15
El serpenteante túnel parecía no tener fin. Cada vez que doblaban una esquina, Rebecca esperaba ver una puerta cerrada, con una ranura electrónica a su lado donde poder introducir la tarjeta de apertura que llevaba David. A medida que las esquinas continuaban sucediéndose, que las luces iluminaban otro tramo de túnel, cada uno tan vacío y tan carente de detalles como el anterior, dejó de desear que apareciera la puerta. Una señal sería suficiente, una flecha pintada en la pared, una marca de tiza… cualquier indicación que borrara sus sospechas de que los habían mandado en una dirección equivocada.
¿Nos ha mentido un científico de Umbrella? Eso es imposible de creer…
Dejó a un lado el sarcasmo y tuvo que reconocer que Kinneson se había comportado de manera extraña, pero que, desde luego, parecía estar aterrorizado hasta llegar a la histeria. ¿Sería posible que, confundido por ese pánico, se hubiera equivocado de túnel al darles las indicaciones? ¿O simplemente era que el laboratorio estaba mejor escondido de lo que ellos pensaban?
¿O nos ha enviado a una búsqueda sin sentido, hacia alguna cueva sin salida… o peor aun, hacia una trampa? Hacia un lugar peligroso, pensado para retrasarnos mientras él…
Mientras él le hacía algo a Karen y a Steve. Aquel pensamiento la atemorizó aún más que la idea de estar dirigiéndose hacia una trampa. Karen estaba gravemente enferma, no podría defenderse por sí sola, y Steve…
No, Steve está bien. Podría acabar con Kinneson con una mano atada a la espalda y en un segundo…
Si no fuera porque Karen está con él. Una Karen muy enferma, que se esforzaba por mantenerse de pie.
Su anterior trote se había convertido en un paso rápido. Tanto David como John jadeaban por el tremendo esfuerzo, y sus agotados rostros estaban contraídos por el cansancio. David levantó una mano para indicar a los otros dos que se detuvieran.
—No creo que sea por aquí —dijo entre jadeos—. Ya deberíamos haber llegado a estas alturas. Y el trozo de papel que había junto con la tarjeta decía sudoeste, este. No estoy seguro, pero creo que después de la última esquina nos estamos dirigiendo hacia el oeste.
John asintió con la cabeza, con su corto cabello empapado y brillando por el sudor.
—No sé en qué dirección vamos, pero lo que sí sé es que ese tal Kinneson está lleno de mierda. El tío trabaja para Umbrella, por amor de Dios.
—Estoy de acuerdo con él —convino Rebecca respirando profundamente—. Creo que deberíamos regresar. Tenemos que llegar al laboratorio enseguida. No creo que…
¡CLAAANK!
Se quedaron inmóviles, mirándose los unos a los otros. En algún punto por delante de aquel túnel interminable, algo pesado fabricado con metal se había movido.
—¿El laboratorio? —dijo Rebecca esperanzada—. Puede que…
Un extraño ruido la interrumpió, y las palabras se le quedaron en la garganta cuando el ruido aumentó de volumen. Era un grito como jamás había oído antes: era la mezcla de un largo ladrido de perro con un gemido agudísimo, todo ello unido al llanto desesperado de un bebé recién nacido. Era un ruido terrible y solitario, que subía y bajaba a lo largo del túnel y que por fin se convirtió en un feroz aullido lastimero… al que se le unieron muchos otros.
De repente, sintió que no quería ver a la criatura capaz de lanzar aquel sonido, en el mismo momento en que David comenzaba a retroceder, con la piel de la cara pálida y los ojos abiertos de par en par.
—¡Corred! —dijo con un grito mientras apuntaba con su pistola hacia el pasillo vacío que se abría delante de ellos. Esperó hasta que los dos pasaran a su lado para darse la vuelta y comenzar a correr detrás de ellos.
Rebecca sintió de repente una oleada de energía increíble cuando una nueva descarga de adrenalina llegó a sus arterias y la hizo correr a toda velocidad por el sombrío túnel para escapar de los crecientes aullidos de aquellas criaturas que los seguían. John estaba justo delante de ella, y sus musculosos brazos y piernas se movían de forma acompasada pero a un ritmo infernal, y oía el ruido de las botas de David a su espalda.
Los aullidos aumentaban de volumen, y Rebecca pudo sentir la piedra vibrar bajo sus pies: eran las zancadas de las patas de las bestias que corrían en su persecución…, no vamos a lograrlo…
En el mismo instante que su mente se dio cuenta de que aquellas criaturas los alcanzarían en muy poco tiempo, oyó a David gritar.
—En la siguiente esquina…
Cuando llegaron al final del tramo, donde el túnel giraba de nuevo, Rebecca se dio la vuelta en redondo y levantó la sudorosa mano con la que empuñaba su Beretta, apuntando hacia la última esquina que habían doblado. John y David se situaron cada uno a un costado, jadeando pero con sus pistolas de calibre nueve milímetros apuntando a su lado. Eran veinte metros de pasillo despejado, pero repleto por el eco de los aullidos de sus perseguidores, a los que todavía no habían visto.
Cuando apareció el primero de ellos, los tres comenzaron a disparar, y los proyectiles se estrellaron contra una criatura. Al principio, Rebecca pensó que se trataba de una leona, luego creyó que era un lagarto gigante y, por fin, un perro. Sólo pudo distinguir una visión fragmentada de aquel ser imposible, y su mente sólo captó las partes que pudo admitir. Las pupilas parecidas a las de los gatos, la gigantesca cabeza de serpiente, con una inmensa mandíbula repleta de dientes afilados. Un cuerpo rechoncho y de pecho amplio de color arenoso, con unas patas delanteras gruesas y unos cuartos traseros musculosos que la impulsaban hacia adelante a grandes saltos y a una velocidad increíble…
Y mientras los proyectiles explosivos atravesaban su extraña piel reptilesca, apareció otra criatura detrás de la primera…
Las primeras balas lanzaron de espaldas el grueso cuerpo de la criatura más cercana y la hicieron saltar sobre sus patas con garras, a la vez que unos surtidores de sangre aguada manchaban las paredes del túnel…
Y entonces cómo, después de sacudir la cabeza, comenzó a aullar otra vez con su grito lastimero y se lanzó de nuevo contra ellos.
Oh, mierda…
Rebecca apretó de nuevo el gatillo, cuatro, cinco, seis veces, mientras su mente le gritaba al mismo tiempo tanto como aquellos dos monstruosos animales que corrían hacia ellos, siete, ocho, nueve, diez veces…
El primero caía y se quedaba en el suelo, pero todavía quedaba el segundo, seguido de un tercero, que también recorría el túnel a toda velocidad, y la Beretta sólo tenía quince balas…
Vamos a morir…
David retrocedió de un salto, detrás de la rugiente línea de tiro. Un cargador vacío cayó al suelo, y un segundo después, estaba de nuevo a su lado, apuntando y apretando el gatillo, con la Beretta disparando de forma fluida en su experta mano.
Rebecca contó su último cartucho y retrocedió a trompicones, rezando para poder recargar su arma con la misma rapidez que David…
Levantó por fin los ojos para ver cómo el tercer animal caía de espaldas, con su amplio pecho lanzando varios chorros de sangre. Se desplomó sobre el charco de fluido rojizo que él mismo había creado y se quedó allí, inmóvil.
No se movió absolutamente nada más en el túnel, pero quedaban al menos otras dos criaturas al otro lado de la esquina. Sus aullidos lastimeros continuaron subiendo y bajando de volumen a lo largo del túnel, pero no se acercaron y permanecieron fuera de la vista, como si comprendieran lo que les había ocurrido a sus compañeros y fueran lo bastante listas para no cargar de frente contra la muerte que les esperaba.
—Retroceded —susurró David con voz ronca.
Sin dejar de apuntar contra la esquina, comenzaron a andar hacia atrás, con los gritos de las feroces bestias pasando por encima de ellos como si fueran olas del mar.
Griffith se apartó con rapidez de la puerta cuando oyó el ruido de la llave en la cerradura. No quería estar demasiado cerca de quienquiera que hubiese traído Alan. Ya tenía a Thurman preparado cerca de él, por si acaso había algún problema, pero cuando vio al joven y a su pasiva compañera entrar en el laboratorio, no creyó que hubiera ningún contratiempo.
¿Qué le pasa? ¿Unas cuantas copas de más? ¿Una herida grave que no es visible a simple vista?
Griffith sonrió, a la espera de que el joven hablara o la mujer se moviera, lleno de buen humor y con un talante cordial. Hacía tanto tiempo que no hablaba con nadie sin tener que darle instrucciones… Además, el hecho de que sus planes se estuvieran cumpliendo lo hacía sentirse contento. Alan cerró la puerta a su espalda y se quedó de pie, sin expresión alguna en el rostro, pero apuntando con sus dos armas a la extraña pareja.
El joven miró alrededor con sus ojos oscuros abiertos de par en par, y su mirada se detuvo en la puerta del compartimiento estanco, con una expresión parecida al asombro. La cabeza de la mujer seguía colgando sobre su pecho. La piel del joven tenía un tono oscuro natural. Probablemente era hispano, o quizás su origen era hindú. No era demasiado alto, pero se lo veía bastante robusto. Sí, serviría muy bien… y puesto que quizás era el que había matado al doctor Athens, aquello tendría algo de justicia poética.
La inquisitiva mirada del joven se posó por fin en Griffith, al mismo tiempo curiosa y sin miedo, un miedo que Griffith pensó que debería sentir.
Bueno, nos ocuparemos de eso…
—¿Dónde estamos? —preguntó en voz baja.
—Estás en el laboratorio de investigación química, aproximadamente a unos veinte metros por debajo de la superficie de la Ensenada de Calibán —le respondió Griffith—. Es interesante, ¿verdad? Esos inteligentes diseñadores incluso lo construyeron en el interior de los restos de un barco naufragado… ¿o construyeron los restos del barco naufragado alrededor del laboratorio? Siempre me olvido, tendrás que…
—¿Eres Thurman?
¡Qué modales!
Griffith sonrió de nuevo, meneando la cabeza.
—No. Esa criatura gorda y de aspecto lamentable que está a tu izquierda es el doctor Thurman. Yo soy Nicolas Griffith. ¿Y tú eres…?
Antes de que el joven pudiera responder, la mujer levantó su cabeza, y su rostro blanco de ojos rojos escrutó a su alrededor con mirada hambrienta.
¡Está infectada!
—Thurman, agarra a la mujer y mantenla inmóvil —ordenó Griffith con rapidez. No podía permitir que dañara el excelente espécimen que Alan había logrado capturar…
Pero cuando Thurman agarró a la muchacha, el joven se resistió y empujó a Louis con un rápido movimiento de manos, con un gesto de valor en el rostro.
Griffith sintió una oleada de disgusto y enfado.
—Alan, ¡golpéalo!
El doctor Kinneson levantó la mano con rapidez y golpeó con fuerza la parte posterior del cráneo del joven, que dejó de luchar el tiempo suficiente para que Thurman tirara de la mujer para alejarla de ellos dos.
—Ya es tarde —dijo Griffith con voz confiada, preguntándose por qué demonios querría nadie permanecer unido a uno de ésos—. Mírala, ¿no te das cuenta de que ya no es humana? Es una de esas marionetas de Birkin, uno de esos seres patéticos alterados para tener siempre hambre. Un zombi. Una unidad de Triescuadra sin entrenamiento.
Mientras Griffith hablaba, se produjeron una serie de hechos increíbles para el joven. La mujer se dio la vuelta sobre sí misma a pesar de que Thurman la tenía agarrada… y con un rápido movimiento, estiró el cuello y le mordió la cara a Louis. Tiró con la cabeza, se llevó entre los dientes un trozo de su mejilla y comenzó a masticar con entusiasmo.
—¡Karen! Oh, Dios mío. ¡Karen, no!
Aunque su voz sonó evidentemente emocionada, el joven no se movió ni trató de impedirlo. Tampoco lo hizo Louis. El doctor se quedó de pie tan tranquilo, con la sangre corriendo por su cara, observando cómo la víctima del virus-T masticaba un pedazo de su cara. Griffith miraba encantado.
—Fíjate en eso —dijo en voz baja—. Ni un gesto de dolor, ni una muestra de emoción… ¡Louis, sonríe!
Thurman sonrió mientras la mujer acercaba de nuevo la cabeza y lograba morderle su protuberante labio inferior. Arrancó el labio con un sonido desgarrado y húmedo, y la sonrisa de Thurman se hizo aún más amplia. La sangre saltó al suelo. La mujer siguió masticando. Increíble. Absolutamente maravilloso.
El joven estaba temblando, y su rostro moreno se había vuelto pálido. No parecía apreciar qué era lo que merecía verse, y Griffith se dio cuenta de que probablemente nunca lo haría: sin duda, la mujer había sido amiga suya. Mucha suerte. Es como echarle flores a un cerdo…
—Alan, agarra al joven, y sostenlo con fuerza.
El joven ni siquiera forcejeó, demasiado absorto en el aparente horror que estaba experimentando. La muchacha arrancó otro trozo de carne, y la sonrisa de Thurman se estremeció, probablemente debido al traumatismo sufrido por algún músculo.
Por mucho que a Griffith le apeteciera seguir mirando, tenía trabajo que hacer. Tal vez los otros amigos del joven lograran abatir a los Ma7 y, si lo lograban, lo más probable es que fueran en busca de su amigo.
Pero para entonces, será mi amigo…
Griffith se acercó a una mesa y recogió una jeringuilla llena. Golpeó con un dedo en uno de sus lados y se dio la vuelta hacia su silencioso invitado, preguntándose si debía revelarle su brillante plan para atrapar a sus amigos. ¿No era eso lo que siempre hacían los «villanos» en las películas? Sólo lo pensó durante un momento, y decidió que era mejor no hacerlo. Siempre lo había considerado una estupidez, y, desde luego, él no era ningún villano. Eran ellos los que habían invadido su santuario y amenazado sus planes para crear una paz mundial. Estaba claro quiénes eran los malvados.
El joven hispano todavía estaba mirando la terrible escena, con la boca literalmente abierta, mientras Karen empezaba a tragarse la nariz de Thurman, causando heridas todavía más graves en su cara. Tendría que acabar con ella antes de que los brazos de Louis cedieran, pero eso le daba bastante tiempo todavía.
Avanzó con rapidez y clavó la aguja en el musculoso brazo del joven, apretando el émbolo de la jeringuilla.
Sólo en ese momento forcejeó un poco, clavando sus pasmados ojos en Griffith y retorciendo el cuerpo. Uno de los brazos de Alan pareció ceder un poco, pero tenía bien agarrado al forcejeante hispano.
Griffith le sonrió a la cara mientras meneaba la cabeza.
—Relájate —le dijo con un tono de voz tranquilizador—. En unos minutos, no sentirás nada de nada.
Lenta, muy lentamente, retrocedieron hacia la cueva donde comenzaba el túnel en el que se encontraban. Las criaturas reptilescas los habían seguido, pero habían procurado mantenerse fuera de la vista mientras lanzaban sus lastimeros aullidos. John no dejaba de pensar en Karen y en Steve, guiados hasta Dios sabía dónde por el doctor de Umbrella, y deseó con desesperación que aquellos monstruos cargaran contra ellos. Sentía cómo pasaba el tiempo, y era posible que los minutos perdidos ya le hubieran costado a Karen su única oportunidad de curarse, minutos durante los cuales Steve podía estar luchando por su vida…
¡Vamos, cabrones estúpidos! Estamos aquí mismo. ¡Comida gratis! ¡Vamos!
Habían intentado gritar para atraerlos, habían disparado y habían pateado el suelo para simular que salían corriendo, pero las criaturas no picaron el cebo. David había intentado una vez engañarlos: los tres echaron a correr y se detuvieron en la siguiente esquina… y cuando los grandes reptiles asomaron cautelosamente el cuerpo por el túnel para seguir detrás de ellos, salieron de la esquina y comenzaron a disparar. John logró acertar una vez en el pecho de una de las criaturas, y habían confirmado que sólo quedaban dos de aquellas bestias imitantes, pero ambas habían logrado ponerse a cubierto de nuevo antes de que las hiriesen de gravedad, y no habían vuelto a caer en aquel truco.
—Cabrones astutos —dijo John con un gruñido por vigésima vez, retrocediendo de espaldas con toda la rapidez que podía—. ¿A qué demonios están esperando?
Ni Rebecca ni David contestaron, puesto que ya lo habían discutido mientras seguían retrocediendo: estaban esperando a que los tres se dieran media vuelta.
Después de lo que les pareció una eternidad en cámara lenta, de retroceder paso a paso por él túnel, oyeron por encima de los aullidos de las bestias el distante pero familiar sonido de la cavernosa estancia de roca por la que habían entrado: el ruido apagado de las olas y el estremecimiento de las paredes.
Gracias a Dios, gracias Dios. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Quince, quizás veinte minutos?
—Cuando salgamos del túnel, poneos a cada lado —les indicó David con voz tensa—. Voy a darme la vuelta y a echar a correr para atraerlos…
Rebecca sacudió la cabeza con un gesto negativo, con su juvenil rostro contraído por la preocupación.
—Eres mejor tirador que yo, y yo puedo correr mucho más rápido que tú. Yo debería servir de cebo.
Casi habían llegado a la caverna principal. John miró a David y vio que dudaba en tomar la decisión… pero, por fin, asintió suspirando.
—Muy bien. Corre todo lo rápido que puedas, y regresa hacia las escaleras del faro. Nos encargaremos de ellos en cuanto estén demasiado lejos de la esquina como para darse la vuelta.
Rebecca dejó escapar una bocanada de aire.
—Entendido. Sólo dime cuándo.
John sintió el cambio en el aire a su espalda, y los soplos de la brisa que corría por el interior de la caverna le tocaron con suavidad la nuca. Dio otro paso hacia atrás y un momento después se halló en el espacio abierto.
Dio un rápido paso lateral y se quedó de pie al lado de la esquina, justo entre la boca del túnel del que habían salido y el túnel de al lado. Vio que David también se colocaba en posición, mientras Rebecca se quedaba completamente inmóvil en mitad de la entrada del túnel…
—¡Ahora!
Rebecca se dio la vuelta y comenzó a correr, alejándose a gran velocidad. John notó la tensión en su propio cuerpo. Sostenía la Beretta al lado de su cara, mientras oía los aullidos que aumentaban de volumen, las patas pesadas que se aproximaban…
—¡Ahora! —gritó David, y ambos asomaron al mismo tiempo sus cuerpos a la vez que comenzaban a disparar.
¡Bam, bam, bam, bam, bam, bam!
Los aullantes monstruos estaban a menos de seis metros, y los proyectiles explosivos abrieron unos enormes agujeros carmesíes en sus pellejos, y los trozos de hueso y la sangre se alzaron como grandes surtidores.
Los aullidos desaparecieron bajo el tronar de los disparos, y ninguno de los dos seres reptilescos logró llegar hasta la entrada del túnel. Los dos extraños cuerpos quedaron inmóviles, como dos montones de carne en el suelo.
Rebecca apareció de regreso, al trote, en cuanto dejaron de disparar. Sus mejillas estaban encendidas y sus ojos brillaban por la prisa.
—Vámonos —dijo David.
Los tres comenzaron inmediatamente a correr por el túnel donde había desaparecido Kinneson. El tiempo que habían perdido le daba alas a sus pies.
John dejó por fin que el miedo se apoderara de él y abandonó la rabia frustrante que había estado sintiendo a lo largo de su retirada paso a paso.
Karen, no te mueras. Por favor, que no le haya pasado nada. Ni a ella ni a López…
El túnel giró y bajó ligeramente; los tres doblaron la esquina, con el terror que sentían por la suerte de sus compañeros impulsándolos a correr aún más. John se juró que si los dos estaban bien, que si Karen todavía estaba a tiempo de salvarse, si todos salían con vida de aquel lugar, daría todo lo que tenía.
Mi coche, mi casa, mi dinero, no me acostaré con ninguna otra mujer hasta que me case. Renegaré de mis malos actos anteriores y caminaré por el sendero de la virtud y…
No era suficiente, y no se imaginaba por que nadie querría aceptarlo, pero lo sacrificaría todo, costase lo que costase.
El túnel giró de nuevo, sin dejar de inclinarse hacia abajo. Doblaron la siguiente esquina… y vieron un doble par de puertas, con un pequeño pasillo entre la puerta exterior y el interior, y una gigantesca y apenas iluminada estancia al otro lado. Steve se encontraba apoyado en el quicio de la puerta interior, con la Beretta en la mano y el rostro pálido y sin expresión.
—¡Steve! ¿Qué ha…? —comenzó a decir David, pero la falta de expresión, el terrible vacío que vieron en la cara de Steve, hizo que todos se detuvieran en seco. Aunque su mente se negaba a aceptarlo, John sintió que su corazón se llenaba con una terrible y dolorosa sensación de pérdida.
—Karen ha muerto —dijo Steve en voz baja, y luego se giró y entró en la estancia.