10

Cuanto más se alejaban de la parte delantera del edificio, más respirable era el aire, y Rebecca se sintió aliviada. Había estado a punto de vomitar por el olor, un hedor rancio que casi era palpable, como si fuera una entidad en sí mismo.

Comenzó a pensar de nuevo en el doctor Nicolas Griffith mientras atravesaban en silencio al pasillo iluminado, y recordó la historia sobre las víctimas del virus de Marburg. Aunque no tenía pruebas con respecto a la responsabilidad de la matanza de los trabajadores de Umbrella, no podía evitar pensar que él era el causante e inductor.

Pasaron por varias habitaciones abiertas a ambos lados del pasillo, todas tan vacías y tan frías como el edificio que acababan de abandonar. También pasaron junto a una puerta de salida al otro extremo del bloque y, finalmente, después de doblar otra esquina del pasillo, llegaron a una puerta marcada con la letra A, y bajo ella, los números 1 − 4. Bajos los números había tres triángulos, cada uno de un color diferente, rojo, verde y azul.

David abrió la puerta. Se trataba de una estancia mucho más pequeña, que apenas iluminaba la bombilla halógena de la linterna. Steve encontró los botones de la luz y descubrieron que había otras dos puertas, una a cada lado. Rebecca observó que había más triángulos de colores en la puerta de la derecha, pero ninguno en la de la izquierda.

—Yo efectuaré la prueba —dijo David—. Steve, tú y Rebecca revisad la otra habitación. Nos encontraremos aquí.

Rebecca asintió, y Steve hizo lo propio. Estaba un poco pálido, pero también parecía mantener el control, aunque bajó la vista cuando se dio cuenta de que ella lo estaba mirando. Comprendió lo que le ocurría: probablemente estaba avergonzado de haber vomitado la cena.

Abrieron la puerta y entraron en otra habitación sin ventanas, tan calurosa y con el ambiente tan cargado como el resto del edificio. Rebecca encendió las luces y ante sus ojos apareció una oficina bastante grande repleta de estanterías. En una esquina había una mesa escritorio de metal, un mueble archivador con los cajones vacíos abiertos de par en par.

Steve suspiró.

—Parece que aquí tampoco vamos a tener suerte —dijo—. ¿Prefieres la mesa o las estanterías?

—Supongo que las estanterías —repuso Rebecca encogiéndose de hombros.

—Mejor —dijo él, con una sonrisa tímida—. Tal vez encuentre unos caramelos de menta para el aliento o algo parecido en los cajones.

Rebecca sonrió a su vez, contenta de que hubiera hecho aquel chiste.

—Déjame uno para mí. Antes logré tragármelos, pero también estuve a punto de largarlos junto con el desayuno.

Se cruzaron una mirada mientras seguían sonriendo. Rebecca sintió una ligera oleada de excitación recorrerle el cuerpo mientras el momento se alargaba, mientras el instante duraba unos cuantos latidos más de lo que debería durar una mirada casual.

Steve fue el primero en apartar la mirada, pero su rostro ya tenía mejor color, y sus mejillas incluso estaban un poco sonrosadas. Estaba claro que existía una atracción, y que ésta era mutua…

Y desde luego, es el peor momento y el peor lugar para pensar en ello —le regañó su mente racional—. Olvida toda esa mierda, inmediatamente.

Los libros trataban de todo lo que ella se esperaba, si tenía en cuenta lo que había leído sobre las Triescuadras y Umbrella: química, biología, un grupo de tomos encuadernados en cuero que trataban sobre la modificación del comportamiento, varias revistas médicas… Mientras Steve rebuscaba en los cajones de la mesa, a su espalda, recorrió la hilera de libros con un dedo, empujándolos hacia la pared para separarlos entre sí mientras leía los títulos en los lomos, con la esperanza de que hubiera algo oculto entre ellos o detrás de ellos.

Sociología, Pavlov, psicología y psicología, patología…

Se detuvo y frunció el entrecejo al ver un delgado volumen metido entre dos libros mucho más gruesos. No tenía título. Lo sacó y sintió que el corazón se le aceleraba cuando lo abrió al ver la letra puntiaguda con la que habían escrito. Era un diario.

Retrocedió a la primera página y leyó el nombre «Tom Athens» escrito con letra muy clara.

Es uno de los nombres de la lista de Trent. ¡Es uno de los investigadores!

—¡Eh, he encontrado un diario! —dijo—. Pertenece a uno de los tipos que aparecen en la lista de Trent, un tal Tom Athens.

Steve levantó la vista y por sus ojos pasó un relámpago de interés.

—¿De verdad? Vete a la última página. ¿Qué fecha pone?

Rebecca pasó las páginas hasta llegar a la última.

—Dieciocho de julio, pero no escribía todos los días. La fecha anterior es nueve de junio.

—Lee la última anotación —indicó Steve—. Quizá nos diga qué está pasando.

Rebecca se acercó hasta la mesa y se apoyó en ella, aclarándose la garganta.

Sábado, 18 de julio: Ha sido un día largo y ridículo, el colofón de una semana larga y ridícula. Juro por Dios que le voy a meter una paliza a Louis si convoca otra estúpida reunión. La de hoy era para decidir si incluíamos o no otro escenario en el programa de las Triescuadras, como si necesitásemos otro. Lo único que quería era que su nombre apareciera en el acta de la reunión, y el resto fue la parrafada habitual: la importancia del trabajo en equipo, la necesidad de compartir la información para que todos podamos estar «en el camino correcto». Jesús, es como si no pudiera vivir con la idea de que hubiera una reunión mensual y no apareciera su nombre en el resumen. Y no ha logrado una mierda desde el desastre de los Ma7, y lo único que ha intentado es convencer a todo el mundo de que la culpa la tenía la doctora Chin. Y eso que no le gusta hablar mal de los muertos. Santurrón gilipollas. Alan y yo estuvimos ayer hablando de los implantes, y ese tema va sobre ruedas. Va a escribir una propuesta sobre ello esta semana, y NO vamos a permitir que Louis la toque. Con un poco de suerte, nos darán luz verde al final de mes. Alan tiene la sospecha de que los chicos de la oficina central querrán que lo hagamos sin que Birkin lo sepa, aunque sólo Dios sabe por qué. A B no le importa una mierda lo que estemos haciendo aquí. Se conforma con ser el más brillante e inteligente. Tengo que admitir que estoy deseando ver su próxima síntesis: quizás podamos subsanar alguno de los fallos en las Triescuadras. Tuvimos un pequeño susto en D el miércoles, en el 101. Alguien dejó abierto el refrigerador, y Kim jura una y otra vez que faltan productos químicos, aunque empiezo a creer que ha vuelto a contar mal. Es difícil creer que ella esté a cargo del proceso de infección. Esa mujer es una cabra loca y es condenadamente descuidada a la hora de mantener limpio el equipo. No me explico cómo es que no ha infectado a todo el equipo de investigadores. Dios sabe que hay material de sobra para ello. Debería ir a ver a D para asegurarme de que todo está listo para mañana. Tengo una nueva cepa, y Griffith en persona me ha pedido ver el proceso. Es la primera vez que sale del laboratorio desde hace semanas. De hecho, es la primera vez que se interesa por lo que estamos haciendo los demás. Sé que es una estupidez, pero aun así quiero impresionarlo. Es tan brillante como Birkin, aunque sea a su modo tan inquietante. Creo que incluso intimida a Louis, y éste es demasiado estúpido como para sentir temor… Seguiré escribiendo.

Las páginas restantes estaban en blanco. Rebecca levantó la vista hacia Steve, sin saber qué decir. Su mente trabajaba a toda velocidad para obtener retazos de información útil a partir de aquel desahogo mental. Allí había datos que le preocupaban, algo que no podía determinar con exactitud…

Productos químicos que faltan. Proceso de infección. El brillante e inquietante doctor Griffith…

No tenía la menor duda de que el doctor Griffith había matado a los demás científicos, pero no era eso lo que había hecho saltar las alarmas internas de su cerebro. Era…

—El bloque D —dijo Steve, y en su rostro se dibujó una expresión de miedo angustiado—. Si nosotros estamos en el bloque A, Karen y John están en el bloque D.

Donde hay suficiente virus-T como para infectar a todos los trabajadores de la instalación. Donde se llevaba a cabo el proceso de infección.

—Debemos decírselo a David —concluyó Rebecca, y Steve asintió.

Ambos se apresuraron a salir de la habitación. Rebecca esperaba que Karen y John no encontrasen la habitación 101… y que, si lo hacían, no tocaran nada que pudiera hacerles daño.

La sala de pruebas era grande, y tres de las paredes estaban cubiertas por cubículos abiertos por un lado. En cuanto encendió las luces, David vio que las pruebas estaban numeradas y coloreadas con toda claridad, con los símbolos pintados en el suelo de cemento delante de cada una de ellas.

Todas las pruebas de la serie roja estaban a la izquierda, más cerca de la puerta. Vio bloques de colores brillantes y trozos de madera de formas sencillas encima de la mesa de cada cubículo mientras pasaba caminando a su lado en dirección a la parte trasera de la habitación. La serie verde estaba en la pared opuesta, pero no le prestó atención. La pared trasera estaba marcada con triángulos azules, y la prueba número cuatro estaba en la esquina derecha, la más alejada.

Mientras se acercaba a la parte posterior de la estancia, oyó un ligero zumbido de energía procedente de la zona de las pruebas azules. Había un pequeño ordenador en la mesa de la prueba número dos, y un teclado y unos audífonos en la prueba tres. Como había prometido el texto de Trent, la serie estaba activada, aunque no sabía a qué estaban conectadas.

No tengo ni idea ni me importa. En cuanto haya resuelto estos pequeños acertijos, encontraremos lo que hayan escondido para nosotros y nos marcharemos de aquí. Nos alejaremos de este cementerio. No veo la hora de hacerlo.

Ya había visto más que suficiente de la Ensenada de Calibán. Los cadáveres de la entrada ya habían sido bastante ominosos, pero eran los pensamientos que habían provocado lo que le preocupaba, lo que le hacía sentirse tan ansioso de salir de allí con su equipo. Las Triescuadras eran letales y peligrosas, el monstruo en las aguas de la ensenada había sido algo horrible… pero, en cierto modo, en aquellas instalaciones acechaba un monstruo completamente distinto, uno que había matado a los de su propia especie y que luego los había amontonado como leña en un rincón. Aquel tipo de locura lo atemorizaba mucho más que la codicia inmoral de Umbrella, y sentía pánico por lo que una persona como aquélla le haría a un grupo de soldados que intentaban detenerlo.

Encontraremos el «material», probablemente notas sobre Umbrella, o quizás el propio virus… y luego saldremos pitando hacia la valla y nos alejaremos de toda esta locura. Que los Federales[3] se encarguen del resto. Si son inteligentes, volarán en mil pedazos este lugar y reunirán las pistas a partir de las cenizas…

Se detuvo delante del último cubículo y volvió a concentrarse en lo que tenía que hacer. No estaba seguro de lo que vería, pero el despliegue de la prueba número cuatro le sorprendió. Había una mesa y una silla, de un seco metal de color gris. Encima de la mesa había un bloc de hojas de papel, un lápiz y un juego de ajedrez barato, con todas las piezas colocadas. Cuando entró en el cubículo, vio una placa de metal colocada sobre la superficie de la mesa, con una serie de números grabados en la placa.

David se sentó en la silla, y observó atentamente los números.

9-22-3//14-26-9-24-26//2245//15-6-20-26-9

Frunció el entrecejo y levantó la vista hacia el tablero de ajedrez, y luego miró otra vez los números. No había nada más que mirar: allí estaba todo lo relativo a la prueba. Recordó todas las pistas del mensaje de Ammon, preguntándose cuál de ellas sería la respuesta. Era la de «letras y números a la inversa» o la de «no contar». Allí no había nada que hiciera referencia a un arco iris, así que tenía que ser una de esas dos…

Si las pistas están en el mismo orden que las pruebas, se trata de la inversión de letras y números. Pero ¿qué letras? Aquí no hay letras…

David sonrió de repente mientras meneaba la cabeza. Los números de la placa de metal llegaban sólo hasta el veintiséis: era un código, y muy sencillo.

Tomó el lápiz y escribió rápidamente las letras del alfabeto[4] y luego las numeró hacia atrás. A era veintiséis, B era veinticinco, y así hasta llegar a la Z, que era la letra número 1.

Miró alternativamente el papel y la placa y comenzó a escribir los números y a descifrar el mensaje.

Si… E… X… M…

La última letra era otra R. Miró al papel donde estaba escrita la frase y luego el tablero de ajedrez. Parecía que alguien tenía cierto sentido del humor.

REX MARCA EL LUGAR

«Rex» en latín era «rey».

Las blancas siempre mueven en primer lugar, así que…

Extendió la mano y tocó el rey blanco. En cuanto sus dedos entraron en contacto con la pieza, ésta se giró y quedó orientada hacia la parte trasera del tablero. Simultáneamente oyó una suave tonadilla musical procedente de algún lugar por encima de su cabeza. Levantó la vista y vio un pequeño altavoz en el techo.

No ocurrió nada más. Ni hubo luces parpadeantes, ni se produjo la apertura de un compartimiento secreto ni las paredes se alzaron para revelar un pasadizo oculto. Al parecer, había superado la prueba.

Qué poco emocionante.

Le pareció que era una prueba tremendamente complicada para algo tan supuestamente estúpido como las unidades de las Triescuadras, unos zombis sin mente… aunque quizás los investigadores habían desarrollado planes para algo distinto, algo inteligente…

Era una idea inquietante, y no quería ni pensar en ella. Se levantó y se dirigió hacia la parte delantera de la estancia…

En ese momento, la puerta se abrió de golpe y Rebecca y Steve entraron a la carrera, ambos con expresión de temor en el rostro.

—¿Qué pasa?

Rebecca agitó el pequeño libro en la mano y comenzó a hablar con rapidez.

—Hemos encontrado un diario. Dice que la cepa del virus que se utilizaba para infectar a las Triescuadras se encuentra en el bloque D, en la habitación ciento uno. Puede que no pase nada, pero si Karen o John tocan algo que haya quedado contaminado…

Ya había oído lo suficiente.

—Vamos.

Ambos se giraron y comenzaron a seguirlo cuando pasó a su lado para encabezar la marcha y deshacer el camino que habían recorrido hasta allí, mientras sus pensamientos se sucedían sin tregua. Habían pasado de largo al lado de una entrada al otro extremo del edificio: podría enviar a Rebecca y a Steve al siguiente bloque mientras él se acercaba al bloque D, tal como habían planeado de antemano… sólo que ahora tenía que ir muchísimo más rápido, además de llevar consigo el tremendo y horrible temor de que dos miembros de su equipo podían entrar en contacto de forma accidental con el temible virus-T.

Eso no va a ocurrir, porque son muy cuidadosos. ¿Qué posibilidades hay de que uno de ellos se corte y luego toque algo en una estancia que tiene que estar marcada para indicar que es un laboratorio?

Los hechos tranquilizadores no calmaron sus temores. Todos se apresuraron a llegar a la salida, mientras un nudo de miedo se aposentaba en el fondo del estómago de David.

Estaban de pie en un corredor en el centro del bloque D, escuchando en silencio para oír el sonido que les indicaría que David había llegado. Podrían percibir cualquier ruido procedente de cualquiera de las tres puertas que daban al exterior desde el lugar donde se encontraban. Después de comprobar que en el edificio no había ningún peligro y de encontrar la sala de pruebas, Karen y John habían abierto todos los pasillos que llevaban a las puertas de salida.

Karen echó un vistazo a su reloj y se frotó los ojos. Se sentía un poco cansada por todo lo que había ocurrido a lo largo de aquella noche, y también un poco enferma por lo que había visto en la habitación 101. Incluso John parecía extrañamente tranquilo y, desde luego, estaba mucho más callado que de costumbre. No había gastado ni una sola broma desde que habían salido de aquella estancia para dirigirse hasta donde estaban esperando a David.

Quizás está pensando en la camilla, con las cuerdas manchadas de sangre. O en las jeringuillas. O en el equipo quirúrgico metido en el fregadero…

Habían encontrado la sala de pruebas en primer lugar, una gran estancia repleta de pequeñas mesas, cada una de ellas marcada con números entre el uno y el ocho. Karen había quedado algo decepcionada al ver que la prueba número siete de la serie azul no era más que un puñado de fichas de colores con una letra escrita en cada una de ellas. La mitad de ellas estaban boca arriba y no querían decir nada. Todos los colores correspondían a los del arco iris, aunque había dos fichas violetas adicionales en el montón. Como no podían tocar nada hasta que David hubiera realizado la primera prueba, se dio la vuelta a regañadientes y sugirió que quizá deberían registrar el resto del edificio.

Habían atravesado un par de habitaciones vacías y una atestada sala de café, donde habían encontrado una caja de bollos increíblemente duros y poco más. En el laboratorio químico habían encontrado los mejores indicios sobre el tipo de lugar que habían creado los directivos de Umbrella. Y aunque Karen no creía en fantasmas, la estancia le había hecho experimentar una sensación como jamás había tenido antes: el lugar estaba maldito. Así de simple: maldito por los sentimientos de miedo y por la precisión fría y nazi de unos científicos que cometieron atrocidades contra seres de su propia especie.

—¿Estás pensando en esa habitación? —preguntó John en voz baja.

Karen asintió, pero no dijo nada. John pareció percibir su deseo no expresado en voz alta de que no quería hablar sobre ello, y Karen se sintió agradecida por ello. La única sensación agradable para ella en ese momento era el peso de su amuleto de la suerte en el interior de su chaleco. Deseaba poder sacarlo para sentirse reconfortada por el recuerdo de su padre y las misiones llevadas acabo con éxito. Cualquier cosa que le quitara de la cabeza aquella habitación…

El signo en el exterior de la puerta de la habitación 101 indicaba claramente que existía peligro biológico en aquel lugar. Ella y John habían discutido brevemente sobre la posibilidad de entrar. Él argumentaba que era peligroso entrar en una zona que quizás estaría contaminada, y Karen había insistido en que ninguno de los dos tenía cortes o roces profundos en la piel y que podrían encontrar alguna información sobre el virus-T que podrían llevarse con ellos. La verdad era que ella no quería, no podía dejar pasar de largo una oportunidad como aquélla: necesitaba saber lo que había detrás de esa puerta, porque estaba allí, porque si no la abría, no se quedaría tranquila.

John había accedido por fin y habían entrado, pasando en primer lugar por un corto pasillo que estaba cubierto con hojas de plástico grueso. Por encima de sus cabezas vieron unas bocas de ducha, y en el suelo un agujero de desagüe. Estaba claro que era una zona de descontaminación. Una segunda puerta, algo más pequeña, llevaba a una habitación que era el sueño de cualquier científico loco de las películas de terror.

Cristal roto en el suelo, crujiendo bajo las suelas de las botas. Un vago olor a sudor provocado por el miedo, justo por debajo del acre y penetrante olor a lejía y a desinfectante…

John encontró los interruptores de la luz, y antes incluso de que la gran estancia apareciera ante sus ojos, Karen sintió que su corazón empezaba a latirle con violencia. Una tensión siniestra llenaba la atmósfera del lugar, como un presagio que irradiara de las mismas paredes. Se parecía a cualquiera de la docena de laboratorios en los que ella había trabajado: estanterías y armarios pegados a las paredes, un par de fregaderos de metal, una gran unidad de refrigeración en una esquina con un candado en el tirador. Y en cierto modo, eso era lo peor: que el ambiente le fuese tan familiar, un lugar en el que ella siempre se había sentido a gusto.

Las pocas diferencias eran tremendas. La estancia estaba centrada alrededor de una mesa de autopsia de acero inoxidable… con ataduras en las esquinas. Y había otras dos camillas al lado de la mesa, equipadas de la misma manera. Mientras se acercaba a una de ellas, vio unas manchas oscuras y secas en cada uno de sus extremos. La fina tela de la camilla estaba empapada con la sangre procedente de los sitios donde se encontrarían las muñecas y los tobillos de una persona.

En la parte trasera de la habitación había una jaula del tamaño de un retrete. Las gruesas barras rodeaban un pequeño banco sin acolchar. A su lado había unas cuantas varas apoyadas en la pared, cada una de un metro aproximadamente, con agujas hipodérmicas en la punta. Eran el tipo de instrumento utilizado en los zoológicos para drogar a los animales salvajes, que permitía a la persona encargada de hacerlo no ponerse al alcance de sus garras.

Karen miró de nuevo la camilla y tocó ligeramente la costra de sangre seca, preguntándose qué clase de persona participaría voluntariamente como investigador en un experimento de ese tipo. La mancha de sangre era vieja y polvorienta, y su mente se llenó con las imágenes de lo que tenían que haber soportado las víctimas, a la espera en el interior de la jaula, quizás observando cómo un loco de manos enguantadas inyectaba un virus tóxico y mutante en un ser humano indefenso… Era un mal lugar, un lugar repleto de hechos malvados. Ambos lo habían sentido, ambos se habían visto afectados emocionalmente al darse cuenta de lo que había pasado en aquel sitio.

A Karen comenzó a escocerle el ojo derecho; aquello la distrajo de los terribles recuerdos y la volvió de regreso al presente. Se lo frotó, y luego miró de nuevo su reloj. Sólo habían pasado veinte minutos desde que el equipo se había separado, aunque parecía que había pasado mucho más tiempo…

Oyó el ruido de una puerta que se abría, seguido por un grito de David que resonó por el pasillo. Había entrado por la puerta que daba al oeste.

—¡Karen, John!

John le sonrió a Karen, y ella le devolvió la sonrisa, sintiendo una oleada de alivio: David estaba bien.

—¡Aquí! ¡Sigue andando! —respondió John—. ¡Gira a la derecha en el cruce de pasillos!

El eco de sus pasos apresurados llegó hasta ellos a través del pasillo. Segundos después, apareció por la esquina y siguió trotando hacia ellos, con el rostro congestionado por la preocupación.

—¿Va todo…? —comenzó a preguntar Karen, pero David la interrumpió.

—¿Habéis encontrado el laboratorio? ¿La habitación ciento uno?

John frunció el entrecejo y su sonrisa desapareció.

—Sí, está por donde tú has venido…

—¿Habéis tocado algo? ¿Tenéis algún corte o alguna pequeña herida que pueda haber entrado en contacto con cualquier cosa?

Sus rostros dejaron translucir la confusión que sentían. David habló con rapidez, mirando a uno y a otro de forma alternativa.

—Hemos encontrado un diario, y en él dice que en ese laboratorio es donde se infectaba a los miembros de las Triescuadras.

—Vaya, no me jodas. —John volvió sonreír—. Lo adivinamos en cuanto pasamos dos segundos en esa habitación.

—Ni un rasguño —repuso Karen, poniendo en alto sus dos manos.

David dejó escapar una profunda exhalación, y sus hombros se relajaron.

—Gracias a Dios. Tenía un presentimiento horrible mientras venía hacia aquí. Hemos encontrado a los investigadores en el bloque A. Ammon tenía razón, los ha matado a todos. Y ese misterioso «él» ya tiene nombre. Rebecca está bastante segura de que se trata de Nicolas Griffith. Reconoció su nombre en la lista de Trent, y el muchacho tiene un historial bastante macabro. Ya os lo contará cuando nos reagrupemos… —meneó la cabeza, y una ligera sonrisa apareció en sus labios—. Yo… Supongo que dejé que mi imaginación se desbocara por un momento.

La sonrisa de John se hizo aún más amplia.

—Demonios, David, no sabía que te preocupáramos tanto. O que pensaras que somos tan estúpidos como para pincharnos con agujas sucias en un sitio como éste.

David soltó una pequeña risa.

—Por favor, acepta mis más sinceras disculpas.

—¿Dónde están Rebecca y Steve? —preguntó Karen.

—En estos momentos, probablemente se encuentren en la siguiente área. Vi que llegaban sanos y salvos al bloque B antes de venir aquí. ¿Habéis encontrado la prueba número siete?

—Por aquí —repuso John, y comenzó a contarle el encuentro que habían tenido con las dos Triescuadras mientras se acercaban a la sala de pruebas.

Karen los siguió, frotándose con más fuerza el ojo para quitarse de encima el molesto picor. Probablemente se lo había irritado aún más al frotárselo, porque parecía estar peor. Y para colmo de males, sentía que iba a tener un dolor de cabeza.

Se frotó el ojo de nuevo, suspirando para sus adentros por el momento tan oportuno para ponerse enferma. Nunca tenía dolores de cabeza excepto cuando estaba a punto de caer enferma. El chapuzón en el frío océano debía de haberla preparado para un lindo resfriado, y por el creciente palpitar del dolor de cabeza, sería uno de los grandes.