12
Rebecca todavía podía sentir la tibieza de la mano de Steve en la suya mientras David, John y Karen se acercaban a la puerta. Vieron que John les estaba sonriendo de oreja a oreja.
—Sentimos interrumpiros, pero pensamos que os vendría bien alguien que hiciera de carabina —dijo—. No hay nada como el amor juvenil, ¿verdad?
Rebecca intentó no sonrojarse mientras los tres entraban en la sala. De repente, se sintió muy poco profesional. Lo único que habían hecho era tomarse de la mano, y sólo durante un segundo, pero estaban en mitad de una misión, en un territorio hostil en el que cualquier fallo de concentración podía provocar la muerte de todos ellos.
Al parecer, John se dio cuenta de su actitud avergonzada.
—Ah, no me hagas caso —se disculpó, mientras su sonrisa disminuía un poco—. Sólo estoy gastándole una broma a Steve. No pretendía ofender a nadie…
David lo interrumpió y lo miró fijamente.
—Creo que tenemos cosas más importantes de las que hablar —dijo con voz tranquila—. Tenemos que ponernos al día con la información de la que disponemos, y tengo unos cuantos asuntos que me gustaría considerar con vosotros.
Señaló con la barbilla el diario que Rebecca sostenía en sus manos.
—Encontraron la habitación, pero no tocaron nada. ¿Has encontrado algo útil?
Ella asintió, sintiéndose aliviada por lo que les había dicho David y agradecida por el cambio de tema.
—Parece ser que sólo existen cuatro Triescuadras, aunque la anotación que lo menciona data de hace seis meses.
David pareció aliviado también.
—Es una noticia excelente. John y Karen se encontraron con otras dos justo fuera del bloque D, y lograron eliminar a los cinco miembros que las componían. Eso significa que es posible que sólo quede una Triescuadra.
Cogieron unas sillas de las pequeñas mesas que estaban alineadas en las paredes y formaron un semicírculo en el centro de la sala. David se quedó de pie y les habló con solemnidad.
—Me gustaría efectuar una pequeña recapitulación de lo que ha ocurrido, para asegurarme de que todos estamos informados antes de seguir adelante. En resumen: estas instalaciones se han utilizado para efectuar experimentos con el virus-T, y uno de los investigadores se ha apoderado de ellas por motivos desconocidos. Los demás trabajadores han sido asesinados y las oficinas han sido registradas para llevarse cualquier prueba incriminatoria. Rebecca cree que el responsable de todo lo anterior es el doctor Nicolas Griffith, y el hecho de que el terreno todavía sea patrullado por las Triescuadras nos sugiere que todavía sigue vivo en algún lugar de estas instalaciones, aunque no creo que debamos preocuparnos por encontrarlo. Ya hemos superado dos de las pruebas que nos planteaba el doctor Ammon a través de Trent, y tengo la esperanza de que el «material» que ha ocultado para nosotros sean las pruebas que necesitamos para acusar formalmente a Umbrella de actividades criminales.
Cruzó los brazos y comenzó a andar lentamente arriba y abajo, mirándolos a cada uno de forma alternativa.
—Es obvio —siguió diciendo— que ya disponemos de multitud de pruebas que demuestran que se han cometido actos ilegales en este lugar. Podríamos marcharnos ya y denunciar el caso a las autoridades federales. Lo que me preocupa es que todavía no disponemos de pruebas sobre la participación de Umbrella. Su nombre no aparece en ningún lugar, con excepción del equipo informático y el diario que encontraron Rebecca y Steve, y es posible encontrar una explicación para ambos casos. Creo que debemos seguir con las pruebas y encontrar lo que sea que el doctor Ammon ha dejado para nosotros antes de marcharnos, pero antes de eso, quiero escuchar lo que tenéis que decir al respecto. Esta no es una operación autorizada, y no seguimos ninguna orden, así que si creéis que debemos irnos ya, nos iremos inmediatamente.
Rebecca se quedó sorprendida, y advirtió que las expresiones de los rostros de los demás reflejaban el mismo asombro. David parecía tan seguro antes, tan entusiasta con las posibilidades de éxito. El gesto que mostraba su rostro era completamente distinto ahora. Casi parecía disculparse por querer seguir e, incluso, le dio la impresión de que quería que alguno de ellos se opusiese.
¿A qué viene ese cambio? ¿Qué ha ocurrido?
John fue el primero en hablar, mirando al resto de sus compañeros antes de mirar otra vez a David.
—Bueno, hemos logrado llegar hasta aquí. Y si sólo queda otro grupo de zombis ahí fuera, yo digo que acabemos.
—Sí —asintió Rebecca—, y además, todavía no hemos encontrado el laboratorio principal, no sabemos por qué Griffith ha hecho todo esto. Puede que haya sufrido un ataque psicótico o que esté ocultando algo. Es posible que no encontremos nada, pero merece la pena echar un vistazo. Además, ¿qué pasará si se le ocurre seguir destruyendo pruebas después de que nos hayamos ido?
—Estoy de acuerdo con vosotros —convino Steve—. Si los STARS están tan involucrados en los asuntos de Umbrella como parece, no vamos a disponer de otra ocasión como ésta. Quizá es la última oportunidad que tenemos para establecer una conexión o relación entra las dos. Y ya estamos tan cerca… La tercera prueba está justo ahí. Si la superamos, estaremos un paso más cerca de lograr lo que queremos.
—Yo digo que sigamos —susurró Karen en voz baja.
Rebecca se volvió para mirarla al percibir el tenso tono de su voz, y se dio cuenta por primera vez de que el aspecto de Karen no era demasiado bueno. Sus ojos estaban completamente enrojecidos, y su piel estaba muy pálida, con un tono casi cadavérico.
—¿Estás bien? —preguntó Rebecca.
—Sí —asintió Karen mientras lanzaba un suspiro—. Es sólo un dolor de cabeza.
Debe de ser una migraña. Tiene un aspecto fatal.
—¿Qué pasa, David? ¿Qué es lo que te preocupa? —preguntó John de golpe—. ¿Sabes algo que no quieres decirnos?
David se quedó mirándolos durante unos instantes, y luego negó con la cabeza.
—No, no es nada de eso. Es sólo que… Es que tengo un mal presentimiento. O más bien, el presentimiento de que va a pasar algo malo.
—Ya es un poco tarde para eso, ¿no crees? —respondió John, pero con una sonrisa—. Por cierto, ¿dónde estabas cuando entramos en la lancha?
David le respondió con una sonrisa cansada mientras se rascaba la nuca.
—Gracias, John. Casi lo había olvidado. Entonces, está decidido. Resolvamos el siguiente rompecabezas, ¿de acuerdo? Ah, Rebecca, échale un vistazo al ojo de Karen mientras nos ponemos manos a la obra. Le está molestando mucho.
Se pusieron de pie y se dirigieron hacia la parte trasera de la sala, hacia la mesa en la esquina noroeste marcada con un nueve de color azul. Steve y Rebecca ya la habían observado con detenimiento cuando entraron en la sala por primera vez, aunque seguían sin tener ni idea de en qué consistía la prueba. En la mesa de metal lo único que había era una pequeña pantalla de ordenador en blanco con un teclado de diez botones a su lado. Un enigma.
Rebecca le indicó con un gesto a Karen que se sentara en una silla delante de la mesa de prueba número diez. El objetivo de aquella prueba también era un misterio. Consistía en una placa de circuitos conectada a una plancha y lo que parecía un par de alicates conectados a todo el conjunto por unos cables negros. Se agachó para ver mejor y frunció el entrecejo. El ojo derecho de Karen estaba extremadamente irritado. La córnea de color azul parecía flotar en un mar de color rojo. El párpado parecía ligeramente hinchado.
Se giró para pedirle la linterna a David mientras él se sentaba y, justo en ese momento, vio que la pantalla se encendía y aparecían varias líneas de escritura.
—Es una especie de sensor de movimiento —comenzó a decir Steve, pero David levantó la mano de repente mientras leía en voz alta y rápida lo que aparecía en la pantalla, con un tono que sonó nervioso.
MIENTRAS YO ME DIRIGÍA A SAINT YVES, ME ENCONTRÉ CON UN HOMBRE QUE TENÍA SIETE ESPOSAS. LAS SIETE ESPOSAS TENÍAN SIETE SACOS, LOS SIETE SACOS TENÍAN SIETE GATOS, LOS SIETE GATOS TENÍAN SIETE GATITOS. GATITOS, GATOS, SACOS, ESPOSAS. ¿CUÁNTOS SE DIRIGÍAN HACIA SAINT YVES?
En la pantalla, un reloj digital mostraba las cifras 00:59. Para cuando David terminó de leer el texto, ya habían pasado once segundos desde que apareciera el mensaje en la pantalla.
David se quedó mirando a la pantalla, y sus pensamientos corrieron a toda velocidad mientras su equipo permanecía detrás de él, todos con el cuerpo inclinado para ver mejor. Una enorme tensión emanaba de ellos. De repente, David sintió el picor de una gota de sudor bajar por su frente.
No contar, esa es la pista. Pero ¿qué quiere decir?
—Veintiocho —dijo John con rapidez—. No, veintinueve, incluido el hombre…
—Pero si cada gato tiene siete gatitos —lo interrumpió Steve, hablando a la misma velocidad—, serían cuarenta y nueve más veintiuno… setenta, setenta y uno con el hombre.
—Pero el mensaje dice «no contar» —exclamó Karen—. Si se supone que no hay que contar, ¿significa eso que no tenemos que sumar o…? Espera, está el hombre de las esposas, el que habla, que es otro más…
Ya habían pasado treinta y dos segundos. La mano de David se acercó al teclado…
¡Piensa! No contar, no contar, no contar…
—¡Uno! —dijo Rebecca casi gritando—. «Mientras me dirigía a Saint Yves…». No dice hacia dónde iba el hombre con sus esposas. Eso es lo que significa la pista: no hay que contar a nadie excepto al hombre que va a Sant Yves.
Sí, tiene sentido, una pregunta con truco…
Les quedaban veinte segundos.
—¿Alguien tiene otra idea o no está de acuerdo? —preguntó David con voz crispada.
Nadie respondió. David pulsó la tecla con la cifra 1… y la cuenta atrás se detuvo. Con dieciséis segundos de sobra. La pantalla se apagó sola y, procedente de algún punto por encima de su cabeza, oyeron una musiquilla ya familiar para algunos.
David dejó escapar un suspiro.
¡Gracias, Rebecca!
Se dio la vuelta para decírselo en voz alta, pero ya estaba agachada para examinar el ojo de Karen completamente concentrada en su paciente.
—Necesito una linterna —dijo sin mirar apenas alrededor, y John le entregó la suya.
La encendió y enfocó el ojo de Karen mientras los demás la miraban en silencio. Karen no tenía buen aspecto: debajo de los ojos se les estaban formando unos círculos oscuros, y su piel había pasado de un tono pálido a una coloración cadavérica.
—Está muy inflamado… Mira hacia arriba. Hacia abajo. A la izquierda. Ahora a la derecha. ¿Tienes la sensación de que algo se frota contra el ojo o simplemente te escuece?
—En realidad, me pica —explicó Karen—. Como si me hubiera picado un mosquito, sólo que diez veces peor. Me he estado rascando, así que quizás por eso está tan enrojecido.
Rebecca apagó la linterna con el entrecejo fruncido.
—No veo nada en el ojo que pueda provocarte picor… El otro también está bastante irritado. ¿Empezó a picarte de repente o te lo estuviste tocando antes?
—No me acuerdo —Karen meneó la cabeza—. Supongo que sólo empezó a picarme.
En los ojos de Rebecca apareció de repente una mirada de tremenda intensidad.
—¿Fue antes o después de que estuvieras en la habitación ciento uno?
David sintió que el corazón se le helaba. El rostro de Karen mostró una repentina preocupación.
—Después.
—¿Tocaste algo mientras estabas allí, cualquier cosa?
—Yo no…
Los enrojecidos ojos de Karen se abrieron de par en par de repente, con una mirada horrorizada, y cuando habló, fue con un susurro débil y apenas audible.
—La camilla. Había una mancha de sangre en la camilla y yo estaba distraída… La toqué. Oh, Dios mío. Ni siquiera pensé en ello. Estaba seca, y yo no tenía ningún corte… Oh, Dios mío. Me empezó a doler la cabeza inmediatamente después de que comenzara a picarme el ojo…
Rebecca puso las manos en los hombros de Karen y los apretó con fuerza.
—Karen, respira hondo. Hondo, ¿de acuerdo? Es posible que sólo te pique un ojo y tengas un dolor de cabeza, así que no saques conclusiones precipitadas. No podemos saberlo con seguridad.
Su tono de voz era bajo y tranquilizador, y su forma de expresarse directa. Aquello le hizo soltar un profundo y tembloroso suspiro a Karen y asentir con la cabeza.
—Pero, si su mano no tenía ningún corte… —comenzó a decir John lleno de nerviosismo.
Fue la propia Karen la que le respondió, con rostro sereno pero con la voz ligeramente temblorosa todavía.
—Los virus pueden introducirse en el cuerpo humano a través de las mucosas: la nariz, los oídos… los ojos. Yo lo sabía. Lo sabía pero no pensé en ello. No… no pensé en ello.
Levantó a la vista hacia Rebecca y David pudo ver que estaba procurando mantener la compostura.
—Si estoy infectada, ¿cuánto tiempo tardará? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que quede… incapacitada?
Rebecca negó con la cabeza.
—No lo sé —le contestó en voz baja.
David sintió una tremenda negrura en su mente y en su corazón, una nube de miedo y de preocupación tan enorme que amenazó con anular su capacidad de pensar o incluso de moverse.
Es mi culpa. Mi responsabilidad.
—Existe una vacuna, ¿verdad? —preguntó John mientras miraba de forma alternativa a una y a otra—. Tiene que haber un remedio, ¿o es que esta gente tan egoísta no iba a tener una inyección o algo parecido por si uno de ellos se infectaba por accidente? Tiene que haber un remedio, ¿verdad que sí?
David sintió una repentina oleada de esperanza, aunque desesperada.
—¿Es posible? —le preguntó a Rebecca con rapidez.
La joven bioquímica asintió con la cabeza, lentamente al principio, pero con más energía luego.
—Sí, es posible. De hecho, es probable, ya que ellos lo crearon… —miró a David con expresión seria y urgente—. Tenemos que encontrar el laboratorio principal, donde sintetizaron el virus, y tenemos que hacerlo rápidamente. Si han desarrollado un remedio, allí estará la información sobre él…
Rebecca dejó de hablar poco a poco, y David se dio cuenta por su expresión que había dejado sin decir lo que le preocupaba: si había un remedio. Si el doctor Griffith había llevado la información allí… Si podían encontrarla a tiempo…
—El mensaje de Ammon —dijo Steve—. En esa nota decía que debíamos destruir el laboratorio. Quizá nos ha dejado un mapa o algunas indicaciones.
David se puso de pie, con sus esperanzas redobladas.
—Karen, ¿estás en condiciones de…?
—Sí —lo interrumpió la joven. Se puso de pie al mismo tiempo—. Sí, vamos allá.
Sus ojos enrojecidos brillaban con una intensidad ferviente, con una mezcla de desesperación y de esperanza tales que, al verla, a David le dolió en el corazón.
Dios, Karen. ¡Lo siento tanto!
—A paso ligero —dijo al mismo tiempo que se daba la vuelta hacia la puerta—. Pongámonos en marcha.
Recorrieron al trote la distancia que los separaba de la entrada al edificio. John tenía la mandíbula apretada y sus pensamientos volvían una y otra vez a la misma idea violenta y agresiva.
No va a ocurrir. De ninguna manera Karen va a caer por culpa de un bicho de laboratorio, no señor. Y si encuentro al cabrón que ha creado esta pesadilla, está muerto, muerto con M mayúscula, es un trozo de carne muerta. No. Karen no, de ninguna manera…
Llegaron a la puerta delantera y desenfundaron en silencio sus armas, las comprobaron y esperaron impacientes a que David diera la señal. Karen, tan concentrada y fría en los momentos de crisis, tenía aspecto de estar un poco perdida, como si le hubieran dado una patada en el estómago y todavía no hubiera logrado recuperar el aliento. Era el mismo aspecto que John había visto una y otra vez en los rostros de los supervivientes de grandes desastres: la incredulidad pasmada en los ojos, la falta de vida y expresión en el rostro, que reflejaba el vacío que sentían por dentro. Le dolía verla así, le dolía y lo hacía sentirse aún más furioso. Karen Driver no debería tener jamás ese aspecto.
—Yo iré en cabeza, John se pondrá a retaguardia, y los demás seguiréis en fila india —indicó David en voz baja.
John vio que David también tenía el aspecto de encontrarse perdido, pero de un modo diferente al de Karen. Era el sentimiento de culpa que lo corroía por dentro. Podía adivinarlo por el modo en que rehuía sus miradas y por cómo apretaba la mandíbula. John deseó poder decirle que no tenía motivo alguno para echarse la culpa, que estaba equivocado al pensar así, pero no había tiempo para ello y, además, no sabría encontrar las palabras adecuadas. David tendría que cuidar de sí mismo, lo mismo que todos los demás.
—¿Listos? Adelante.
David abrió la puerta de un empujón y salieron con rapidez, de regreso al suave murmullo de las olas y a la pálida luz de la luna. Primero David, luego Steve, después Rebecca y, por último, John. Corrían agazapados sobre la sucia superficie abierta entre los distintos edificios de la instalación.
El mismo aire oscuro, pero lleno del aroma a pino, a sal marina, sin embargo, a la mente de soldado de John aquello no le decía nada nuevo mientras recorría las sombras. Sólo pensaba en la furia, la ira, y en el miedo que sentía por Karen… por lo que la repentina ráfaga de M-16 fue una completa sorpresa para él.
¡Mierda!
John se tiró al suelo inmediatamente en cuanto las primeras ráfagas resonaron a su derecha, y vio que el enemigo estaba casi a mitad de camino del bloque en el momento que comenzó a rodar y a disparar contra ellos. Un segundo después comenzaron a sonar en el aire los estampidos de los disparos de nueve milímetros, que ahogaban el tableteo constante del fuego automático.
No puedo ver, no puedo apuntar…
Divisó los fogonazos de las armas automáticas a las tres en punto, y apuntó su Beretta hacia allí. Apretó el gatillo seis, siete, ocho veces. Los fogonazos de color naranja y blanco le impedían ver con claridad a sus atacantes, pero se dio cuenta de que uno de los tableteos había dejado de oírse… y una rabia feroz se apoderó de él, procedente no de la «mente de soldado», sino una furia que le salía aullando desde el corazón, un odio feroz contra los atacantes podridos que excedía cualquier sentimiento que hubiera tenido jamás hasta el momento. Querían que Karen muriera, aquellas estúpidas pesadillas ambulantes sin mente querían impedir que la salvaran.
No, Karen no. No, KAREN NO.
Sintió un bestial y extraño rugido palpitante en los oídos mientras se levantaba del polvoriento suelo y se ponía en pie al mismo tiempo que seguía disparando. Echó a correr y sólo cuando oyó los gritos de los demás miembros del equipo, cuando todas las Berettas excepto la suya dejaron de disparar, se dio cuenta de que el que estaba aullando era él.
John corrió hacia adelante, gritando una y otra vez contra los seres que querían detenerlos, que querían matarlos, que querían que Karen se convirtiera en una de ellos. Sus pensamientos ya no eran palabras, simplemente una sucesión de instintos negativos sin forma ni coherencia, una negación de la existencia de aquellas pesadillas y del individuo que las había creado.
Cargó contra ellos, sin darse cuenta de que habían dejado de disparar, que se derrumbaban al suelo, que las sombras habían quedado en silencio con excepción del estruendo de su semiautomática y del aullido procedente de su tembloroso cuerpo. Un instante después se encontraba de pie al lado de ellos y su Beretta había dejado de disparar y saltar en su mano, aunque seguía apretando el gatillo.
Tres siluetas de color blancuzco en las partes que no estaban teñidas de rojo, con agujeros de carne podrida sobresaliendo de sus desgarrados cuerpos. Clic. Clic. Clic.
El rostro de uno de ellos no era más que una masa de tejido cicatrizado. La carne se retorcía sobre sí misma formando grandes verrugas blanquecinas excepto en el punto rojo de su frente por donde había entrado la bala que había acabado con él. Otro tenía el ojo salido de órbita y colgando de un trozo de tejido viscoso sobre la pálida mejilla, mientras un chorro de fluido se deslizaba hacia su descompuesta oreja.
Clic. Clic.
El tercero aún seguía vivo. La mitad de su garganta había desaparecido casi por completo, convertida en una pulpa sanguinolenta. Su boca se abría y cerraba sin dejar escapar sonido alguno, y sus ojos oscuros cubiertos de mucosa parpadeaban lentamente sin dejar de mirarlo.
Clic.
Disparaba sin munición, y el aullido fue apagándose poco a poco en su garganta. Fue el sonido del percutor golpeando inútilmente el metal caliente lo que por fin lo liberó de la rabia enloquecedora que sentía; también el lento e impotente parpadeo del desamparado ser que estaba tendido a sus pies.
No sabía qué era. No sabía quiénes eran ellos. Antaño había sido un hombre, pero en ese momento no era más que un trozo de carne podrida con un arma y una misión que no podía entender en absoluto.
Le han robado el alma…
—¿John?
Sintió una mano cálida en su hombro, y a Karen hablando en voz baja tranquila a su lado. Steve y David aparecieron a su lado a continuación, y ambos se quedaron mirando a la boqueante y parpadeante parodia de ser humano que estaba en el suelo, el último resto de un experimento producto de la locura.
—Sí —dijo finalmente con un susurro—. Sí, estoy aquí.
David apuntó su Beretta hacia el cráneo del monstruo y habló en voz baja.
—Retrocede.
John se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia su objetivo final, con Karen a su lado y Rebecca un poco más adelantada. El disparo resonó con un estampido increíblemente elevado, con un eco que pareció hacer retemblar incluso el suelo a sus pies.
Karen no, por favor. Ninguno de nosotros. Ésa no es manera de marcharse de este mundo. Ésa no es manera de morir…
David y Steve se pusieron a su lado en ese momento y, sin decir una sola palabra, todos comenzaron a trotar hacia el bloque E. Atravesaron con rapidez el silencio reclamado por la noche. Ya no existían las Triescuadras, pero la enfermedad que los había convertido en zombis corría por las venas de Karen, y la estaba convirtiendo en una criatura sin mente, sin alma, condenada a un destino peor que la muerte.
John aceleró el paso y se juró a sí mismo en su interior que si encontraba a Griffith, el doctor iba a lamentar muchísimo lo que había hecho.