Capítulo 1

CUANDO un escritor termina una frase con la palabra «stop» escrita en mayúsculas, puede deberse a dos razones STOP. La primera, que esté escribiendo un telegrama, es decir, un mensaje codificado que se transmite a través de un conductor eléctrico STOP. En un telegrama, la palabra «stop» en mayúsculas indica que se ha llegado al final de una oración STOP. La otra razón para que un escritor acabe una frase con la palabra «stop» en mayúsculas sería advertir a los lectores de que el libro que tienen en las manos es tan rematadamente malo que si ya han empezado su lectura, lo mejor que pueden hacer es hacer un alto STOP. Sin ir más lejos, este libro narra una etapa especialmente desdichada de la penosa vida de Violet, Klaus y Sunny Baudelaire, así que si estáis en vuestro sano juicio, será mejor que lo cerréis inmediatamente, os lo llevéis a una montaña bien alta y lo arrojéis desde la cima STOP. No existe razón humana que os obligue a leer una palabra más sobre las desgracias, traiciones y penalidades que aguardan a los tres pequeños Baudelaire, al igual que no existe razón humana que os obligue a salir a la calle y arrojaros a las ruedas de un autobús STOP. El «stop» de esta oración os brinda la última oportunidad de interpretarlo como advertencia del autor para que interrumpáis la lectura, para que deis el alto al sinfín de desdichas que os aguardan en estas páginas, al horror paralizante que comienza con el siguiente párrafo, y obedezcáis el«STOP»y os detengáis STOP.
Los hermanos Baudelaire se detuvieron. Era madrugada, y llevaban horas andando por aquella planicie desconocida. Estaban sedientos, perdidos y exhaustos, tres buenas razones para interrumpir una larga caminata, pero también asustados, desesperados y no muy lejos de ciertas personas que pretendían causarles daño; tres buenas razones para continuar la marcha. Llevaban horas sin hablar, pues procuraban ahorrar energías para seguir avanzando paso a paso; no obstante, sabían que había llegado el momento de hacer un alto, aunque fuera un momento, y decidir cómo iban a proceder.
Se hallaban ante la tienda de comestibles La Última Oportunidad, el único edificio que habían encontrado en su camino desde que emprendieran aquella caminata desesperada a la luz de las estrellas. La fachada del establecimiento estaba repleta de letreros descoloridos que anunciaban la mercancía a la venta y, bajo la luz espectral de la media luna, vislumbraron limas frescas, cuchillos de plástico, carne enlatada, sobres blancos, caramelos con sabor a mango, vino tinto, carteras de piel, revistas de moda, peceras, sacos de dormir, mermelada de higos, cajas de cartón, vitaminas polémicas y otros muchos artículos disponibles en el interior. Pero no localizaron ningún letrero en que se ofreciera ayuda, que era justo lo que necesitaban.
—Creo que deberíamos entrar —dijo Violet mientras sacaba una cinta del bolsillo y se recogía el pelo con ella.
Violet, la mayor de los Baudelaire, era la mejor inventora de catorce años del mundo, y siempre se recogía el pelo con un lazo cuando debía enfrentarse a un problema. En ese momento, Violet pretendía encontrar la solución al mayor problema con que los Baudelaire se habían topado hasta la fecha.
—Tal vez haya alguien dentro que pueda ayudarnos —sugirió Violet.
—O que haya visto nuestra foto en el periódico —repuso Klaus, el mediano de los Baudelaire, que recientemente había celebrado su cumpleaños en una celda cochambrosa.
Klaus, poseedor de una memoria prodigiosa que le permitía recordar palabra por palabra los miles de libros leídos a lo largo de sus trece años de vida, frunció la frente al recordar cierta información errónea publicada sobre él en el periódico.
—Si han leído El Diario Punctilio y dan crédito a todas las barbaridades que dicen de nosotros, quizá lo último que hagan sea ayudarnos.
—¡Agery! —exclamó Sunny.
Sunny era un bebé, y como ocurre a la mayoría de los bebés, las distintas partes de su cuerpo crecían de forma diferente. Por ejemplo, sólo tenía cuatro dientes, pero estaban tan afilados como los de un león. Y, aunque había aprendido a hablar hacía poco, aún no le había cogido el tranquillo a expresarse de manera que los adultos la entendieran. Sus hermanos, no obstante, entendieron a la primera lo que había querido decir: «Pues no podemos seguir andando toda la vida», y los dos asintieron con la cabeza.
—Sunny tiene razón —afirmó Violet—. Si esta tienda se llama La Ultima Oportunidad será porque es el último edificio en muchos kilómetros a la redonda. Quizá sea nuestra última oportunidad de encontrar ayuda.
—Mira —dijo Klaus, señalando un letrero pegado con cinta adhesiva en el extremo superior de la fachada. Desde aquí se pueden mandar telegramas. Quizá sea la forma de encontrar ayuda.
—¿Y a quién íbamos a mandar ese telegrama? —preguntó Violet.
Ante esa pregunta, los tres se vieron obligados a detenerse para reflexionar. La gente normal como tú cuenta con amigos y familiares a los que recurrir en momentos difíciles. Si te despiertas a media noche y te encuentras a una mujer enmascarada que intenta colarse por la ventana de tu dormitorio, avisarás a tus padres para que te ayuden a echarla de allí a empujones. Y si te perdieras en una ciudad desconocida, recurrirías a la policía para que te acompañara a casa. Y en caso de que fueras un autor encerrado en un restaurante italiano a punto de inundarse, llamarías a algún conocido del gremio de la cerrajería, de la pasta o de la esponja para que acudiera a rescatarte. Pero dado que las desdichas de los Baudelaire habían comenzado a partir de la noticia del fallecimiento de sus padres en un pavoroso incendio, no podían contar con sus progenitores. Ni tampoco podían recurrir a la policía, puesto que ésta llevaba toda la noche persiguiéndolos. Tampoco podían recurrir a conocidos, porque eran incapaces de ayudarles. Tras la muerte de sus padres, Violet, Klaus y Sunny habían quedado al cuidado de varios tutores. Algunos los trataron con crueldad. Otros murieron asesinados. Y por culpa de uno de ellos, el conde Olaf, un maleante traicionero y codicioso, se encontraban solos, en plena noche, plantados ante La Ultima Oportunidad y cavilando sobre a quién demonios recurrir para que acudiera en su ayuda.
—Poe —sugirió Sunny.
Sunny se refería al señor Poe, un banquero aquejado de una tos perruna, que se había encargado de buscarles un tutor cuando sus padres murieron. El señor Poe nunca les había servido de gran ayuda, pero no era cruel, ni lo habían asesinado, y tampoco era el conde Olaf, razones suficientes para recurrir a él.
—Podríamos probar con el señor Poe, sí —dijo Klaus—. Lo peor que puede pasar es que se niegue a ayudarnos.
—O que tosa —añadió Violet con media sonrisa.
Sus hermanos también sonrieron, y los tres empujaron la puerta herrumbrosa de la tienda y pasaron al interior.
—¿Lou, eres tú? —preguntó alguien en voz alta.
Los Baudelaire no lograron adivinar de dónde procedía la voz.
El interior del establecimiento estaba tan atestado como el exterior del mismo, repleto de mercancías hasta el último rincón. Había estanterías con espárragos enlatados, hileras de estilográficas, toneles de cebollas y cajas llenas de plumas de pavo real. De las paredes colgaban utensilios de cocina; del techo, arañas de luces, y el suelo estaba cubierto por baldosas de diseños distintos, cada una con su precio correspondiente pegado con una etiqueta.
—¿Me traes el periódico de la mañana? —preguntó la voz.
—No —respondió Violet, mientras ella y sus hermanos intentaban abrirse paso hasta la voz.
Tras saltar a duras penas sobre una caja de cartón que contenía comida para gatos, doblaron por una esquina y se encontraron ante numerosas hileras de redes de pesca que les obstaculizaban el paso.
—No me sorprende, Lou —prosiguió la voz, mientras los Baudelaire daban marcha atrás, pasando junto a una pila de espejos y otra de calcetines, para enfilar por un pasillo repleto de macetas de hiedra y cajas de cerillas—. Los Voluntarios Frente al Dolor suelen llegar antes que El Diario Punctilio.
Los Baudelaire interrumpieron el rastreo de la voz e intercambiaron una mirada, recordando a sus amigos Duncan e Isadora Quagmire. Duncan e Isadora eran dos trillizos que, al igual que los Baudelaire, habían perdido a sus padres, además de a su hermano Quigley, en un pavoroso incendio.
Los Quagmire habían caído en manos del conde Olaf en un par de ocasiones y, aunque habían logrado escapar no hacía mucho, los Baudelaire no estaban seguros de sí volverían a verlos ni tampoco de si llegarían a conocer el secreto descubierto por los Quagmire del que habían dejado constancia en sus cuadernos. El secreto hacía referencia a las iniciales VFD, pero aparte de ese dato, las únicas pistas de que disponían se encontraban en unas hojas sueltas de los cuadernos de Duncan e Isadora que aún no habían tenido tiempo de estudiar con detenimiento. ¿Serían esos Voluntarios Frente al Dolor la respuesta que los Baudelaire andaban buscando?
—No, no somos Lou —le hizo saber Violet—. Somos tres niños que necesitan enviar un telegrama.
—¿Un telegrama? —preguntó la voz.
Al volver la esquina, los Baudelaire casi se dan de bruces contra el hombre del que partía la voz. Era muy bajito, incluso más que Violet y Klaus, y se diría que no había dormido ni se había afeitado en mucho tiempo. Calzaba un zapato distinto en cada pie, cada uno etiquetado con su precio, y llevaba puestos varias camisas y sombreros. Estaba tan cubierto de mercancías que, de no ser por su sonrisa afable y sus uñas mugrientas, parecía estar en venta.
—No, definitivamente no sois Lou. Lou es un señor rechoncho y vosotros sois tres niños flacuchos. ¿Qué hacéis aquí tan temprano? Este territorio es peligroso, para que lo sepáis. Por lo visto, aunque aún no he leído la noticia, en la edición de esta mañana de El Diario Punctilio aseguran que tres asesinos merodean por esta zona.
—Las noticias que salen en los periódicos no son siempre exactas —replicó Klaus temeroso.
El tendero frunció el ceño.
—Tonterías. El Diario Punctilio jamás publicaría una noticia falsa. Si los acusan de asesinato es que son unos asesinos y punto. En fin, decíais que veníais a poner un telegrama, ¿verdad?
—Sí —respondió Violet—. Para el señor Poe, de Corporación Fraudusuaria, una sucursal de la capital.
—Mandar un telegrama tan lejos os saldrá caro —advirtió el tendero.
Los tres se miraron consternados.
—No llevamos dinero encima —admitió Klaus—. Somos huérfanos, y el único dinero que tenemos nos lo administra el señor Poe. Por favor, señor.
—¡Sos! —exclamó Sunny.
—Mi hermana dice que «Es una emergencia» —aclaró Violet—, y lo es.
El tendero los observó durante unos instantes y se encogió de hombros.
—Si de verdad es una emergencia, no os cobraré. Cuando se trata de algo importante, nunca cobro. A Voluntarios Frente al Dolor, por ejemplo, no les cobro nada. Les pongo gasolina gratis siempre que vienen por aquí, al fin y al cabo hacen una buena obra.
—¿Qué obra es ésa? —quiso saber Violet.
—Luchan contra la enfermedad y el dolor, como su nombre indica. Se pasan por aquí todas las mañanas, a primera hora, camino del hospital. Visitan a diario a los pacientes para alegrarles la vida, y no tengo valor para cobrarles.
—Tiene usted muy buen corazón —afirmó Klaus.
—Y tú también por decirme esas cosas —contestó el tendero—. Bueno, la máquina para enviar telegramas está por ahí, junto a esos garitos de porcelana. Ya os ayudo.
—Podemos hacerlo solos —dijo enseguida Violet—. Cuando tenía siete años inventé un aparato parecido y aprendí a conectar el circuito eléctrico.
—Y yo he leído dos libros sobre el código morse —añadió Klaus—. Sé qué señales electrónicas emplear para traducir el mensaje.
—¡Ayuda! —exclamó Sunny.
—Qué niños más espabilados —comentó el tendero con una sonrisa—. Bueno, pues os dejo solos. Espero que el tal señor Poe os resuelva esa emergencia.
—Muchas gracias, señor —respondió Violet—. Así lo espero también yo.
El tendero se despidió con un ademán de la mano y desapareció tras un surtido de pelapatatas. Los Baudelaire se miraron llenos de esperanza.
—¿Voluntarios Frente al Dolor? —preguntó Klaus a Violet en un susurro—. ¿Habremos descifrado por fin el enigma de las siglas VFD?
—¡Jacques! —exclamó Sunny.
—Es verdad. Jacques mencionó algo sobre el trabajo de voluntario —recordó Klaus—. Ojalá hubiéramos tenido tiempo para echar un vistazo a esas hojas sueltas de los Quagmire. Ni siquiera he tenido tiempo de sacarlas del bolsillo.
—Lo primero es lo primero —afirmó Violet—. Vamos a mandar ese telegrama al señor Poe. En cuanto Lou llegue con El Diario Punctilio, a ojos del tendero pasaremos de ser unos críos espabilados a ser unos asesinos en potencia.
—Tienes razón —convino Klaus—. Una vez que el señor Poe nos saque de este atolladero, ya tendremos tiempo de pensar en todo lo demás.
—Trosslik —corrigió Sunny, lo que significaba algo así como «Querrás decir si el señor Poe nos saca de este atolladero».
Sus hermanos asintieron abatidos, y los tres fueron a echar un vistazo al aparato para mandar telegramas. Se trataba de un conjunto de diales, cables y extraños dispositivos metálicos que a mí me habría dado miedo tocar; en cambio, ellos se acercaron al telégrafo con aplomo.
—Seguro que conseguimos hacerlo funcionar —afirmó Violet—. No parece complicado. A ver, Klaus, mientras tú introduces el mensaje en morse con estas dos tiras metálicas, yo conectaré el circuito por aquí. Sunny, tú quédate aquí con estos auriculares puestos y escucha a ver si se transmite la señal. Venga, a por ello.
Los Baudelaire fueron a por ello, expresión que en este contexto significa «tomaron posiciones en torno al telégrafo». Violet giró un dial, Sunny se puso los auriculares y Klaus se limpió las gafas para ver mejor. Los tres se hicieron una señal, y Klaus transmitió en voz alta el mensaje cifrado a medida que tecleaba.
«Destinatario: Señor Poe, Corporación Fraudusuaria. Remitente: Violet, Klaus y Sunny Baudelaire. Rogamos no crea la noticia publicada sobre nosotros en El Diario Punctilio STOP. Ni el verdadero conde Olaf ha muerto, ni nosotros lo asesinamos STOP.»
—¿Arrete? —preguntó Sunny.
—STOP es la señal para indicar el final de una oración —le explicó Klaus—. ¿Y ahora qué digo?
—«En cuanto llegamos a VFD nos informaron de que habían apresado al conde Olaf STOP —dictó Violet—. Pero el prisionero, si bien tenía un ojo tatuado en el tobillo y una única ceja, no era el conde Olaf STOP. Se trataba de Jacques Snicket STOP.»
—«Al día siguiente lo encontraron muerto, y el conde Olaf y su novia, Esmé Miseria, aparecieron en el pueblo STOP —continuó Klaus, sin dejar de teclear—. Con la intención de apoderarse de la fortuna de nuestros padres, el conde Olaf se hizo pasar por detective y convenció a todos de que somos unos asesinos STOP.»
—Uckner —sugirió Sunny.
Klaus tradujo sus palabras y las trasladó al código morse.
—«Entretanto descubrimos el paradero de los Quagmire los ayudamos a escapar STOP. Los Quagmire consiguieron pasarnos unas hojas sueltas de sus cuadernos para que supiéramos el verdadero significado de las siglas VFD STOP.»
—«Hemos logrado escapar de los vecinos del pueblo, que pretendían quemarnos en la hoguera por un asesinato que no hemos cometido STOP» —añadió Violet.
Klaus se apresuró a codificar el mensaje y lo terminó personalmente.
—«Rogamos respuesta inmediata STOP. Corremos un grave peligro STOP.» Una vez introducida la «P» final, miró a sus hermanas.
—Corremos un grave peligro —repitió sin teclear.
—Eso ya lo has dicho —replicó Violet.
—Lo sé —contestó Klaus con voz apagada—. No pensaba ponerlo en el telegrama, estoy hablando en voz alta. Corremos un grave peligro. Creo que no era consciente de la gravedad de nuestra situación hasta que lo he escrito en el telegrama.
—Ilimi —dijo Sunny, desprendiéndose de los auriculares para apoyar la cabeza en el hombro de su hermano.
—Yo también tengo miedo —admitió Violet, y le dio una palmadita a Sunny en el hombro—, pero seguro que el señor Poe nos ayuda. No podemos resolver solos este problema.
—Siempre hemos resuelto solos todos nuestros problemas —repuso Klaus—, al menos desde que se produjo el incendio. Lo único que ha hecho el señor Poe ha sido mandarnos de una casa a otra, a cual más desastrosa.
—Esta vez nos ayudará —insistió Violet, aunque no parecía muy convencida—. No quitéis ojo al telégrafo. En cualquier momento podemos recibir su respuesta.
—¿Y si no responde? —preguntó Klaus.
—Chonex —murmuró Sunny y corrió a apretujarse contra sus hermanos.
Quería decir algo así como «Entonces estamos más solos que la una», curiosa expresión teniendo en cuenta que se encontraba junto a sus hermanos, en una tienda tan atestada de mercancías que apenas si se podía dar un paso. Pero los Baudelaire, sentados muy juntos los tres, sin apartar la vista del telégrafo, no la encontraron curiosa. Rodeados de cuerda de nailon, cera para suelos, cuencos de sopa, cortinas, caballos de madera, chisteras, cables de fibra óptica, barras de labios rosa, orejones, lupas, paraguas negros, pinceles, trompas de pistones y sus respectivas compañías, aguardaban la respuesta a su telegrama mientras se sentían cada vez más solos.