9. Diario del doctor Lochran. Un encuentro inquietante
31 de agosto
Esta noche ha recaído en mí una tarea muy desagradable, e incluso ahora, horas más tarde, aún estoy un tanto nervioso.
Livy y yo estábamos metiendo los platos en el lavavajillas, terminando un Montrachet muy cremoso y hablando de forma muy general de las navidades, cuando he recibido una llamada de Malena, con un temblor de voz que no es normal en ella; me ha pedido que, por favor, fuera corriendo a su casa lo antes posible, ya que Killian «se estaba comportando de una forma muy extraña», hasta el punto de que ella había llegado a temer por su propia seguridad. No creo que a Livy le convenciese mucho el ruego, pero me ha hecho un gesto para que fuera, a la vista de que tampoco tenía otra opción.
Llegué a los quince minutos. Malena me abrió la puerta pálida e incluso avergonzada, pero sin duda también asustada, y me habló entre susurros, como para no despertar a un cíclope durmiente. Señalando hacia arriba, me dijo que Killian estaba borracho en su estudio.
—Lleva todo el día bebiendo. Ahí arriba huele a destilería.
Al parecer, y de forma bastante atípica, Killian se ha enganchado al whisky Powers que llevé en verano. (Al contarme eso, Malena no pudo reprimir una mirada acusatoria). Al oír, en el piso de arriba, unos ruidos como si alguien estuviese destrozando y tirando cosas, había subido a toda prisa muy asustada, pero lo único que había conseguido era que Killian le gritara y le advirtiera de que más le valía esfumarse. Él se le había acercado con el martillo de kilo y medio en la mano y, aunque no creo que Malena temiese que la atacara, tampoco se quedó allí para comprobarlo. Aun así, tuvo tiempo de ver que había por el suelo, a los pies de Killian, fragmentos de piedra hechos añicos.
Yo comprendía su gran inquietud, sí, pero no la sensación que transmitía Malena de que las cosas fueran ahora, entre ellos, cuestión de vida o muerte. Pensé que lo único que podía hacer era tener unas palabras sensatas con él, como si me acabara de pasar por allí por casualidad. Así que subí, maldiciendo las escaleras que crujían como locas a cada paso que daba, y, tras cruzar el umbral, me adentré en el estudio, que estaba a oscuras.
La pálida luz azul de la luna llena entraba por la claraboya, permitiéndome ver que, en efecto, había restos de piedra por todo el suelo. Killian había tirado todas aquellas hileras de pequeñas figuras que antes tenía en los estantes. También había lanzado las latas con cinceles al otro extremo del estudio, y una alta pared estaba salpicada de pintura roja, como si fuese un corte abierto. Desde luego el elefante había campado a sus anchas por la cacharrería, pues por todas partes se veían cosas partidas, rotas y machacadas, a raíz de lo que parecía un acto de violencia espasmódica.
Oí un chirrido detrás de mí, me giré y vi un fantasma, o, más bien, la mecedora de Killian cubierta por una vieja sábana. Entonces la sábana se movió y cayó al suelo, dejándome ver al propio Killian, primero su brillante cabeza y después su cuerpo allí despatarrado. Esa mecedora me había parecido un detalle rústico bastante hortera, pero Killian le dio un tinte siniestro cuando se sentó más erguido, se apoyó en los brazos y empezó a mecerse lentamente. Sus ojos brillaban intranquilos y tenía la boca torcida. El martillo de kilo y medio descansaba muy cómodo entre sus muslos. Noté que me latía el corazón más deprisa y me enfadé conmigo, ya que sólo tenía delante a un mequetrefe irlandés. Y, sin embargo, reconozco que había algo muy inquietante en la misma atmósfera del estudio: una sensación de frialdad, un aura muy particular, una corriente de rencor. Finalmente me salió la voz:
—Killian, le has dado un buen susto a Malena hoy.
—Bueno… yo mismo me doy sustos, Grey. Ella tendría que ver lo que veo yo en el espejo cada mañana.
—Bah, no te preocupes por eso. Espérate a tener mi edad y entonces sí que verás un espectáculo lamentable. Eres un joven apuesto.
Soltó un gruñido.
—¿Es que me quieres comer la polla o algo?
—No, jovencito. No, estoy aquí porque Malena está preocupada por ti.
—¿De verdad?
—Sí. La tienes muy inquieta. ¿No crees que deberías… intentar arreglar las cosas?
—¿Y tú no crees que no deberías meterte en esto? Te aseguro que haces muy mal en entrometerte.
—Sí, probablemente, pero… el caso es que aquí estoy, porque Malena es mi amiga, y, además, no me gusta ese tono tuyo.
—¿Ah, no? —dijo con sorna, tras lo cual se levantó y vino hacia mí con el martillo en la mano y la frente echada hacia atrás, como un toro que contemplase a quien va a embestir—. ¿No te gusta mi tono, dices? Bueno, es que me han provocado de una forma intolerable…
No retrocedí.
—Te lo advierto, Killian, no dejes que el whisky te impulse a hacer alguna tontería. Puede que pienses que tienes la juventud de tu parte, pero yo peso veinticinco kilos más que tú, y puedes estar seguro de que eso tendrá su importancia si hay bronca.
Siguió donde estaba, balanceándose un poco, como si sopesara mi argumentación. Entonces me miró fijamente con la frente aún echada hacia atrás. El escorzo distorsionaba su atractivo rostro de un modo muy desagradable: tenía bolsas negras debajo de los ojos, y éstos parecían ranuras bajo sus cejas arqueadas. La expresión de su boca lo mismo habría podido ser una sonrisa burlona que una mueca.
—Dime una cosa, Grey, y quiero que seas sincero. ¿Crees que tu amiga Malena era más feliz cuando estaba con su… cómo lo llamaremos… con su examante, el eminente doctor?
—Eso no me corresponde a mí decirlo, Killian.
—Pero tú lo tienes que saber, y, de hecho, tendrás tus preferencias…
—Robert es mi amigo más antiguo y querido —afirmé convencido—, pero Malena no estaría ahora contigo si no pensara que su relación con Robert se había estropeado de forma irreparable, y si no creyera que tú la querías. Así que me parece que tus especulaciones son una pérdida de tiempo, siempre que la ames de verdad y se lo demuestres.
Pero él había dejado de escucharme y había agachado su cabeza llena de alcohol.
—Sí, «de forma irreparable»… Pobre doctor Forrest… Pobre del difunto doctor Forrest…
Yo no estaba dispuesto a aceptar eso, ni aunque fueran sólo meras divagaciones de borracho.
—Robert no está muerto, Killian, así que no digas eso.
Levantó la cabeza y me volvió a mirar con actitud firme y grosera. Le salía un silbido entre dientes al respirar, mezclado con el olor a humo de turba del whisky.
—Grey, cuando cesan las funciones vitales, se para el corazón y el cuerpo deja de respirar, a eso lo llamamos muerte, ¿no?
—Sí, es una buena descripción, pero que no se puede aplicar a Robert, ¿no te parece? Robert está desaparecido.
—Sí, ha desaparecido, se ha perdido… ¿Dónde lo encontraremos? Y, si lo encontráramos, ¿lo sabríamos? ¿Dónde encontraríamos la esencia de Robert…?
Dio un golpe en un tablero del suelo con la puntera raspada de su bota.
—Killian, si estás intentando decirme… que sabes algo de lo que le ha pasado a Robert, entonces haz el favor de calmarte y hablar claro.
Estaba medio de espaldas a mí y, cuando habló de nuevo, fue casi con un susurro:
—Sé tan poco como tú. ¿Qué se puede haber hecho a sí mismo? ¿O a alguien? ¿Qué es lo peor que se te ocurre?
Había dejado el martillo en uno de sus bancos cubiertos de sacos de arena y parecía estar observando los destrozos que había hecho por todo el estudio. Me arriesgué a acercarme un poco más, mientras me preguntaba qué demonios habría poseído a aquel hombre.
—Por el amor de Dios, Killian, ¿cómo has podido destrozar tus propias obras de este modo, después de todo lo que me dijiste?
Me contestó sin volverse.
—¿Qué te dije? Repítemelo.
—Todo eso de… respetar a la maldita piedra.
—Sí, los materiales eran buenos, Grey, pero hice algo malvado con ellos. Y esta piedra se lo merecía, clarísimamente, así que la he machacado. Pero así es mejor, ¿no te parece? ¿Preferirías que diseccionase a un ser vivo…?
La mirada que me dirigió casi era de provocación, mientras yo hurgaba en mi defectuosa memoria intentando dilucidar qué era lo que se había despertado en ella al oír esas palabras. Entonces caí.
—¿De dónde has sacado esa frase? Era una pequeña broma que solíamos hacer Robert y yo.
—Ya lo sé. Y ahora también es de Killian.
Por primera vez me pregunté hasta qué punto podrían haber llegado a conocerse Killian y Robert, antes de que éste se diera cuenta de que el otro, más joven que él, tenía planes para usurpar su puesto. Miré a un lado, hacia la encimera en la que estaba la botella de Powers, donde sólo quedaba un culito. Killian siguió mi mirada, cogió la botella y se bebió hasta el último poso sin apenas hacer un gesto.
—Al darte esa botella sólo quería hacerte un regalo, Killian, no que te mataras con ella.
—Tienes razón. Hay que andarse con cuidado, ¿verdad?, cuando desatamos los poderes[13] sobre nosotros mismos. —Pareció venirse abajo, mientras se apoyaba la palma de la mano en la frente—. Grey, he aprendido toda una lección. Una lección muy grande…
Si al principio me había parecido amenazador, ahora ya sólo me parecía triste y desamparado.
—Killian, tienes que controlarte, hombre.
—Sí, necesito… controlar estas extremidades, es verdad. Podría ser más sencillo, pero es que tengo malos sueños…
—Sí, bueno, conozco esa sensación. ¿Qué sueñas?
—Cosas que no debes saber, Horacio. Hay más en el cielo y en la tierra de lo que tú jamás…[14] lo que sea. —Con los ojos rojos, hizo un gesto con la mano—. Estoy borracho, Grey, ¿vale?, así que no nos hagáis caso. Estoy borracho y mañana estaré sobrio. Nada de esto tendrá importancia. Lo olvidaremos.
Esbozó una sonrisa, como si esperase que yo le siguiera la broma. Al instante siguiente, me había echado un brazo por encima y me estaba cantando a la cara:
Una noche que llegué a la puerta de mi habitación
todo lo borracho que se pueda estar
me encontré a un muchacho tumbado en la cama
donde habrían mis viejos huesos de descansar.
Agarré a mi mujer y le grité: «Por el amor de Dios,
¿me puedes tú a mí explicar,
de quién son esos huesos que tienes al lado
donde los míos deberían reposar?».
Se tambaleó y dejé que se apoyara en mi hombro.
—Vale —murmuré—, te voy a ayudar a recoger todo esto, idiota.
—Déjalo. Ha sido culpa mía. Esta mierda la he montado yo…
No obstante, me permitió que lo llevara hasta la mecedora. Después me agaché, recogí un bote de cinceles y volví a poner un par de figuras del derecho en un estante. Fue entonces cuando me fijé de verdad en los dos pedazos de alabastro de color blanco lunar, que claramente eran dos mitades de la misma pieza y cuyos bordes irregulares parecían estar hablando entre sí. Me dio la impresión de que eso había sido obra del martillo de kilo y medio. Así que los recogí y los junté, y lo que se formó en mis manos fue una especie de máscara fúnebre, provista de cierta severidad griega en sus rasgos, con las cuencas de los ojos vacías y ciegas y unos rasgos femeninos de buena constitución ósea. Y juro que en ese momento algo se me retorció en el pecho.
Killian se levantó como pudo de la mecedora, cogió la piedra partida y la arrojó al otro lado de la habitación, donde golpeó contra los ladrillos de la pared.
—Vete, Grey. Sal de mi mundo…
Ya había visto bastante, eso estaba claro, así que fui a la puerta y empecé a bajar las escaleras. Cuando iba por el segundo tramo, lo oí venir detrás de mí como tambaleándose, por lo que me preparé por si se renovaban las hostilidades. Sin embargo, se metió haciendo eses en la pequeña habitación de invitados a la que se entra por el descansillo del tercer piso. Los tableros del suelo crujieron sobre mi cabeza como cuando un cuerpo se desploma inconsciente sobre un colchón, y después todo quedó en un horrible silencio.
Malena estaba al pie de la escalera, todavía abatida y con un aspecto muy preocupante. No pude decirle lo que había visto, ya que ni siquiera yo mismo estaba seguro, como tampoco me sentía con fuerzas para volver a subir esas escaleras. Así que le dije lo que pensaba que era cierto: que Killian volvería a ser un hombre distinto después de dormir la mona. Pero, para ser sinceros, no estoy tan seguro de que esa terrible amargura que le inspira su relación también se le pase.
1 de septiembre
Parece que esta mañana hay novedades en el caso de Robert, o al menos eso espero con todas mis fuerzas. Me ha llamado el sargento Goddard en nombre del inspector Hagen, el cual me pide que nos veamos el viernes, durante una hora o así, en el apartamento de Robert en Artemis Park. He aceptado, por supuesto; sobre el papel no tengo ningún asunto de trabajo para ese día que no pueda cambiar. Como hemos quedado a través del otro, la intriga que me corroe es aún mayor. Puede que haya habido avances, o quizá vaya yo a ser de los primeros privilegiados en recibir alguna mala noticia.
Al menos tengo cosas nuevas que contar a Hagen; para empezar, acerca de Killian MacCabe. No sé si lo interrogaron en la investigación preliminar, pero desde luego deberían hablar con él ahora, porque hay algo en esa nueva obsesión suya con Robert que me resulta inquietante, o directamente sospechosa.
Y después he de intentar enfrentarme a… o al menos aclarar la confusión de ideas que tengo en la cabeza con respecto a Dijana Vukovara, «la dama negra», la misteriosa mujer de Robert. El caso es que, en mi memoria, no es más que una figura escurridiza a medio formar, hasta el punto de que, para empezar, hasta me había olvidado por completo de su cara, de cómo era.
Pero Killian tenía razón: podemos reconocer a una mujer a partir de un simple par de líneas borrosas. Si llevase puesta una máscara, lo adivinaríamos por la forma del pelo; si se cubriera con un sobretodo, la conoceríamos por la curvatura del tobillo. Sólo vi a Dijana una vez, pero ahora ya no hay errores, ni ningún supuesto velo de niebla a su alrededor, ni ningún telón que se haya cerrado en mi cabeza: estoy casi seguro de que volví a ver su rostro, el contorno del mismo, inconfundible pese a no tener ojos, cuando junté esos dos fragmentos rotos de alabastro.