14
Athens había fallado. El Dr. Griffith miró fijamente a la parpadeante luz blanca de la puerta, maldiciendo a Athens, maldiciendo a Lyle Ammon, maldiciendo su suerte. No le había dicho a Athens como volver dentro, lo cual significaba que los intrusos habían terminado con él. Ammon les había dejado o enviado un mensaje, tanto daba, lo importante era que venían y él debía asumir que tenían la llave. Había arrancado las señales semanas atrás, pero tal vez ellos tenían indicaciones, tal vez le habían encontrado y…
No te dejes llevar por el pánico, nada de pánico. Estás preparado para esto, tan solo continúa, siguiente plan. Primero dividir, doble efecto, menos fuego, un cebo para más tarde… y la oportunidad de comprobar lo bien que Alan puede actuar.
Griffith se volvió hacia el Dr. Kinneson y habló con rapidez, dando sus instrucciones claras y sencillas, la ruta lo más fácil posible. Griffith ya había calculado las preguntas que ellos probablemente harían, aunque sabía que esa sería una posibilidad para que obtuviesen más información. Le había dado a Alan unas pocas frases con las que contestar, después le había entregado una pequeña pistola semiautomática que sacó del escritorio de la Dra. Chin. Vigiló que Alan se la metiera debajo de la bata de laboratorio para asegurarse de que estuviera bien oculta. El cargador estaba vacío, pero no creía que eso fuera posible de adivinar, no si se apuntaba con el percutor levantado. También le entregó a Alan su llave. Era un riesgo, pero todo el plan era un riesgo. Con el destino del mundo en sus manos, estaba dispuesto a asumir cualquier riesgo.
Una vez que Alan se marchó, Griffith se sentó y se dispuso a esperar una cantidad razonable de tiempo. Su mirada se desviaba a menudo hacia los seis contenedores de acero inoxidable, con una impaciencia irresistible. Sus planes no fallarían: la rectitud de su trabajo sobreviviría a la invasión. Si atrapaban a Alan, todavía le quedaban los Ma7 y todavía le quedaba Louis, y sus jeringuillas y su escondite, con los mandos del compartimiento estanco al alcance de la mano.
Y más allá de todo eso, estaba el amanecer, a la espera. El doctor Griffith sonrió, lleno de sueños.
Karen todavía podía andar y aún parecía entender parte de lo que le decían, pero las pocas palabras que había logrado articular no parecían tener relación con nada. Había dicho «caliente» dos veces mientras bajaban por las escaleras, y «no quiero», con un gesto de miedo en su pálida e inquieta cara, mientras caminaban por el ancho túnel situado más allá del pie de las escaleras. Rebecca se sintió aterrorizada por la posibilidad de que, aunque encontraran un modo de revertir la carga vírica, fuese demasiado tarde.
Todo había ocurrido tan deprisa, de forma tan repentina, que apenas llegaba a comprenderlo. Habían encontrado a un hombre esperándolos en la oscuridad del interior del faro. Era una trampa, como David había intuido. En cuanto entraron, el individuo había comenzado a disparar con un rifle de asalto, ametrallando la puerta desde las sombras debajo de la escalera de caracol metálica, todo había acabado en pocos segundos gracias al plan de David. John y ella vigilaban al atacante caído mientras Steve descubría la puerta de acceso e introducía el código de acceso. Bajo la luz de la linterna de John se habían dado cuenta de que el hombre también estaba infectado: su pálida piel blanca estaba despellejándose en jirones y cubierta por extrañas cicatrices. Sin embargo, su aspecto era ligeramente distinto del de las víctimas de las Triescuadras. Parecía menos podrido, y sus ojos abiertos de par en par mostraban una expresión un poco más humana… pero David había llegado en ese momento con Karen y el foco de interés de Rebecca se había visto desplazado de forma cruel.
Decidió que había sido la caminata cuesta arriba por la colina. Aunque aquello no debería haber representado diferencia alguna, no encontraba otra explicación para que el proceso de amplificación se hubiese acelerado tanto. De algún modo, el virus-T había respondido a los cambios fisiológicos del aumento de latidos y presión arterial de su cuerpo…, pero mientras ayudaban a entrar a su confundida y tambaleante compañera, Rebecca descubrió que ya no le importaba cómo había ocurrido aquello. Lo único que quería era llegar al laboratorio para intentar salvar lo que quedaba de la cordura de Karen Driver.
El túnel bajo el faro, excavado en la piedra pizarra del risco, llevaba de regreso hacia las instalaciones a lo largo de un recorrido curvado y sinuoso. Unas lámparas como las utilizadas en las minas colgaban a lo largo de sus paredes, lanzando extrañas sombras mientras avanzaban, silenciosos y un poco atemorizados. Entre John y Steve llevaban a Karen. Rebecca iba en último lugar, con una horrible sensación de haber vivido ya aquello mientras caminaban. La situación le recordaba muchísimo su recorrido por los túneles que había bajo la mansión Spencer. De la roca emanaba el mismo frío húmedo, y sentía la misma impresión de estar caminando hacia un peligro desconocido, exhausta y con miedo de estropearlo todo… y de no ser capaz de impedir un desastre.
El desastre ya ha ocurrido —pensó con desesperación mientras veía a Karen luchando por seguir caminando—. La estamos perdiendo. En otra hora, o probablemente en menos, estará demasiado ida para hacerla volver.
De hecho, John y Steve no deberían estar tocándola. Ella podría morder a cualquiera de los dos con un simple giro de cabeza antes de que ninguno de ellos pudiera reaccionar. Incluso aquella idea le provocó una pena indescriptible y un fuerte y doloroso sentimiento de pérdida.
El túnel giró a la izquierda, y Rebecca se dio cuenta de que debían estar muy cerca del océano. Las paredes de roca parecían temblar por el impacto sordo de las olas, y todo el lugar olía a humedad y a pescado. Algunas partes del suelo parecían demasiado suaves y lisas como para haber sido talladas por la mano del hombre. Rebecca se preguntó si el túnel se abriría más adelante, si quizás aquella zona había estado inundada por el océano antes…
—Me cago en la leche —dijo David con un susurro enfurecido—. Mierda.
Rebecca levantó la vista. Cuando vio lo que tenían delante, perdió toda esperanza de salvar a Karen.
Nunca llegaremos a tiempo al laboratorio, no lo encontraremos.
El túnel se abría, a pocas decenas de metros de donde se encontraba David, que se había parado. Se ampliaba de forma considerable, de hecho, estaba unido a cinco túneles más pequeños, y cada uno se desviaba ligeramente en una dirección distinta.
—¿Cuál se dirige hacia el sudoeste? —preguntó John con voz ansiosa. Karen estaba apoyada contra él, con la cabeza completamente inclinada hacia adelante.
La voz de David resonó furiosa, y sus palabras llenas de frustración elevaron el tono hasta resonar en el eco del túnel, y se dirigieron hacia los cinco túneles para luego regresar y llenar la caverna con su voz.
—¡No lo sé! Creí que ya íbamos en dirección sudoeste, pero ninguno de esos túneles sigue en línea recta, y tampoco ninguno de ellos sigue en dirección este.
Se adentraron en la caverna y, sin saber qué hacer, se quedaron mirando los túneles, iluminados con lámparas en las paredes que desaparecían más allá de sus esquinas y giros. Era obvio que habían sido tallados por la acción del agua, y quizás antaño habían estado conectados con las cuevas costeras que David había pretendido encontrar en un principio. Los túneles eran más estrechos que el que acababan de recorrer, pero lo bastante anchos para que pasara una persona sin demasiados problemas y de unos tres metros de altura. No había forma alguna de saber cuál era el que llevaba al laboratorio…
Ni siquiera si alguno de ellos lleva al laboratorio. Ni siquiera estamos seguros de que el laboratorio esté aquí abajo…
—Si ninguno de los túneles lleva al este, tendremos que escoger el que parezca con mayor seguridad que lleva hacia el sudoeste —sugirió Steve en voz baja—. Además, lo único que hay al este es el mar.
Karen murmuró algo ininteligible, y Rebecca dio un paso hacia ella, muy preocupada, para ver cómo se encontraba. Aunque John y Steve la sostenían, Karen no parecía tener problemas para mantenerse de pie por sí sola.
Rebecca le tocó la sudorosa frente, y los enrojecidos ojos de mirada extraviada de Karen se fijaron en ella, con las pupilas completamente dilatadas.
—Karen, ¿cómo estás? —preguntó Rebecca en voz baja.
Ella parpadeó con lentitud.
—Tengo sed —contestó con un susurro. Su voz era apenas un barboteo líquido.
Todavía está lúcida, gracias a Dios…
Rebecca le tocó con suavidad la garganta, y notó con los dedos su pulso acelerado y agitado. Sin duda alguna, era más rápido que antes, cuando habían entrado en el faro. Fuese lo que fuese lo que le estaba haciendo el virus, el cuerpo de Karen no tardaría mucho tiempo más en sucumbir.
Rebecca se giró, sintiéndose inútil y desesperada, y queriendo gritar que alguien hiciera algo…
Entonces oyó unos pasos. El eco procedía de uno de los túneles. Desenfundó su Beretta, y con el rabillo del ojo vio que John y David hacían lo mismo, mientras Steve sostenía a Karen.
¿Por cuál? ¿Por dónde viene? ¿Griffith? ¿Es Griffith?
El ruido parecía llegar desde todos lados a la vez, rebotando en las paredes de la caverna… y en ese mismo instante, Rebecca lo vio aparecer por la boca del segundo túnel empezando por la derecha: una figura tambaleante, una bata de laboratorio rota y polvorienta…
Momentos después, el individuo los vio, y Rebecca vio con claridad, a pesar de los más de quince metros que los separaban, la expresión de sorpresa y de alegría casi histérica que asomó a su rostro. El hombre corrió hacia ellos, con su pelo castaño despeinado, los ojos brillantes y los labios temblorosos. No empuñaba ningún tipo de arma, pero Rebecca no dejó de apuntarlo con su pistola.
—¡Oh, gracias Dios, gracias Dios! ¡Tienen que ayudarme! Es el doctor Thurman, se ha vuelto loco. ¡Tenemos que salir de aquí!
Salió trastabillando del túnel y casi se abalanzó sobre David, sin hacer caso de las pistolas que lo estaban apuntando mientras hablaba.
—Tenemos que irnos. Todavía queda un bote que podemos utilizar. Tenemos que salir de aquí antes de que nos mate…
David lanzó una rápida mirada a su espalda, y vio que Rebecca y John todavía lo cubrían. Guardó su Beretta en la funda de su cadera y avanzó hacia el tipo, tomándolo del brazo.
—Tranquilo, tranquilo. ¿Quién es usted? ¿Trabaja aquí?
—Alan Kinneson —dijo el individuo con un jadeo—. Thurman me ha tenido encerrado en el laboratorio, pero oyó que venían y he logrado escaparme. ¡Pero está loco! ¡Tienen que ayudarme a llegar hasta el bote! Allí hay una radio, y podemos pedir ayuda.
¡El laboratorio!
—¿Por dónde se va al laboratorio? —inquirió David con rapidez.
Kinneson no pareció escucharlo, demasiado aterrorizado por lo que pudiera hacerle el tal Thurman.
—¡La radio está en el bote! ¡Podemos pedir ayuda y luego salir de aquí!
—El laboratorio —le repitió David—. Escúcheme. ¿Viene de allí?
Kinneson se giró y señaló al túnel que estaba al lado de la abertura por la que había aparecido, el túnel que estaba justo en el medio de los demás.
—El laboratorio está por ahí… —dijo, y volvió a señalar al túnel por el que había llegado—… y el bote está por ahí. Estas cavernas son como un laberinto.
Aunque parecía haberse calmado un poco mientras señalaba los túneles, parecía tan histérico como antes cuando se giró para mirarlos de nuevo. Parecía tener treinta y tantos años a primera vista, pero David se fijó en las profundas líneas que tenía en los lados de los ojos y en la comisura de los labios y se dio cuenta de que debía de ser mucho mayor. Quienquiera que fuese, y fuese cual fuese su edad, estaba atenazado por un pánico enloquecido.
—¡La radio está en el bote! ¡Podemos pedir ayuda y luego salir de aquí!
Los pensamientos de David corrieron a la misma velocidad que los latidos de su corazón. Ése era el momento, ésa era su oportunidad…
Llegamos al laboratorio, obligamos a ese tal Thurman a que nos dé el remedio contra esto y salimos pitando de este lugar antes de que nadie más resulte herido…
Se giró para mirar a los demás y vio la misma expresión de esperanza que él tenía en sus rostros. John y Steve asintieron con rapidez. Rebecca no parecía tan entusiasmada. Hizo un gesto con la cabeza para indicarle que se separara de Kinneson para que no pudiera oírles hablar.
—Discúlpenos un momento —dijo David, con una cortesía y una amabilidad que no sentía. Kinneson era uno de los nombres que aparecía en la lista de Trent.
—¡Tenemos que darnos prisa! —dijo el hombre balbuceando, pero no siguió a David cuando éste retrocedió unos cuantos pasos hacia el resto del equipo. Los cuatro se agruparon para hablar, con Karen apoyada en el brazo de Steve.
El tono de voz de Rebecca era apresurado y preocupado.
—David, no podemos llevar a Karen al laboratorio si Griffith… si Thurman está allí. ¿Qué pasará si tenemos que luchar?
John asintió y le echó una ojeada al científico de mirada enloquecida.
—Y no creo que debamos dejar a este tipo solo. Lo más probable es que salga zumbando con nuestro único medio de salir de aquí.
David frunció el entrecejo mientras pensaba con rapidez. Steve era el mejor tirador, pero John era mucho más fuerte. Si tenían que obligar a Thurman a que les entregara el remedio para la enfermedad de Karen, John lo intimidaría mucho más.
—Nos dividiremos. Steve, llévate a Karen contigo hasta el bote, y vigila a Kinneson. Nosotros iremos hacia el laboratorio, tomaremos lo que necesitamos y nos reuniremos con vosotros allí. ¿De acuerdo?
Todos asintieron, y David se giró para hablar con Kinneson.
—Tenemos que llegar al laboratorio, pero nuestra amiga Karen no se encuentra demasiado bien. Nos gustaría que la llevara a ella y a su escolta hasta el bote y que nos esperara allí con ellos.
Los ojos de Kinneson parecieron quedarse sin expresión por un instante. Aquella mirada vacía y en blanco llegó y desapareció con tanta rapidez que David ni siquiera estuvo seguro de haberla visto.
—Tenemos que darnos prisa —contestó con rapidez; luego se dio la vuelta y comenzó a dirigirse de nuevo hacia el túnel por el que había aparecido, caminando con paso vivo.
David se sintió preocupado de repente mientras observaba cómo se alejaba velozmente Kinneson, con su sucia bata de laboratorio ondeando a su espalda.
Ni siquiera nos ha preguntado quiénes somos.
Mientras Steve entraba en la boca del túnel llevando a Karen con él, David le tocó en el brazo y le habló en voz baja.
—Vigílalo bien, Steve. Estaremos con vosotros en cuanto podamos.
Steve asintió y se dispuso a seguir al extraño doctor Kinneson, con Karen tambaleándose a su lado.
John y Rebecca ya estaban al lado de la entrada del túnel situado en medio, con las armas todavía en la mano. La caverna se estremeció al mismo tiempo que se oyó un rugido ahogado en el exterior.
Los tres entraron en el túnel sin necesidad de intercambiar ni una sola palabra, recorriéndolo con un trote cansado pero decidido, preparados para enfrentarse al monstruo humano causante de todas las tragedias en la Ensenada de Calibán.
Steve dobló la primera esquina, con Karen agarrada de su hombro con una mano fría y sudorosa, y vio que el investigador estaba doblando otra esquina, a unos cien metros de distancia ya. Steve divisó la ondeante bata y un tacón de zapato, y la figura desapareció, con el sonido de los pasos alejándose.
Estupendo. Perdidos en un maldito laberinto de cuevas submarinas porque el doctor Caligari tiene un horario que cumplir…
Karen dejó escapar un suave quejido y Steve sintió que el estómago se le encogía un poco más; su miedo a perderse ocupó el segundo lugar de la lista de sus preocupaciones después de la que sentía por Karen. Cada vez se apoyaba más en él, y comenzaba a arrastrar los pies por el suelo de pizarra.
David, John, Rebecca… por favor, daos prisa. Por favor, no dejéis que Karen se ponga peor…
Tiró de ella con toda la rapidez que pudo, preocupado por la idea de alcanzar a Kinneson, preocupado porque los demás se encontrasen en peligro, preocupado por la mujer enferma que colgaba a su lado. Excepto por su encuentro con Rebecca, había sido el peor día de su vida. Sólo llevaba un año y medio en los STARS, y aunque se había visto metido en situaciones apuradas con anterioridad, ninguna se acercaba ni de lejos a lo que había experimentado en las pocas horas que habían pasado desde que su lancha había volcado.
Monstruos marinos, zombis con armas… y ahora Karen. La inteligente y seria Karen que está perdiendo la cabeza y, quizá, convirtiéndose en una de esas cosas. Estamos tan cerca de salir de aquí, y puede ser tan tarde de todas maneras…
Steve se dio cuenta de que ya no oía los pasos de Kinneson cuando llegaron a la siguiente esquina. La dobló a trompicones mientras pensaba que quizá debería gritarle para que los esperara, para que no se adelantara demasiado… y se detuvo en seco, sintiendo que el alma se le desplomaba a los pies. Kinneson estaba a menos de dos metros de ellos, apuntándolos con una pistola del calibre 32. Sus ojos y su cara estaban faltos de toda señal de emoción, como si fuera un maniquí. Avanzó un par de pasos y apretó el cañón de la pistola contra la boca de su estómago, con fuerza, y luego retrocedió al mismo tiempo que le sacaba su Beretta de la funda. El doctor sin expresión en los ojos se apartó a un lado, con las dos armas en la mano, y le indicó a Steve que avanzara por delante de él.
Vigílalo bien, Steve…
Steve agarró a Karen por el costado mientras se apresuraba a pensar en algún modo de detenerlo, de razonar con Kinneson. Su cuerpo se tensó, preparado para saltar mientras su mente le decía que obedeciera, que no era necesario que le dispararan…
¿Qué le ocurrirá a Karen?
—Vendrás al laboratorio —dijo Kinneson con una voz sin ninguna clase de inflexión— o te mataré.
Era la misma voz sin expresión que tendría una computadora, pero procedente del rostro inmisericorde de un humano que, de repente, no parecía humano, que no parecía humano en absoluto.
—Sabemos lo que habéis hecho aquí —contestó Steve con desprecio—. Lo sabemos todo sobre vuestras malditas Triescuadras, sobre el virus-T y si quieres salir de esta sin…
—Vendrás al laboratorio o te mataré.
Steve sintió que su cuerpo se estremecía de forma involuntaria. El tono de voz de Kinneson no había variado en absoluto, y su mirada permanecía tan fija y carente de emoción como su voz. Steve se dio cuenta en ese momento de las delgadas líneas que le salían de los bordes de sus fríos ojos castaños y de las comisuras de sus labios sin expresión.
Oh, Dios mío…
—Vendrás al laboratorio o te mataré —repitió, y esta vez, alzó las dos armas, y las mantuvo a escasos centímetros de la colgante cabeza de Karen.
Steve sabía que se estaba muriendo, sabía que existían muchas probabilidades de que la perdiera a causa del virus y que se convirtiera en una criatura enloquecida antes de que acabara la noche…
Pero tengo que protegerla todo el tiempo que pueda. Si la sacrifico para salvarme y luego resulta que existía una mínima posibilidad de salvarla…
Steve no lo haría, no podía hacerlo. Aunque ello significara perder su propia vida.
Agarró con fuerza a Karen y comenzó a andar por delante de aquel ser.
Ya había pasado más que tiempo suficiente. Si los intrusos habían hecho lo que él había supuesto que harían, ya se habrían dividido, y algunos de ellos se dirigían hacia las jaulas y el resto acompañaría al buen doctor hacia el laboratorio. Y si Alan había fallado, al menos los habría retrasado el tiempo suficiente para mantenerlos en terreno abierto. De cualquier manera, ya era el momento.
Griffith pulsó el botón del panel conectado a las jaulas de los Ma7. Pensó en lo divertido que habría sido poder ver las caras que pondrían al ver aquellas criaturas. La luz roja se convirtió en una luz verde, lo que significaba que las puertas de las jaulas ya estaban abiertas de par en par.
Bueno, no le importaba perdérselo, siempre que murieran.