Capítulo 3
«Somos Voluntarios
Frente al Dolor,
repartir alegría es
nuestra misión.
Si alguien dice
habernos visto tristes,
cometerá una gran
equivocación.
Visitamos a los que
están enfermitos,
procurando hacer a
todos sonreír.
Incluso a los que
sangran por la nariz
o de la tos ferina
parecen morir.
Tralará,
tralarí,
que te mejores con
nuestra canción.
Jo jo jo,
jijiji,
aquí tienes tu
globo-corazón.
Visitamos a los que
están malitos,
procurando hacerles
reír a carcajadas.
Incluso si el médico
les ha dicho
que va a tener que
cortarlos en tajadas.
Cantamos de noche,
cantamos de día,
cantamos a la vida con
alegría.
Tanto para muchachos
con huesos rotos,
como para muchachas con
afonía.
Tralará,
tralarí,
que te mejores con
nuestra canción.
Jo jo jo,
jijiji,
aquí tienes tu
globo-corazón.
Cantamos para las
mujeres con gripe,
cantamos para hombres
con sarampión.
Y si tú respiras algún
microbio,
también te dedicaremos
una canción.
Tralará,
tralarí,
que te mejores con
nuestra canción.
Jo jo jo, ji ji
ji,
aquí tienes tu
globo-corazón.»
Un colega mío, llamado William Congreve,
escribió una obra de teatro muy triste que empieza con la frase
siguiente: «El hechizo de la música amansa a las fieras», frase que
aquí significa que si estás nervioso o preocupado, escuchar música
podría calmarte o levantarte el ánimo. En este instante, por
ejemplo, estoy agachado tras el altar de la catedral de la Presunta
Virgen, mientras un amigo mío toca al órgano una sonata que
pretende no sólo calmarme sino que el sonido de mi máquina de
escribir no llegue a oídos de los feligreses sentados en los
bancos. La melodía melancólica de esa sonata me recuerda una
canción que mi padre cantaba mientras lavaba los platos, y al
escucharla consigo que se me olviden temporalmente hasta seis o
siete de mis problemas.
Pero el efecto calmante que la música pueda
tener en una fiera dependerá, evidentemente, de qué música escuche
uno, y lamento decir que la canción de los VFD que los Baudelaire
escucharon no hizo que se sintieran menos nerviosos ni preocupados.
Cuando Violet, Klaus y Sunny montaron en la furgoneta de los VFD,
estaban tan preocupados porque no los pillaran que sólo fueron
capaces de echar un vistazo a su alrededor cuando se encontraron a
una distancia respetable de aquella tienda de comestibles.
Solamente cuando el tendero pasó a ser una simple motita en la
planicie desierta, pudieron prestar atención a su nuevo escondrijo.
Dentro de la furgoneta habría unas veinte personas, todas ellas muy
contentas. Había hombres contentos, mujeres contentas, unos cuantos
niños contentos y un conductor muy contento que de vez en cuando
apartaba la vista de la carretera para sonreír contento a sus
pasajeros.
Cuando los Baudelaire realizaban algún
trayecto largo en automóvil, les gustaba entretenerse leyendo,
contemplando el paisaje o pensando en sus cosas; sin embargo, en
esta ocasión, en cuanto arrancó la furgoneta y dejaron la tienda
atrás, el barbudo empezó a tocar la guitarra y puso a todos sus
compañeros a cantar una alegre cancioncilla; el nerviosismo de los
Baudelaire se acrecentaba con cada «tralará». Al llegar a aquello
de los enfermos que sangraban por la nariz, pensaron que alguien
dejaría de pronto de cantar y exclamaría: «¡Un momento! ¡Estos
niños no estaban en la furgoneta! ¿Qué pintan aquí?». Cuando la
canción llegó al verso que hablaba de cortar en tajadas a los
pacientes, estaban convencidos de que alguien dejaría de cantar
para exclamar: «¡Un momento! ¡Esos tres no se saben la letra de la
canción! ¿Qué pintan aquí?». Y cuando los alegres pasajeros
llegaron a la estrofa de los microbios, no les cupo la menor duda
de que alguien dejaría de cantar y diría: «¡Un momento! ¡Esos tres
son los asesinos que salen en la portada de El
Diario Punctilio! ¿Qué pintan aquí?». Sin embargo, los
Voluntarios Frente al Dolor estaban demasiado contentos para
interrumpir su canción. Estaban tan convencidos de que la falta de
noticias era una buena noticia que ni siquiera habían echado un
vistazo a El Diario Punctilio. Además,
estaban demasiado entretenidos cantando como para darse cuenta de
que los Baudelaire no pintaban nada en aquella furgoneta.
—¡Ay, madre, cómo me gusta esta canción!
—exclamó el de la barba al terminar el último estribillo—. La
estaría cantando durante todo el viaje, pero quizá sea mejor no
cansar la garganta, que aún nos queda una dura jornada de trabajo
por delante. ¿Qué tal si nos serenamos un poco y charlamos
alegremente el resto del trayecto?
—¡Estupendísima idea! —exclamó un
voluntario, y todos asintieron con la cabeza.
El barbudo dejó a un lado la guitarra y se
sentó junto a los Baudelaire.
—Si nos preguntan, será mejor que demos
nombres falsos —susurró Violet a Klaus—, así no nos
reconocerán.
—Pero en El Diario
Punctilio aparecemos con otro nombre, quizá deberíamos darles
el verdadero.
—Bueno, pues ha llegado la hora de las
presentaciones —saludó el barbudo alegremente—. Me gusta conocer
personalmente a todos nuestros voluntarios.
—Yo me llamo Sally —dijo Violet— y...
—No, no —la interrumpió el barbudo—, los VFD
no utilizamos nombres. Nos referimos a los demás compañeros como
«hermanos» y «hermanas», pues somos como hermanos.
—No lo entiendo —dijo Klaus—. Yo creía que
sólo se pueden llamar hermanos a los que tienen los mismos
padres.
—No siempre, hermano —contestó el barbudo—.
Hay quienes somos hermanos porque compartimos una misma
causa.
—¿Significa eso, hermano —intervino Violet,
haciendo uso del término sin que le gustara demasiado—, que no sabe
cómo se llama ninguno de los que viajan en esta furgoneta?
—Así es, hermana —contestó el barbudo.
—¿Y que no conoce por su nombre a ningún
Voluntario Frente al Dolor? —preguntó Klaus.
—A ninguno —respondió el barbudo—. ¿Por qué
lo preguntas?
—Conocemos a una persona —dijo Violet con
tiento— que creemos formó parte de VFD. Tenía una sola ceja y un
ojo tatuado en el tobillo.
El barbudo frunció el ceño.
—No recuerdo a nadie con esa descripción, y
formo parte de VDF desde que se fundó la asociación.
—¡Toma! —exclamó Sunny.
—Mi hermanita quiere decir —intervino Klaus—
que es una pena. Nos hubiera gustado saber más cosas sobre esa
persona.
—¿Estáis seguros de que formó parte de VFD?
—preguntó el barbudo.
—No —confesó Klaus—. Sólo sabemos que fue
voluntario de algo.
—Pues se puede ser voluntario de mil cosas
—contestó el barbudo—. Lo que vosotros necesitáis es un
archivo.
—¿Un archivo?
—Sí, un lugar donde almacenan documentos
oficiales. Allí os podrían proporcionar una lista con todas las
organizaciones de voluntariado del mundo. O podríais buscar
directamente a la persona y ver si hay un expediente a su nombre.
Quizá mencione dónde trabajaba.
—Y de qué conocía a nuestros padres —añadió
Klaus, pensando en voz alta.
—¿Vuestros padres? —preguntó el barbudo,
buscando por la furgoneta con la mirada—. ¿Viajan con
nosotros?
Los Baudelaire se miraron apenados; les
hubiera gustado que sus padres estuvieran allí, con ellos, aun
cuando les hubiera resultado raro llamar a su padre «hermano» y a
su madre «hermana». A veces tenían la impresión de que habían
transcurrido siglos desde aquel día funesto en la playa, cuando el
señor Poe les comunicó la terrible noticia, pero otras veces se
diría que apenas habían transcurrido unos minutos. Violet imaginó a
su padre, sentado junto a ella, quizá señalando algo interesante
que había visto por la ventana. Klaus imaginó a su madre, sonriendo
y burlándose de la absurda letra de la canción de los VFD. Y Sunny
imaginó a los cinco juntos de nuevo, sin que nadie tuviera que huir
de la policía, ni hubiera sido acusado de asesinato o intentara
desesperadamente resolver algún enigma o, peor aún, sin que nadie
hubiera desaparecido para siempre en un pavoroso incendio. Pero
imaginar algo no implica que ese algo se haga realidad. Los padres
de los Baudelaire no viajaban en aquella furgoneta, y los tres
miraron al barbudo negando tristemente con la cabeza.
—¡Caramba, qué caras más tristes! —observó—.
Bueno, levantad esos ánimos. Seguro que estén donde estén, vuestros
padres lo estarán pasando bien, de modo que nada de malas caras. La
alegría es fundamental para los Voluntarios Frente al Dolor.
—¿Qué vamos a hacer en el hospital? —quiso
saber Violet, ansiosa por cambiar de tema.
—Justo lo que nuestras siglas indican
—contestó el barbudo—. Somos voluntarios y luchamos contra el dolor
y la enfermedad.
—No tendremos que poner inyecciones,
¿verdad? —preguntó Klaus—. Las agujas me dan un poco de
miedo.
—Claro que no. Nosotros sólo hacemos cosas
alegres. Principalmente, recorremos los pasillos del hospital
cantando a los enfermos, y les regalamos globos en forma de
corazón, como dice nuestra canción.
—¿Y con eso se lucha contra la enfermedad?
—preguntó Violet.
—Sí, porque al recibir un globo con tanta
alegría, el paciente es capaz de imaginar que mejora de su
enfermedad. Cuando imaginas algo, ese algo se hace realidad
—explicó el barbudo—. Suele decirse, y no de forma gratuita, que
una actitud alegre es el arma más eficaz contra la
enfermedad.
—Yo creía que lo más eficaz eran los
antibióticos —repuso Klaus.
—¡Equinácea! —exclamó Sunny, aunque en
realidad quería decir: «O los remedios naturales con propiedades
demostradas».
El barbudo había dejado de prestar atención
a los niños y miraba por la ventana.
—¡Ya hemos llegado, voluntarios! —anunció a
voces—. ¡Estamos en el Hospital Heimlich! —el barbudo se volvió
hacia los Baudelaire y señaló el horizonte—. ¿A que es un edificio
precioso?
Los Baudelaire miraron por la ventana y
descubrieron que sólo estaban de acuerdo a medias con él, por la
sencilla razón de que el Hospital Heimlich no era más que medio
edificio o, como mucho, dos terceras partes. El ala izquierda del
hospital era una edificación de un blanco reluciente, con una
hilera de columnas y pequeños retratos de doctores célebres
esculpidos sobre cada una de las ventanas. Frente al edificio había
una extensión de césped muy bien cuidado, con algún que otro macizo
de vistosas flores silvestres. En cuanto al ala derecha del
hospital, no podía considerarse ni mucho menos un edificio, y menos
decirse que fuera precioso. Constaba de unos cuantos tablones
claveteados con forma de rectángulos y unas cuantas tablas a modo
de suelo, pero no tenía paredes ni ventanas, por lo que parecía más
un boceto que un hospital propiamente dicho. En aquella ala en
obras del Hospital Heimlich no había rastro de columnas ni retratos
de médicos, tan sólo unas sábanas de plástico que ondeaban al
viento y, en lugar de césped, un descampado de tierra. Era como si
el arquitecto encargado del proyecto se hubiera largado a merendar
en mitad de la obra y aún no hubiera regresado. El conductor de la
furgoneta aparcó bajó un letrero también a medio terminar; la
palabra «Hospital» aparecía rotulada en vistosas letras doradas
sobre una superficie lisa y blanca; en cambio, «Heimlich» aparecía
garabateado a bolígrafo en un trozo de cartón arrancado de una caja
vieja.
—Estoy convencido de que lo terminarán algún
día —explicó el barbudo—. Pero entretanto basta con que imaginemos
la otra mitad, porque al imaginarla la hacemos realidad. Bueno, y
ahora imaginémonos saliendo de la furgoneta.
A los Baudelaire no les fue preciso emplear
la imaginación, abandonaron la furgoneta tras el barbudo y el resto
de voluntarios y se plantaron ante la fachada de la mitad más
bonita del hospital. Mientras los voluntarios estiraban brazos y
piernas tras el largo trayecto y ayudaban al barbudo a sacar de la
parte trasera de la furgoneta un montón de globos en forma de
corazón, los Baudelaire aguardaban nerviosos en el césped, sin
saber qué hacer.
—¿Adónde vamos? —preguntó Violet a sus
hermanos—. Si nos ponemos a cantar por los pasillos, alguien
terminará por reconocernos.
—Tienes razón —dijo Klaus—. Dudo que los
médicos, las enfermeras, el personal administrativo y los pacientes
crean que la falta de noticias sea una buena noticia. Seguro que
alguno habrá leído El Diario
Punctilio.
—Aronec —añadió Sunny, aunque en realidad
quería decir: «Y aún no hemos averiguado nada de VFD o Jacques
Snicket».
—Es verdad —convino Violet—. Quizá
deberíamos buscar un archivo, como decía el hombre barbudo.
—Pero ¿dónde? —replicó Klaus—. Por aquí no
hay nada más.
—¡Andar no! —advirtió Sunny.
—Tampoco yo quiero darme otra paliza andando
—afirmó Violet—, pero no sé qué otra cosa podemos hacer.
—¡Listos, voluntarios! —exclamó el barbudo.
Sacó la guitarra de la furgoneta y se puso a tocar los acordes de
una alegre cancioncilla que a los Baudelaire empezaba a resultarles
familiar.
Somos Voluntarios
frente al dolor,
repartir alegría es
nuestra misión.
Si alguien dice
habernos visto tristes,
cometerá una gran
equivocación.
—¡Atención! —interrumpió de pronto una voz
que parecía venir del cielo. Era una voz femenina, aunque muy
chirriante y opaca, como si quien hablara fuera una mujer con un
pedazo de papel de aluminio tapándole la boca—. ¡Atención, por
favor!
—¡Callaos todos! —exclamó el barbudo,
interrumpiendo la canción—. Es Babs, la jefa de recursos humanos
del hospital. Tendrá algo importante que comunicarnos.
—¡Atención! —repitió la voz—. Les habla
Babs, de recursos humanos. Tengo algo importante que
comunicarles.
—¿De dónde viene la voz? —preguntó Klaus,
temiendo que la tal Babs reconociera a los tres presuntos asesinos
entre los voluntarios.
—De algún lugar del hospital —respondió el
barbudo—. Babs prefiere comunicarse por megafonía.
En este contexto la palabra «megafonía»
significa que la persona habla por un micrófono desde cierto punto
y su voz sale por unos altavoces situados en otro punto;
efectivamente, los Baudelaire vieron una pequeña hilera de
altavoces cuadrados situados encima de los retratos de los médicos,
en el ala terminada del edificio.
—¡Atención! —repitió la voz de nuevo, cada
vez más chirriante y opaca, como si la mujer con el pedazo de papel
de aluminio tapándole la boca se hubiera caído a una piscina llena
de gaseosa.
Un modo no muy agradable de escuchar la voz
de nadie; sin embargo, en cuanto Babs terminó de hablar, la fiera
que los Baudelaire llevaban dentro se amansó al instante, como si
aquella voz chirriante y opaca se hubiera convertido en una pieza
musical. Pero lo que hizo que los Baudelaire se sintieran mejor no
fue el sonido de la voz de Babs. El comunicado tranquilizó a la
fiera que llevaban dentro gracias al contenido de su mensaje.
—Necesito que tres miembros de VFD se
ofrezcan voluntarios para una tarea especial —anunció—. Deberán
presentarse inmediatamente en mi despacho, situado en la planta
diecisiete a la izquierda, según se entra en el ala terminada del
edificio. En lugar de cantar por los pasillos, los tres voluntarios
trabajarán en el archivo del Hospital Heimlich.