eso quiere hacer una inspección, para localizarnos y secuestrarnos otra vez.
—¡Contar! —exclamó Sunny.
—¿A quién se lo vamos a contar? —replicó Klaus—. Todo el mundo da al conde Olaf por muerto. Nadie va a creer que ahora se hace pasar por Mattathias, el nuevo jefe de recursos humanos.
—Sobre todo si esa información procede de tres niños buscados por asesinato cuya foto sale en la portada de El Diario Punctilio —añadió Violet—. Nuestra única oportunidad es encontrar el expediente de los incendios Snicket por si incluye alguna prueba que inculpe a Olaf.
—Pero no podemos sacar los expedientes del archivo —le recordó Klaus.
—Pues habrá que leerlo aquí —replicó Violet.
—Eso se dice pronto —observó Klaus—. Ni siquiera sabemos por qué letra buscar, y Hal no se separa de nosotros en todo el día.
—¡Noche! —exclamó Sunny.
—Qué buena idea, Sunny —dijo Violet—. Hal se pasa el día aquí metido, pero por la noche se va a su casa. En cuanto oscurezca, entraremos en el archivo a hurtadillas. Es el único modo de dar con ese expediente.
—Has olvidado una cosa —advirtió Klaus—. El archivo estará cerrado a cal y canto. Y Hal echa la llave a todos los archivadores.
—No había pensado en eso —admitió Violet—. Podría hacer una ganzúa, pero creo que no tendré tiempo para fabricar una que pueda abrir todos los archivadores.
—¡Deashew! —exclamó Sunny, aunque en realidad quería decir: «¡Y yo tardo varias horas en abrir uno a dentelladas!».
—Sin llaves no podremos hacernos con ese expediente —insistió Klaus—, y sin el expediente no lograremos poner en evidencia al conde Olaf. ¿Qué vamos a hacer?
Los Baudelaire suspiraron y se pusieron a cavilar, mirando al frente, muy concentrados, y al hacerlo vieron algo que les dio una idea. Era algo pequeño, redondo y de color vivo y brillante: un caqui, como bien pudieron ver. Pero quien no viera bien, porque le fallara la vista, podría confundir esa fruta con una ciruela. Los tres observaron fijamente aquel caqui mientras cavilaban cómo engañar a cierta persona para que confundiera una fruta por la otra.