3. Diario del doctor Lochran. Mala para el alma


25 de agosto

«Los fantasmas regresan con delicadeza a la hora del crepúsculo…».[4] Anoche recibí una llamada muy triste del tío de Robert, Allan Steenson, al que no he visto —y a quien Robert apenas veía— desde que estábamos en Kilmuir. Debe de tener setenta y tantos años, y perdió a su esposa, Jenny, de un cáncer hace cinco, con lo que el matrimonio más sólido y temeroso de Dios quedó destrozado para siempre. Criaron a Robert con mucho esfuerzo, tras la tragedia de sus verdaderos padres. (Tampoco es que Rab reconociera jamás al viejo Allan como a un padre; ya supe, cuando éramos chavales, que la amargura que sentía Rab por la imprudencia que cometió el suyo verdadero, bajo los efectos del alcohol, nunca podría ocultar la secreta admiración que profesaba a la forma de ser poco convencional de ese capullo). Aun así, Allan cumplió fielmente con el deber de ser padre, y continúa haciéndolo: de ahí la terrible tristeza que me produjo su voz entrecortada, conforme me preguntaba por esto y por lo otro de la investigación, mientras era incapaz de decirle ni una puñetera cosa de importancia o consuelo sobre su desaparecido hijastro de mediana edad.

Esta tarde he llevado a la familia a casa de Jon para nuestra reunión anual del curso del 83 de St Andrews, una celebración supuestamente divertida que esperaba que me pudiese animar un poco. No hay lugar mejor que la inmensa azotea de Jon, que da a la parte de Highgate del parque y, después de este verano frío, adusto y por lo general húmedo, hemos tenido la suerte de que hiciese un día despejado en el que brillaba el sol. Sólo al caer la tarde se sentía en el aire y en las sombras que estamos entrando en un período «entre estaciones», lo cual siempre me inspira una sensación de nostalgia. Otro verano que se va, y sólo queda un número finito de ellos; tanto logrado, tanto sin resolver.

La gran diferencia de este año, por supuesto, ha sido la ausencia de Robert, por no hablar de la de Malena. Claro que, de todos, yo era el que estaba más unido a él. Hoy parecía como si nadie de los presentes quisiera hablar de Robert, y además diría que él, en cierto modo, se había ido distanciando de todos ellos. Ha sido una ausencia más que añadir a nuestras filas ya de por sí muy diezmadas, entre que Donald y Kate levantaron campamento y se fueron a Boston, y Duncan a Costa de Marfil. Sin olvidar lo del pobre Edmond, por supuesto. No creo haber dejado que se me notara mucho la preocupación, sino que me he comportado como suelo ser y he estado bastante conversador. No obstante, hoy nos ha faltado ese brillo social, esa facilidad para pasar a tratar temas que se escapen de lo trillado. Hemos hablado demasiado de dolencias menores, e incluso más del puto golf. Por quien más lo he lamentado ha sido por Livy, aunque lo ha sabido llevar con mucha elegancia.

Seguimos todos bastante unidos, pese a que en nuestra profesión hay mucha tendencia a dispersarse, y, en conjunto, todos hemos acabado siendo lo que ya nos esperábamos. ¿Determina la forma de ser el destino de cada uno? ¿Acaso no sabíamos ya, cuando estábamos al final de la adolescencia, y con sólo vernos un momento en el colegio mayor, que Jon, con esa coleta y esa camiseta de Black Sabbath, estaba destinado a Patología? (Aún hoy me ha llevado delante de su enorme cadena Denon y ha intentado contagiarme su entusiasmo por unas bandas de rock duro que hacían un ruido espantoso). Y qué pronto entendimos que Susan se pasaba de buena, por lo que iba a terminar de cabeza en Cuidados Paliativos. Y que Tony, debido a su ligero aire de cerebrito de la electrónica y a que siempre estaba trasteando obsesivamente motores de coche y los equipos de música de Jon, había sido elegido para Ortopedia, destinado a perfeccionar con obstinación sus placas y tornillos incluso aunque el paciente expirase en la mesa de operaciones. Nunca lo he preguntado, pero supongo que a mí me miraban y pensaban: «Ahí está ese zopenco grandote en el que parece que se puede confiar; probablemente se le den bien los niños, y sepa abrirlos con cariño y cuidado»…

Y ahora no hay más que vernos: más viejos, más gordos, más ricos, con cabezas canosas o calvas y risas cansadas y preocupadas. Y también con más hijos a nuestro alrededor; más y más mayores. En cierto modo nos estropean el día, con ese mal humor tan recalcitrante de los adolescentes, estudiando a sus prósperos mayores desde la distancia, esperando a que nos muramos para ser libres de hacer lo que les dé la gana, en vista de que, por supuesto, ya saben todo lo que hay que saber en esta vida. Yo tendría que haber cortado esa costumbre de llevar a los hijos desde el principio; tendría que haber establecido la norma de que no hubiera niños. (Los gemelos de Steven, Julian y Jacob, por ejemplo, son tan alegres como un dedo roto, pobrecitos míos, con esas caritas tan tristes). Claro que supongo que fui yo el que lo empezó todo cuando llevé a Cal por primera vez. ¿En qué estaría pensando…?

Bueno, es que yo fui el primero en ser padre; además, pensaba que el chico y yo éramos buenos amigos, y también que me favorecía estar con él. Para Cal, en cambio, esas celebraciones eran fundamentalmente una oportunidad de estar con su padrino, el doctor Forrest, y empaparse del numerito de Robert de chico malo ya demasiado mayor para serlo. A partir de cierto momento, Cal comenzó a pasarse por casa de Rab para disfrutar de algunas veladas mano a mano,[5] las cuales atribuí en parte a la buena influencia que ejercía su padrino sobre él, pese a las muchas veces que Cal llegó a casa con el aliento apestando a los whiskys de malta de Robert. A saber de lo que hablarían, si de los intríngulis de los motores de coche o de los de las chicas. Sea como fuere, el caso es que hablaban mucho.

Hoy, sin embargo, me ha apenado ver a Cal así, lo bastante mayor para unirse a nosotros en igualdad de condiciones, pero sin que quisiera ya estar allí. Comprendo, por supuesto, que a su modo malhumorado esté preocupado por Robert. De todas formas, cuando el pobre Steven, con cariño paternal, se ha dirigido a él llamándolo «joven Calder», he pensado que Cal le iba a dar un puñetazo en las costillas. No es por la cosa escocesa, ya que Cal todavía pone a veces acento de Edimburgo, sino porque supongo que considera que «Calder» es un nombre únicamente apropiado para un niñato con pantalones cortos, y no para el Lotario, desarrollado en el gimnasio y con unas leves marcas corporales, que se cree que es, una Flor de Escocia de pelo rubio rojizo y un metro ochenta y tres de altura, todo un hombretón en el campo de rugby y en la pista de tenis. (Aunque bien que puede, a juzgar por las miradas de deseo que Jennifer, la hija de Susan, no dejaba de lanzarle).

Y hay otra cosa que me ha irritado: la forma en que se me ha acercado esa mujer, el último ligue de Gerry McKissock. Mientras era mi turno en la parrilla y estaba cortando una pierna de cordero, ella se ha admirado de las grandes tajadas que hacía y de mi habilidad para quitar la grasa. Se llamaba Lara, llevaba sus curvas algo sueltas dentro de un top de esos que se ponen para las clases de baile, y tenía el pelo demasiado rubio, como si quisiera compensar sus arrugas de bebedora de vino blanco y el temblor de su mandíbula caída. Tras darme un poco de palique, ha entrado a muerte: «¿Así que es usted amigo del gran Robert Forrest? He oído cosas increíbles de su clínica»…

Sí, iba detrás de conseguir cita con Robert a través de mí; otra pobre infeliz que quiere que Rab le haga «un retoque». Con calma le he tenido que explicar las circunstancias actuales. Durante unos instantes ha balanceado el vino de Sancerre de su copa como si se sintiera escarmentada, pero de pronto, como por arte de magia, se le ha iluminado el rostro y me ha preguntado si yo también me dedicaba a la cirugía estética. Le he hablado un poco de mi pericia para tratar malformaciones anorrectales en los recién nacidos y he visto cómo se desvanecía todo su interés.

—No, nunca me ha atraído lo de la cirugía estética. Técnicamente es fácil, pero también es mala para el alma, tanto para la del paciente como para la del médico.

Eso ha hecho que pusiera cara de asombro.

—¡Vaya! ¿Eso cree?

Steven estaba cerca, así que lo he llamado y le he pedido que explicase a esa Lara lo que quería decir «dimorfismo psicológico», cosa que ha hecho encantado:

—Es cuando lo que ve una persona de sí misma al mirarse al espejo está todo cambiado, porque no soporta verse como es en realidad ni siente ningún orgullo, así que lo que es normal le parece una aberración horrible. Es una tara fundamental del carácter de una persona que ninguna cantidad de «retoques» puede curar.

Para entonces la pobre mujer estaba ya tan abatida que me he sentido en la obligación de darle algún consuelo, concretamente que Robert siempre afirmaba que podía garantizar al cien por cien la satisfacción de la paciente en una intervención en concreto: la mamoplastia reductora.

—Es un enorme alivio para el cuello y los hombros, sobre todo cuando ya se ha pasado de cierta edad. Se acabaron esas asquerosas marcas de los tirantes del sujetador…

Mientras lo decía, he mirado al hombro desnudo y marcado de Lara, la cual se ha largado al poco. Sí, lo sé, lo sé… Ha sido poco amable de mi parte, y nada caballeroso. Es que estaba indignado por Robert, y eso que tanto Steven como yo sabíamos que, de haberse hallado Rab presente, se habría llevado a Lara a algún rincón a la sombra —sin que pareciese en absoluto que había la menor intención rapaz por su parte—, habría sacado su libreta de piel de topo, habría anotado unos cuantos detalles y, con una telaraña de dulces palabras, la habría engatusado inexorablemente para que hiciese una carísima reserva en la Clínica Forrest de St John’s Wood.

Pasé en coche por delante de la clínica la semana pasada, como pequeño acto de homenaje, y recordé la tarde en que Robert me guio con languidez por todo el recinto para que viese cómo había quedado. Estaba todo inmaculado, como los chorros del oro: el quirófano con la bóveda en el techo que costó un dineral, las salas de preparación, anestesia y tratamiento, el centro de día… Toda esa reluciente superesterilidad de blanco sobre blanco, en contraste con la recargada decoración Art Nouveau en rosa y amarillo verdoso de casa de Robert. Incluso entonces ya me estaba preguntando yo quién habría pagado todo aquello, y eso antes de los «problemas» de Rab.

Al volver de casa de Jon, he apretado el acelerador a tope, ya que Livy tenía muchas ganas de seguir con ese paisaje tan luminoso en el que lleva semanas enfrascada. Cal tenía aún más ganas de conducir, pero le había visto beberse varias cervezas. En mitad de la discusión, he tenido que contestar a una llamada urgente del joven doctor Malik, así que me he transformado en mi alter ego profesional… y todos los miembros de mi familia saben que a Él más les vale no cabrearlo. Cal se ha hundido en el asiento de cuero mientras murmuraba que él nunca contestaría el teléfono yendo al volante. Pero a mí me da igual; he de atender a mis obligaciones y, en treinta años de conductor, no he tenido un solo accidente. En menos de doce meses Cal ha tenido dos, pero se comporta como si fuesen «cosas que pasan» y, además, no a él, sino a alguna otra persona, a una versión inexperta y anticuada de sí mismo.

Como era de esperar, esos dos sustos no han operado ningún cambio apreciable en él. Al igual que le pasa a la mayoría de los jóvenes, al momento ya estaba deseando coger el volante otra vez. Mientras fui su profesor de conducir, me tomé el papel con la misma seriedad que si fuese un nuevo cirujano interno a mi cargo. Le prohibí cualquier distracción e intenté inculcarle el proceso, la técnica y los rudimentos del motor. Quería que Cal comprendiese que el aprendizaje es gradual y acumulativo, que la verdadera pericia se desarrolla y refina a partir de la experiencia de encontrarse con aprietos imprevistos que nos enseñan a anticiparnos y a adaptarnos a las distintas situaciones. Al conducir, uno corre el peligro de destruir vidas, empezando por la propia.

Sin embargo, es algo que a Cal no le entra. Algunos niños temen de forma intrínseca lo desconocido, la vaga amenaza de sufrir un daño que pudiera ser irreparable. En consecuencia, les da miedo atreverse a dar el primer gran paso y meter el pie en las turbias aguas. Es un miedo normal del que tienen que librarse, pues no hay que tener miedo de actuar de forma unilateral. Sin embargo, es una lección que le debo de haber inculcado demasiado bien a Cal, pues arremete contra las curvas ciegas de la vida como si fuese indestructible. Conoce de sobra la triste historia del segundo embarazo de Olivia que no llegó a buen término, sabe desde que tenía edad de hablar que siempre será nuestro único hijo, pero se sigue comportando con si estuviera convencido de que vivirá eternamente.

«Le hace falta una piel nueva, jefe». Eso me dijo el ayudante de mecánico del taller Rawlson después de que Cal cogiera mi potente Audi para ir a dar una vuelta y le rozase todo el lado izquierdo. Y luego, claro está, fue Cal el que casi necesitó una epidermis nueva después de que tomase esa curva de un camino rural con toda la alegría del mundo y sin llevar el cinturón de seguridad puesto. Tuvo suerte de que su padrino fuese tan bueno en lo suyo; Rab se pasó un montón de horas quitándole fragmentos de cristal de la frente y del pómulo, antes de coserlo y dejarlo casi como nuevo. «Una pequeña cicatriz siempre queda bien en un hombre, le imprime carácter». Tal fue el veredicto a primera vista de Rab al contemplar su obra. «¡Por el amor de Dios!», pensé yo, pero a Cal le encantó. Supongo que fue a partir de ahí cuando se hicieron amigos íntimos.

¡Cómo quería Robert a mi hijo, con qué fiereza tan conmovedora! Había algo muy emocionante en el orgullo y cariño con que lo miraba, en cómo le correspondía Cal y en la avidez de ambos por estar juntos. Cal me solía mirar a mí así, al menos en la pubertad, cuando era un chico entusiasta al que yo enseñaba lo mejor de todos los deportes que valía la pena aprender, y él, con los ojos brillantes, seguía mi estela con lealtad y confianza. No obstante, veo de dónde viene el modo en que se está encauzando la encarnación adolescente de Cal: esa indiferencia desabrida y chulesca, esa sonrisa ladina, ese mero movimiento de cabeza para saludar. En cierto sentido, Rab y él eran hermanos de sangre.

No, lo son, aún lo son. Contrólate, Grey, maldita sea.

Esta tarde, hace un rato, he terminado de escribir las referencias de mi artículo, que tanto me he retrasado en acabar, sobre el uso del Hyalomatrix en quemaduras profundas de la dermis, y, sintiéndome muy liberado, me ha apetecido salir a dar un paseo al atardecer y me he preguntado si mi familia querría acompañarme. Los dos seguían aún ante los restos de la cena; Livy leyendo una novela, aunque afirmase que estaba a punto de volver a su lienzo, mientras que el joven Calder, por su parte, parecía fascinado por algo que estaba viendo en su portátil. Pero, para mi gran satisfacción, he descubierto que navegaba por una página donde se exhiben versiones en alta tecnología de los órganos internos del cuerpo. Y yo que creía que Internet se prestaba más a un interés más zafio por otros órganos del cuerpo humano… ¿Puedo atreverme a soñar con que el chico siga los pasos de su padre? Un futuro cirujano debe ser tan orgulloso como Lucifer, y Cal por lo menos eso ya lo tiene. (En mi generación, aún, estudiamos Anatomía a la vieja usanza, alrededor de un cadáver de color pardo, con el rostro cubierto y encima de una mesa de autopsias, mientras conteníamos la respiración y nos mareábamos. La de Cal, espero, lo hará por simulación en ordenador, libres del olor como de carnicería a formalina y tejido descompuesto, así como de las bromas sobre «cortes fríos» del profesor de Morfología).

De todas formas, no he llegado a salir de casa, ya que ha sonado el teléfono. Cal se ha levantado corriendo a cogerlo, y ha resultado que era Malena. El chico me ha tenido esperando mientras intentaba parecer sofisticado. Cuando por fin me he podido poner, se me ha negado el placer que suelo sentir al oír el ronroneo danés de Malena, pues esta noche estaba preocupada. No me cabe duda de que ya de por sí lo tiene que estar por Robert, pero ahora se trataba de una inquietud nueva, de una fisura en su relación con Killian que la angustiaba. He intentado consolarla, aunque de forma muy torpe, ya que no se me da muy bien lo de hacer de consejero matrimonial. Me da la impresión de que quería verme en persona y lo antes posible, pero no he podido decirle que sí, sobre todo teniendo a Livy delante, la cual no dejaba de observarme por encima de su libro.

Es una situación incómoda en múltiples sentidos. Nunca puedo hablar con Malena mucho rato sin tener la sensación de que, en cierto modo, le estoy siendo «infiel» a Robert. Al fin y al cabo, Rab y yo somos como hermanos y, ya sólo en lo físico, veo en Malena exactamente lo mismo que veía él: esos ojos cristalinos, ese rostro esculpido, esos rizos de color caoba oscuro que son tan poco frecuentes en una danesa. Ni el propio Robert la podría haber mejorado. Únicamente la edad puede hacerlo, y se ve enseguida que seguirá estando gloriosa a los cuarenta, cincuenta y sesenta. Reconozco que hay cierto toque amoral en ella, una discreta turbiedad; de lo contrario, nunca se habría convertido en la chica de Robert. A veces parece excesivamente satisfecha con lo bien que va su propio mundo, pero sólo hasta cierto punto y, desde luego, no esta noche.

Malena y yo siempre nos hemos sabido entender muy bien. Aunque en la superficie no parezcamos los más idóneos para las confidencias, tenemos en común cierta solidez. Ella es de esas mujeres nórdicas a las que tal vez sea el frío lo que las vuelva tan sinceras y desinhibidas de un modo muy natural. Cuando aún era una jovencita, ya conducía una quitanieves, pescaba en el hielo, se pintaba las mejillas de color cereza y se tomaba alegremente chupitos de vodka con los chicos. Aunque sea delgada como una vara, tiene todos los músculos que hacen falta para practicar deportes de invierno, así como varios centímetros de estatura más que Killian, el cual, pese a toda su atractiva pinta de chico malo, no es más que un mequetrefe; y encima un mequetrefe zafio, para acabar de rematarlo. Lo primero, debería cortarse esa mierda de pelo suyo, y además dudo que tenga en su guardarropa otra cosa que no sean camisetas y vaqueros, todos desgastados y manchados porque siempre se está limpiando el cincel en ellos. ¿Y por ese tío le pusieron los cuernos a mi amigo? Sin embargo… nunca he tenido razones para creer que no esté muy enamorado de Malena, como debe ser. Y ella también lo está de él, de ahí mi sorpresa al oír que las aguas estaban revueltas entre ellos.

Al parecer, a Killian se le ha ido la inspiración, o, si no eso, está pasando por una etapa de depresión. Yo ya sabía que se había llevado una gran decepción profesional cuando perdió un encargo, que le había caído como llovido del cielo tan sólo para que se lo arrebatasen con la misma rapidez. Desde que se enteró de la noticia, hace más o menos una semana (de hecho, el día antes de que Robert desapareciera), parece que se ha estado comportando de un modo bastante malhumorado y peculiar. En su condición de fotógrafa y veterana del lamentable mundo de la moda, Malena conoce muy bien las formas de ser veleidosas e inconstantes que predominan en él, pero este extraño cambio de humor del irlandés la ha dejado profundamente desconcertada. Él se queja de algunos achaques, de una vieja lesión que se hizo jugando al rugby y que nunca llegó a curarse del todo, pero, para disgusto de Malena, se niega a ir al médico.

Compungido, he soltado un gruñido en señal de reconocimiento:

—Sí, igual que Robert, el médico que se negaba a curarse a sí mismo.

Malena se ha estremecido:

—Por favor, Grey, no digas eso.

Me he dado cuenta de que no había sido un comentario muy acertado, dadas las circunstancias. Aun así, no he quedado muy convencido. Todos los hombres pasan por la fase de aborrecer su trabajo, pero Malena ha llegado a hablar de reservar plaza para Killian en la clínica de Steven.

—¿Y por qué? —le he preguntado—. ¿Por «agotamiento», como las estrellas de rock and roll? Malena, no te aconsejo que pagues las tarifas de Blakedene. A mí me suena como si lo único que necesitara fuera descansar, o pensar las cosas…

—Bueno, a lo mejor es a mí a quien deberían ingresar en Blakedene Hall. Así podría contarle a Steve todos mis problemas…

Me ha asustado que estuviera hablando en serio. También quería decirle que Steve no le sería de ayuda, ya que, de forma inconsciente o no, siempre adopta una actitud negativa, de reproche, con cualquier mujer que se haya acostado con Robert. Supongo que yo también sentí en su momento una punzada de envidia, por muy pueril que fuese, pero una parte de mí se ha decidido a ser el Galahad de Malena y a no aceptar ningún contendiente, ni aunque se trate del honorable doctor Hartford. Sobre todo ahora que Killian parece haberse puesto de repente la armadura de caballero negro. La verdad es que todo esto huele mucho a que ya no está tan interesado en ella.

¿Fue hace sólo diez semanas cuando Livy y yo fuimos a verlos y nos los encontramos en pleno éxtasis conyugal?

Acepté la invitación de Malena con cierta inquietud. Únicamente encontré la excusa para hacerlo cuando Robert reconoció que estaba tonteando con una chica nueva, alguna princesa mimada a la que él había regalado una nariz nueva. Entonces me dije que todos seguíamos adelante con nuestras vidas, por mucho que pareciese que la de Rab estaba reincidiendo en lo mismo de siempre. A Livy no le hizo falta ningún pretexto; conocía la obra de Killian, dónde se había formado y demás, y tenía curiosidad por conocerlo. Aun así, cuando nos montamos en el Audi esa mañana, no conseguía quitarme de encima la sensación de que Robert nos estaba vigilando, oculto entre las sombras a cierta distancia, con los ojos echando chispas…

Tienen una buena casa de las de toda la vida, y no el salón de exhibición de un esteta que es la de Robert. Malena nos sirvió té en una cocina alegre y abarrotada de cosas, en cuyas paredes colgaban los carteles mal enmarcados de las exposiciones de Killian (Gracias pálidas, Amaterasu, Deméter de la tierra roja). Llevé una botella de whisky irlandés Powers en homenaje al hombre de la casa, pero leí en la mirada de Malena que eso equivalía a cruzar el umbral de su nuevo hogar con una efigie de Robert en brazos. No obstante, al cabo de un rato nos condujo como correspondía al «taller» de Killian.

Francamente, yo iba predispuesto a valorar su obra con frialdad, pero tengo que admitir que me gustó mucho el estudio. Ocupaba toda la planta superior, con las paredes de ladrillo visto, el suelo de tablones de madera y una alta claraboya en el techo, y tenía ese agradable olor a polvo de un estudio masculino, que transmitía toda la sensación de un proceso industrial o artesanal. Esparcidos por todas las superficies había montones de bosquejos a lápiz, varias herramientas y cinceles, puestos en posición vertical dentro de viejos botes de pintura de quince litros, así como muchas piezas, cubiertas con arpillera, alineadas sobre estantes de metal con escuadras. La mera cantidad y variedad de herramientas y accesorios me resultó muy interesante: gafas protectoras, guantes, orejeras, una máscara de oxígeno, una enceradora, una perforadora de percusión, una trituradora y haces enteros de hojas de diamante. En un rincón había una especie de maqueta de tamaño natural, hecha de alambre, apoyada contra una mecedora de madera de respaldo alto. En otra esquina, abandonado, vi un tanque de aire de doscientos litros con alguna clase de herramienta neumática que le colgaba de una manguera, la cual parecía suplicar que la cogiesen y la destruyeran.

Y allí, plantificado con expresión pensativa en medio de todo eso, se encontraba el gran Killian MacCabe, vestido como un ayudante de enlucidor, sujetando en una mano un martillo de kilo y medio y en la otra una taza esmaltada desportillada con el escudo de algún equipo de rugby de Dun Laoghaire. Examinaba un gran trozo de alabastro, que debía de haber subido con un cabestrante al banco reforzado sobre el que descansaba en toda su enormidad, encima de un saco de arena. Livy se disculpó por la interrupción. Él sonrió y negó con la mano.

—No, no, tranquilos, de verdad. No tengo intención de tocar a este muchacho hoy, Livy. Sólo me estaba haciendo ojitos y arrojándome el guante.

Le dirigí una mirada interrogante que se dignó contestar:

—Un bloque de este tamaño, Grey, ofrece todo un mundo de posibilidades. Y además procede de algún sitio, con lo cual tiene su propia historia. Hay que respetar eso; te exige que lo tengas en cuenta.

Noté esa forma irlandesa de mirarlo a uno, como si ya se estuviera divirtiendo por el comentario ingenioso que estuviera a punto de hacer, y también por tu respuesta lamentable y carente de gracia, ya que «tú», por definición, te tomabas la vida demasiado en serio. «No os preocupéis por mí —parecían decir sus ojos—; si en realidad trabajo de verdad mientras vosotros estáis durmiendo». Pero consiguió cautivarnos el joven MacCabe, y no sólo gracias a su encanto de bohemio sin afeitar, sino con la selección de piezas que, como al azar, fue descubriendo.

Trabaja principalmente con piedra o madera; a veces con materiales que compra o que rescata de algún sitio, pero, por lo general, prefiere que sea el cliente quien le procure su propia materia prima. «Le gusta que lo sorprendan»; quiere creer que, en el transcurso del trabajo, de algún modo se «fundirá» con el carácter del donante, y, además, le gusta pensar que la madera o la piedra, por su naturaleza ya de por sí diferente, «le abrirá los ojos» y le enseñará algo.

—Una piedra en estado bruto posee su propia perfección —continuó diciendo—. A veces hasta me dan ganas de dejarla tal y como está, en señal de respeto a ese «mejor artesano». Pero sólo tengo una vida, así que me pongo a cincelar. Y entonces, una vez rajada, son las imperfecciones de las entrañas lo que verdaderamente te estimula. Las imperfecciones siempre te sugieren cosas nuevas.

Era todo muy rimbombante, pero, aun así, me pareció que tenía bastante sentido, con lo cual tuvimos una agradable charla sobre la afición a cortar que compartíamos: herramientas de cortar, cortar cosas, cortar personas. La curiosidad de Killian por lo quirúrgico sobrepasaba a la de un profano en la materia:

—Cuando tienes delante a alguien tumbado con las tripas abiertas —dijo maravillado—, seguro que te sientes poderoso, ¿verdad? Debes de sentirte como un brujo, con ese escalpelo en la mano…

Tuve que explicarle que, en cierto sentido, cada vez que cojo el bisturí tengo que luchar contra la indecisión, aunque sólo sea una fracción de segundo, pero es ahí donde te aguarda el demonio al acecho. En los peores momentos te ves desde fuera de tu cuerpo, agachado sobre un niño, hoja en mano como Abraham. En mi caso, lo que más me afecta es la responsabilidad tan especial de operar a recién nacidos y niños, en los que mi incisión supone la primera violación de su carne rosácea sin mácula. Por supuesto, a menudo su vida corre peligro y nadie más puede ocupar mi lugar en ese momento, así que, a menos que me dé prisa, las cosas se pondrán muchísimo peor. De todas formas, cada vez que rajo intento por un instante no pensar en el paciente como en un ser humano; intento apartar de mi pensamiento todos esos valiosos detalles relativos a su epidermis, a su bonito pelo, a su tez, a cualquier imperfección menor; es decir, justo todas esas cosas sobre las que se exigía a Robert que estuviera obsesionado en todo momento.

—Se necesita cierta actitud zen —sugerí, al tiempo que me imaginaba la cara de disgusto que pondría Robert si me oyera— que te conciencie de que tu objetivo es «bueno». Entonces, una vez que lo asumes y te metes en faena, es como si el tejido se fuese desprendiendo por sí mismo al contacto de la hoja, y lo más curioso es que apenas parece sangrar, como si el cuerpo estuviese ayudando activamente en la operación.

Lo había seguido al plano teórico pedante, por lo que su sonrisa era muy amplia. Contemplamos una pieza suya que era bastante agradable; se trataba de un desnudo femenino abstracto que había extraído de un gran pedazo de piedra al que, de algún modo, había conseguido dotar de una apariencia fecunda y casi carnal. Intenté decirle unas pocas y torpes palabras de admiración:

—Es sorprendente lo mucho que has sugerido de una mujer sólo con el movimiento de esa curva.

—Sí, pero hay aspectos de lo femenino que nosotros los hombres vemos de forma instintiva —dijo con una sonrisa mientras miraba a nuestras mujeres—. Para nosotros, los tíos, hay una especie de código que sabemos que significa «chica desnuda». Puede ser una línea en la arena, o una meada en la nieve, lo mismo da…

Malena sonreía con toda claridad cuando se nos acercó y le rodeó la cintura con los brazos. «Dame un beso», le dijo Killian, y entonces ella hizo un poco de pantomima de resistirse. Y, por extraño que parezca, el espectáculo no me dio ganas de vomitar. Se gustaban mucho, eso se veía. No, descubrí que no me importaba haber conocido a Killian, pese a lo mucho que me había preocupado la idea. Nunca le confesé a Rab mi traición, aunque sospecho que él se lo figuró. ¿Me lo tuvo en cuenta? ¿Fue una flagrante deslealtad? Maldita sea, conocer a Killian formaba parte de mi amistad con Malena, ya que nos habíamos hecho amigos y, por lo tanto, era imposible que no me interesase por ella. No puedo hacer como si Killian fuese un demonio, ni ninguna otra cosa excepto un tipo agradable hasta donde he alcanzado a ver.

Malena, sin embargo, ahora ha conocido una faceta de él con la que no contaba. Es lo que pasa: para cierta clase de mujeres, el amor es como una droga, pero les interesa únicamente como algo que da chispa a la vida, y no por toda la rutina diaria que también implica. Tenemos que comprometernos con las personas a quienes amamos. Además, tengo la sospecha, por muy mal que terminasen las cosas entre Malena y Rab, de que ella aún siente algo por él, y de que está ahora más preocupada por su desaparición de lo que deja entrever. Y digo yo que seguro que Killian se ha dado cuenta de eso.