VII

Para el abate, el único resultado de la cruzada del escapulario fue que se quitara el escapulario rojo de la Pasión. Ya no llevaba la reliquia de San Sátiro y se desprendió igualmente del agnusdéi. Rezaba todavía su viejo rosario y leía distraídamente el breviario, pero sentía que se acercaba la hora de resoluciones graves. Una vez más y de modo decisivo, Paola había tenido en su tío su mejor auxiliar.

El abate meditaba sobre esta dulce religión romana que lo había reconciliado con la religión: ¿era realmente la religión cristiana?. Acababa de desplegar todos sus recursos ante él, como para mostrarle a qué costo conseguía equilibrar el paganismo subsistente. El joven comprendía ahora la necesidad de estos recursos y se consideraba incapaz de acudir a ellos. Advertía que se había equivocado al creerse llegado al bello equilibrio del pueblo romano, a la envidiable amalgama de una doble herencia. Desde luego, había visto en Paola las condiciones de este equilibrio, pues era ella quien le había hecho ver los límites. Cabía tomarse con Dios muchas libertades, como con los sentidos, pero no todas. En cambio, él se había imaginado que esta doble vida no tendría fin ni casi lindes, como Paola se lo había dicho con sorna. Tenía que admitir que, si no había perdido la fe, había perdido sus principios. Para ser un buen sacerdote y un sacerdote romano, como se lo había deseado Su Eminencia, había que ser romano sin duda.

Había sido juguete de un espejismo, gracias al hombre excepcional a cuya sombra vivía. La luz de este hombre había dispersado las sombras: las sombras de una vocación incierta, las sombras de un medio deprimente, las sombras de una piedad medieval. En suma, era Paola quien salvaba a Victor, impidiéndole cometer una tontería o tal vez algo peor. Se desquitaba con él: después de haber estado a punto de causar su condenación, era la salvación lo que le ofrecía. Aun con independencia de Paola, había otros motivos para renunciar al ministerio con que había soñado. ¿No había corrido el riesgo de profanarlo y exponerlo al escándalo?. Ahora estaba muy al tanto de que su carne era débil.

Cuando el capellán volvió a hablarle de rosarios y escapularios, el abate dijo que pasaba con ellos como con las cabezas de Santa Juliana: había demasiados.

—Hay también —añadió—, exceso de medallas milagrosas, aguas milagrosas, indulgencias, oraciones, reliquias y milagros. Con su permiso, reverendo, ya sólo meditaré sobre el Pater.

—¡Santo cielo!. El galicano no ha muerto; sólo lo habíamos adormecido. Grave error el de su razonamiento, don Vittorio, error fatal. Todo se tiene en pie en nuestra santa religión. Descansa sobre la derrota de nuestra razón, no lo olvide. Pone usted en duda lo principal desde que comienza a dudar de lo subsidiario. Me he estremecido cuando he visto, en ese famoso informe que nos ha dado a leer Su Eminencia, que los agustinos han retirado de Santa María del Pueblo el Santo Ombligo, pero ¿no habían ya retirado la leche de la Virgen?. Y lo más grave es que han creído tal vez complacer así a Su Eminencia, su protector. Estoy con el cardenal Canali, que les ha dicho unas cuantas cosas. Pero ¿no advierte que, si ya no se cree en la leche de la Virgen, tampoco se puede creer ya en San Bernardo, que se imaginaba, cuando comulgaba, que recibía un chorro de ella en la garganta?. Y aquí tiene las consecuencias: si no cree en San Bernardo, no creerá en San Juan Crisóstomo, que se imaginaba, en las mismas circunstancias, beber la sangre del Santo Costado; no creerá en Santa Catalina de Siena, que se imaginaba rociada con esa misma sangre; en pocas palabras, no creerá en nada ni en nadie. Si yo no creyera que perteneció a San Sátiro el grano de hueso que le he dado, no creería en los misterios de la Transubstanciación y de la Santísima Trinidad. La Iglesia católica es un sistema de relojería, un «sistema en pleno funcionamiento», como ha dicho el gran Claudel de ustedes, pero es un sistema que sólo funciona si no se le retira la menor pieza del mecanismo. El Santo Ombligo y el grano de hueso de San Sátiro forman parte de él; si los retira, todo se atasca. Retire la leche de la Virgen y todo se enroña. Retire a Santa Filomena, que no ha existido, se lo concedo; retire a Santa Juliana, que tiene treinta y nueve cabezas de más, se lo concedo, y todo se derrumba. Cuando se tiene empeño en destruir la superstición, se destruye la piedad; sólo venerando cuanto la piedad ha inventado podremos conservar y aumentar la piedad; sólo creyendo lo que la Iglesia nos haya dicho alguna vez que creamos seremos sus dignos hijos.

"¿Cómo los misterios de la Santísima Trinidad y de la Transubstanciación pueden ser una verdad deslumbrante, si ponemos en tela de juicio la leche de la Virgen?. ¿Por qué se hacen tantas mezquindades con el Santo Prepucio de Calcata?. No vacilo en rebelarme contra la decisión del Santo Oficio, a pesar de mi respeto por la autoridad. Eso demuestra en ella una pusilanímidad lamentable. Yo desearía que a todo seminarista que llegara a Roma se le enseñaran la leche de la Virgen, el fragmento del Santo Prepucio de Letrán, las cuarenta cabezas de Santa Juliana y la falsa inscripción de Santa Filomena, como a quien se lleva, no á un museo de falsificaciones, sino al museo de lo más desconcertante que puede producir la verdad. Si las reliquias, los milagros y las indulgencias de Roma le parecen absurdas, cuelgue ese hábito y vuélvase a París, a sus filósofos, al vacío, a la desesperación. Nuestro absurdo (el de credo quia absurdum) procura la alegría, la fe, la esperanza, la caridad.

—¿Y qué significan, por lo demás, esas supuestas certidumbres humanas al lado de los misterios del más allá?. La Iglesia tuvo razón en condenar a Galileo; sólo una cosa estuvo mal en ella: creer después que se había equivocado. Hoy más de un sabio vuelve a poner en duda el sistema de Galileo. La frase más sublime de la Iglesia es la de Ricci, el general de los jesuitas, al papa que le pedía que modificara los estatutos de la orden: «Que sean como son o que no sean».

—Reverendo, ¿es que no se puede podar un árbol sin derribarlo?. —preguntó el abate.

—Cuando un árbol es dos veces milenario, es que no necesita de nuestros débiles cuidados. Dejémoslo en manos del jardinero celeste.

Por una vez que el capellán mostraba cierta elocuencia, no hacía más claras las cosas para su interlocutor o, mejor dicho, lo dejaba convencido de que había llegado la hora de la verdad. El abate sabía ya que no sería sacerdote y que se casaría con Paola.