Capítulo 6

ESTE libro no trata de Lemony Snicket. No vale la pena contar la historia de Snicket, porque ha pasado mucho tiempo desde aquello, y porque nadie puede hacer nada al respecto, y sólo se me ocurriría apuntarla en los márgenes de estas páginas si con ello consiguiera que la lectura de este libro resultara aún más desagradable, inquietante e increíble de lo que ya es. Esta obra trata sobre Violet, Klaus y Sunny Baudelaire, y del hallazgo que hicieron en el archivo del Hospital Heimlich, que cambió vida para siempre, y que a mí aún me pone los pelos de punta cuando estoy solo por las noches STOP. Pero si este libro tratara de mí y no de tres niños que en breve se encontrarán con alguien a quien esperaban no ver nunca más, tal vez hiciera una pausa un instante para explicaros algo que hice hace muchos años y cuyo recuerdo aún me persigue. Lo hice por necesidad, pero no estuvo bien y, aún hoy, siento una pequeña punzada de remordimiento al recordarlo. A veces me encuentro haciendo una actividad agradable, como pasear por la cubierta de un barco, otear la aurora boreal con un telescopio o dar una vuelta por una librería y colocar mis libros en lo más alto de la estantería para que nadie sienta la tentación de comprarlos y leerlos, cuando de pronto me acuerdo de lo que hice y me digo a mí mismo: «¿De verdad fue por necesidad? ¿De verdad fue por absoluta necesidad por lo que robé el Azucarero de Esmé Miseria?».
Los hermanos Baudelaire sentían esa tarde punzadas similares, mientras la jornada en el archivo tocaba a su fin. Cada vez que Violet clasificaba un expediente y lo archivaba en su lugar correspondiente, se palpaba la cinta del pelo, guardada en el bolsillo, y sentía una punzada de remordimiento pensando en lo que ella y sus hermanos habían tramado. Cada vez que Klaus cogía una pila de documentos del cesto que había ante la boca del conducto y, en lugar de dejar los clips en el cuenco, se los guardaba en la mano, sentía una punzada en el estómago al pensar en la jugarreta que habían tramado entre los tres. Y cada vez que Hal se daba la vuelta y Klaus le pasaba los clips a Sunny, la pequeña Baudelaire sentía una punzada de remordimiento al pensar en el taimado retorno al archivo que tenían planeado para esa misma noche. Cuando al término de la jornada Hal agarró el cordel del que colgaban las llaves y empezó a cerrar archivadores, los Baudelaire habían acumulado punzadas suficientes como para presentarse al Festival Internacional de la Punzada, de haberse celebrado algo por el estilo esa misma tarde.
—¿Tú crees que lo que vamos a hacer es absolutamente necesario? —preguntó Violet a Klaus en un susurro, mientras salían del archivo, detrás de Hal. Violet extrajo su cinta del bolsillo y la alisó con la mano, cerciorándose de que no hubiera ningún nudo—. No está bien.
—Lo sé —contestó Klaus, alargando la mano hacia Sunny para que ésta le pasara los clips—. Se me encoge el estómago sólo de pensarlo, pero es el único modo de localizar ese expediente.
—Olaf —añadió Sunny preocupada, aunque en realidad quería decir: «Antes de que Mattathias nos localice a nosotros».
En cuanto terminó de pronunciar esa palabra, se escuchó la voz chirriante de Mattathias por megafonía.
—¡Atención! ¡Atención! —exclamó, mientras Hal y los niños alzaban la vista hacia el altavoz cuadrado—. Les habla Mattathias, el nuevo jefe de recursos humanos. La inspección ha terminado por hoy; mañana continuará.
—Qué tonterías —masculló Hal, dejando el llavero sobre la mesa.
Los Baudelaire se miraron, miraron las llaves, y Mattathias prosiguió con su comunicado.
—Por otra parte —añadió—, se recomienda al personal del hospital que posea algún objeto de valor, lo deposite en el departamento de recursos humanos, donde se pondrá a buen recaudo. Gracias.
—Mis gafas tienen cierto valor —observó Hal mientras se las quitaba— pero no pienso entregárselas. Seguro que no las vuelvo a ver.
—No me extrañaría nada —dijo Violet, sacudiendo la cabeza al pensar en Mattathias y su desfachatez, palabra que en este contexto significa «intento de robar los objetos de valor del personal del hospital además de arrebatar a los Baudelaire su fortuna».
—Además —dijo Hal, sonriendo a los niños mientras cogía su abrigo—, a mí nadie tiene que robarme nada. En este hospital sólo tengo contacto con vosotros tres y confío plenamente en vosotros. Bueno, ¿dónde he puesto mis llaves?
—Aquí las tiene —respondió Violet, sintiendo una punzada de remordimiento en el estómago con más fuerza. Alzó la cinta para el pelo, que previamente había atado formando un círculo para que pareciera un cordel enlazado, y se la tendió a Hal. De la cinta colgaban montones de clips, a los que Sunny les había dado formas distintas sirviéndose de sus dientes cuando Hal no la veía. El resultado final guardaba cierto parecido con el llavero de Hal, en la medida que un caballo guarda cierto parecido con una vaca, o una señora vestida de verde guarda parecido con un pino; sin embargo, nadie que viera la cinta para el pelo de Violet, con aquellos clips mordisqueados colgando, pensaría que aquello era un llavero, a menos, claro está, que a ese alguien le fallara la vista. Los tres niños aguardaron mientras Hal miraba con los ojos entrecerrados el objeto que Violet sostenía en las manos.
—¿Ésas son mis llaves? —preguntó Hal sorprendido—. Pensaba que las había dejado encima de la mesa.
—Oh, no —respondió Klaus de inmediato, y se plantó delante de la mesa para que Hal no viera su llavero—. Las tiene Violet.
—Aquí están —dijo Violet, balanceando la cinta a modo de péndulo para que a Hal le resultara aún más difícil fijar la vista en ella—. Si quiere se las guardo en el bolsillo del abrigo.
—Gracias —dijo Hal, y Violet las dejó caer en dicho bolsillo. Los ojillos de Hal miraron a los Baudelaire con un destello de gratitud—. Otra cosa más en la que me sois de ayuda. Mi vista ya no es la que era, y es un placer contar con unos voluntarios tan serviciales como vosotros. En fin, buenas noches, niños. Hasta mañana.
—Buenas noches, Hal —se despidió Klaus—. Vamos a quedarnos un rato en la antesala comiendo un poco de fruta.
—Vigilad que no os quite el hambre —advirtió Hal—. Esta noche hace mucho frío fuera; seguro que en casa os tienen preparada una cena bien caliente.
Hal sonrió y cerró la puerta tras de sí, dejando a los niños solos con el llavero del archivo y la punzada de remordimiento en el estómago.
—Algún día —dijo Violet en voz baja— le pediremos disculpas a Hal por esta jugarreta y le explicaremos por qué tuvimos que saltarnos las normas. No está bien lo que hemos hecho, aunque fuera necesario.
—Y volveremos también a La Ultima Oportunidad —añadió Klaus— para explicarle al tendero por qué tuvimos que salir corriendo.
—Tuisp —afirmó Sunny o, lo que es lo mismo: «Pero antes tenemos que dar con ese expediente, resolver todos estos enigmas y demostrar nuestra inocencia».
—Tienes razón, Sunny —convino Violet con un suspiro—. Venga, vamos. Klaus, mira a ver si encuentras la llave de la puerta del archivo.
Klaus asintió con la cabeza y se dirigió hacia la puerta con el llavero de Hal en la mano. Cuando los Baudelaire se hallaban bajo la tutela de su tía Josephine —y de eso no hacía tanto tiempo—, que vivía junto al lago Lacrimógeno, Klaus se vio obligado a encontrar en un santiamén la llave para abrir una puerta que estaba cerrada, momento a partir del cual el mediano de los Baudelaire empezó a desarrollar una destreza especial en ese terreno. Echó un vistazo a la cerradura, que tenía un ojo muy pequeño y estrecho, luego miró el llavero de Hal, del que colgaba una llave pequeña y estrecha, y en un santiamén los tres se encontraron de nuevo en el interior del archivo, ante hileras de archivadores en penumbra.
—Voy a cerrar la puerta con llave —dijo Klaus— para que nadie sospeche si entra en la antesala.
—Mattathias, por ejemplo —dijo Violet con un estremecimiento—. Aunque haya dicho por megafonía que la inspección ha terminado por hoy, apuesto a que sigue merodeando por ahí.
—Vapey —dijo Sunny, aunque en realidad quería decir: «Pues démonos prisa».
—Empecemos por el pasillo de la S de Snicket —propuso Violet.
—De acuerdo —respondió Klaus, cerrando la puerta con un gran tintineo de llaves.
Los Baudelaire localizaron el pasillo de la S y avanzaron entre hileras de archivadores, leyendo las etiquetas para decidir cuál abrían.
—«Sauce a Saxifragia» —leyó Klaus en voz alta—» Eso indica que todas las palabras que se encuentren alfabéticamente entre las palabras «sauce» y «saxifragia» tienen que estar en este archivador.
Continuaron avanzando por el pasillo; sus pisadas retumbaban en los techos bajos de la sala.
—«Saya a Sebo» —anunció Klaus, leyendo la etiqueta siguiente.
Sunny y Violet negaron con la cabeza y siguieron avanzando.
—«Secretario a Sedimento» —leyó Violet— Aún no hemos llegado.
—Calma —dijo Sunny, aunque en realidad quería decir: «Aún no sé leer del todo, pero yo diría que aquí pone “Secuela a Serenidad”».
—Así es, Sunny —afirmó Klaus, sonriendo a su hermana—. Aquí no puede estar.
—«Sheriff a Siberia» —leyó Violet.
—«Sibila a Sicilia.»
—«Sifón a Simio.»
—«Sioux a Snob.»
—«Soneto a Supositorio.»
—¡Un momento! —exclamó Klaus—. ¡Nos hemos pasado de largo! Snicket tiene que estar entre sioux y snob.
—Tienes razón —dijo Violet, retrocediendo hasta dar con el archivador correcto—. Estaba tan entretenida con las palabrejas de los epígrafes que se me ha olvidado lo que buscábamos. Aquí lo tenemos, «Sioux a Snob». Ojalá encontremos ese expediente.
Klaus echó un vistazo a la cerradura del archivador y, al tercer intento, dio con la llave correcta.
—Debería estar en el último cajón, cerca de «snob». Vamos a ver.
Buscaron entre los tres. Un snob es una persona afectada, que gusta dárselas de distinguida. La palabra es una abreviatura de la expresión latina «sine nobilitatis», que significa sin nobleza. Entre sioux y snob hay montones de palabras en el diccionario, y muchas de ellas tenían su expediente en aquel mueble. Había uno sobre la ley de Snell o ley de refracción de la luz en el que se decía que cuando un rayo de luz pasa de un medio uniforme a otro, el seno del ángulo de incidencia entre el seno del ángulo de refracción es una constante, cosa que Klaus ya sabía. Encontraron un expediente sobre el sismógrafo, aparato cuyo inventor Violet admiraba mucho. Y otro sobre snack bars, establecimientos donde a Sunny le gustaba mucho entrar a hincar el diente. Pero no encontraron ni un solo pedazo de papel en el que constara la palabra «Snicket». Los Baudelaire suspiraron decepcionados y cerraron el archivador para que Klaus pudiera echar la llave.
—Busquemos por el pasillo de la J de Jacques —sugirió Violet.
—Chiss —dijo Sunny.
—No, Sunny —replicó Klaus amablemente—. No creo que sea buena idea buscar por la Ch. ¿Por qué iba Hal a archivarlo en la Ch?
—Chiss —insistió Sunny, señalando hacia la puerta.
De inmediato, tanto Violet como Klaus comprendieron que habían entendido mal a su hermana. Lo normal hubiera sido que, al decir «chiss», Sunny pretendiera comunicar algo así como «Creo que sería buena idea buscar en el pasillo de la Ch», pero lo que Sunny pretendía comunicar era: «¡Silencio! Me ha parecido oír a alguien entrar en la antesala del archivo». Y, efectivamente, al aguzar los tres el oído, oyeron unas extrañas pisadas, como de alguien caminando con paso inseguro sobre unos zancos muy finos. Se acercaron y luego se interrumpieron; los tres contuvieron la respiración al oír que alguien tironeaba de la puerta del archivo para abrirla.
—Tal vez sea Hal —susurró Violet— intentando abrir la puerta con un clip.
—O Mattathias —susurró Klaus— que viene a por nosotros.
—Conserje —susurró Sunny.
—Bueno, sea quien sea, será mejor que corramos al pasillo de la J —propuso Violet.
Los tres se dirigieron de puntillas hacia dicho pasillo y lo recorrieron a toda prisa, leyendo las etiquetas de los distintos archivadores.
—«Jabalina a Jabirú.»
—«Jaborandi a Jacarandá.»
—Nersai.
—¡Tienes razón! —susurró Klaus—. Tiene que estar entre «Jachalí y Jacuzzi».
—Ojalá —dijo Violet.
De nuevo escucharon cómo alguien tironeaba de la puerta. Klaus buscó a toda prisa la llave adecuada, y abrieron el cajón superior del archivador. Como Violet sabía, un jachalí era un árbol de la América tropical con frutos amarillentos, y un jacuzzi, como sabía Jacques, era una bañera con hidromasaje; entre ambos expedientes encontraron otros muchos, con información sobre jacos, jacobinos, jacobitas y muchas cosas más, pero ninguno que llevara el nombre de «Jacques».
—¡Incendio! —susurró Klaus y le echó la llave al archivador después de cerrarlo—. Vamos al pasillo de la I.
—¡Rápido! —los apremió Violet—. Están forzando la cerradura de la antesala.
En efecto. Se detuvieron unos instantes y oyeron como si alguien estuviera arañando la puerta desde el otro lado, como si quisieran forzarla introduciendo un objeto largo y delgado por el ojo de la cerradura. Violet sabía, gracias a la experiencia vivida con sus hermanos en casa del tío Monty, que las ganzúas no siempre funcionan a la primera, ni siquiera si son obra de una de las mejores inventoras del mundo; no obstante, los tres echaron a correr hacia el pasillo de la I tan rápido como se lo permitieron las puntillas de los pies.
—«Ibsen a Idea.»
—«Imán a Imperio.»
—«Impresionismo a Impronta.»
—«In albis a Incontestable.» ¡Aquí está!
Una vez más, localizaron a toda prisa la llave correspondiente, el cajón correspondiente y el compartimiento correspondiente. «In albis» es una expresión latina que significa «en blanco», que es como se queda uno cuando está asustado al escuchar algo. Sin embargo, el ruido que los Baudelaire oían procedente de la puerta, aunque los asustara, era ya «incontestable» o, lo que es lo mismo, innegable. Buscaron desesperadamente y encontraron expedientes que iban desde «In albis a Incontestable», pero ninguno que llevara la palabra incendio.
—¿Qué hacemos? —preguntó Violet, mientras la puerta traqueteaba—» ¿En qué otro sitio podrían haberlo clasificado?
—Pensemos —respondió Klaus—. ¿Qué dijo Hal sobre él? Sabemos que guarda relación con Jacques Snicket y con incendios.
—¡Prem! —exclamó Sunny, aunque en realidad quería decir: «Pero ya hemos buscado por Snicket, Jacques e Incendio».
—Tiene que haber más —repuso Violet—. Hay que encontrar ese expediente, contiene información vital sobre Jacques Snicket y VFD.
—Y sobre nosotros —añadió Klaus—. No lo olvides.
Los tres se miraron unos a otros.
—¡Baudelaire! —susurró Sunny.
Sin decir palabra, los tres corrieron hacia el pasillo de la B, pasaron de largo «Baba a Babilonia», «Bacteria a Ballet», «Bambú a Baskerville», y se detuvieron en «Batuecas a Bavaroise». La puerta continuó traqueteando mientras Klaus probó nueve llaves seguidas hasta dar por fin con la acertada, y allí, entre ese espacio donde va la gente cuando está distraída y el delicioso postre cremoso, encontraron un expediente que llevaba su apellido.
—Ahí está —dijo Klaus, sacándolo del cajón con manos temblorosas.
—¿Qué pone? ¿Qué pone? —preguntó Violet nerviosa.
—¡Mirad, hay una nota!
—¡Léela! —ordenó Violet en un susurro frenético, mientras la puerta traqueteaba con violencia. Era evidente que quienquiera que estuviera al otro lado empezaba a ponerse nervioso al ver que no lograba forzar la cerradura.
Klaus alzó la carpeta para ver mejor en la penumbra lo que ponía la nota.
—«Las trece páginas del expediente Snicket —leyó— se han retirado del archivo para la investigación oficial.» —Klaus alzó la vista hacia sus hermanas y éstas vieron cómo los ojos de su hermano se llenaban de lágrimas tras las gafas—. Hal vio nuestra foto al retirar el expediente para entregárselo a los investigadores. —Klaus tiró el expediente al suelo y luego se sentó junto a él, abatido. ¡Aquí no hay nada!
—¡Sí lo hay! —exclamó Violet—. ¡Mira!
Los Baudelaire miraron el expediente que Klaus había arrojado al suelo y vieron que, tras la nota, había una hoja de papel suelta.
—Es la página trece —observó Violet, al leer el número mecanografiado en un extremo—. Se la dejarían olvidada sin querer.
—Por eso nunca deberían quitarse los clips de los documentos —observó Klaus—, ni siquiera para archivarlos. ¿Qué pone en la hoja?
Tras un largo crujido y un sonoro estrépito, oyeron cómo sacaban de sus goznes la puerta del archivo y ésta caía al suelo de la espaciosa sala como si acabara de sufrir un desvanecimiento. Los Baudelaire hicieron caso omiso. Continuaron sentados sin apartar la vista de la página trece del expediente, demasiado sobrecogidos para prestar oídos a los pasos extraños y tambaleantes del intruso que entraba en la sala y avanzaba por los pasillos rodeados de archivadores. La página trece del expediente de los Baudelaire no estaba llena: habían grapado una foto y escrito algo a máquina encima. No obstante, en ocasiones basta una foto y unas palabras para que un escritor se suma en un mar de lágrimas aun cuando la foto date de mucho tiempo atrás, o para que tres hermanos la contemplen embobados largo rato, como si en esa hoja de papel hubiera escrito todo un libro. La fotografía mostraba a cuatro personas, de pie ante un edificio que los Baudelaire reconocieron al instante. Era el 667 de la avenida Oscura, donde habían pasado una temporada bajo la tutela de Jerome y Esmé Miseria, hasta que también aquél resultó un lugar demasiado traicionero donde vivir. El primero por la izquierda era Jacques Snicket, que contemplaba sonriente al fotógrafo. Junto a Jacques, un hombre miraba hacia otro lado, por lo que no se le distinguía el rostro, pero sí se apreciaba una mano en la que sostenía libreta y bolígrafo, como si fuera un escritor o algo por el estilo. Los Baudelaire no habían vuelto a ver a Jacques Snicket desde su asesinato, lógicamente, y el rostro del escritor no les resultaba familiar. Pero junto a esas dos personas había otras dos que los Baudelaire creían que no volverían a ver nunca más: sus padres, arrebujados en unos abrigos largos, con cara de frío pero felices.
—«Dadas las pruebas comentadas en la página nueve —leyeron en el texto mecanografiado— los expertos han llegado a la conclusión de que tal vez hubiera algún superviviente en aquel incendio, aunque se ignora su paradero.