5. Diario del doctor Lochran. La cura para lo que duele


27 de agosto

El Times de esta mañana me ha producido un desagradable escalofrío. La desaparición de Robert se había convertido en un pequeño artículo periodístico, de apenas unas pocas líneas insidiosas, en las que no se advertía la menor preocupación; sólo meras insinuaciones a las que daba glamour la lista de sus clientes más célebres.

En un momento de tanta preocupación, casi es para mí un consuelo tener que dedicarme a la rutina de un día de trabajo y dispensar ayuda urgente a los recién nacidos, los cuales, sin duda, ansían estar en brazos de sus madres, pero primero necesitan que el «gran» doctor Lochran los acuchille y rebane con un afiladísimo acero. Puede que algún día, en un futuro no muy lejano, me sustituya un remilgado robot, pero hasta que llegue ese frío día del demonio, la responsabilidad recae sobre mí. Por muy preocupado que esté —y, mientras me estoy lavando, siempre me doy cuenta de si mi equipo se mueve a mi alrededor con más cautela que de costumbre—, es un hecho bien sabido que puedo hacerme cargo de lo que sea en esta vida, con tal de que se observen los rituales necesarios. Tiene que haber una estructura; el orden es la madre de la seguridad. Para mí, esa estructura y seguridad son cuatro paredes blancas y una fuerte luz que emana de una lámpara de estudio de nueve bombillas, y, si mi equipo ya está en el terreno de juego y me he puesto con facilidad la bata y los guantes, entonces esa sensación tan especial de que es hora de que dé comienzo el «espectáculo» me impulsa a entrar.

De todas formas, el principal caso de hoy ha sido muy difícil. Se trataba de Daisy, la hija recién nacida de los señores Whitaker. Toda la alegría de éstos se hizo añicos a partir del día en que se hizo la ecografía con la que ellos esperaban conocer el sexo de la criatura, y, en su lugar, se enteraron de que tenía el hígado sobre el pecho y el estómago al mismo nivel que el corazón; todas las vísceras habían emigrado a través de un agujero al tórax, dejando al corazón luchando por tener sitio y al pobre pulmón izquierdo terriblemente estrangulado. Creo que son muy cristianos, por lo que nunca llegaron a considerar la opción de interrumpir el embarazo. Así pues, siguieron adelante, pero han vivido un infierno desde entonces, y, a partir del momento en que Daisy tragó aire por primera vez, la pobre ha tenido problemas respiratorios. La oxigenación por membrana extracorpórea la estabilizó durante cuarenta y ocho horas, con lo cual era de esperar que pudiese soportar la operación, y después me pasaron la pelota a mí.

A los Whitaker no les hacían falta sermones sobre la gravedad del asunto, ni tampoco les he omitido todo lo peor: que puede que Daisy no tolerase la cirugía, o todo lo que vendría a continuación. Además, les he pedido que me diesen su aprobación para correr un riesgo más. Me opongo a utilizar parches de vinilo. En ningún caso evitaremos el dolor, pero cabe la posibilidad de que los parches se separen y haya que repetir la operación, lo cual implica toda una vorágine de riesgos. Acepto la apuesta de usar tejido vascularizado del propio paciente; les he dicho que yo asumía toda la responsabilidad, y los Whitaker me han dado su confianza. Dadas las circunstancias, probablemente se hayan comportado con muchísimo más estoicismo de lo que lo podría haber hecho yo, pero, al fin y al cabo, ¿qué otra opción tenían?

Como siempre, he dejado que la señora Whitaker se lavara y estuviera en el quirófano con Daisy hasta que le hiciese efecto la anestesia. En realidad, el consuelo es para la madre, pero creo que es lo que se debe hacer. Después se ha retirado al azul de la zona esterilizada y me ha dejado en mi mundo de color rojo sangre, a cargo de una paciente que me cabía entera en las dos manos.

He trabajado sin música, en deferencia a lo mucho que se jugaba Daisy. Los niños muy pequeños a menudo hacen que desaparezca toda la cháchara de un quirófano, y así, aparte de mis escuetas órdenes, lo único que se oía era el habitual sonido de ambiente: el clic de las pinzas, el murmullo bajo de la succión, el aliento mecánico del respirador. He hecho la incisión justo debajo de la caja torácica de su pequeño pecho escafoide, he levantado piel, he abierto la ventana en la que trabajar, he olido el mismo olor a almizcle húmedo que sale de una cavidad torácica, sea cual sea la edad del paciente, y he inspeccionado sus tripas sanas y como de pajarillo, triste por encontrármelas tan pronto. Con toda la delicadeza de la que somos capaces, hemos retirado tejidos y órganos, el bazo en último lugar, y los hemos dejado en la bolsa esterilizada —sin que pareciese el cubo de la basura de un carnicero, sino más bien una cesta de frutas—. Una vez que ha quedado expuesto el agujero, he calculado la cantidad de tejido de diafragma disponible, y he cortado el peritoneo para sacar la capa posterior y ver lo que se podía hacer. Lamentablemente, no permitía ninguna posibilidad, así que he pasado al plan B, consistente en pedir ayuda a los vecinos… He diseccionado el músculo dorsal ancho del mismo lado, separándolo de la pared torácica, he dividido el paquete neurovascular torácico-dorsal, he entrado por la base de la décima costilla para colocar el colgajo de músculo en el hemitórax, y lo he suturado todo, una vez devuelto a salvo a su lugar. Hasta el viejo George Garrison habría asentido en señal de aprobación. Aun así, habíamos reservado el quirófano para cuatro horas y las hemos gastado enteras. Menos mal que siempre llevo zapatos cómodos.

Al entrar en la sala de espera, uno siempre se encuentra con el mismo triste espectáculo: distintos grupos pequeños de familiares, cada uno luchando contra su parte individual de miedo climatizado, aferrados a sus desamparados bolsos y grandes botellas de Evian, todos divididos entre el aburrimiento y el alivio y preparándose por si el mundo se les viene encima. Siempre que cruzo la puerta, un mar de rostros se eleva para saludarme, pero sólo es un grupo el que se llega a poner en pie. Sé que es triste, pero únicamente puedo llevar un mensaje cada vez, como también es triste que, de acuerdo con las leyes que rigen estas cosas, haya ciertos días en que entro para que, en efecto, se les venga el mundo encima.

Con los Whitaker, por supuesto, no he jugado al suspense, sino que directamente les he dado la buena noticia. A la señora Whitaker se le ha arrugado el rostro de alegría. Me he empapado de esa dicha suya, pues soy yo quien la ha causado, y sin tales satisfacciones no podría continuar con mi trabajo. «Daisy no va a estar muy a gusto —les he advertido—, pero no se lo tomen como algo personal. Y aún queda mucho por hacer. Yo voy a seguir viéndola, pero ahora el peso principal pasa a Cuidados Intensivos…». No obstante, ellos ya estaban tratando de ver más allá de mí, el peón de ese día, y ansiando poder ver y tocar a su hija. Esos momentos tan profundamente humanos son un correctivo necesario para mis muy ocasionales delirios de sentirme Dios.

Es extraño, pero, conforme el día iba tocando fin, me he encontrado reviviendo la última de las grandes discusiones entre Robert y Steven, o, al menos, la última que presencié, en una cena que tuvimos apenas unas pocas noches después de que visitásemos a Malena y Killian. Esta preocupación mía por Robert, que crece cada día, me lleva a desear aún más que mis dos mejores amigos no se hayan distanciado del todo. En Kilmuir, cuando éramos unos chavales, Steven se hizo amigo de Robert antes que de mí; al principio eran de temperamentos más compatibles y compartían la misma inteligencia exquisita y el refinamiento. Pero, de algún modo, con el paso de los años la actitud bromista que tenían en el colegio se fue transformando en una tendencia a juzgarse mutuamente con una increíble dureza. De forma rutinaria, sus peleas se volvieron tan encarnizadas que cualquiera que estuviera en la mesa ya había pasado del desconcierto a estar moviéndose incómodo en su asiento mucho antes de que se hubiera servido el segundo plato. Si uno no estaba «en el ajo», no podía entender a qué se debía tanta tensión: al desencuentro de mentalidades que se da por antonomasia entre médico y cirujano.

Recuerdo los tiempos de Kilmuir, cuando los tres, «el triunvirato», empezamos a salir por ahí, complementados por la chica a la que Robert le estuviese tomando el pelo en esos momentos y por la amiga o amigas más influenciables de ésta. Al estar el colegio encaramado de forma tan tentadora en las afueras de Edimburgo, la ciudad se extendía ante nosotros tras los altos muros del recinto. Y bebíamos, por Dios que todos bebíamos, como si la bebida fuese hecha por y para los dioses. Pero estábamos muy sobrios, ya lo creo que sí, la tarde que decidimos ir a la Facultad de Cirugía y entramos a trompicones en el museo de Patología, por el que deambulamos atónitos mientras contemplábamos los esqueletos en vitrinas, los pies gangrenosos en tarros y el despliegue de viejos cuchillos y sierras de amputar. Ahora me resulta divertido pensar lo claro que está que, ese día, a cada uno de nosotros nos poseyó el impulso de dar un giro a nuestras vidas.

Cuando empezamos a ser médicos internos residentes, ya habíamos encontrado nuestras respectivas vocaciones. Supongo que se nos revelaron en cuanto entramos, a modo de «rito iniciático», en el laboratorio de Anatomía, una sala victoriana del sótano. Sin duda los futuros cirujanos ya se pusieron de manifiesto, con esas ganas tan evidentes de coger la sierra, separar piernas de torsos y partir en dos un esternón. Ésos éramos Robert y yo. A Steven siempre le apasionó la idea de dedicarse a la cirugía reconstructiva, la cual se habría ajustado muy bien a su interés por aliviar el sufrimiento humano. Sin embargo, cuando se trataba de los aspectos prácticos, ni siquiera una disección sencilla fue jamás su fuerte, y mucho menos la infernal complicación de atar con unas pinzas vasos sanguíneos de dos milímetros.

Nadie ha pretendido jamás que la psiquiatría goce del mismo lustre que la cirugía, o ni siquiera que la medicina de urgencias, pero siempre hubo una enorme falta de glamour en la forma tan concienzuda en que Steven se dedicó a su vocación, firmemente decidido a ser clínico terapéutico y ayudar a personas en estados de suplicio mental. Es uno de esos socialistas por instinto; el mundo nunca es lo bastante bueno para él, y siempre ha defendido la forma más grandiosa y holística de atacar sus males: si el «tejido social» estuviese más firmemente entrelazado, si los padres recibieran más ayudas, si se pagase mejor a los profesores… Y eso incluso después de que su propia elección profesional lo pusiera en manos de esos capitalistas voraces, las grandes empresas farmacéuticas.

Pese a toda su formación, Steven ha tenido que escuchar auténticas sinfonías de condescendencia de labios de otros colegas médicos, y sé que es un hombre frustrado que hace constantes esfuerzos ante unas enfermedades que, francamente, no mejoran mucho. «Tú siempre luchas contra los resultados finales —solía reprocharme—, nunca te enfrentas a las causas». Y, sin embargo, sé que a día de hoy él sigue sin estar seguro de cuáles son con exactitud esas causas: si son esencialmente bioquímicas, o si las produce este mundo enorme y malo. Todo es mucho más sencillo si puedes acercar un bisturí a un paciente y localizar con la punta la raíz del mal.

Robert nunca fue más duro con la psiquiatría que todos los demás que curamos cortando carne. Sin duda podía ser muy mordaz con el tipo de pacientes a los que veía Steven —su fórmula favorita era «chiflados, heroinómanos y mujeres histéricas»—, y era muy crítico con eso de «cuidados en lugar de curas», pues decía «cuidados» como si fuese una palabrota. No obstante, eso no dejaba de ser mera conversación intrascendente. «La psiquiatría es una profesión muy triste —me dijo en una ocasión, aunque parecía que verdaderamente lo lamentaba por Steven—. Y nosotros, tú y yo, somos médicos, no trabajadores sociales».

Aun así, he de decir que últimamente Rab se había vuelto totalmente mezquino y vengativo con él, lo cual no deja de ser una forma muy fea de comportarse con un amigo de hace treinta años, aunque también es cierto que Robert estaba de ese humor desde que se había visto suplantado por Killian. Y tampoco es que Steven no pueda llegar a ser también muy hiriente. En cuanto se emperraba con la idea de la «superficialidad» de la especialidad de Robert, cualquiera que lo oyera habría podido llegar a pensar que es la cirugía estética, y no la religión, el opio del pueblo. Frente a todos esos sermones (sobre la «cultura del narcisismo» y demás), Robert se limitaba a negar con la cabeza fingiendo asombro. «¿Acaso no nos gusta a todos estar guapos?» era su lacónica réplica habitual.

No obstante, esa última discusión que tuvieron tal vez fuera más amarga por ser menos importante, o al menos así me lo pareció entonces. Steven no había hecho más que describir el tratamiento de ciertas ansiedades de sus pacientes por medio de lo que llamó «entrenamiento de la conciencia», al que había incorporado elementos de la meditación budista. Aun así, eso fue la chispa para que se enfureciese Robert, el cual iba ya por la mitad de la segunda botella de nuestro buen Saint-Emilion, tras haberse bebido la primera prácticamente él solo. Le salió el punto de rudo escocés y soltó una diatriba contra esas «putas mierdas» del karma, la reencarnación y «un montón más de creencias igual de estúpidas que defienden ciertos amigos budistas ricos de mi exmujer».

Steven no se molestó en defender unos métodos que le son muy útiles. En su lugar, expresó con mucha frialdad su sorpresa por el hecho de que Robert se hubiera «casado» ahora con Malena, varios meses después de que ella le hubiera dejado. Debo decir que, en los instantes gélidos que siguieron, Rab tenía toda la pinta de ir a matar a alguien. Yo mismo me asusté. Sí, Steven sabe defender lo suyo, pero, por lo general, cede terreno cuando las cosas se ponen feas, porque es buena persona, poco seguro de sí mismo y con tendencia a poner la otra mejilla, aunque luego pueda guardar cierto rencor. Esa noche, sin embargo, fue él el que propinó el golpe más duro. Sea como fuere, dijo lo que yo sabía que pensaba de verdad: que el que Malena lo hubiese dejado era justo lo que se merecía Robert, el cual se había ganado a pulso el sufrimiento de que lo «cambiasen» por un amante más joven y de mayor talento. Era, en definitiva, el pequeño resarcimiento kármico contra Robert por pasarse toda la vida tratando a las mujeres de un modo superficial.

Steven y Tessa fueron los últimos en marcharse esa noche, así que aproveché para sugerirle a él que no estaría mal que se mostrase un poquito más compasivo con Robert. (Y, teniendo a la temible catedrática Tessa al lado, evité añadir la observación más que evidente de que a duras penas se podía considerar que su propio matrimonio fuese un modelo de armonía).

—Ya sabes que Robert te aprecia de verdad —me aventuré a decir—, y que haría lo que fuese por ti si estuvieses en algún aprieto; bueno, y, de hecho, no sería la primera vez.

—Y yo estoy haciendo todo lo que puedo por él —replicó Steven airado—. ¿Quién te crees que le hace las recetas del Remeron?

La mera idea de que Robert estuviese tomando antidepresivos me resultó tan descabellada que me quedé mudo de asombro durante unos instantes, un silencio que aprovechó Steven para añadir con tristeza:

—Ha cambiado, Grey. De verdad, ha cambiado, y para peor.

—No está muy bien —asentí—. Para ser sinceros, no le vendría nada mal que el maldito Remeron lo volviese a cambiar por completo. Pero es ahora cuando nos necesita. Piensa en los rostros que hemos tenido alrededor de esta mesa esta noche, Steven. Son los amigos que hemos hecho en esta vida, y dudo que nos quede tiempo para hacer muchos más…

Mi intención era que se diera cuenta de cómo estaban las cosas y se calmase, pero vi que, en cambio, lo único que había conseguido era hacerlo aún más partícipe de mi propia sensación de melancolía, como si él no tuviese ya bastante con la que cargar.

Steven es un hombre muy recto y formal, pero también vive presa de una infelicidad que sólo consigue reprimir a medias. De momento su puesto en Blakedene Hall le da buenos dividendos, pero estoy seguro de que, en el fondo, aún le atormenta haber seguido los pasos de Robert y haber dejado la Seguridad Social para dedicarse a la medicina privada con el fin de ganar dinero. Como siempre dice él, se salió del sistema público porque los fallos recurrentes y sistémicos en la atención a los pacientes eran sencillamente demasiado deprimentes y angustiosos. Sé que le afectó muchísimo la muerte sin sentido de Tom Dole, un paciente con el que había forjado un vínculo bastante fuerte. De todas formas, digo yo que alguna parte de él habrá de reconocer que lo que quería era ganar más dinero, aunque sólo fuese para impresionar a Tessa, mientras que el Steven de antaño habría preferido rajarse la garganta a hacer algo así.

Ni siquiera estoy seguro de que las cosas vayan muy bien en Blakedene en la actualidad. Cuando Steven obtuvo el puesto de director, estaba claro que el plan comercial del grupo preveía un flujo constante de pacientes que se lo pagasen todo ellos mismos —drogadictos ricos y/o famosos y sus hijos—, y, sin duda, aún tienen a unos cuantos de ésos, todos apoquinando cinco o seis mil libras a la semana. Pero supongo que en Blakedene, como en cualquier otra clínica psiquiátrica privada, como verdaderamente se gana dinero es consiguiendo contratos con el Estado para estancias cortas de enfermos mentales, que son las que dan un amplio margen de beneficios. Y ahí es justo donde están recortando, con lo cual Steven, incluso habiéndose pasado a su feudo privado, se ve expuesto a las medidas de austeridad del gobierno. Así pues, tiene que trabajárselo mucho, y promocionar Blakedene como un refugio de alta categoría para borrachos pijos y cocainómanos acabados. El alma de Steven paga un precio por eso. No se ocupa de las enfermedades que de verdad le interesan. Trata a gente por la que no siente ningún respeto, y se dedica a dispensar drogas en lugar de consejos y cuidados. Él quería ser un buen restaurador de la salud mental de las personas, y, en cambio, se ha convertido en el dios Hipnos.[6]

Y, por si fuera poco, el haber sido padre ya mayor lo ha dejado con aspecto de estar siempre hecho polvo. Me pregunto si Steven y Tessa no seguirán juntos sólo por los gemelos. Sé que hace seis meses tuvieron una amarga conversación acerca de separarse, pero que no terminó en nada. Cuando éramos jóvenes, él siempre defendía una idea muy galante de lo femenino, un concepto romántico del matrimonio como la verdadera unión entre hombre y mujer. Es lo que le dio fuerzas entre los treinta y los cuarenta años en su larga relación con Jessica, una poetisa muy rubia con un interés muy extravagante en la psicoterapia, que engañó a Steven hasta hacerlo creer que había encontrado a su mujer ideal. Terminaron muy mal, con lo cual él se casó por despecho y acabó unido a una mujer toda hecha de agujas y alfileres y sin un pensamiento fantasioso en la cabeza. Me atrevería a decir que todos los eruditos en Historia Medieval están hechos de materiales tan duros; la tesis doctoral de Tessa, si no me equivoco, trataba en buena parte sobre métodos de tortura. Aun así, sé que a Livy le parece una compañía muy agradable, una mujer de una formación admirable y todas esas cosas.

Y hay que decir en favor de Steven que él siempre mantuvo que no quería sólo una mujer sobre cuyo pecho apoyar su cabeza cansada, o al menos eso decía. Quería una auténtica compañera, su igual, alguien que supusiera un verdadero reto para él. Bueno, desde luego «retos» ha tenido muchos con Tessa. Puede que en secreto piense que habría sido más feliz con alguna integrante del delicioso desfile de exnovias de Robert, esas muñecas maleables y decorativas que acompañaban a Rab a todas partes. Pero eso fue antes de que apareciese Malena y le destrozase el corazón. Eso fue antes de la caída.