Capítulo 2
UNA de las expresiones más absurdas que
emplea la gente —y la gente emplea infinidad de expresiones
absurdas— es el dicho inglés «No news is good news», o sea, «La
falta de noticias es una buena noticia», o lo que es lo mismo, que
si no sabes de una persona, mejor, porque eso indica que todo le va
bien. Evidentemente, la expresión no tiene mucho sentido, porque
podría haber otras mil razones para que dicha persona no hubiera
dado señales de vida. Podría estar ocupada. O rodeada de comadrejas
furibundas, o aprisionada entre dos neveras, sin escapatoria
posible. Puestos a eso, igual podríamos decir «La falta de noticias
es una mala noticia», salvo que bien podría ser que la persona no
diera señales de vida porque acaba de subir al trono o está
participando en una competición de atletismo. El caso es que es
imposible saber por qué una persona no da señales de vida, hasta
que las da y te explica sus motivos. De lo cual se deduce que lo
más acertado sería decir «La falta de noticias es falta de
noticias», aunque eso suena tan obvio que ni siquiera puede
considerarse una expresión.
Obvio o no, sí describiría con propiedad la
situación de los Baudelaire tras enviar ese telegrama desesperado
al señor Poe. Violet, Klaus y Sunny aguardaron sentados durante
horas sin apartar la vista del telégrafo, a la espera de que el
banquero diera alguna señal. Con el transcurrir de las horas,
empezaron a turnarse para echar una cabezada apoyados contra los
artículos de la tienda, deseosos por recibir una respuesta del
hombre que se había hecho cargo de sus asuntos tras su orfandad.
Cuando los primeros rayos del alba entraron por la ventana,
iluminando las etiquetas de la tienda, la única noticia que los
Baudelaire recibieron era que el tendero acababa de preparar unos
bollos con mermelada de arándanos.
—He preparado unos bollos con arándanos
—anunció el tendero, asomando la cabeza tras una torre de cedazos
para cerner harina. Traía los bollos sobre una pila de bandejas de
distintos colores, que sujetaba con al menos dos agarradores en
cada mano—. En otras circunstancias los pondría a la venta, entre
los discos de vinilo y los rastrillos de jardín, pero no quisiera
que os quedarais sin desayunar habiendo asesinos sueltos por ahí,
así que coged unos cuantos, son gratis.
—Es usted muy amable —dijo Violet.
Cada uno cogió un bollo de la bandeja. Como
no habían comido desde que salieron de VFD, tardaron poco en dar
cuenta de ellos, expresión que aquí significa «se zamparon hasta la
última miga».
—Caray, pues sí que teníais hambre —observó
el tendero—. ¿Tuvisteis algún problema para enviar el telegrama?
¿Os han respondido ya?
—Aún no —contestó Klaus.
—Bueno, no os preocupéis, chiquillos. Ya
sabéis que «La falta de noticias es una buena noticia».
—¿Cómo que la falta de noticias es una buena
noticia? —preguntó una voz desde algún lugar de la tienda—. Pues yo
aquí traigo unas cuantas, Milt. Lo último sobre esos
asesinos.
—¡Lou! —exclamó el tendero encantado y luego
se volvió a los niños—: Perdonad, ya está aquí Lou con El Diario Punctilio.
El tendero se abrió paso entre una serie de
alfombras que colgaban del techo, mientras los Baudelaire se
miraban consternados.
—¿Qué hacemos? —preguntó Klaus en un
susurro—. Se enterará por el periódico de que somos unos asesinos.
Será mejor que salgamos de aquí corriendo.
—Pero entonces el señor Poe no podrá ponerse
en contacto con nosotros —replicó Violet.
—¡Gykree! —exclamó Sunny, queriendo decir
«¡Si ha tenido toda la noche para contestar y no ha dado señales de
vida!».
—¿Lou? —oyeron al tendero decir en voz
alta—. ¿Dónde estás, Lou?
—Junto a los molinillos de pimienta
—contestó el repartidor—. Ya verás cuando leas lo que dice aquí
sobre los tres asesinos del conde ese. Trae fotos y todo. Me he
cruzado con la policía de camino, y por lo visto los tienen ya
medio cercados. Sólo nos dejaron pasar a mí y a los voluntarios
esos. En cuanto pillen a esos críos, los mandarán derechitos a la
cárcel.
—¿Críos? —preguntó el tendero—. ¿Los
asesinos son unos críos?
—Sí, señor —respondió el repartidor—. Aquí
tienes la foto.
Los Baudelaire se miraron y Sunny dejó
escapar un gemido, asustada. Desde el otro extremo de la tienda les
llegó un ruido de hojas de periódico y, a continuación, la voz
alterada del tendero.
—¡Los conozco! —exclamó—. ¡Están aquí mismo!
¡Acabo de darles unos bollos!
—¿Que les has dado unos bollos a unos
asesinos? —se indignó Lou—. Mal hecho, Milt. A los delincuentes hay
que castigarlos, no darles pasteles.
—Yo no sabía que eran unos asesinos, pero
ahora no me cabe duda. Lo dice El Diario
Punctilio. ¡Avisa a la policía, Lou! Voy a echarles el guante
antes de que se escapen.
Los Baudelaire no perdieron el tiempo y
echaron a correr en la dirección opuesta de donde procedían las
voces, por un pasillo repleto de imperdibles y bastones de
caramelo.
—Vayamos hacia donde estaban los ceniceros
de barro —sugirió Violet entre susurros—. Creo que podremos salir
por ahí.
—¿Y qué haremos cuando salgamos? —preguntó
Klaus en voz baja—. El repartidor ha dicho que nos tenían medio
cercados.
—¡Mulick! —exclamó Sunny—; «¡Ya discutiremos
eso más tarde!».
—¡Arrea! —los Baudelaire oyeron la voz
sorprendida del tendero a un par de pasillos de distancia—. ¡Lou,
los niños han desaparecido! Vigila bien por ahí.
—¿Qué pinta tienen? —preguntó el
repartidor.
—Tienen pinta de críos inocentes —respondió
el tendero— pero son unos asesinos despiadados. Ándate con
ojo.
Los Baudelaire doblaron por una esquina a
toda prisa y recorrieron el siguiente pasillo con la cabeza gacha,
apretándose contra el estante de las cartulinas para manualidades y
las latas de guisantes al oír los pasos acelerados del
repartidor.
—¡Estéis donde estéis, será mejor que os
rindáis, asesinos!
—¡No somos asesinos! —se indignó
Violet.
—¡Pues claro que lo sois! —replicó el
tendero—. ¡Lo dice el periódico!
—Además —añadió el repartidor con sorna—, si
no sois unos asesinos, ¿por qué os escondéis?
Violet quiso responderle, pero Klaus le tapó
la boca antes de que dijera nada más.
—Nos localizarán por la voz —susurró—.
Déjales que hablen, quizá podamos escapar.
—¿Lou, los ves? —preguntó a gritos el
tendero.
—No, pero no van a permanecer escondidos
toda la vida. ¡Buscaré donde guardas las camisetas!
Los Baudelaire miraron al frente y vieron
una pila de camisetas blancas. Sofocando un grito, dieron media
vuelta y enfilaron por un pasillo repleto de relojes de pared en
marcha.
—¡Yo miraré en el pasillo de los relojes!
—anunció a gritos el tendero—. ¡No van a permanecer escondidos toda
la vida!
Los niños cruzaron el pasillo a toda prisa,
dejaron a un lado un estante con toalleros y huchas con forma de
cerdito y viraron a toda mecha junto a un surtido de faldas
escocesas. Finalmente, tras asomarse al estante superior de un
pasillo que no contenía más que pantuflas, Violet alcanzó a ver la
salida y se la indicó a sus hermanos con una señal.
—¡Seguro que están en el pasillo de las
salchichas! —anunció el tendero.
—¡Seguro que están en la sección de bañeras!
—exclamó el repartidor.
—¡No van a permanecer escondidos toda la
vida! —aseguró el tendero.
Los Baudelaire inspiraron hondo y corrieron
hacia la puerta, pero en cuanto salieron a la calle advirtieron que
el tendero tenía razón. Estaba amaneciendo, y la luz dejaba al
descubierto la desolada planicie que habían atravesado durante la
noche. En pocas horas el sol iluminaría la campiña, y en una zona
tan llana cualquiera los vería desde lejos. No iban a permanecer
ocultos toda la vida, como bien decía el tendero, ni siquiera
podrían ocultarse un segundo más, pensaron los tres plantados ante
la puerta de la tienda de comestibles La Última Oportunidad.
—¡Mirad! —exclamó Klaus, señalando hacia el
sol naciente.
Aparcada a cierta distancia de la tienda
había una furgoneta cuadrada y gris con las letras VFD impresas en
un lateral.
—Serán los Voluntarios Frente al Dolor —dijo
Violet—. El repartidor ha dicho que sólo él y los voluntarios
podían acceder a la zona.
—Pues entonces ellos son nuestra única
escapatoria —afirmó Klaus—. Si nos colamos en esa furgoneta,
escaparemos de la policía, al menos de momento.
—Pero ¿y si se trata del VFD que andamos
buscando? —repuso su hermana mayor—. Si esos voluntarios están
relacionados con el siniestro secreto que los trillizos Quagmire
intentan comunicarnos, será como meterse en la boca del lobo.
—O el modo de acercarnos a resolver el
misterio de Jacques Snicket —replicó Klaus—. Recuerda que poco
antes de morir dijo que había trabajado como voluntario.
—De poco nos servirá haber resuelto el
misterio de Jacques Snicket —aseguró Violet— si nos meten en la
cárcel.
—Blusin —añadió Sunny, es decir, «No nos
queda mucha elección».
Tras dar unos pasos vacilantes, condujo a
sus hermanos hacia la furgoneta.
—Pero ¿cómo vamos a meternos ahí dentro?
—preguntó Violet, que caminaba al lado de su hermana.
—¿Y qué vamos a decir a los voluntarios?
—quiso saber Klaus, apretando el paso para darles alcance.
—Impro —contestó Sunny, lo que quería decir
«Ya lo pensaremos sobre la marcha».
Aunque por una vez no les fue necesario
pensar. Cuando llegaron a la furgoneta, un barbudo de aspecto
simpático con una guitarra en la mano se asomó por una de las
ventanillas y los llamó.
—¡Casi os dejamos tirados, hermanos!
—exclamó—. Ya hemos repostado gratis y estamos listos para ir al
hospital —con una sonrisa, abrió la portezuela de la furgoneta y
les indicó que entraran—. ¡Venga, adentro! No queremos que se nos
pierdan voluntarios sin haber cantado siquiera la primera estrofa.
Dicen que unos asesinos merodean por la zona.
—¿Lo ha leído en el periódico? —preguntó
Klaus nervioso.
El barbudo se echó a reír y tocó un alegre
acorde con la guitarra.
—Qué va —contestó—. No leemos la prensa, es
demasiado deprimente. Nuestra consigna es «La falta de noticias es
una buena noticia». Debéis de ser novatos en esto del voluntariado,
porque es una consigna bien sabida. Venga, un saltito y
adentro.
Los Baudelaire vacilaron. Ya sabrás que
entrar en el vehículo de un desconocido no suele ser una buena
idea, sobre todo cuando el desconocido cree en bobadas como esa de
que «La falta de noticias es una buena noticia». Pero lo que
jamás es buena idea es quedarse plantado
en una llanura desierta mientras la policía estrecha el cerco en tu
búsqueda con la intención de detenerte por un delito que no has
cometido; de ahí que los Baudelaire se detuvieran un momento a
reflexionar si optaban por algo que no solía ser buena idea o algo
que jamás era buena idea. Miraron al barbudo de la guitarra. Se
miraron unos a otros y luego miraron hacia la tienda de comestibles
La Última Oportunidad, donde vieron al tendero saliendo a todo
correr hacia donde estaba aparcada la furgoneta.
—De acuerdo —dijo por fin Violet—.
Adentro.
El barbudo sonrió y los Baudelaire subieron
a la furgoneta de un salto y cerraron la portezuela tras ellos.
Pero subieron de un salto, no de un saltito como les había indicado
el barbas, porque los saltitos se reservan para los momentos
felices de la vida. Una fontanera, por ejemplo, podría dar saltitos
si hubiera reparado una fuga especialmente complicada en la ducha
de algún cliente. Un escultor podría dar saltitos cuando concluyera
su escultura de cuatro perros salchicha jugando a la baraja. Y yo
mismo me pondría a dar saltitos como nadie ha dado saltitos en su
vida si pudiera retroceder hasta aquel nefasto jueves e impedir que
Beatrice acudiera a la merienda en la que conoció a Esmé
Miseria.
Pero Violet, Klaus y Sunny no dieron ningún
saltito, porque ni eran fontaneras que repararan fugas, ni
escultores que hubieran acabado de esculpir una obra de arte, ni
escritores capaces de borrar como por arte de magia toda una serie
de catastróficas desdichas. Los Baudelaire eran tres niños
desesperados, acusados injustamente de un asesinato, que se habían
visto obligados a salir huyendo de una tienda y a meterse en el
vehículo de un desconocido para que la policía no les echara el
guante. No, los Baudelaire no dieron saltito ninguno, ni siquiera
cuando la furgoneta arrancó y comenzó a alejarse de la tienda La
Última Oportunidad, haciendo caso omiso del tendero que corría
gesticulando como un poseso con intención de detenerla. De hecho,
mientras la furgoneta de VFD atravesaba la desolada planicie, los
huérfanos Baudelaire no estaban seguros de si alguna vez en la vida
volverían a dar saltitos.