¿Me estoy oyendo pensar? ¿O es ella que me susurra? A veces veo que abre la boca, siento su aliento en mi oreja y comienza a verterse el veneno. Otras veces no. Sea como sea, el caso es que su voz siempre está en mi cabeza, sondándome, y se me pega como una lengua, insistente e irresistible.

Su voz no es la mía. Yo ya tendría que conocer la diferencia, pero es por lo mucho que nuestras voces se han ido entrelazando. Ahora somos iguales de tantas formas; tenemos la misma mente, ella y yo, como consecuencia de esta espantosa intimidad nuestra. Supongo que toda la vida he estado esperando estar tan cerca de una mujer. Y no es porque lo haya deseado, no, nunca, sino porque las mujeres siempre me han exigido algún tipo de «telepatía», y me la han exigido continuamente. Tendrían que haber ido con más cuidado.

Así que, ahora, es ella. Mi hermana, mi ánima. Está ante la superficie oscura del espejo de cuerpo entero, reflejada como si estuviese hecha de él. Aguarda mi decisión, como si ella no la supiera ya, como si no infestara cada uno de mis pensamientos.

Y también está él, mi enemigo, el vértice del triángulo que formamos en esta habitación. No deja de mirarnos a ella y a mí, perplejo, con cierto halo de preocupación en el rostro. Si tuviese la menor idea de lo que puede estar a punto de sucederle, seguro que esa preocupación suya sería auténtica y muy acuciante.

Está moviendo los labios, eso está claro. «Robert —dice—, esto no está bien, tío». Esa máscara de lástima que lleva puesta, ¿es por mí? Él no es amigo mío. Aun así, ¿me quedará todavía tiempo para mostrarle un poco de amabilidad?

Pues esta sensación que me está subiendo ahora por la columna y que me recorre toda la piel, como una rata que buscara algo, como una podredumbre que se necrosa, es atroz, pero también rica e imponente como la música más suprema: nauseabunda, monstruosa, una bestia ignorante que se agita y despierta, gestada en mis tripas o en mi ingle o que ha reventado de mi cabeza como un dios fetal deforme, el Maligno infante, una cría de araña que sale del cráneo en que se ha desarrollado, majestuosamente gorda de veneno y porquería.

¿Y qué soy yo, sino el gusano, el vasallo, el culpable? Obedeceré todas las órdenes. Tengo que levantarme y hacer lo que se le antoje a ella, a quien se ha concedido todo el poder. Se oye un latido por debajo de todo el alboroto que bulle en mi cabeza; algo que repica, duro como el diamante e intenso, y que me dice: «Hazlo. Cógelo. Coge de él lo que necesites». «Aún no se les permite diseccionar seres vivos. Aún no…». Era la broma que siempre hacía el doctor Laidlaw en el laboratorio de anatomía cuando éramos jóvenes. Ahora ya somos todo lo adultos que hace falta.

Y ahora tengo aquí delante a este hombre, al que voy a cortar por la mitad; aún no estoy seguro de si el corte será de ombligo a barbilla o de oreja a oreja. Pero ahora ya sé que su suerte está echada, la suya y la mía. Cruzo el umbral, entro y me hundo.