#6

En el espejo había visto a una mujer aterrorizada, a la que sin duda habían arrebatado aquellos poderes, cualesquiera que fuesen, que poseía «Dijana Vukovara». Y ese miedo permaneció en mí, helándome los huesos, mientras recorría a toda velocidad y sin saber adónde iba las calles a oscuras del West End, resbalándome con los tacones, moviéndome con torpeza entre la gente con que me cruzaba y evitando mirar a nadie. Estaba demasiado asustado para parar, pero, al mismo tiempo, no sabía adónde ir. No se me ocurría nada. No tenía ni casa ni dinero, estaba debilitado físicamente, vulnerable y, a la vez, demasiado traumatizado para contemplar la ardua y enorme tarea de buscar un lugar seguro en el que pudiese descansar. Así pues, seguí caminando por las calles toda la noche, escondiéndome en lugares ocultos y callejones cuando me dolían mucho los pies. Robé fruta de una tienda veinticuatro horas, bebí de una fuente y fui como un alma en pena de un lugar a otro hasta que amaneció. Estaba seguro de ser, por naturaleza, una mujer difícil de encontrar, pero, en cualquier caso, ¿quién era yo? A mí cabeza no llegaban datos, ni la menor información sobre quién había sido la última ocupante humana de ese cuerpo.

Tenía la cabeza en plena ebullición infernal. Me dominaba la sensación, más fuerte que en ningún momento anterior, de haber ocupado un recipiente que previamente estaba vacío. Y, sin embargo, había algo ahí dentro, un rastro sónico, una especie de zumbido o cacofonía sorda en mi mente, como un murmullo. A intervalos me atravesaba el cuerpo, de la cabeza a los pies, una sensación punzante e insoportable, como un dolor ciático que me recorriese los huesos y los músculos hasta llegar a la punta de los dedos. Era como si la carne hubiese sido infectada, envenenada, por la pura maldad de su anterior habitante. Comencé a preguntarme de qué insidiosas formas podría desarrollarse en mí esa nueva sensación de maldad, o si, en mi degenerado estado, sería incluso capaz de distinguir la que era de Ella y la que me pertenecía a mí.

Al amanecer me fui convenciendo cada vez más de que mis inestables pies me conducían, guiados por algún recuerdo, por una ruta que les era conocida. Me dejé llevar por una corriente implacable que me hizo subir por Baker Street y después bajar por Euston Road, hasta que me detuve a mirar desde la calle un edificio de apartamentos enorme, alargado, sombrío y de piedra rojiza, adornado aquí y allá con detalles Art Déco; un tanto anónimo pese a su descomunal magnificencia, así como fantasmagórico a la luz perlada del amanecer, con un mar de inexpresivas ventanas que indicaban los cientos de pisos que albergaba en su interior. Subí por el trecho que conducía al portal, cubierto por un toldo en el que se leía «Keppel House», y me encontré con una infinidad de timbres, pero, al instante, supe a cuál tenía que llamar: al 371. Se oyó un crujido y una voz femenina con un marcado acento preguntó quién era, a lo que, con voz de pronto ronca, contesté pidiéndole que me dejara entrar:

¿Mund të më ndihmoni mua?[49]

Sonó el portero automático, empujé la pesada puerta y entré; me monté en un ascensor con reja y subí al cuarto piso, donde me detuve perplejo un instante ante la puerta del 371. Una mujer corpulenta de unos cuarenta y tantos años, rasgos pequeños, un gran moño de pelo negro y tenue bigote, se asomó por la puerta de al lado:

Senka, ¿gde si bio? Mi smo bili u potrazi za vas[50]

Supe que esa mujer se llamaba Bojana. Me hizo gestos muy preocupada para que entrase de inmediato en su exiguo piso. Un ordenador que hacía bastante ruido y varios cuadernos escritos ocupaban un escritorio de chapa barato. La cocina, larga y estrecha, estaba recogida y muy limpia. Una cama doble ocupaba buena parte del espacio del salón; me dieron muchas ganas de tumbarme en ella, pero se veía que la utilizaban como una mesa más en vez de para dormir, pues tenía encima montones de sábanas lavadas y planchadas, cubos de plástico llenos de detergentes líquidos, infinidad de fundas de papel para el asiento del váter y un lote de profilácticos, todo lo cual producía un olor a mitad de camino entre un hotel y un hospital. Y en mi cabeza empezaban a surgir formas de una realidad enterrada.

A mi derecha, Bojana, que hervía agua para el té, me preguntó si iba a volver a trabajar. Miras se alegraría de verme, pero ¿había arreglado las cosas con Tamerlan? ¿Estaba todo resuelto? Me hablaba en serbio porque era de Sarajevo, y yo serbio-kosovar de Novo Brdo.

Me dio una taza de té y después me llevó al lado, al 371, que era la habitación en que yo trabajaba antes, y donde las butacas eran más cómodas. Me comentó que Polina había salido al McDonald’s a desayunar.

Me indicó que me sentara como si fuera una niña, y lo cierto es que sentí cierto alivio al acomodarme en la blanda butaca. Entonces llamaron a la puerta, salió a toda prisa y se oyeron murmullos en el pasillo. Alargué el cuello desde mi asiento y vi a un hombre pálido, ya casi calvo, que me miraba de una forma bastante desagradable. Bojana le estaba diciendo que yo era una amiga suya y que no estaba disponible.

Me eché a un lado en la butaca para quedar fuera de su vista, y entonces vi mi reflejo en un espejo de cuerpo entero que había en un rincón de la habitación. Mi ropa sucia y arrugada y mi rostro demacrado daban fe de mi desesperación. Empezaron a surgir recuerdos que eran como una sensación física, como mazazos en la cabeza.

Yo era Senka Boskovic, hija de Luka, un campesino de Novo Brdo. Me fui de Pristina en busca de una vida mejor, lejos del siglo XIV y del duro día a día. Mi objetivo era llegar a Londres y encontrar trabajo de manicura. No obstante, creo que sabía muy bien desde el principio que, llegado el momento, tendría que prostituirme.

Mi novio Dragan me acompañó en el viaje; él me quería de verdad, y padecimos juntos un alojamiento horrible mientras intentábamos llevar a la práctica los planes que habíamos hecho. Pero en Londres no se va a ningún sitio sin dinero, y la cruda realidad era que le debíamos tres mil libras al hombre que nos había traído hasta aquí. Cuando nos fallaron todos los recursos, Dragan se convirtió en mi proxeneta. Nuestros primeros intentos, en pubs y clubes, sólo fueron una fuente de desconsuelo para los dos; apenas tuvimos dos «éxitos» en los que llevé a dos extraños al colchón que compartíamos y sentí una humillación muy sórdida a cambio de cuarenta y cincuenta libras. Entonces probamos en una esquina de Soho, donde me detuvieron por ejercer la prostitución callejera, pero me dieron una segunda oportunidad. Dragan pensaba que necesitábamos un socio e intentó vender «participaciones» de mí, lo cual fue un terrible error. Yo sufría más y él aún peor. Un día desapareció y no volví a verlo nunca.

Bojana había vuelto y, estirándose como pudo para llegar a la parte superior, cerrada con llave, de los armarios empotrados, sacó una caja de cartón y me la puso en el regazo. Fui mirando las cosas que contenía, todas bastante patéticas: una bufanda de tela, unas sandalias negras de plástico, un cepillo y cintas para el pelo, un pintalabios del número siete y un móvil de prepago. Las fui cogiendo una a una y observándolas conforme mi antigua vida volvía a mí. Bojana también me puso un grueso fajo de billetes en la mano; eran trescientas libras, lo que había ganado el último día antes de que desapareciera… Estaba tan aturdido que no pude ni darle las gracias.

Tamerlan el kasajo, el amo de las putas, me dijo que Dragan lo tenía muy cabreado, y que la cuantiosa deuda que había contraído con él ahora era mía. Dragan ya era historia, como el siglo XIV, y pasé a trabajar para Tamerlan, quien me instaló en su piso de Berwick Street. Ese primer día me negué a trabajar. De hecho, a ningún hombre le apetecía tocarme, ya que no dejaba de llorar. Tamerlan vino en persona a resolver la situación, a «domarme» a su modo característico. Me explicó, con mucho énfasis y detalle, que mi familia también tendría que pagar después de que yo hubiese saldado mi deuda, y consiguió aterrorizarme. Tampoco podía acudir a la justicia, y Tamerlan se aprovechaba de esa indefensión mía por mi condición de ilegal.

Mis «citas» se concertaban por Internet, y también por mensajes de móvil. Bojana dejaba entrar y salir a los clientes. Yo era Aneta, Lucia, Natasha o Valera, Douschka o Veronika, Eva o Maria; como todas las demás chicas, tenía cientos de nombres, múltiples edades, numerosos países de origen. Nos cambiamos de casa en más de una ocasión para evitar que nos descubrieran, pero Keppel House se convirtió en un lugar fiable, anónimo, «refinado»…

Bojana, con expresión muy inquieta en su arrugado rostro, me estaba ofreciendo dos pastillas de ibuprofeno y un vaso de agua. Volvieron a tocar a la puerta y apareció Miras, al que una cazadora de cuero negro daba un aspecto muy fornido, y que no pareció alegrarse mucho de verme. Bojana se interpuso entre los dos, y empezó entonces una discusión de tono muy grotesco. Miras pensaba que yo sólo causaba problemas y que Tamerlan se iba a indignar mucho. Lo mío también le había afectado a él, pues antes era mi vigilante las veinticuatro horas del día.

Yo siempre había sido recatada y reservada en el sexo. Ahora mi trabajo era tan repugnante que lo único que quería era restregarme y restregarme hasta arrancarme la piel. Algunos hombres se resistían a pagar, otros exigían cosas que no habían pedido, prácticas violentas y poco seguras muy en consonancia con lo que consideraban apropiado para una puta. Me acostumbré a la disfunción eréctil y al infantilismo de los hombres, así como a la patética brutalidad que en ocasiones los acompañaba. Mi jornada laboral comenzaba a las once de la mañana, y mi tarifa era de ciento cincuenta libras la hora, de las cuales yo me quedaba cincuenta. Hacía siete u ocho servicios al día, y no había ninguno en que no deseara morirme o me sintiera como si ya estuviese enterrada bajo un montón de rocas.

Miras estaba al teléfono, cuidándose a la vez de que yo no pudiese escapar. Consciente de mi impotencia, me di cuenta de lo mal que pintaba aquello para mí. Contemplé la posibilidad de intentar refugiarme al otro lado de la cama, así que me levanté y fui al espejo. En él vi que la bofetada que le había dado a ese rostro cuando aún era Leon seguía muy marcada en el pómulo izquierdo, y también vi que mis negros ojos se abrían de par en par según un recuerdo tan cortante como un fragmento afilado de cerámica que me atravesaba por dentro…

Estaba delante de ese espejo, esperando a un hombre y deseando que no apareciera, cuando de pronto apareció a mi espalda otro al que no esperaba, con gran sigilo y rapidez, como una sombra que cayera sobre mí. Todo se volvió borroso y oscuro, impregnado de un vaho maligno y maldito, y caí al negro abismo.

Sentí vértigo, como si se me vaciase el rostro, así que, tambaleándome un poco, volví a la butaca. Me latía el corazón como si estuviese a punto de estallar y la odiosa sensación de malestar físico se apoderaba de nuevo de mí.

Miras, que había reparado en el dinero que tenía en la mano, estaba ahora delante de mí y me ladraba al tiempo que me sacudía esa misma mano. Se me cayeron algunos billetes al suelo; él me insultó y, al agacharse a cogerlos, supe que era mi oportunidad. Le di una patada que lo tiró al suelo, salté de la butaca y lo pisoteé en la cabeza y en el pecho con todas mis fuerzas. Bojana se quedó boquiabierta, horrorizada, mirándome como si yo fuera su hija descarriada. Salí corriendo al pasillo, llamé al ascensor y me metí en él a la vez que Miras aparecía por la puerta arrastrándose, cubierto de sangre y con una pistola en la mano.

Mientras corría por el vestíbulo hacia la salida, distinguí que fuera, por el camino que conducía a la misma, subía a grandes zancadas el hombre rechoncho y de mejillas caídas al que conocía como Tamerlan, flanqueado por dos lugartenientes. Di media vuelta y me escondí; oí a Miras y a Tamerlan intercambiar unas palabras muy acaloradas y me marché de aquel «respetable lugar» por una puerta de emergencia. No me detuve hasta que me subí al metro en Baker Street. Me bajé en Waterloo, vomité hasta la última papilla en el andén, me limpié la boca y continué adelante.

Tan febril actividad se debía a que se me había ocurrido adónde podría ir a refugiarme: a la casita de vacaciones de los Hartford, que Steven me había prestado en una ocasión para que me recluyera en ella y terminase mi original artículo sobre el uso de inmunosupresores en los transplantes faciales. Entonces aquel lugar me había parecido tan austero como el propio Steven, pero estaba seguro de que estaría vacío en esos momentos, aún más seguro de que recordaba dónde escondía Steven un duplicado de la llave, y totalmente seguro de que nadie me buscaría allí. Subí a la estación de tren de Waterloo, compré un billete para Sawford y allí cambié a la pequeña línea que iba de Hythe a Dungeness.

Mi conducta con Steven de esos días, y los extremos a los que me vi obligado a llegar, siguen incluso ahora produciéndome una terrible vergüenza. Después de viajar tan lejos tan sólo para descubrir que la casa de madera estaba ocupada, hube de cambiar de plan a toda prisa. Me las tenía que ingeniar para encontrarme con Steven y llevar a cabo una interpretación convincente. Resultó ser más difícil de localizar de lo que me creía, pero al final, después de algún tiempo merodeando por el pub local, conseguí dar con él, por más que casi soy víctima de una violación de la que, increíblemente, me salvó Steven convirtiéndose en mi paladín.

Lo hallé muy cambiado e inestable; sin duda era obra mía, tras haber envenenado su vida y sus perspectivas. ¿Se me creerá si digo que seguía sintiendo cierta lástima por él y que quería poder ofrecerle algún tipo de consuelo? Pero yo ya tenía bastante con luchar por seguir funcionando y, de hecho, me tenía que esconder de él durante horas mientras unas repugnantes sensaciones se apoderaban de mí. Era como si bajo la piel sólo fuera materia en descomposición, comida para gusanos y polillas. Además, me costaba mantener el papel que estaba representando y, cuando noté que Steven había comenzado a pensar con cariño en la posibilidad de que la intimidad entre nosotros dos fuera a mayores, los sonidos de advertencia de mi cabeza se convirtieron una vez más en un clamor. Por un instante, mientras paseábamos por un sombrío bosque, barajé la opción de poseer su cuerpo, pero me eché atrás en el último momento. Decidí que lo único que iba a hacer era ganar tiempo, para lo cual usé lo que tenía a mano; es decir, me acosté con él. Y creo que fue entonces cuando me di cuenta de que la putrefacción que me invadía era irreversible.

Después de hacerlo, él se levantó de la cama con la mirada de angustia de alguien a quien le hubiesen destrozado irremediablemente el alma. Se vistió, salió dando tumbos de la habitación y lo oí moviéndose por fuera. Intenté dormir pero no pude, pues había muchos sonidos en mi cabeza, el revoloteo de las polillas y el belicoso croar de las ranas, además de tener el olor de las marismas metido en la nariz. No obstante, al cabo de un rato ya no supe si estaba dormido o despierto.

Después recuperé la consciencia y me senté en la cama en la penumbra del amanecer. La cara me ardía de dolor, los labios se me retorcían y mi lengua era un gusano reseco incapaz de formar palabras. Estiré una mano y vi que la tenía de un cadavérico color gris piedra, con las puntas de los dedos ennegrecidas y estriadas. Unas líneas negras como de telaraña me recorrían las uñas, a modo de grietas en un río helado.

Me levanté y fui al armario, donde aparté la ropa que había sobre el espejo de la puerta sabiendo que iba a ver algo espantoso: esas mismas líneas negras surcaban el lado izquierdo de mi cara, como indicios de una descomposición gangrenosa, y atraían en el espejo mis desaforados ojos como un imán atrae las limaduras de hierro. En los hombros, entre los pechos y en los muslos, unas irregulares manchas moradas me salpicaban la piel.

Totalmente trastornado, me puse la misma ropa, cogí todo lo que pensé que me podría servir y me dispuse a huir de inmediato. Sin embargo, al advertí entonces el silencio absoluto que se había hecho tras la puerta del dormitorio, mis prisas disminuyeron.

Salí de puntillas al salón, en el que percibí al instante un olor seco, agrio y rancio en el ambiente. Debajo de la mesa, en la que aún brillaba el portátil de Steven, estaba él tirado sobre una gruesa alfombra de lana en posición fetal. Me acerqué más y la rotundidad de ese silencio hizo que me estremeciese. Lo supe antes de que le volviera la cabeza hacia mí y viera sus ojos sin vida y la lengua que le sobresalía entre sus labios amoratados. El bote de pastillas estaba junto a un vaso encima de la mesa; habría medido la dosis y la habría ingerido meticulosamente, acompañada de pequeños sorbos de agua.

Me apreté los dedos contra la frente para detener las imágenes que, sin que pudiera impedirlo, me venían a la mente, del chico, del valiente Stevie, con el que había reído, jugado y charlado con gran animación sobre todas las grandes cosas que íbamos a hacer en la vida. Avergonzado más allá de las lágrimas, sostuve su cabeza contra mi pecho y permanecí allí sentado, velando desolado a mi amigo, hasta que finalmente el frío de la habitación y los punzantes dolores de mi interior, con todo lo que presagiaban, se me hicieron insoportables.

Borré los archivos de su ordenador, le vacié la cartera y revolví el armario y los cajones de Tessa en busca de accesorios que me taparan aún más que el abrigo largo y la bufanda. Encontré guantes, botas, unas enormes gafas de sol negras y una pamela también negra de ala ancha. Una vez totalmente equipado, tuve la desagradable impresión de que quedaba mucho más llamativo que invisible. Pero no podía perder más tiempo, así que me marché de la casa, dejando allí a Steven, bajo la luz gris y la neblina de la mañana.

En el vagón del tren en que volvía a Londres, se sentaron enfrente de mí dos mujeres vestidas con burkas, y entonces pensé que, cuando menos, llevaba la protección adecuada contra miradas curiosas. Aun así, todo el tiempo que pasé en ese duro asiento, con el ala del sombrero bajada y rodeándome con los brazos como si eso me fuera a hacer más pequeño, no dejaba de preguntarme si no sería un puro espanto moral lo que estaba pudriendo ese cuerpo.

Me escondí en el alojamiento más barato que conocía, una pensión sita en una acera de casas adosadas victorianas de Crouch End. Allí, con el cerrojo echado y las cortinas corridas, pasé la noche estirado como si ya fuera un cadáver e intentando reprimir los gemidos de dolor, hasta que en determinado momento caí inconsciente. Cuando me desperté, el corazón me seguía latiendo demasiado deprisa, el dolor continuaba siendo muy intenso y la enfermedad de la piel se había agravado notablemente.

Cuanto más parecía hallarme en las garras de la muerte, más me resistía y luchaba, pues todavía no estaba listo para yacer inmóvil y que acabase todo. Pero juro que desearía haber encontrado un agujero muy profundo por el que tirarme y poner fin a mi existencia, como me merecía. Nunca quise ni fue mi intención que sucediese lo que ocurrió a continuación, aunque, al fin y al cabo, lo tendría que haber previsto.

Pensé que con ese cuerpo, mientras siguiera quedándome algo del mismo, podría conseguir el paliativo que necesitaba: hidromorfona, el analgésico más potente que existe. Conocía un sitio que tenía un amplio suministro, aunque tras un cristal y bajo llave: la afamada Clínica Forrest de St John’s Wood. Sabía además que había un duplicado de las llaves en un cajón del despacho de casa de mi examigo el doctor Grey Lochran. Entrar en su casa a robar no era una opción viable, dado mi lamentable estado, pero, sin embargo, pensé que todavía contaba con un aliado en el hogar de los Lochran, que seguía teniendo fe en mí y para quien yo aún era una persona sin tacha. Supe de inmediato, con toda claridad y de forma irrevocable, lo que iba a hacer. Con el móvil de Senka Boskovic llamé a mi ahijado.

Calder me recordaba bien —es decir, a «Dijana»—, y noté entusiasmo en su voz. La mía era baja y me costaba mucho controlarla, pese a lo cual intenté reproducir el mismo tono seductor que ella había empleado con él en mi casa en una ocasión. Enseguida vi que lo estaba convenciendo, y que él deseaba creerse todo lo que le contaba: que Robert y yo habíamos intentado desaparecer juntos y empezar una nueva vida, pero ahora Rab necesitaba urgentemente algunas cosas de su clínica y no tenía forma de entrar sin levantar sospechas:

—Él confía en ti, Cal, y no creo que haya nadie a quien quiera tanto. Así que debes, por favor, guardar nuestro secreto y no contárselo a nadie; sobre todo no se lo cuentes a tu padre, ya que él nunca lo entendería como tú…

Vi que el tono de urgencia y ansiedad de mi voz no era fingido, hasta el punto de que tuve que moderarlo un poco. De todos modos, también percibí el entusiasmo del chico, lo importante que era para él que lo hubiera llamado y su disposición incondicional a hacer lo que fuera por Rab. Le di instrucciones exactas de dónde tenía que buscar en el despacho de su padre, y le advertí de que fuese con mucho cuidado.

Cuando empezó a atardecer, me encontraba bajo la sombra de los altos y relucientes pinos escoceses que bordeaban el camino que conducía a la Clínica Forrest, ese lugar tan elegante un tanto apartado de la próspera y petulante calle residencial en que estaba situado. Bajo el anochecer londinense, mi clínica parecía una fortaleza de imponentes paneles de cristal y cemento siena tostado. Pero yo tenía que penetrar en esas defensas, mientras todos mis nervios ardían de dolor.

Mientras contemplaba, profundamente apesadumbrado, esa fachada que tan bien conocía, me pareció que debía de estar predestinado a ver ese edificio, seguramente por última vez, al anochecer. Su diseño y construcción habían sido muy importantes para mí. Kuwabara, el arquitecto, todo un genio, al que había contratado, me había explicado su teoría de que la fachada de una estructura debía envolver, como si de una suave piel se tratase, el armazón de columnas y vigas de acero. Yo, por mi parte, le había dado unas instrucciones muy rigurosas y precisas: mi clínica tenía que ser un lugar monástico, de privacidad, un santuario en medio de la ciudad. De ahí que esos paneles fueran opacos, más velos que ventanas, y que cada uno tuviese grabado un motivo abstracto de serpientes entrelazadas, que a Kuwabara le parecía repugnante, pero que a mí me encantaba.

Ahora todos esos remilgos estéticos ya no tenían el menor sentido, como tampoco lo tenía nada… Toda la estructura, que había diseñado para que fuera un espejo dinámico del yo, era ya sólo un mausoleo, y su perfección daba pena. Y comprendí que ya era así mucho antes de que hiciese el «pacto». Cuando los tribunales concluyeran que Robert Forrest había muerto, la clínica se vendería; probablemente sería arrasada, destruida por dentro o reconvertida por algún promotor inmobiliario tan rapaz como mi padre, y el dinero de la venta, excluidos los gastos legales de mi muerte, sería entregado a mi valeroso ahijado…

Oí, antes de verlo, que el potente Audi A8 negro de Grey subía a gran velocidad por la calle, y me apresuré a esconderme entre los pinos. Cal salió del coche, delgado y atlético, vestido con una chaqueta de cuero y vaqueros gastados y con su habitual e imperiosa inclinación de cabeza, así como con la mirada muy alerta. Le había dicho que siguiera el curso del foso de agua que rodeaba toda la clínica. Fui tras él a una distancia prudencial de diez metros, hasta llegar al patio trasero en que el agua caía a unos estanques cuadrados construidos entre unas terrazas de madera, y que se podían contemplar desde las negras ventanas de las suites de día.

Vi que Cal abría la puerta trasera y entraba, sin encender las luces como habíamos acordado, y daba un fuerte golpe al lector óptico para desconectar la alarma. Entonces atravesé corriendo la terraza y me reuní dentro con él. Al instante percibí su inquietud al verme con aquella estrafalaria indumentaria negra.

—Dijana… —dijo intranquilo—. ¿Dónde está Rab?

—Luego te llevaré con él, pero ahora, Cal, por favor, vamos a buscar lo que necesitamos…

Me puse delante de él y marqué el código que abría la puerta interior. El pobre Cal me siguió fielmente por los oscuros pasillos, y pasamos las cómodas y cálidas salas de recepción y de consulta, todas tapizadas en cuero, hasta llegar al pulcro blanco inmaculado de los quirófanos. Iba arrastrando los pies según la enfermedad me arrasaba por dentro, y estaba convencido de que mi pinta tenía que resultar a todas luces fraudulenta. No obstante, seguí adelante, trabajosamente, pese a lo mal que me encontraba, porque ahora, una vez más, tenía esperanzas, por muy poco justificadas que fuesen.

Encontré la hidromorfona en un estante de una vitrina, pero me temblaban tanto las manos que se me cayeron dos ampollas al suelo y se rompieron. Me vi obligado a pedirle a Cal que me pusiera él la inyección, sin estar seguro de que fuese a aceptar, ya que las manos que le extendí con las cosas necesarias se agitaban igual que las de un drogadicto, y no podía verme los ojos tras las gafas negras. Supongo que lo decidieron el grave gemido que me salió involuntariamente del pecho y la tremenda dosis que le pedí, con la cual se podría haber sedado a una pantera.

Lo hice pasar a un quirófano, donde casi me desmayé sobre la mesa de operaciones, desde la que vi que Cal se lavaba las manos, metía la aguja en la ampolla, la sacaba y después daba unos golpecitos a la punta con mucha destreza. Me recliné, me subí el vestido, descubrí los muslos y me apreté con los dedos para encontrar una vena. Mientras lo hacía, se me cayó el sombrero, y en ese momento, bajo la potente luz del quirófano, con la que Cal podía distinguir a la perfección el paisaje arrasado que eran mi cara y mis muslos, creo que cayó en la cuenta de la enormidad de lo que estábamos haciendo y apreció verdadero horror de mi cuerpo. Inclinó su rostro preocupado sobre el mío, como si quisiera comprobar que era un impostor.

Teniéndolo tan cerca, reconocí de nuevo las tenues cicatrices violáceas de su pómulo izquierdo y de la ceja de ese lado, que eran la demostración de lo que me preocupaba por él, del impulso protector que siempre había sentido por ese chico audaz e intrépido. Su aliento era dulce, por muy dura que fuese su mirada. Le puse una mano en el pecho, como para resistirme al ataque…

Y entonces, con un rayo que recorrió mis dedos enfermos, pude sentir a Cal, ver toda la vida que albergaba su interior. ¡Vida! Qué paredes tan fuertes, gruesas y elásticas; rebosaba de la salud que le daba la sangre tan roja y rica que fluía a cada latido…

Mi propio pulso se debilitaba por momentos, mi respiración era ronca y entrecortada y se me nublaba la vista, en consonancia con el dolor que me aplastaba la cabeza. Comprendí que me iba, que estaba siendo absorbido y arrancado del mundo, hecho pedazos, y que ése era de nuevo el momento anterior a la muerte que ya conocía mejor que a cualquier amigo.

—¡Tu sarpullido se está extendiendo! —oí exclamar a Cal como desde una gran distancia.

Ojalá hubiese completado la enfermedad su trabajo y me hubiera devorado por completo. Sin embargo, una vez más me fue imposible contener y resistirme a eso que había dentro de mí que siempre quería más. Había caído antes y estaba cayendo ahora, pero las ansias de mi espíritu eran imparables.

El temblor de mis dedos se estaba atemperando, no porque se calmasen, sino porque se estaban quedando rígidos. Busqué a tientas en el carro de instrumental que tenía al lado, hasta encontrar la bandeja con hojas de acero esterilizado y elegir con mis dedos como garras una del tamaño apropiado. Cal había seguido mis movimientos con el ceño cada vez más fruncido. Levanté la mano izquierda y le acaricié la cara; era mi despedida, mi pentimento. Cal se estremeció y, entonces, alcé la mano derecha y le asesté en el cuello el tajo que sabía que bastaría para acabar con él.

Cuando reviví, descubrí que me había caído de espaldas a unos metros de la mesa de operaciones. Me dolía la coronilla, en la que me había hecho una brecha, y probablemente por esa razón llevaba un buen rato inconsciente. Al levantarme, alto, delgado y aparentemente lleno de vitalidad, lo único que vi sobre la mesa de operaciones fue la asquerosa mancha de una substancia negra, como si la hubiesen reducido a polvo quemándola en un horno feroz. Perduraba un leve olor acre en el ambiente. Sin embargo, cuando me acerqué para leer las runas de la mancha, creí poder distinguir lo que antes habían sido uñas, pelo, dientes…

El ciclo vital de Senka parecía haberse completado, y también el mío. Vislumbré mi impreciso reflejo en los cristales de las puertas del quirófano, y comprobé que volvía a ser un hombre lleno de vigor, renovado, mejorado y, definitiva e irrevocablemente, condenado.

No me escondí, agaché la cabeza y acepté mi castigo tal y como había sido decretado. Conduje ese veloz coche hasta su aparcamiento habitual, crucé el umbral de mi hogar y vi en los rostros angustiados de mis padres con qué intensidad y cariño habían estado aguardando mi regreso. Y tuve que apartar la mirada de esas expresiones de amor y perdón, ya que era como si cada centímetro de mi piel ardiese, como si se quemara por la furia nuclear del sol.