11. Diario del doctor Lochran. El espejo


3 de septiembre

Esta noche me noto reventado y molesto, aunque no especialmente «mal». Aun así, supongo que tardaré mucho en conciliar el sueño, ya que estoy demasiado intranquilo.

Esta tarde he ido al apartamento de Robert a reunirme con Bill Hagen. Había anulado todas las revisiones que tenía para poder darle el tiempo que me solicitaba, y vamos que si se lo ha tomado. Sin haberlo pensado tampoco mucho, confiaba en que él, a cambio, me dijera algo que me tranquilizara. En su lugar, el resultado de nuestra «charla» ha sido que ahora me bulle la cabeza con un montón de inquietudes.

Como era de esperar, mi estado de ánimo se vio afectado desde el principio por el lugar del encuentro. Al entrar con el coche a Artemis Park y pasar los sicómoros y la señalización de las pistas de tenis, me volvió a sorprender que algún banquero gilipollas hubiera podido llegar a engañarse y creer que estaba invirtiendo en un gran lujo. El edificio principal es espléndido, sin duda, con todos esos detalles de piedra artificial y el campanile en estilo gótico veneciano que se alza imperioso. Cuando aparqué, no pude evitar imaginarme como siempre que, pese al mucho tiempo que lleva en silencio, la campana iba a empezar a tocar, tañida por la sombra de algún Quasimodo que llamara a los lunáticos a vísperas. Entonces miré hacia arriba, a las ventanas de Robert, y viví la experiencia breve y desconcertante de ver a un hombre tras los cristales en los que se reflejaba el sol.

Subí con cierta dificultad las escaleras de piedra hasta llegar al rellano del segundo piso, en el que la puerta de Robert estaba abierta. Los recuerdos me llevaron de la mano mientras recorría el bonito suelo de palisandro del recibidor bajo los faroles venecianos del techo. Vi su bastón, mi desacertado regalo, metido en el paragüero. El gran recibidor estaba lleno de la luz que entraba por el mirador que llega del suelo al techo (aunque Robert solía tener las cortinas carmesí cerradas, bañando el lugar de una penumbra uterina). Nunca me ha parecido mal la belleza victoriana del lugar, sus altas proporciones o sus exquisitas molduras. Son los añadidos de alta tecnología los que no me convencen: ese entrepiso artificial de arriba, en el que están los dormitorios tipo suite y el vestidor de Robert, y esa cocina alemana con sus armarios de encargo, almacenamiento de vino con control de temperatura y demás relucientes electrodomésticos de la ciencia germana.

Al entrar en el comedor, encontré a Hagen sentado junto a la chimenea, pensativo. Tiene unos cincuenta y tantos años, el rostro enjuto, aunque él es bastante robusto, y está claro que no es de los policías que se vuelven rechonchos de estar siempre sentados en un escritorio. Observé que iba sin afeitar, y que el gesto de apartarse de los ojos el flequillo, un tanto lacio y canoso, era un tic que se podría curar fácilmente yendo al peluquero. Sobre la larga mesa de comedor que tenía delante yacía una de las malditas máscaras negras de Robert, y tenía en una mano un escalpelo con el que jugueteaba. Al verme, me saludó con un movimiento de cabeza.

—Doctor Lochran, esto es un chisme infernal que no se debería dejar por cualquier parte, ¿no le parece?

Le cogí la hoja y la observé a la luz.

—Es un número quince. El instrumento favorito de Robert. Se usa cuando se necesita que la incisión tenga una forma curva hecha con ingenio y precisión.

—¿Con ingenio?

—Por ejemplo, alrededor de la areola del pezón.

Hagen asintió con entusiasmo.

—Fascinante —dijo, marcando la tercera sílaba—. ¿Y puede decirme algo de este objeto de aquí? —añadió señalando la máscara.

Suspiré.

—Eso es un invento de Robert. Una pieza que diseñó y sacó al mercado, aunque no con mucho éxito.

—¿Y para qué sirve?

—Lo llaman terapia fría. Es una máscara que actúa como una compresa fría, para pacientes que se estén recuperando de alguna intervención en el rostro: de un lifting, o de un arreglo de ojos…

Hagen se había puesto en pie y había cogido de la mesa la máscara, en la que ahora estaba hurgando para separar las distintas tiras de pvc. Finalmente se la puso en la cara y se quedó así, mudo y con el semblante negro, durante tanto tiempo que hasta consiguió que me sintiese un poco intranquilo por esa broma fuera de lugar. Sin embargo, después me di cuenta de que estaba estudiando su reflejo en un espejo que había detrás de mí. Al poco, se quitó la máscara, algo confuso.

—Da un aspecto bastante siniestro, ¿no?

—Bastante, sí. Un toque fetichista. Supongo que ésa es una de las razones de que no tuviera mucho éxito en la industria. Yo ya le dije a Robert que quedaría mejor en una noche de Halloween que en una suite de convalecencia, pero eso sólo sirvió para hacerle gracia. No admitía que le dijeran nada, y menos en cuestiones de gusto.

—Vaya, así que el doctor Forrest probó suerte en el mundo empresarial…

Asentí.

—Como nos pasa a la mayoría, Robert deseaba encontrar la gallina de los huevos de oro y poder trabajar menos. Con esto, sin embargo, acabó perdiendo dinero, igual que lo había perdido antes por todos los lados, como ya le dije.

Hagen sonrió y se metió las manos en los bolsillos. Con su traje de pana negra, bastante gastado y con los bolsillos agrandados, podría haber pasado por un ganadero noruego un día de mercado. Sin embargo, en sus ojos se veía cierta expresión paciente y socarrona.

—Conocerá usted bien este lugar, esta casa, ¿no? —me preguntó.

—Sí. Robert nos invitaba de vez en cuando. Era buen cocinero, pero, después de que se fuera Malena, no volvió a dar ninguna cena. A partir de entonces, yo también venía menos por aquí. Nunca me ha gustado mucho el entorno, para ser sinceros.

—Ah, claro, esto era el antiguo hospital psiquiátrico, ¿no?

Hagen se había vuelto a sentar y tenía apoyada la barbilla sobre las manos.

—Sí. Y antes de que hubiera locos, fue el asilo del condado, para indigentes. Me imagino que unos cuantos todavía estarán enterrados bajo las dichosas pistas de tenis. ¿Ha hablado con mi amigo, Steven Hartford? Él trabajo aquí los últimos años en que estuvo en funcionamiento el hospital.

—¿De veras? Pues no me lo comentó. ¿Y por qué lo cerraron?

—Lo de siempre: «Recortes imprescindibles».

—Una pena.

—Sí, y un duro golpe para Steven. Era la clase de hospital con la que él estaba comprometido, por lo que representaba de la tradición británica de dar asistencia médica a los pobres. No le agradó mucho ver que se transformaba en una urbanización de lujo.

Hagen se levantó, fue hasta la ventana y contempló los terrenos, después se volvió hacia mí.

—Entonces, digo yo que se llevaría otro duro golpe cuando su viejo amigo Robert decidió comprarse el mejor apartamento, ¿no?

—Eso… —contesté sopesando mis palabras— fue un poco una falta de delicadeza por parte de Robert. Pero es que había algo en la locura de revival gótico de este lugar que tentaba mucho a su… temperamento. Nuestro Robert es un chico muy del siglo diecinueve.

Hagen puso una sonrisa que era más una mueca, como si con ella pretendiera expresar que no tenía ni idea de lo que estaba yo hablando, y después me hizo un gesto para que pasásemos al salón, lo cual hizo él primero. Sentí una punzada de tristeza cuando vi, sobre la mesa baja de marquetería en medio de las dos chaises longues que están una frente a otra, el precioso mueble para bebidas, en roble y plata, al que Robert siempre llamaba «el tántalo», con sus licoreras de cristal de whisky y coñac, y al lado, en una bandeja, el sifón de soda antiguo de color azul verdoso y un juego de cuatro vasos de cristal grueso. Hagen y yo nos sentamos en las chaises longues, menos cómodas de lo que él se esperaba, y decidí aprovechar la circunstancia para preguntar yo:

—Supongo que usted o su compañero hablarían con Killian MacCabe, ¿no? El escultor, la pareja actual de Malena.

Hagen frunció la boca como si estuviese ligeramente intrigado.

—Sí, lo hicimos. Y ya que le interesa, sepa que tiene coartada para la noche del 14 de agosto. Estuvo con una coleccionista de arte, cerca de Harley Street, y después se fue a casa.

—Eso ya lo sabía, sí, pero ¿lo han comprobado?

Asintió mientras me miraba intensamente.

—Una mente interesante la suya, doctor. Me gustaría echar un vistazo al dormitorio del doctor Forrest. ¿Me lo puede enseñar?

La petición me sorprendió.

—¿Y me necesita a mí para eso?

—Sí, venga conmigo. Me interesa conocer su opinión sobre algo.

Mientras se levantaba, dándose pensativo unas palmaditas en los bolsillos, me acerqué, por hacer algo, al mirador, y entonces me percaté de algo asombroso. Juraría que, abajo en el aparcamiento, vi el Alfa Romeo verde, bastante inconfundible, de Killian MacCabe saliendo por las verjas de Artemis a gran velocidad. Y, sin embargo, cuando Hagen me preguntó «si pasaba algo», no se me ocurrió ninguna forma convincente de explicárselo, así que me di por vencido, me encogí de hombros y me dirigí arriba.

No obstante, seguí dándole vueltas al asunto mientras acompañaba a Hagen por la escalera principal hasta el dormitorio de Robert, una gran estancia octogonal, fría y oscura, pues las tupidas cortinas estaban corridas tras las tres altas ventanas. La enorme cama estaba hecha, y sus suaves sábanas tan lisas como el cristal. Hagen se detuvo a los pies de la misma unos instantes, junto al cassone[20] antiguo, tallado en nogal florentino, que yo le había enviado a Robert desde Siena. El inspector miraba fijamente al frente, como si de ese modo pudiera atravesar la niebla y contemplar el pasado.

Al fin señaló el arco por el que se accedía a lo que había sido el vestidor de Malena, en el que entramos juntos. Las dos largas paredes de armarios con espejos me eran familiares, pero aquel lugar tenía un nuevo ocupante, cuyo vetusto esplendor era muy propio de Robert. Se trataba de un gran espejo de cuerpo entero muy ornamentado, de casi dos metros y medio de alto, que llegaba al techo, como si estuviese hecho a escala del palacio de Versalles. Tenía un marco de buena madera oscura con patas, y estaba rematado por una cartela con un bajorrelieve de serpientes enroscadas.

Hagen fue hasta él y golpeó con los nudillos su superficie, ligeramente moteada.

—Es una cosa bastante rara para tener en casa, ¿no?

Me encogí de hombros.

—Bueno, un espejo es un espejo, aunque reconozco que éste es muy barroco. Pero es que Robert era coleccionista.

—Desde luego no faltan espejos en esta habitación tan pequeña… —Por supuesto tenía razón, aunque no entendí a qué se refería—. ¿Diría usted que el doctor Forrest es un hombre más presumido de lo normal?

Tuve que sonreír.

—Siempre ha sido apuesto. Claro está que, cuando se llega a la mediana edad, hasta los chicos de oro se estropean un poco. A Robert le gustaba citar esa frase de Orwell, la que dice que, después de los cuarenta, un hombre tiene la cara que se merece.

—Sí, estoy de acuerdo con eso, pero la tendencia hoy en día es la contraria, ¿no?, y gracias a ella se gana la vida el doctor Forrest. Así que ¿no es una actitud un tanto perversa por su parte?

—Bueno, es algo de lo que nunca llegamos a hablar, pero estoy bastante seguro de que el orgullo le habría impedido ponerse jamás bajo el bisturí de otro hombre. De todas formas, sigue siendo un tipo atractivo…

—Y, sin embargo, su mujer, joven y atractiva, lo dejó por otro tío, más joven y también atractivo…

—No estaban casados. Era su novia.

—Y estas últimas semanas, o meses, ¿sabe usted si vivía solo, si dormía solo? ¿No ocupó nadie el lugar de la señorita Absalonsen?

Era el momento que esperaba, pero, aun así, seguía sin poder entender por qué me lo había callado hasta entonces, e incluso por qué ahora, de un modo muy vago, me daba miedo decirlo. Hagen se dio cuenta.

—Por favor, doctor Lochran, dígame lo que piensa. No tenemos tiempo para secretos.

Así que me senté a los pies de la cama de Robert y le conté lo que quería decirle desde hacía mucho:

—Recientemente, hace un mes o así, Robert conoció a una mujer, de la que creo que de pronto se volvió inseparable, aunque después me dijo que sólo había sido un… subidón de adrenalina. La mujer se llama Dijana Vukovara. —Lo repetí despacio, «Vu-KO-va-ra», tal y como lo había oído pronunciar, ya que, por cierto, era la primera vez en toda la entrevista que Hagen se había sacado una libreta y un lápiz pequeño y grueso—. No creo que nadie se la haya nombrado…

—No, la señorita Absalonsen no me dijo nada.

—Dudo que Malena sepa nada de ella, ni tampoco nadie más que conozca a Robert, porque, según tengo entendido, llevaron su relación totalmente en secreto, e incluso con nocturnidad. Yo mismo sólo la vi una vez. Pero Robert me habló de ella, una noche que vino a casa y nos tomamos unos cuantos whiskys. Me dijo que estaban empezando a conocerse y que se sentían muy unidos. Me alegré e intenté que fueran los dos una noche a casa a cenar, pero Robert me contestó que no podía ser.

—¿Cómo conoció el doctor Forrest a esa señorita… Vu-KO-va-ra?

—No estoy seguro. Tengo la impresión de que pudo ser en alguna velada cultural. Parecía de las que asisten a esos actos.

—¿Y cómo nos podemos poner en contacto con ella?

—No tengo ni la menor idea. No sé dónde vive, ni a lo que se dedica, ni de dónde es…

Hagen cerró la libreta con aspecto preocupado. Al fin había conseguido intrigarle.

—Bueno, a ver, ¿me la puede describir al menos?

—Es que es bastante difícil de describir…

Con una risita bronca, replicó:

—Vaya, qué oportuna, narices. Muy hábil de su parte. ¿Le importaría hacerme el favor de intentarlo, doctor?

—Era extranjera, eso seguro, pero no le sabría decir exactamente de dónde… Primero pensé que sería eslava, ya que el nombre sonaba a eso, pero su acento era más italiano. A lo mejor es que estudió allí. Sin embargo, vista desde cierta perspectiva parecía más francesa. Tal vez sólo fuese porque bebía y fumaba como las francesas, pero también me dio la impresión de que había en ella algo muy francés… como un atractivo ligeramente imperfecto.

—¿Es una mujer atractiva?

—Sí, yo diría que sí. Cualquiera diría que sí.

—No hace falta que lo matice, doctor. No se lo voy a contar a su mujer. Entonces, ¿por qué dice eso de «imperfecto»?

—Bueno, a ver si me explico. Lo que quiero decir es que de primeras me pareció despampanante, por su pelo y ojos muy oscuros y sus labios rojos. Tenía una buena constitución, buena figura, iba bien perfumada y vestida con mucho estilo. No le habría echado más de veintitantos años. Pero… cuanto más tiempo estaba en su compañía, más me parecía… como demasiado perfumada y maquillada, y tal vez también un poco más mayor. De cerca te dabas cuenta de que su piel y sus dientes no eran tan perfectos. Al principio la tomé por una mujer de buena posición económica, pero después me empecé a preguntar… si no se vendería. ¿Entiende lo que le quiero decir? Es como cuando ves a una chica en la calle a la que sus tacones, bolso, maquillaje y buen peinado dan un aspecto muy distinguido y elegante, pero, en realidad, lo mismo podría ser una rica heredera que una prostituta. —Mientras Hagen me observaba con curiosidad, de pronto caí en la cuenta de que me había puesto a parlotear sin parar, como reaccionando contra el largo silencio que había guardado sobre esa maldita mujer—. Ya sé que suena raro, pero estoy seguro de que cualquiera que la conociese diría lo mismo de ella.

—Pero, espere, ¿dónde la conoció usted exactamente?

—Aquí, un día que vine a ver a Robert, ya que se había vuelto tan… esquivo. Y yo sabía que era porque estaba con esa mujer, así que necesitaba conocerla, aunque sólo fuera para ver por mí mismo en qué se estaba metiendo mi amigo. No creo que Robert se alegrara mucho al abrir la puerta y verme, pero, de todas formas, entré en el salón y la vi. Robert sirvió unas copas y me dio una, pero, aun así, había un ambiente extraño.

—¿Y eso?

—Por ella. Me resultó desagradable. En la superficie parecía recatada, pero, a la vez, escondía algo… muy provocador. Tenía una risa cristalina que sonaba bastante a desdén. Incluso su sonrisa era como… como si supiera algún secreto horrible de ti. Daba la impresión de que uno no fuera digno de estar en su compañía.

—Pero ¿parecía el doctor Forrest enamorado de ella?

Negué con la cabeza.

—Esa noche parecía más como si le tuviese miedo. Lo que él me había descrito con anterioridad era lo que supongo que usted llamaría «amor romántico», y se le veía la mirada ilusionada. Esa noche, en cambio, creo que él tenía las mismas ganas que yo de tenerla aquí.

Hagen me dirigió una mirada inescrutable. Ya me tenía en sus garras.

—Bueno, doctor, pues se ha estado usted callando unos datos muy valiosos…

—Lo siento. Es que no he tenido la cabeza muy despejada. Por alguna razón estaba embotado, sin que tampoco sepa por qué. Al pensar en ella, no las tenía todas conmigo de no estar… simplemente viendo una cabeza de muerto en un manchurrón de tinta. Al fin y al cabo, no era más que una mujer, ¿entiende lo que le quiero decir?

—Sí, creo que sí. En todo caso, está claro que tenemos que encontrar a la señorita Vu-KO-va-ra —dijo con una risita—, y entonces ya lo comprobaremos por nosotros mismos.

4 de septiembre

Esta mañana he hecho el amor con Livy por primera vez después de, diría yo, unos cuatro meses. El tiempo y los quehaceres cotidianos se interponen, y la menor posibilidad de gozar de un rato de intimidad cobra un aspecto oneroso y empieza a parecer un problema. Y, sin embargo, con qué facilidad se desvanece todo al más leve recordatorio de las cosas más queridas y familiares: la fragancia de su pelo en mis manos, el tacto en mis dedos de ese camisón con el cuello de encaje que voy retirando poco a poco, y después sentirla contra mí, mientras las corrientes vuelven a fluir por nuestro interior y rodamos por el mar de nuestra cama.

Más tarde, mientras bromeábamos dándonos algunos empujones frente al lavabo del cuarto de baño, Livy me dijo que había estado como un colegial; no por la tensión de mi físico, no, sino más bien por la pasión que le había puesto y que a ella le había resultado bastante cómica. Bueno, pues que se ría… Son cosas muy valiosas sin las cuales la soledad sería insoportable: la sensación de comunión con otra persona, el compartir las emociones más elementales, queridas y cálidas. Cualquiera que sea nuestra suerte en esta vida, todos necesitamos esa intimidad incomparable para seguir viviendo. Olivia es mi consuelo, mi media naranja, mi fuerza y solaz. Cuando la conocí, me pasé esa noche en vela escribiendo su nombre en una libreta un centenar de veces. Sí, muy «colegial», desde luego. Gracias a Dios, ella sintió lo mismo por mí, o más bien, no lo mismo, sino algo parecido y complementario.

Desde entonces nunca he mirado a otra mujer en serio. Así de claro, porque la quiero, la quiero y la quiero ad infinítum. Soy un hombre afortunado; me basta con ver a mis pobres amigos para saberlo.

Hoy me he puesto a jugar a los detectives, con la intención de comprobar por mi cuenta la coartada de Killian MacCabe para la noche de la desaparición de Robert. Primero estaba la delicada situación de llamar a Malena y preguntarle, como si fuera en nombre de Livy, si conservaba la dirección a la que había ido Killian para entrevistarse con esa posible clienta. No me quedó muy sutil el intento, pero, en todo caso, oí que cogía la agenda del aparador de la cocina. Cuando volvió a coger el teléfono, fue para decirme que la página de esa semana estaba arrancada, ya que probablemente Killian se la hubiese llevado consigo por si se le olvidaba la dirección. ¿Quería que se lo preguntara a él? No, yo no quería ni de coña, o, más bien, «no quería que lo molestase», así que mejor si intentaba recordar ella la dirección. Tras meditarlo, creyó recordar que Killian había mencionado un nombre italiano, Ragnari, y un edificio señorial de apartamentos en la esquina de Harley Street y… ¿Carrefort? No, Cavendish. Le aseguré que con eso me bastaba.

Así que, al anochecer, iba yo a paso rápido por esa calle de los sueños, hogar de los multimillonarios de la medicina; por esa parte del Londres rico cubierta de un estuco blanco inexpugnable, cuyas hileras de verjas de hierro con pinchos mantienen alejados a los pobres. Vistas desde la calle, las casas parecían encantadas, vacías u oscuras, salvo por el fuego ocasional de la chimenea de algún salón con el recargado techo iluminado por una araña de luces parpadeante.

Encontré el que tenía que ser el edificio. El nombre de «Ragnari» no figuraba al lado de ningún timbre, pero, cuando miré por las puertas de cristal, vi que un hombre calvo y con el rostro colorado, vestido con camisa y corbata, salía arrastrando los pies de detrás de un mostrador empotrado y se dirigía hacia mí. Abrió la puerta y me dejó entrar en un vestíbulo de techos muy altos en el que, a mi derecha, una espléndida escalera de caracol conducía a los pisos superiores. Pese a haberme abierto, me dio la impresión de que al portero no le parecía que yo fuese muy de fiar.

—¿A quién busca, señor?

—A la señorita… ¿Ragnari?

—La señora Ragnari, del 6F. Es un nombre encantador, ¿verdad? Extranjero, pero muy dulce. Una dama interesante, la señora Ragnari.

—¿De veras? ¿Cuánto hace que vive aquí?

Llevado por la precipitación, le había dejado bien claro mi desconocimiento de todo cuanto tuviera que ver con esa tal Ragnari. Su expresión se transformó en la de un cajero de banco que me fuera a poner dificultades:

—Bueno, me temo que no podemos dar ese tipo de información, señor. Está prohibido. Nuestros residentes tienen derecho a que se respete su intimidad.

Mientras seguía reprendiéndome con la mirada, marcó un número en un teléfono interno, pero no recibió respuesta. Le pregunté si podía echar una nota por debajo de la puerta de la señora Ragnari, en relación con un asunto privado.

—Por supuesto que puede, señor.

Entonces oí un traqueteo, que provenía de detrás del cristal esmerilado de una puerta de ascensor que tenía al lado. Tiré del picaporte, pero no se abrió.

—No se abrirá hasta que el ascensor no se detenga del todo, señor. Es por seguridad, ¿sabe usted? —explicó con una risita—. El ascensor se instaló años después de que se construyera el edificio y siempre ha funcionado de forma un tanto defectuosa. Según cuentan, un hombre mayor que vivía aquí llegó un día, sin aliento, cargado con la compra, llamó al ascensor, abrió la puerta y se metió sin pensárselo dos veces. Y, a continuación, apareció el ascensor, le cayó encima y lo aplastó. ¡Figúrese usted!

—Menuda historia… —comenté.

—Ya lo creo. Pero es que basta un instante para que se produzca un accidente, ¿verdad?

—Creo que voy a subir por las escaleras.

Y subí, en lo que fue un ascenso bastante arduo, y después avancé por un pasillo oscuro con el suelo lujosamente enmoquetado. Toqué a la puerta del 6F, pero no hubo respuesta. Así pues, me saqué una tarjeta de la cartera, garabateé un mensaje («Señora Ragnari, por favor póngase en contacto con…») y me marché a paso bastante rápido. Aquel silencio me producía una sensación bastante extraña, hasta el punto de que me notaba unos cuantos pelos erizados en la nuca (a lo cual también contribuía la espeluznante historia que me había contado el portero). Cuando ya estaba fuera, bajo el porche de entrada, me detuve y comprobé que, impreso con toda claridad junto al timbre del 6F, se leía RAVENSCOURT, con lo cual todo me pareció aún más turbio.

Hagen es un hombre considerado, de los muy avezados, y habrá oído montones de cosas en esta vida. Sé que a él le podría contar esto. Steve, asimismo, es el mejor amigo que tengo, y le podría contar lo que fuera. Y, sin embargo, aún sigo cargando con mi secreto a solas. ¿Por qué no lo suelto y me lo quito de encima de una vez? ¿Sonaría tanto a locura como me temo? ¿Y, de todas formas, a qué le tengo miedo? ¿A una chiquilla?

Se trata de lo siguiente. Esa única noche en la que tuve el dudoso placer de estar en compañía de Dijana Vukovara (después de llamar a la puerta de Robert y ser recibido con clara desgana por éste), el ambiente fue tal y como le conté a Hagen. Es lo que pasa cuando se llega en medio de algo, y a una parte le hace gracia y a la otra no. Diez minutos antes de que yo apareciera, lo mismo podían haber estado discutiendo que follando sin parar, yo qué sé, pero cada una de sus miradas y comentarios parecía relacionada con lo que estaba pasando en esa habitación antes de que entrara yo.

¿De qué hablamos ella y yo? De nada que fuese normal. «Grey», recuerdo que dijo con una pose de asombro, mientras pronunciaba mi pobre nombre como si fuera la forma en que se dice en ruso algo depravado. «¿Y eres gris[21] por naturaleza?», añadió gratuitamente. Entonces fue pavoneándose hasta la ventana, con la clara intención de que yo la siguiera, mientras Robert preparaba unas copas. ¿De qué hablamos allí…? Creo que de la luna; ella la encontraba «cautivadora», ¿no me pasaba lo mismo a mí? (Pero sus ojos, de por sí oscuras lunas, parecían decir otra cosa). Entonces creo que me explicó que le encantaba «bañarse» a la luz de la luna loando el «misterio de las aguas», «esa curiosa consanguinidad» entre los ciclos lunares y menstruales. Me hizo una señal para que me acercase y sentí su aliento en la oreja. «Una mujer está herida —me susurró—, de forma periódica y muy íntima. Pero un hombre no es tan distinto. Todos llevamos la herida en nuestro interior…».

Así pues, sí, me pareció un ser inquietante, pese al atractivo de su esbeltez y de sus ojos negros. Y, como ya la había visto y me había terminado el licor, me dispuse a marcharme. Fue entonces cuando ella me llevó aparte y me dijo, susurrándome al oído, algo que recuerdo que fue profunda y asquerosamente repugnante, e incluso demencial.

Entonces, ¿por qué no le he contado esto a nadie? Porque suena desquiciado, porque todavía no me creo del todo que lo dijera; porque esas mismas palabras ofensivas, incluso su sentido e importancia, se acaban de evaporar de mi memoria, como el vaho de la superficie de un espejo.

Me fui enseguida de casa de Robert; sé que lo hice. Ésa fue toda nuestra interrelación de esa noche. Y, sin embargo, y aunque sea una locura, conservo en mi memoria la imagen —fragmentada y sin relación con nada más— del cuerpo desnudo de Vukovara, como si de algún modo se hubiera exhibido ante mí. Sus muslos blancos, su pubis negro, su vientre, sus pechos; conformando lo que, en cierto modo, era una visión maligna.

Todas estas sensaciones me agobian y oprimen. Al fin y al cabo, ¿qué son? Una mera superstición. Pero, aun así, en mi interior todo me martillea y resuena y me dice que ella, Vukovara, está detrás de todo esto. Tiene que estarlo. Sí, por supuesto que lo está.