Capítulo 4
TANTO si en alguna ocasión te han enviado
al despacho del director del colegio por lanzar al techo bolitas de
papel mojadas para ver si se pegaban, como si has visitado al
dentista para que te haga un agujero en una muela donde pasar de
contrabando una sola página de tu último libro y que no la
descubran en aduanas, nunca es agradable verse ante la puerta
cerrada de un despacho, y cuando los Baudelaire se vieron ante la
puerta que tenía colgado el letrero «JEFA DE RECURSOS HUMANOS»,
recordaron todos los despachos desagradables por los que habían
pasado en los últimos tiempos. El día que llegaron a la Academia
Preparatoria Prufrock, antes incluso de conocer a Isadora y Duncan
Quagmire, los Baudelaire pasaron por el despacho del subdirector
Nerón, donde éste les puso al corriente sobre el injusto y estricto
reglamento de la academia. Cuando trabajaban en el Aserradero
Lúgubre, el dueño los convocó en su despacho y les habló
descarnadamente de la cruda realidad a la que tendrían que
enfrentarse. Además, Violet, Klaus y Sunny habían estado infinidad
de veces en el despacho del señor Poe en el banco, donde él tosía,
hablaba por teléfono y tomaba decisiones equivocadas sobre el
futuro de los huérfanos. Pero aunque no hubieran tenido que pasar
por esas desdichadas experiencias vividas en los despachos, seguía
siendo comprensible que se detuvieran unos instantes ante la puerta
diecisiete a la izquierda y se armaran de valor antes de
llamar.
—No sé si deberíamos correr el riesgo —dijo
Violet—. Si Babs ha leído El Diario
Punctilio esta mañana, nos reconocerá en cuanto crucemos el
umbral. Sería como llamar a la puerta de nuestra propia
cárcel.
—Pero quizás ese archivo sea nuestra única
esperanza —repuso Klaus—. Tenemos que averiguar quién es Jacques
Snicket, donde trabajaba y de qué nos conocía. Si encontramos
pruebas, convenceremos a los demás de que el conde Olaf está vivo y
de que no somos unos asesinos.
—Curoy —añadió Sunny, aunque en realidad
quería decir: «Además, los Quagmire están muy, muy lejos y sólo
contamos con unas hojas sueltas de sus cuadernos. Hay que averiguar
lo que significa VFD».
—Sunny tiene razón —afirmó Klaus—. Puede que
en el archivo guarden alguna información sobre el misterioso
pasadizo subterráneo que iba desde el apartamento de Jerome y Esmé
Miseria hasta las cenizas de la mansión Baudelaire.
—Afficu —observó Sunny, quien quería decir
algo así como: «Y el único modo de acceder a ese archivo es
hablando con Babs, de modo que habrá que arriesgarse».
—Está bien —dijo Violet, bajando la vista
hacia su hermana con una sonrisa—. Me has convencido. Pero en
cuanto nos mire con recelo, nos largamos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —convino Klaus.
—Sí —aceptó Sunny mientras llamaba con los
nudillos a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó en voz alta
Babs.
—Somos tres miembros de VFD —respondió
Violet—. Hemos venido a ofrecernos como voluntarios para trabajar
en el archivo.
—Pasad —ordenó Babs. Los Baudelaire abrieron
la puerta y entraron en el despacho—. Me preguntaba cuándo
aparecerían los primeros voluntarios. Estaba terminando de leer el
periódico de la mañana. Tres pequeños criminales andan sueltos por
ahí matando a gente.
Los Baudelaire se miraron, a punto de dar
marcha atrás a toda prisa, y repararon en algo que les hizo cambiar
de opinión. El despacho de la jefa de recursos humanos del Hospital
Heimlich era pequeño, con un escritorio pequeño, dos sillas
pequeñas y una ventana pequeña decorada con pequeñas cortinas.
Sobre la repisa de la ventana descansaba un jarrón pequeño con
flores amarillas, y de la pared colgaba un retrato pequeño pero
elegante con un señor que guiaba a un caballo hasta una balsa de
agua fresca. Pero no fue la decoración, el arreglo floral ni la
elegante obra de arte lo que les hizo cambiar de opinión.
La voz de Babs provenía de su escritorio,
tal como habían anticipado los Baudelaire, pero lo que no habían
adivinado era que Babs no estaba sentada a él, ni tampoco sobre él,
ni siquiera bajo él, puesto que su voz salía de un pequeño
interfono cuadrado, idéntico a los del exterior del hospital,
situado encima del escritorio. Se hacía extraño oír una voz que
salía de un altavoz y no de una persona, pero al menos Babs no
podría reconocerlos, decidieron los Baudelaire, y decidieron no
salir corriendo del despacho.
—Nosotros también somos tres niños —informó
Violet al altavoz, mostrándose tan sincera como la situación
permitía—, pero preferimos trabajar como voluntarios en un hospital
que dedicarnos a la delincuencia.
—¡Si sois niños, a callar! —gritó la voz de
Babs con rudeza—. En mi opinión, a los niños se les debe ver pero
no oír. Y en cuanto a mí, como adulta que soy, se me debe oír pero
no ver. Por eso trabajo exclusivamente por megafonía. Y vosotros
trabajaréis exclusivamente en algo que en este hospital se
considera primordial. ¿Adivináis de qué se trata?
—¿De curar a los enfermos? —aventuró
Klaus.
—¡Silencio! —ordenó el altavoz—. He dicho
que a los niños se les debe ver pero no oír. Que no os vea no
significa que podáis hablar de los enfermos. Además, estáis
equivocados. Lo primordial en este hospital es el papeleo, de modo
que trabajaréis en el archivo, clasificando documentos. Estoy
convencida de que será un trabajo arduo para vosotros, puesto que
los niños carecen de experiencia administrativa.
—Hend —la contradijo Sunny.
Violet se disponía a explicar que su hermana
quería decir algo así como que «Pues yo trabajé como auxiliar
administrativa en la Academia Preparatoria Prufrock», pero el
interfono estaba demasiado ocupado reprendiendo a los Baudelaire,
lo que en este contexto equivaldría a decir que estaba gritando
«¡Silencio!» a la más mínima oportunidad.
—¡Silencio! —gritó el altavoz—. Dejaos de
parloteo y presentaos ahora mismo en el archivo. Está en el sótano,
al final de la escalera que hay junto a este despacho. Todas las
mañanas, en cuanto la furgoneta llegue al hospital, iréis
directamente al archivo, y volveréis a la furgoneta en cuanto
finalice la jornada. La furgoneta os devolverá a vuestro domicilio.
¿Alguna pregunta?
Los Baudelaire tenían montones de preguntas,
naturalmente, pero no las formularon. Sabían que en cuanto abrieran
la boca el interfono los mandaría callar; además, estaban deseando
bajar al archivo, donde confiaban hallar respuesta a las preguntas
más importantes de su vida.
—¡Estupendo! —exclamó el altavoz—. Estáis
aprendiendo a dejaros ver sin que se os oiga. Hala, ya podéis
abandonar el despacho.
Los Baudelaire salieron del despacho y no
tardaron en encontrar la escalera que había mencionado Babs. Los
tres se alegraron de que el camino que conducía al archivo fuera
tan sencillo de recordar, pues tenían la impresión de que en aquel
hospital debía de ser muy fácil perderse. La escalera daba vueltas
y revueltas, conectaba con infinidad de puertas y pasillos, y a
intervalos de unos tres metros, clavado en la pared, debajo de un
interfono, había un complicado mapa del hospital, lleno de flechas,
estrellas y otros símbolos cuyo significado los Baudelaire
desconocían. De vez en cuando alguien del hospital pasaba junto a
ellos y, aunque ni los VFD ni la jefa de recursos humanos los
habían reconocido, como alguien tenía que haber leído El Diario Punctilio esa mañana, los Baudelaire, que
no querían ser vistos ni oídos, se volvían de cara a la pared,
fingiendo consultar el mapa.
—Por los pelos —susurró Violet, suspirando
aliviada al dejar atrás a un corrillo de médicos que, entretenidos
en su charla, no les habían prestado la más mínima atención.
—Ni que lo digas —asintió Klaus—, pero no
corramos más riesgos. Creo que no deberíamos volver a la furgoneta
al final de la jornada, ni hoy ni nunca. Antes o después alguien
acabará por reconocernos.
—Tienes razón. Tendríamos que atravesar todo
el hospital cada día para llegar hasta ella. Pero ¿dónde pasaremos
la noche? Si nos quedamos a dormir en el archivo sospecharán de
nosotros.
—Obras —sugirió Sunny.
—No es mala idea —dijo Violet—, Podríamos
dormir en la parte del hospital que aún está en obras. Allí no
habrá nadie de noche.
—¿Pretendes que durmamos en una obra?
—replicó Klaus—. ¿Muertos de frío y a oscuras?
—No será peor que el cobertizo de los
huérfanos de la Academia Preparatoria Prufrock —contestó
Violet.
—Danya —añadió Sunny, aunque en realidad
quería decir: «O el dormitorio de la casa del conde Olaf».
Klaus se estremeció al recordar los
desdichados días en que estaban al cuidado del conde.
—Tienes razón —dijo, deteniéndose ante una
puerta con un letrero que rezaba: «ARCHIVO»—. Quizá no se esté tan
mal en una obra.
Los Baudelaire llamaron a la puerta con los
nudillos. Ésta se abrió casi de inmediato, y tras ella encontraron
al hombre más anciano que habían visto en su vida con las gafas más
diminutas que habían visto en su vida. Cada lente no era mayor que
un guisante, y el pobre tenía que entrecerrar los ojos para poder
verlos bien.
—Mi vista no es la que era —dijo el anciano—
pero diría que sois unos críos. Además, vuestra cara me resulta
familiar. Juraría haberos visto en alguna parte.
Los niños se miraron aterrados, dudando
entre salir de allí pitando o intentar convencer al anciano de su
error.
—Somos voluntarios novatos —informó Violet—.
No creo que nos hayamos visto antes.
—Babs nos ha destinado al archivo —añadió
Klaus.
—Pues aquí lo tenéis —dijo el anciano con
una sonrisa arrugada—. Me llamo Hal y trabajo en este archivo desde
que tengo memoria. Como estoy tan mal de la vista, le pedí a Babs
que me asignara a unos cuantos voluntarios para que me echaran una
mano.
—Wolick —dijo Sunny.
—Mi hermana dice que estamos encantados de
poder ayudarle —aclaró Violet— y así es.
—Me alegra saberlo —contestó Hal—, porque
hay mucho trabajo que hacer. Entrad y os explicaré cuál será
vuestro cometido.
Los Baudelaire traspasaron el umbral y se
encontraron en una pequeña estancia donde no había prácticamente
nada más que una mesita con un frutero.
—¿Esto es el archivo? —preguntó Klaus
sorprendido.
—No, qué va —respondió el anciano—. No es
más que una antesala, un cuartito donde guardo la fruta. Si a lo
largo del día os entra hambre, serviros de ese cuenco que tenéis
ahí. Aquí está instalado el interfono y es el lugar donde hay que
personarse siempre que Babs hace algún comunicado.
El anciano los condujo hacia una puerta
pequeña en el otro extremo de la habitación y extrajo una lazada de
cordel del interior de su abrigo. De la lazada colgaban cientos de
llaves, que tintineaban al chocar unas con otras. Hal dio con la
que buscaba y abrió la puerta.
—Éste es el archivo.
Hal los hizo pasar a una sala en penumbra de
techos tan bajos que el anciano casi los rozaba con las canas. Pese
a su escasa altura, la sala era enorme, tanto que los Baudelaire
apenas si lograban abarcarla con la vista. Sólo veían voluminosos
archivadores de metal, con cajones primorosamente etiquetados que
indicaban su contenido. Los archivadores estaban dispuestos en
hileras que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Y las
hileras estaban tan juntas unas de otras que tenían que avanzar en
fila india por detrás de Hal mientras éste les guiaba por el
archivo.
—Lo he organizado yo mismo —explicó—. Aquí
se archivan no sólo los documentos del Hospital Heimlich sino de
toda la región. Se puede encontrar información tanto de poesía como
de pastillas, de pinturas y pirámides, de pasteles y psicología, y
hablo sólo del pasillo de la P, por el que avanzamos ahora.
—Qué impresionante —dijo Klaus—. Imaginad lo
que se puede aprender leyendo todos estos documentos.
—Ah, no, no —replicó Hal, negando con
severidad—. Nuestra misión es archivar los datos, no leerlos. No
debéis tocar los archivadores con los que no estéis trabajando.
Están cerrados con llave. Ahora os enseñaré en qué consiste vuestro
trabajo.
Hal los condujo al fondo de la sala y señaló
un pequeño hueco rectangular por cuya abertura sólo cabía Sunny o a
lo sumo Klaus. Junto al hueco había un cesto con un montón de
documentos en su interior y un cuenco con clips.
—Las autoridades depositan los documentos en
un conducto que parte del exterior del hospital y termina aquí
—explicó el anciano—, y necesito dos personas que me ayuden a
clasificar la información a medida que entra. Lo que tenéis que
hacer es lo siguiente: primero, quitáis los clips y los guardáis en
ese cuenco. Luego, echáis una ojeada a la información y decidís
cómo clasificarla. Pero recordad que cuanto menos leáis, mejor.
—Hal hizo una demostración, quitó el clip a un montoncito de
papeles y echó una ojeada a la primera página—. Por ejemplo, aquí
basta con leer unas palabras para saber que en los párrafos
siguientes se habla del tiempo en la dársena Damocles, que está a
orillas de no sé qué lago de no sé dónde. En este caso, lo que
tendríais que hacer sería pedirme que abriera los archivadores de
la D, de Damocles, o de la T de tiempo, o incluso de la P de
párrafos, según lo consideréis pertinente.
—Pero los interesados en esa información lo
tendrán muy difícil, ¿no? —repuso Klaus—. No sabrán si buscar por
la D, por la T o por la P.
—Pues tendrán que buscar por las tres letras
—replicó Hal—. A veces, la información que necesitas no se
encuentra en el lugar más evidente. Recordad que lo primordial en
este hospital es el papeleo, por lo que vuestro trabajo es muy
importante. ¿Os veis capacitados para clasificar correctamente
estos documentos? Me gustaría que empezarais ahora mismo.
—Creo que no habrá problema —respondió
Violet—. ¿Qué tiene que hacer el tercer voluntario?
Hal los miró avergonzado y alzó el
llavero.
—He perdido las llaves de algunos
archivadores —confesó— y necesito que alguien me los abra con algún
objeto cortante.
—¡Yo! —exclamó Sunny.
—Mi hermana quiere decir que es la persona
indicada para esa función, porque tiene los dientes muy afilados
—explicó Violet.
—¿Tu hermana? —dijo Hal, rascándose la
cabeza—. Ya decía yo que erais familia. Seguro que he leído algo
sobre vosotros en alguna parte.
Los Baudelaire se miraron de nuevo y se les
encogió el estómago.
—¿Lee usted El Diario
Punctilio? —preguntó Klaus como quien no quiere la cosa.
—Por supuesto que no —respondió Hal,
torciendo el gesto—. Es el peor periódico que he leído en toda mi
vida. Casi todo lo que publican es mentira.
Los Baudelaire sonrieron aliviados.
—No sabe cuánto nos alegra oírle decir eso
—afirmó Violet—. Bueno, habrá que ponerse a trabajar.
—Sí, sí —dijo Hal—. Venga, pequeña, te
enseñaré dónde están los archivadores que no se pueden abrir, y
vosotros, empezad a clasificar. Ojalá recordara...
La voz del anciano se fue apagando y al
final chasqueó los dedos mientras sonreía.
Uno puede chasquear los dedos y sonreír al
mismo tiempo por muchas razones, evidentemente. Si escuchas una
música agradable, por ejemplo, quizá tú chasquido de dedos y tu
sonrisa indiquen que esa música posee un hechizo tal que ha
amansado la fiera que llevabas dentro. Si trabajas como espía
profesional, quizás ese chasquido de dedos y esa sonrisa sean un
mensaje en clave para transmitir un secreto. Pero uno también
chasquea los dedos a la vez que sonríe cuando de repente le viene a
la memoria algo que intentaba recordar. Hal no estaba escuchando
música en el archivo, y tras nueve meses, seis días y catorce horas
de investigación, me atrevo a asegurar con cierto conocimiento de
causa que tampoco se dedicaba al espionaje, por lo que sería lógico
concluir que acababa de recordar algo.
—Acabo de recordar por qué me resultabais
los tres tan familiares —dijo Hal, mientras conducía a Sunny por
otro pasillo lleno de archivadores para mostrarle dónde emplear sus
dientes, razón por la que su voz llegó flotando hasta los dos
mayores como si hablara por megafonía—. No me detuve a leerlo, por
descontado, pero vi algo relacionado con vosotros en el expediente
de los incendios Snicket.