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Al igual que la mayoría de las mañanas desde que había comenzado el experimento, Nicolas Griffith se sentó en la terraza abierta que se encontraba en la parte superior del faro y observó el sol que se alzaba por encima de la línea del horizonte del mar. Era un espectáculo impresionante, desde el principio hasta el fin. En primer lugar, las olas negras adquirían un color gris mientras el color del cielo también se aclaraba. Luego, las rocas que se alineaban a ambos lados de la ensenada comenzaban a tomar forma bajo los neblinosos vientos que subían desde el agua. Cuando por fin el radiante astro comenzaba a asomar por encima del borde del mundo, sus primeros rayos dubitativos manchaban el mar con un profundo azul oscuro y pintaban el horizonte de un tono pastel repleto de promesas de renovación y de una suave aceptación de todo lo que tocaba.

Por supuesto, todo era una mentira. A las pocas horas, el incandescente monstruo golpearía inmisericorde con sus rayos la orilla y toda aquella mitad del planeta. Su inicial bondad era un engaño, una pretendida ignorancia de la feroz radiación y el agostador calor que vendría después…

Pero no es menos espectacular por ser una mentira. Después de todo, no se lo puede culpar por no darse cuenta de lo que hace: es lo que es.

Griffith siempre se quedaba mirando hasta que el sol asomaba completamente por encima del horizonte antes de comenzar con las tareas del día. Aunque apreciaba la belleza de cada radiante amanecer, lo que más le atraía era la exacta repetición diaria, no la suya, sino la del universo. Cada amanecer era una declaración de intenciones que anunciaba la inevitable progresión del tiempo, y un recordatorio de que el mundo continuaría girando eternamente sobre sus pasos galácticos, haciendo caso omiso de los sueños de los seres que se consideraban importantes y correteaban por encima de su superficie.

Seres como yo mismo, si no fuera por una diferencia crucial: sé cuánto merecen la pena mis sueños…

Griffith se puso de pie mientras el hinchado sol se alzaba por encima del mar, y se apoyó en la barandilla de la terraza al mismo tiempo que repasaba mentalmente el trabajo del día. Había terminado por fin el trabajo sanguíneo en la serie Leviatán, por lo que podría trabajar de forma más intensiva con los doctores. Los tres habían respondido de manera favorable al cambio, y el ritmo de degeneración celular se había reducido de forma considerable desde que había comenzado a ponerles las inyecciones de enzimas. Había llegado el momento de concentrarse en el comportamiento situacional, la última etapa del experimento. En una semana, estaría preparado para expandirse más allá de los confines de la instalación.

Expansión. Una limpieza.

El viento marino, fresco y salado, agitó sus cabellos grises. Los hambrientos gritos de las gaviotas lo impulsaron por fin a ponerse en movimiento. Tenía que hacer entrar a las Triescuadras antes de que aquellos pájaros carroñeros comenzaran a explorar la costa en busca de comida. Ya habían quedado horriblemente mutiladas muchas unidades, y no quería arriesgar más hasta que hubiera finalizado sus planes. En cuanto perdían los ojos, quedaban inútiles para las misiones de patrulla.

De todas maneras, ha pasado tanto tiempo y no ha venido nadie. Si el doctor Ammon hubiese tenido éxito, ya habrían enviado a alguien. La verdad es que es mala suerte: probablemente todavía está esperando…

Aquel pensamiento era bastante incómodo, y le traía recuerdos de escenas llenas de color rojo y calor, de cuerpos tendidos en el suelo bajo el feroz sol del verano y el tronar de las olas en la oscuridad. Echó a un lado aquellas visiones y se recordó a sí mismo que aquello era parte del pasado. Además, sólo había hecho lo que era estrictamente necesario.

Griffith entró en el faro, alisándose el cabello mientras bajaba por la escalera en espiral. Sus zapatos resonaron sobre los peldaños metálicos, creando un agradable eco en el amplio edificio. Tener todas las instalaciones para él solo lo convertía en un trabajo agradable, y había acabado por disfrutar de los pequeños detalles de la vida: comer a la hora que quería y lo que quería, tener sus propias horas de trabajo, sus amaneceres en el tejado del faro. Antes, aquel lugar había estado atestado de gente, se había visto obligado a adaptarse a unos horarios y a unos esquemas de trabajo que parecían pensados para recortar la creatividad. Horarios de comida, horarios de trabajo, horarios de sueño… ¿Cómo podía un hombre respirar, pensar, crear, en esas condiciones? Había sufrido durante tanto tiempo, había estado sentado a lo largo de interminables reuniones escuchando los balbuceantes pensamientos e ideas de sus «colegas» mientras discutían minucias sobre el virus del doctor Birkin. Habían esclavizado a personas para crear las Triescuadras para Umbrella, quedando encantados como niños con los resultados, y aparentemente habían olvidado el fallo con los Ma7. Eran incapaces de ver más allá de su propia arrogancia, no eran capaces de ver el futuro y el gran plan…

Como si las triescuadras fueran algo más que simples cuerpos con armas. Son útiles como guardias pero apenas son un logro, apenas son importantes.

Aunque se había esforzado por no permitir que el éxito se le subiera a la cabeza, Griffith se permitió un único momento de orgullo cuando llegó al final de la escalera y se encaminó hacia la salida. Había visto el virus-T como lo que realmente era: una plataforma de lanzamiento primitiva pero efectiva para algo mucho más grande. Había aislado sus proteínas y había reorganizado la envoltura de las nucleocápsides para permitir distintas variables de capacidad infectiva. De ese modo, había creado una respuesta, la respuesta a la plaga en la que se había convertido la raza humana. Una solución sin violencia ni sufrimiento.

Salió por la puerta sonriendo y caminó bajo la sombra del faro hacia el edificio de los dormitorios, con las olas del mar resonando a sus espaldas al chocar contra las rocas. Ya había logrado sintetizar un virus capaz de infectar a través del aire, y disponía de una cantidad más que suficiente como para infectar toda Norteamérica. En cuanto el virus se extendiese, la evolución tomaría el mando de nuevo y los más débiles de espíritu caerían ante aquellos con los instintos más fuertes. Y cuando todo acabara, el sol saldría para iluminar un mundo muy distinto, habitado por gente de carácter y voluntad pacíficas.

Quítale a un hombre su capacidad de elegir y su mente queda libre, como una hoja de papel en blanco. Con un poco de entrenamiento se convierte en una mascota; sin ese entrenamiento, se convierte en un simple animal tan inofensivo como un ratón. Cubre la superficie del mundo con esos animales y sólo sobrevivirán los más fuertes…

Entró en una de las habitaciones del edificio y encendió las luces, sin dejar de sonreír. Sus doctores estaban exactamente donde los había dejado, sentados en la mesa de reuniones y con los ojos cerrados. En condiciones ideales, debería haber llevado a cabo las pruebas con individuos sin entrenar, pero aquellos tres hombres tendrían que bastar. Estaban infectados con la variante del virus que iba a soltar, y eran los seres humanos más cercanos al mundo que estaba a punto de eclosionar en unos cuantos días. Mis mascotas. Mis niños.

Además del laboratorio de investigación, las instalaciones de la ensenada estaban diseñadas para entrenar las armas biológicas, como las Triescuadras o los Ma7, pero también para medir el uso de la lógica por parte de los sujetos humanoides. En los búnkers había una serie de objetos que podrían utilizar, desde las pruebas con piezas de madera que tenían que meter en sus huecos correspondientes hasta los rompecabezas más complejos para los sujetos con una elevada capacidad de razonamiento. Dudaba mucho que los doctores fueran siquiera capaces de superar la serie roja, pero observar su comportamiento y sus reacciones le proporcionaría un material de información muy valioso, sobre todo en las pruebas en las que existía un factor de presión ambiental.

Piensan, pero no pueden tomar decisiones. Funcionan, pero no sin recibir información. ¿Cómo se las apañarán sin mi mano que los guíe?

El doctor Athens abrió los ojos cuando Griffith se acercó a la mesa, quizá para determinar si lo que se acercaba era una amenaza. De los tres, Tom Athens era el más fuerte, y el que tenía más posibilidades de sobrevivir por sí mismo. Era uno de los especialistas en el comportamiento humano. De hecho, la idea de formar equipos de tres unidades había sido suya, y ése era el origen de las Triescuadras. Había insistido en que las unidades infectadas trabajarían con mayor eficiencia en pequeños grupos. Había estado en lo cierto.

El doctor Thurman y el doctor Kinneson permanecieron inmóviles. Griffith notó un hedor procedente de debajo de uno de ellos. Frunció el entrecejo y miró por debajo de la mesa: sus sospechas se vieron confirmadas por la mancha de humedad en los pantalones del doctor Thurman. Se ha cagado encima. Otra vez.

Griffith sintió de repente una sensación de lástima casi irrefrenable por Thurman, pero aquel sentimiento fue sustituido casi inmediatamente por el de asco irritado. Thurman ya era un idiota antes, un biólogo bastante bueno pero con la misma estrechez de mente que los demás. Se había encargado de la crianza de la mayoría de los Ma7, y cuando resultaron ser incontrolables, le echó la culpa a todo el mundo menos a él mismo. Si alguien se merecía estar cubierto de mierda, ése era Louis Thurman. Lo único malo era que el buen doctor era incapaz en su estado actual de darse cuenta de que se había convertido en un ser patéticamente repulsivo. No duraría ni un solo día si no fuese por mí.

Griffith suspiró y dio un paso atrás para alejarse de la mesa.

—Buenos días, caballeros —saludó. Los tres hombres giraron al unísono sus cabezas para mirarlo, con unos ojos tan faltos de expresión como sus rostros. A pesar de ser físicamente muy diferentes, sus rasgos carentes de cualquier expresión y sus miradas lentas y vacías de contenido les hacían parecer hermanos.

—Parece ser que el doctor Thurman ha vaciado sus intestinos —dijo Griffith—. Está sentado sobre sus propias heces. Eso es divertido.

Los tres sonrieron al mismo tiempo. El doctor Kinneson incluso soltó una pequeña carcajada. Había sido el último en ser infectado, por lo que era el que había sufrido menos degeneración en los tejidos. Si se le daban las instrucciones adecuadas, Alan todavía podía pasar por un ser humano normal. Griffith sacó el silbato de policía de uno de sus bolsillos y lo puso en la mesa delante de Athens.

—Doctor Athens, haga regresar a las Triescuadras de sus rondas. Atienda sus necesidades físicas y luego envíelas a la habitación fría. Cuando acabe sus tareas, vaya a la cafetería y espéreme allí.

Athens recogió el silbato mientras se ponía de pie. Luego salió de la habitación y recorrió el pasillo que llevaba a la otra salida. El silbato desactivaría los equipos y los haría regresar. Eran cuatro Triescuadras, doce hombres en total. En ese momento estarían rondando por los bosques pero cerca de las vallas o acechando en la proximidad de los búnkers. Se los había entrenado para permanecer alejados de la zona nororiental de las instalaciones, el faro y el edificio dormitorio. Griffith había tenido que admitir que eran bastante efectivos en su misión. Umbrella había pedido soldados que mataran sin compasión y que lucharan hasta que se los volara literalmente en pedazos. El virus-T había sido apropiado para ello, y puesto que habían logrado acelerar el tiempo de amplificación, habían podido transformar a los sujetos en cuestión de horas en lugar de tardar días. En cuanto se las entrenó en el uso de las armas, las Triescuadras se habían convertido en máquinas de matar, aunque debido a la reciente ola de calor, no sabía cuánto tiempo más serían viables…

Griffith centró su atención en el doctor Thurman, que todavía sonreía y apestaba como una especie de extraño niño hiperdesarrollado. La verdad es que realmente parecía un bebe, calvo y de grandes mejillas sonrosadas, con una sonrisa tan inocente y falta de malicia como un niño pequeño.

—Doctor Thurman, vaya a su habitación y quítese la ropa. Luego dúchese y póngase ropa limpia. Después vaya a las cuevas y alimente a los Ma7. Cuando haya acabado, vaya a la cafetería y espéreme allí.

Thurman se puso de pie, y Griffith observó que el asiento de la silla estaba húmedo y manchado.

Jesús.

—Llévese la silla con usted —indicó a Thurman con un suspiro—. Déjela en su habitación.

Griffith se sentó frente a Alan en cuanto Thurman salió de la estancia, y de repente se sintió muy cansado. El orgullo que había sentido unos momentos antes había desaparecido y, en su lugar, sólo había quedado un vacío helado. Mis niños. Mi creación…

El virus era tan bonito, con una ingeniería genética tan perfecta, que había llorado la primera vez que lo había visto. Habían sido meses de investigación privada, de desmenuzar el virus-T y de aislar sus efectos, meses que habían culminado cuando había obtenido aquel primer micrógrafo. Mientras los demás se habían sentido orgullosos de sus juguetes de guerra, él había descubierto el auténtico camino hacia un nuevo comienzo.

¿Y aprecian lo que he logrado? ¿Sabe alguno lo crucial que es mi descubrimiento? Se caga encima como un niño asqueroso, como un mono, echando a perder mi trabajo, mi vida…

Griffith miró a Alan Kinneson y observó atentamente sus bellos rasgos, sus ojos carentes de toda expresión. El doctor Kinneson le devolvió la mirada, esperando que le dijera qué tenía que hacer. Había sido neurólogo. En su habitación tenía fotografías de su mujer y de su bebé, un niño con una sonrisa preciosa y encantadora…

La cordura de Griffith se estremeció de repente, con un remolino que lo mareó. Un millar de voces aullaron de forma ininteligible a través de las grietas de realidad. Sintió por un momento que estaba perdiendo la cabeza.

¿Cuántos morirán de hambre, sentados en charcos de sus propias heces, esperando que les digan qué hacer? ¿Millones? ¿Billones?

—¿Qué pasará si estoy equivocado? —susurró Griffith—. Alan, dime que no estoy equivocado. Dime que todo lo que hago tiene una buena razón.

—No está equivocado —repuso el doctor Kinneson con voz tranquila—. Hace todo esto por una buena razón.

—Dime que tu esposa es una puta —ordenó Griffith, mirándolo fijamente.

—Mi esposa es una puta —dijo el doctor Kinneson, sin ninguna pausa, sin ninguna duda.

Griffith sonrió, y sus temores desaparecieron.

Mirad lo que he logrado. Es un regalo. Mi creación es un regalo para el mundo. Es una oportunidad para que el hombre sea fuerte de nuevo, una muerte pacífica para todos los Louis Thurman que existen, y eso es mucho más de lo que merecen…

Había estado trabajando demasiado, se había agotado, y la tensión estaba pasándole factura. Después de todo, sólo era humano… Pero no podía permitir que la tensión de su cuerpo le afectara de nuevo la mente. Ya no habría más pruebas. En su lugar, se pasaría el día efectuando los preparativos necesarios para la purificación, preparándose a sí mismo para ello.

Al día siguiente, al amanecer, el doctor Griffith le entregaría su regalo al viento.