8. Diario del doctor Hartford. Algún demonio


31 de agosto

Frustrado a cada rato es como me siento hoy. El informe que di al equipo sobre el estado de Eloise Keaton, que claramente ha empeorado, fue recibido con cierto… con cierto escepticismo desanimado y extraño, del mismo modo que la reunión de dirección de ayer apestaba a crítica tácita. Hasta Margaret Yang lanzó unas cuantas pullas acerca de cómo priorizo mi tiempo, mientras Andrew Gillon asentía de manera ostensible. Después me llamó Grey a la hora de la comida, para confirmar que vamos a ir a correr por el parque mañana por la mañana, tras haber cancelado tantas otras citas recientemente, y para añadir a continuación que así tendríamos la oportunidad de «ver qué vamos a hacer con lo de Robert». ¿Qué se imagina que podemos hacer en tales circunstancias? ¿Coger linternas y palas y formar un equipo de búsqueda de dos personas? ¿Dragar el Támesis, vigilar los aeropuertos? Entiendo sus miedos y su consternación, que comparto, pero, al fin y al cabo, la policía ya está investigando todas las pistas.

Como era de esperar, todo eso me puso en un estado que no era el más propicio para pasar dos horas muy difíciles con David Tregaskis. Fui a buscarlo al taller de arte, donde lo encontré apartado de los demás como siempre, ocupando toda la extensión de una mesa de caballetes y sin dejar de dar vueltas con avidez a una escultura de arcilla cremosa, a base de agua, que había colocado encima de una base metálica. Mientras contemplaba su obra con los ojos desorbitados, tirándose de sus largos rizos morenos y golpeándose los dientes con la lengua, que tiene muy roja, parecía de pies a cabeza el prototipo de artista romántico a lo lord Byron. Llevaba la camisa abierta casi hasta el ombligo, dejando constancia de todo el pelo que le cubre el cuerpo.

Estaba claro que la escultura era un busto, con un cuello rudimentario y una cabeza ovalada, pero también había ciertas indicaciones de una estructura ósea, además de un esbozo del puente de la nariz y los labios. No cabe duda de que David tiene talento. Es sorprendente la rapidez con que ha aprendido él sólo ese arte. Por todas partes había desparramados palitos, sujetapapeles y esponjas, y con una mano daba vueltas a un calibrador, de puntas muy afiladas, que me inquietó un poco. No obstante, el taller de arte lo dirige Dora Holzman, así que es cosa de ella. Y, además, considero que David es inofensivo, incluso para sí mismo.

Primero me «saludó» con un movimiento distraído de cabeza, mientras tiraba de una pulsera de plata, a la que también daba vueltas, que siempre lleva en la muñeca, un brazalete ya envejecido pero de evidente valor, formado por pequeños nudos muy intrincados. Finalmente volvió esos duros ojos suyos hacia mí.

—Sí, ahora está en blanco, pero pronto se verá todo. Hay que empezar bien al iniciar una pieza. Hay que tratar la estructura con respeto, como con guantes de niño, sobre todo cuando eres novato. Pero, en algún momento, hay que atacar y ser violento.

Dicho lo cual, y aún pensativo, David se giró de nuevo hacia su cabeza de arcilla todavía sin terminar, la cogió con ambas manos y, con los pulgares, le hizo un par de boquetes idénticos. Entonces metió un pequeño globo ocular de arcilla en uno de los agujeros y comenzó a raspar una «retina» con uno de los sujetapapeles abiertos. Encima de la mesa, sobre varios papeles desperdigados, había un dibujo a carboncillo de una encantadora joven de pelo largo, hecho por su habilidosa mano. Lo felicité por su pericia como dibujante, pero él se limitó a meter el bosquejo debajo de otras hojas.

—¿Cómo están los niños, Steven? ¿Va bien el pequeño Julian? —Últimamente he notado demasiado a menudo esa capacidad tan inquietante de David, como guiado por unas extrañas frecuencias, de intuir, al parecer, lo que va mal en mi casa—. ¿Y cómo está Tessa? Ya sabes que todavía tengo unas cuantas cosas de las que me gustaría mucho hablar con ella, si fuera posible…

Ojalá nunca le hubiera dicho a David que Tessa es medievalista. Ya me ha comentado con anterioridad qué aspectos del período le interesan, en concreto la persecución de los caballeros templarios por parte de Felipe de Francia, el viernes 13 de octubre de 1307, así como el supuesto uso de sangre de niños cristianos en la cena de la Pascua judía. Aunque no cabe duda de que David es inteligente, encuentro que sus intereses intelectuales son muy restringidos. Y, dada su tendencia a llevar cualquier tema al absurdo, gesticulando con cansancio o irritación si uno no consigue seguir los giros tan imposibles que va dando, no creo que una conversación entre Tessa y él satisficiera a ninguna de las partes.

Margaret Yang, la primera que lo trató aquí, me dijo que identificaba su tipo de paciente: «Es de esos tíos que se creen de verdad que son Jesucristo, pero el problema es que dispone de una explicación muy detallada y no del todo inverosímil para demostrarlo». Cuando lo trajeron sus padres, su pobre madre me dijo llorando: «Ay, doctor, siempre ha tenido una imaginación desbocada, pero es que recientemente ha empezado a cambiar»… Lo que había padecido «recientemente» era una distorsión mental, provocada por años de abuso de marihuana y anfetaminas. Estudiaba en la escuela de Bellas Artes cuando le diagnosticaron una depresión y le recetaron Seroxat, con lo cual se desató un verdadero torbellino, pues David no dejaba de agitarse y de afirmar que había dejado de sentirse «real». Al menos esa psicosis ya se le ha pasado. Su sentido de lo irreal, no obstante, aún persiste. Ésta es su cuarta estancia con nosotros. Yo creía que cada vez mejoraba más, si bien no acababa de entender por qué, pero ahora estoy menos seguro. Aun así, aquí nos comprometemos con nuestros pacientes desde el momento en que llegan y los tratamos hasta el final. En el caso de David, no le he aplicado ciertas tarifas, aunque tampoco espero que me lo agradezca nunca.

Creo que, recientemente, al fin ha encontrado algo aquí a lo que de verdad reacciona; no es a nuestros cuidados, no, sino más bien a un aspecto de la historia de Blakedene que atrae sus inclinaciones místicas. En los estantes de la biblioteca de la planta baja, en medio de una modesta colección de títulos dedicados a la historia del lugar, David encontró nuestro ejemplar de las memorias, editadas por cuenta propia, de William Harron, un antiguo farsante al que ahora, con razón, nadie recuerda, el cual se hacía llamar «médium de la alta sociedad» (y encima era de Kirkcaldy, nada menos), y que solía celebrar aquí sesiones de espiritismo en la década de 1860, por invitación del entonces señor de la casa, el tercer marqués de Ravenscourt, hombre de dudosa reputación. De hecho, en una ocasión en que David y yo estábamos en mi despacho, se pasó quince minutos pidiéndome que lo cambiara de habitación, ya que creía que la suya era justo donde a los invitados victorianos que venían a Blakedene se les aparecía la sombra de Roisin Slaney, una sirvienta a la cual, según cuentan, el depravado Ravenscourt dejó embarazada y después mató. Con el fin de que no entráramos en esa clase de tonterías, le aseguré a David que, en todo el tiempo que llevaba aquí, nunca había sido informado de la menor aparición espectral.

Y, a partir de ahí, todo fue de mal en peor. Añado la transcripción de nuestra conversación, la cual, por su misma rareza, se explica por sí sola. Yo diría que estuvo precedida por un silencio de unos treinta segundos, durante los cuales David se limitó a fulminarme con la mirada.

D. T.: Estoy molesto, Steven, y decepcionado por tu, por tu… tono de voz monótono, apagado, y permíteme que te diga que también aburrido y resentido.

S. H.: Perdona, pero ¿por qué lo de resentido?

D. T.: Porque estás muy metido en tus pensamientos demasiado humanos. Los pensamientos humanos han cambiado un millón de veces desde que comenzó el mundo, y cambiarán un millón más antes de que termine.

S. H.: David, ¿podemos hablar de alguna otra cosa, de algún otro…?

D. T.: No, no me hagas hablar de… trivialidades, ahora que nos estamos acercando a lo importante, y sólo porque tú te resistas. ¿Has llegado a pensar alguna vez, tan sólo un minuto, en las paredes que te rodean? ¿En estas paredes llenas de espíritus?

S. H.: Bueno, es que soy escéptico acerca de esas cosas, David, como lo es mucha gente, pero sí que lo he pensado, créeme. Acepto que hay una parte vital de nuestras vidas que es «espiritual», a falta de otra palabra con menos connotaciones. Pero lo que nunca me ha convencido es que los espíritus de los muertos vuelvan a nosotros para… para ponerse a dar golpes en una mesa, o poner boca abajo un jarrón de flores…

D. T.: ¿Te refieres a Harron? Sí, estoy de acuerdo. Los dioses no hacen espectáculos de magia. Los métodos de Harron no estaban pulidos, como tampoco lo estaban los de sus iguales. Pero en su día, y para la época en que vivieron, fueron pioneros, Steven. Verdaderos científicos, con una verdadera teoría de la muerte. Les debemos algo más que este desprecio pseudosofisticado de hoy en día.

S. H.: David, como sabes, la ciencia propone unos métodos, unos criterios de objetividad…

D. T.: Por supuesto que sí. Y, si el espiritismo no puede rebatir cualquier investigación científica, entonces no es verdadero espiritismo. Mi espiritualismo está basado en el conocimiento, no en la fe. En el poder espiritual, Steven. Todo el problema estriba en que nunca se ha aplicado el espiritismo como es debido, ni tampoco se ha estudiado bien, por culpa de los escépticos, de los pusilánimes, de los imbéciles que oyen la palabra «espíritu» y sólo piensan en cosas malvadas. Roisin Slaney no era malvada. Jamás hizo ningún daño a las docenas y docenas de personas que la vieron aquí.

S. H.: ¿Pero temes que sí que te lo pueda hacer a ti, ya que quieres cambiar de habitación?

[…]

D. T.: No, lo que me preocupa es que el amo Ravenscourt decida volver a por ella de nuevo. «El marqués satánico…». Estaba totalmente convencido de que había renacido, sabes. Hasta ese punto llegaban sus… energías. Los espíritus quieren una forma humana, buscan la manera de encarnarse, para así poder hacer cosas.

[…]

S. H.: Escucha, David, me tomo muy en serio tu interés, de verdad…

D. T.: Llevo viendo espíritus desde que tenía cuatro años, Steven. Oyéndolos. Es algo que nunca he pedido, que nunca he querido…

S. H.: Lo entiendo, y sé que…

D. T.: Pero, mira lo que te digo, de por sí eso no significa nada. Todos tenemos esa facultad, lo que pasa es que muy pocos confían en ella. Yo no soy más que una persona receptiva. Los espíritus están por todas partes, Steven; pueden llegar en un sueño o salir de un espejo. Es muy habitual que eso ocurra. ¿Qué somos nosotros, cualquiera de nosotros, sino espíritus envueltos en carne?

Yo que creía que David estaba mejorando, y ahora me sale con éstas. Tal vez su creencia en los «espíritus» sólo sea un «delirio encapsulado», como lo que le pasa a su compañera de pabellón, Marcia Fallow, que estaría perfectamente lúcida de no ser por su convicción de que ha estado casada, en un momento u otro, con un hombre de cada uno de los países que conoce (los holandeses son los más afables, los sirios bastante infames, etcétera).

No, revisando estos intercambios de palabras tan barrocos, me doy cuenta de lo mucho que David me recuerda a los tipos tan espartanos con los que yo discutía en vano en aquellas airadas reuniones socialistas, y que siempre creían que me habían «rebatido» al citar alguna cita a pie de página olvidada de otra cita a pie de página de Marx. Ése es David; es como el último comunista. El amigo problemático del que jamás me podré deshacer. Pero es que de verdad soy su amigo. Nadie aparte de mí se va a tomar tantas molestias con él. Al mismo tiempo, debo reconocer que ha pasado a ocupar en mi vida el lugar que antes ocupaba Tom Dole, y eso no puede ser bueno para ninguno de los dos.

Margaret Yang lleva mucho tiempo afirmando que lo único que hace David es echar leña al fuego, jugar con el sistema, manipular mi atención. Es posible, pero la aflicción que siente en su vida es real, aunque sólo sea una versión más grave de algo que todos conocemos: la frustración por sus propias limitaciones. El problema es qué puedo hacer yo. ¿Llamar a un chamán?

«¡Vuélvete a tu jaula de locos, hijo de puta de mierda!».

Ésa fue la respuesta, llena de sensibilidad, que oí que le daba un tío al mendigo loco de remate que le estaba pidiendo cambio a las puertas del minisupermercado a primera hora de esta mañana. (Me podría haber ahorrado el espectáculo, pero necesitaba urgentemente comprar tabaco). El tío ni se había dado cuenta de que estaba metido en una pelea hasta que el mendigo empezó a darle con un dedo en la cara y después se golpeó con el mismo su propio cráneo, acusándole de que la parte superior de su cabeza estaba emitiendo ciertos pensamientos y él había intentado escucharlos a hurtadillas. Las maldiciones del mendigo eran tan vehementes que supongo que la contestación del tío fue inevitable, e incluso justificable.

El mendigo, que le seguía gritando mientras se marchaba, se metió una mano por dentro de sus mugrientos pantalones, y después pude ver con toda claridad que se le agitaba mucho. Estoy seguro de que, de habérselo preguntado, me habría dicho que su mano estaba poseída. A una persona así yo la debería estar tratando, pero él no puede permitírselo. Ese hombre necesita un amigo. Alguna vez fue un muchacho que no entendía de preocupaciones. ¿Qué le pasaría?

Antiguamente se pensaba que semejantes comportamientos eran obra de brujas y demonios. De hecho, he conocido a inmigrantes somalíes que continúan creyéndolo, pues todavía se consuelan con la idea de que el demonio —el Impostor, el Padre de las Mentiras— interviene en nuestros asuntos. Llegan a nuestras ciudades, aceptan los peores trabajos y pagan una fortuna de alquiler e impuestos municipales para vivir en alguna casucha en la que los vecinos los odian. Sus mujeres los dejan para irse con algún hechicero, y ellos van en busca de socorro a algún otro brujo, el cual les dice que el autor de su desgracia… «probablemente sea el demonio».

¿Tengo yo alguna idea mejor? Hace mucho tiempo que mi profesión prescindió de Satanás, claro está, pero después a lo que más se llegó fue a la idea de que la locura se desarrollaba en la sangre de quien la padecía, y que esa sangre se podía extraer aplicando sanguijuelas del modo apropiado. ¿Y cuáles son los frutos de la sabiduría que siglos de investigación ahora me confieren? «¡Hinchad a este hombre a fármacos! ¡Reducid esos síntomas!».

He visto a otra mendiga esta mañana, a unos cincuenta metros del otro que despotricaba, tirada debajo del cajero automático en el que me he parado a sacar dinero. Era una chica, con la cabeza rapada de un modo muy asexuado, que llevaba un chaleco, shorts caqui y botas, como si acabara de salir tambaleándose de un desierto. Parecía desmadejada, inerte, sin ninguna señal de voluntad o iniciativa, o ni siquiera de alguna emoción fuerte, a diferencia de nuestro vociferante amigo. Sospecho que, aun en el caso de que tuviese algo que comer, no comería mucho, y lo mismo le ocurriría en lo que se refiere a su higiene personal. Cualquiera podría ver que no se encuentra bien, pero ¿está verdaderamente enferma? Y, si lo está, ¿de qué? ¿Esquizofrenia del tipo dos? Además, si no se puede ver por el microscopio, ¿es de verdad una enfermedad? ¿Y no podría tratarse de esos demonios?

En Maudsley, mientras diseccionaba cerebros de esquizofrénicos, no sé qué esperaba encontrar exactamente entre aquel tejido esponjoso. ¿Algunas anormalidades evidentes de estructura y función? ¿O la rareza más fina y diminuta, la recompensa a toda una vida de trabajo? En cualquier caso, el resultado fue decepcionante. Sí, últimamente he tenido la sensación de que resurgían algunas esperanzas al escanear cerebros de pacientes con resonancia magnética. Si se observan los campos muy marcados que indican el metabolismo basal y el flujo sanguíneo, se percibe un correlato muy patente y visible con la agitación mental del paciente. Es entonces cuando parece que todo valga la pena, pero las resonancias magnéticas cuestan mucho dinero. Los fármacos son más baratos y rápidos, «más efectivos a corto plazo».

No, en general me tengo que guiar por lo que ven mis ojos. Y lo que de hecho veo es mucha aflicción; a personas con una angustia tan intensa que todo lo que les pasa, cualquier pensamiento o acción, está siempre fuera de lo que corresponde. Algo les ha arrancado el alma y viven en un mundo de pensamientos de un negro permanente.

Pero, entonces, ¿qué pasa con esos negros pensamientos que, de vez en cuando, parecen oprimirnos a todos los que pertenecemos a la comunidad de los cuerdos? En mayor o menor medida, ¿no serán esos pensamientos apenas una parte necesaria de la experiencia humana? He tratado a gente por cometer el supuesto crimen de dejar de lavarse y cuidarse como es debido. Últimamente, cada mañana miro en el espejo al despojo humano, pálido y sin afeitar, que tengo delante y espero que mi doble me pregunte: «¿Y eso a ti en qué te convierte?»…

Un curioso colofón a este día. He ido al pabellón oeste con la intención de devolverle a Eloise su cuaderno por debajo de la puerta, pero, como todo estaba oscuro y silencioso, me ha parecido que sería mejor no hacerlo, así que estaba a punto de volver a mi despacho, a hacerme la cama en el sofá, cuando he visto que salía luz de la habitación de David. Me he acercado, me he asomado y lo he visto en la silla giratoria ante su escritorio, trabajando ávidamente en ese busto de arcilla. Dora debe de haberle dejado que se lleve herramientas a su habitación. Voy a tener que hablar con Dora…

Había hecho unas pequeñas piezas muy esmeradas —nariz, labios, orejas— y las había pegado a la masa de la cabeza. Ahora estaba esculpiendo unas volutas para transformarlas en pelo, esforzándose mucho para que pareciesen rizos al viento. Me ha parecido Frankenstein haciéndose una novia. Durante unos instantes me he quedado mirando por encima de su hombro. Todavía siento una especie de asombro infantil al ver cómo se puede crear un parecido con alguien, cómo por medio del arte mimético nos encontramos con rostros que no hemos visto nunca, pero que, de repente, parecemos conocer mejor que los de nuestros amigos. Esa mujer que estaba modelando David tenía un encanto a medio formar, un refinamiento ateniense, aunque esos rizos también le daban cierto aire a Medusa. Lo cierto es que he tenido la impresión de que se parecía a algún rostro que había visto antes, pero de un modo demasiado vago para que lo pudiese identificar.

—¿Te gusta mi obra, Steven?

Algún día terminaré por acostumbrarme al repertorio de trucos desconcertantes de David; en este caso, que pareciese tener ojos en la nuca. Al menos, la impresión se ha desvanecido al instante cuando me he dado cuenta de que había un pequeño espejo encima del escritorio.

—Está quedando muy bien, David. ¿Podría ver otra vez ese bosquejo tuyo a partir del cual estás trabajando?

Negó con la cabeza.

—Ahora estoy trabajando a partir de aquí —dijo dándose unos golpecitos en el cráneo, en homenaje a su capacidad imaginativa.

—¿Le has puesto nombre a esta mujer? —pregunté, esperándome en buena parte, lo reconozco, que contestase «Roisin», pero él pareció tomarse la cuestión muy en serio.

—Creo que se llama «Dijana», como la diosa. Sí, creo que sí… —Se giró un poco en la silla y sonrió con sarcasmo—. ¿La reconoces, tal vez? ¿O crees reconocerla? Eso es normal. Hay aspectos de lo femenino que nosotros vemos de forma instintiva. Nosotros los tíos…

Esto último lo ha dicho con una especie de acento irlandés chapucero, antes de volver a dedicarse a su trabajo. He seguido barruntando a quién me recordaba el busto, pero, en cualquier caso, diría que David tiene su parte de razón. He cerrado la puerta y he dejado al monstruo con su novia.