V

El abate había pedido al cardenal el honor de ser recibido en una audiencia semipública del papa. No era únicamente para satisfacer una piadosa curiosidad, sino para completar también, con la vista arrebatadora del jefe de la Iglesia, los efectos saludables que habían tenido en él la influencia y las disertaciones del cardenal. Quería completar su purificación en la luz de la pureza que difundía el vicario de Cristo. El cardenal le consiguió la autorización para visitar, aquella misma mañana, los jardines del Vaticano y, lo que era favor más insigne, la sacristía pontificia.

Salió el abate muy temprano, para visitar por de pronto los jardines. Era preciso ir a recogerse, de paso, a San Pedro. Delante de la columnata, un autobús de peregrinos, con matrícula de Nápoles, llevaba este anuncio: «Madonna de Loreto-Madonna de Pompeya-Santa Filomena de Mugnano». ¡Qué desquite para Santa Filomena, asociada todavía en la piedad napolitana con las más célebres Vírgenes de Italia!. El capellán había expuesto al abate otra prueba de cómo es más fácil hacer santos que desarraigarlos. Se trataba de San Diego, poco conocido en Francia e Italia, pero muy querido en España. Baronio lo había condenado como dudoso, pero los españoles se encresparon y Sixto V le devolvió los honores del breviario; esto era inclusive uno de sus títulos de gloria en la inscripción de su sepultura en Santa María la Mayor. «¡Aviso a los atormentadores de santos y reliquias!», había concluido el capellán.

El abate contempló la abrumadora fachada, en la que los altavoces, emboscados en las ventanas, parecían trabucos dispuestos a rechazar un ataque. Al recordar que había sido la venta de indulgencias lo que había permitido construir la basílica, el joven veía el triunfo de la religión que siempre había sabido, como había dicho el cardenal, poner el error al servicio de la verdad. Bajo el pórtico, contempló las placas de mármol que anunciaban una indulgencia plenaria. Se detuvo un instante delante de la puerta central, donde el irrespetuoso broncista del Renacimiento había mezclado con los martirios de San Pedro y San Pablo los amores de Leda y el rapto de Ganímedes. Envidió esta época que juzgaba muy natural mezclar las imágenes de las dos religiones: sin duda, Joseph de Maistre se hubiera mostrado ceñudo al ver cómo «todas las virtudes» se apegaban a «todos los vicios».

La inmensa nave central, resplandeciente de blancura, sumergía en una claridad irreal el falso mármol de las pilastras, las estatuas trágicas o cómicas de los fundadores de órdenes, y a los sampietrini que, en una escala de acróbatas, estaban reparando una cornisa. La suave visión de la joven Madonna de Miguel Ángel equilibraba esta inmensidad. En la nave de la izquierda, frente a la sepultura del bienaventurado Pío X, los genios fúnebres del monumento de los Estuardos mostraban sus desnudas nalgas, manoseadas por la multitud. El criado cínico había dicho al abate que muchos sacerdotes procuraban no mirar este monumento, que podía inducirlos a tentación. Delante de la puerta de la sacristía, el joven francés recordó una historia que le había contado el secretario: una bella noruega, penitente de un canónigo de San Pedro, había hecho un disparo de revólver a quemarropa contra su confesor, cuando éste volvía en cortejo de salmodiar en el coro. Por fortuna para él, había entre sus colegas un príncipe de Baviera, antiguo coronel de caballería, que había visto el ademán y desvió el tiro con un revés de la mano. Se admiraba todavía la sangre fría con que el príncipe había actuado, pues volvió a unir en seguida las dos palmas, en la actitud de un canónigo que desfila.

Después de haberse inclinado ante la sepultura del papa que blande la Santa Lanza y luego ante el mosaico en el que se ve a San Pedro resucitar a Tabita, el abate dio la vuelta alrededor del baldaquino. El criado cínico lo había invitado a que examinara las bases de mármol que sirven de sostén a las columnas de bronce. «Mírelas disimuladamente —había añadido—, porque los sacristanes vigilan los alrededores, para impedir que los guías llamen la atención de los turistas sobre eso». Se decía que el Bernini se había burlado de los amores de Urbano VIII al esculpir sus armas: había puesto las tres abejas de los Barberini en un escudo más o menos prominente, considerado representación del vientre de una mujer en el parto y cuyo rostro, sonriente, crispado o en calma, por turnos, estaba también allí. Pero ¿es que los artistas del medioevo no se divertían con este género de chanzas, como lo testimoniaban las gárgolas y las misericordias?. Llegado al punto en que estaba, el abate no tenía ideas culpables al contemplar las originalidades de la puerta, del monumento de los Estuardos o del baldaquino. Tampoco lo turbaron los muy lucidos muslos de Julia Farnesio, en el monumento de Paulo III. Pero se decía que todo esto era mucha desnudez y mucha extravagancia para la mayor basílica cristiana.

Recordó un curioso encuentro que había tenido con ocasión del Año Santo. Había sido abordado por un eclesiástico viejo y menudo con alzacuello de monseñor, cejas trazadas a lápiz y mejillas pintadas. Este personaje, que se presentó como un beneficiario del capítulo, lo invitó a tomar una taza de café en el bar de la sacristía, y este bar en la sacristía de San Pedro fue el primer asombro del seminarista. Luego el amable beneficiario se convirtió en su cicerone, con meneos, saltitos, píos y revuelos de pañuelo que no lo asombraron menos. De pronto se eclipsó gritando: «¡Oh!. ¡Un marino delante de la Pieta de Miguel Ángel, un marino muy apuesto!. Lo dejo. Pregunte por mí por la mañana en la sacristía. ¡Hasta la vista, lindo seminarista!». Y el lindo seminarista, todavía más asombrado, había visto al viejecito acercarse en un trotecito al marino, con el pañuelo desplegado, dirigirle la palabra y llevarlo hacia el bar de la sacristía.

El abate preguntó a un sacristán por el beneficiario.

—¿Monseñor Fulano?. Murió hace dos años. ¡Ah, era un santo varón!.

Sí, todo era santo aquí, todo estaba santificado. Nada podía alterar el equilibrio de este edificio, cuya maravillosa cúpula, como un aeróstato gigantesco, parecía dispuesta a levantarlo hasta el cielo. Si la sepultura de San Pedro no había sido hallada de modo indubitable, las excavaciones habían permitido comprobar un fenómeno prodigioso: entre los cimientos, la masa de esta cúpula descansaba sobre el ángulo de un sarcófago que se habían apresurado a reforzar. Un milagro, sin duda; un milagro cristiano, pero que tenía por base un sarcófago pagano. La apoteosis del cristianismo, que se manifestaba en este recinto, había recibido la contribución del paganismo. Los sabios habían acabado por demostrar que la estatua de San Pedro era una estatua del siglo XII y no una antigua estatua de Júpiter, como se había creído, pero era tal vez con el bronce de Júpiter como se había vaciado este San Pedro, del mismo modo que el bronce del Panteón había servido para fabricar las columnas del baldaquino.

Esta estatua, la más venerada de la basílica, recordaba también que la piedad había tenido siempre las mismas manifestaciones: los besos de los fieles habían hecho desaparecer la forma de los pies, como los besos de otros fieles habían hecho desaparecer antes la forma de los labios del Hércules de Agrigento. Se advertía, por lo demás, que, bajo estas bóvedas, se besaba indiferentemente todo: los pies de San Pedro, las nalgas de los genios fúnebres y los muslos de Julia Farnesio. El abate se contentó con besar los pies de San Pedro. No ignoraba que ganaba así cincuenta días de indulgencia, y aunque Pío XI le hubiese dispensado de este movimiento complementario exigido por Pío IX, apoyó su frente sobre los pies de la estatua, «en señal de unión con la Santa Iglesia Romana y de obediencia a su jefe».

Quedaba una hora larga para visitar los jardines antes de la audiencia. Apresuró el paso hacia el arco de las Campanas, que, la izquierda de la basílica, llevaba allí.

Los suizos, con atavío a bandas naranjas y azules, lo pusieron en manos de los gendarmes de uniformes negros, quienes lo llevaron a la oficina de control, donde lo esperaba la autorización. No por ello se vio libre de llenar varias fórmulas y de dejar sus documentos en prenda. Aunque provisto de un volante amarillo que debía abrirle todas las arboledas, oyó cómo se señalaba su presencia por teléfono a todos los puestos del jardín.

Dió vuelta a la sacristía y, delante de la casa de los canónigos, se cruzó con uno de ellos, que volvía de abastecerse en la anona con su «perpetua». «Es un escándalo —farfullaba el buen hombre, dirigiéndose a esta sirvienta canonical y canónica—. Van ya tres semanas sin que los canónigos puedan obtener carne de lomo. Siempre se la reserva el cardenal Canali».

El abate siguió luego los inmuebles recién pintados que bordeaban la Plaza Santa Marta y en cuyas ventanas se entreveía a tímidas religiosas. Se detuvo: entre la puerta de uno de estos inmuebles y un poderoso coche norteamericano se agitaba el cardenal Canali. «Es un escándalo», gritaba esta Eminencia, cuyo cabello, negro como el azabache, brillaba debajo del solideo rojo. El abate había oído decir que el ayuda de cámara del cardenal le enceraba el pelo cada mañana con el cepillo del calzado y que, en una ceremonia al aire libre en que cayó un chaparrón, los asistentes habían visto al purpurado transformarse poco a poco en un purpurado negro. Si se ennegrecía los cabellos, no ennegrecía, como Sor Pascualina, los niquelados de su coche, que eran resplandecientes. En estos momentos arremetía contra un gendarme, que se mostraba muy compungido: «Me han telefoneado de la gruta de Lourdes que había una mujer con las piernas desnudas en la alameda del Santo Padre». Tenía una autorización de Su Excelencia el conde… «Y yo soy marqués. Si vuelve a haber en los jardines una mujer sin medias, aunque sea una de mis parientas, la pongo en la calle». Dicho esto, el cardenal marqués se metió en su coche, seguido por su secretario, que le llevaba el capelo. El abate contempló cómo se alejaba el soberbio vehículo, que frenó en una curva. Se encendieron sus luces rojas, como para reflejar el solideo que brillaba detrás del vidrio.

El gendarme se lanzó hacia el visitante, al que pidió su autorización. El joven se mostró sonriente. Además, para demostrar que no llevaba las piernas desnudas, se levantó la sotana. Pero al gendarme no le agradó la broma. Entretanto, el abate reflexionaba sobre las contradicciones del pudor. Para el cardenal Canali, unas piernas sin medias bastaban para manchar la virginidad de estos jardines, como si el antiguo Príapo fuera a resurgir delante de la gruta de Lourdes, pero este purpurado rezaba tranquilamente delante de los ignudi de la Sixtina y de las indecencias de San Pedro.

Delante se alzaba la estación del Vaticano, majestuosa y desierta. Sus dimensiones denunciaban una megalomanía bastante cómica para un servicio ferroviario que no tenía ni viajeros ni empleados. En todo caso, había sobre las vías roñosas tres vagones de mercancías. El abate se acercó, para ver qué había bajo la paja de uno de ellos, cuyas puertas estaban abiertas: era un cargamento de bidés. En aquel instante se oyó un pitido, pero no era del jefe de estación; otro gendarme, emboscado detrás de los árboles, hacía señas al abate para que se alejara. El seminarista avanzó hacia el jardín que cubría, a la derecha, la ladera de la colina. Al entrar en una alameda, un tercer gendarme le volvió a pedir el pase. En los jardines del Vaticano, la sotana no inspiraba una confianza excesiva.

Una vez libre de estos hombres, el abate se abandonó al encanto del paseo. Lo único que lamentaba era que estas alamedas tan umbrosas, que atravesaban lozanos céspedes, estuvieran alquitranadas como carreteras. Las fuentes murmuraban en bosquecillos de laureles. Los pinos y los cipreses recortaban sus siluetas en la enorme masa del ábside de San Pedro. Abajo, el palacio del gobernador mostraba sus murallas de mármol. Arriba se veían las antenas de la radio del Vaticano, coronadas por una cruz. Un barrendero saludó amablemente al abate sin reclamarle el pase. ¿Era un «barredor secreto», como los de las habitaciones del Santo Padre?.

Estos scopatori segreti no figuraban ya por su nombre en el anuario pontificio, por una razón de la que el abate se había enterado por el criado cínico: el Santo Padre había acabado por saber que la expresión tenía otro sentido muy feo en el lenguaje de Roma. Pero había todavía en las listas públicas un senescal secreto, un limosnero secreto, capellanes secretos, camareros secretos eclesiásticos y camareros secretos de capa y espada, cuatro de «número» y cuatrocientos sesenta y cuatro «supernumerarios». De todos estos personajes secretos, sólo habían desaparecido los barredores secretos, lo que no impedía que siguieran barriendo.

Dos señores con ropas civiles, con el aspecto inocente de amantes de los jardines, se acercaron al abate y le pidieron bruscamente la autorización. El joven obedeció una vez más y decidió llevar el volante en la mano. Fue así como llegó delante de la gruta de Lourdes. Brillaba una lámpara eléctrica delante de la estatua de la Virgen, a la que rodeaban estas palabras en francés y en dialecto provincial: «Soy la Inmaculada Concepción». ¿Quería esto decir que la Virgen había hablado en dialecto con Bernadette?. A primera vista, el abate juzgó esto cómico. Pero se dijo en seguida que la Virgen hablaba necesariamente en todas las lenguas, incluido el patois. Era lo que daba a entender la Congregación de Ritos al autorizar que las estatuas de la Virgen y del Niño Jesús destinadas a China tuvieran los ojos oblicuos y que fueran pieles rojas las destinadas a los indios, con un Niño Jesús que tenía un pequeño tomahawk a un costado. El abate pensó que el patois de la Virgen de Lourdes había tal vez inspirado al Santo Padre la idea, que le había parecido extraña, de enviar hacía poco un mensaje en idioma bretón a peregrinos bretones. Desde el fondo de esta gruta, «l’Immaculada Councepciou» se lo autorizaba.

Sobre este terraplén, el abate tuvo otra visión de Francia: la estatua de San Austremoine, apóstol de Auvernia. La inscripción decía que esta estatua había sido ofrecida a León XIII por el obispo de Tarbes en honor de la Virgen de Lourdes, sin precisar la relación que había entre Virgen y apóstol. Sin duda Pío XII, que presumía de poliglota, hablaría un día patois de Auvernia a peregrinos de la región.

Más allá de San Austremoine, el abate percibió un gran pilón rodeado de ranas de bronce. Tuvo que reírse. ¿Ignoraba acaso el Vaticano la expresión francesa «ranas de pila?». Verdad era que aquí las ranas y la pila eran grandes. Encima del muro que creaba un espacio entre el fondo del jardín y la muralla, se alzaba una enorme estatua de la Virgen, que se hubiera dicho esculpida en naftalina. La puerta de hierro de este recinto estaba tan herméticamente cerrada, que no había modo de descubrir nada. El abate volvió a la gruta de Lourdes.

Aquí comenzaba la alameda titular del paseo cotidiano del papa. Dos guardias instalados en una cabina con cristales se lo confirmaron al visitante, después de haber examinado cuidadosamente el volante. El joven les preguntó qué estatua era la que había visto encima del muro. «La Madonna mexicana, la Madonna de Guadalupe». Se atrevió todavía a preguntar qué era el recinto donde la estatua se alzaba. «El tenis», contestó uno de los guardias. El otro le dio con el codo, murmurando: «Sabes muy bien que no hay que decir nada». Luego se volvió hacia el abate y le preguntó: «¿Tiene usted autorización especial para hacer preguntas?». El joven respondió que no y siguió su camino. Verdaderamente, el cardenal Canali tenía bien instruidos a sus hombres. Pero ¿quién jugaba al tenis en los jardines del Vaticano a la vista de la Virgen de los mexicanos?. ¿El cardenal Canali y una de las hermanas de la Plaza Santa Marta?. ¿El Santo Padre y la hermana Pascualina?. Tal vez había una relación entre esta Virgen mexicana que cuidaba del tenis y las orquídeas de México ofrecidas a la estatua de la Inmaculada Concepción para la inauguración del Año Mariano.

El piso de la alameda del Santo Padre parecía más blando. Estaba protegido contra el tramontana por un gran muro de ladrillos cubiertos de hiedra. No había nadie allí. La tierra se había tragado a la mujer de las piernas sin medias. El abate se detuvo un momento delante de una jaula abierta en el muro: una pobre águila desplumada y erizada, pegada a los barrotes, le dirigió una mirada de desesperación. ¿Era el águila imperial, el águila de Roma, como la que estaba antaño encerrada en una gruta del Capitolio, no lejos de la loba?. Esto recordó al abate que los papas siempre habían sido aficionados a las aves. Los canarios figuraban en la anécdota del cardenal sobre León XIII, quien había llegado a disponer que se colocaran redes para cazar pájaros en estos jardines. El capellán había dicho que una inscripción de la Vía Aureliana conmemoraba una matanza de tordos dispuesta por León XII «en un bosque frondoso, con ayuda de liga». Pío XII, junto al título de papa de la paz, había tratado de obtener el de papa de los pájaros. El águila del jardín contrastaba con la graciosa imagen de los pinzones de Sor Pascualina.

Por el otro lado, el horizonte era magnífico. La cúpula de San Pedro se recortaba en el azul del cielo. A lo lejos se perfilaban los montes Albanos; más cerca, lo hacía el Janículo, donde los tejados nuevos del colegio norteamericano tenían que alegrar los ojos del Santo Padre. El abate contemplaba con emoción los ligustros y carrascas que eran testigos cotidianos del paseo papal. Al otro lado del césped se veía un oratorio de Santa Teresa del Niño Jesús. Era un homenaje más a Francia, ya que no de Francia: Pío XI había recibido de esta santa la prolongación de un año de existencia y los tiestos de flores colocados sobre el antepecho revelaban que Pío XII no la desdeñaba. El abate se dirigió a este oratorio. Al inclinarse para decir una oración, advirtió un papel puesto entre las hojas. No pudo resistir a la tentación de echarle un vistazo, no sin comprobar antes que estaba solo. «Santísimo Padre, Padre adorado, en nombre de la Virgen, desconfíe de la hermana Pascualina. Fíjese en su pie: lo tiene hendido. Es un diablo disfrazado que tiene por misión llevarlo a los infiernos. Por fortuna, está protegido por mis oraciones, mis vigilias y mis ayunos. La hermanita… del hospicio de Santa Marta, su ángel dela guardia». El abate puso el papel en su sitio y recitó un acto de contrición por este acto de curiosidad.

Pensaba en todas las intrigas que albergaba el Vaticano, intrigas de monjas, intrigas de cardenales. Se rio del pie hendido de sor Pascualina y recordó que para los protestantes de antaño era así como tenía el pie el mismo papa.

Al término de la alameda, una cortina de arbustos ocultaba la muralla que rodeaba a los jardines. Era el único sitio donde su altura permitía apoyarse. Se había abierto un paso entre los arbustos para que se pudiera mirar al exterior. El abate se metió por allí. Se dominaba el barrio nuevo que se extendía hacia la Vía Aureliana, tan fecundo en iglesias y conventos. Los niños jugaban en los baldíos y había también parejas de enamorados; la vida bullía al pie de los muros. Y el abate se imaginaba al Santo Padre inclinado aquí sobre los niños dedicados a sus juegos y los novios de paseo, en contemplación de la juventud y la libertad, pegado al muro como el águila a sus barrotes.

Se acercaba la hora de la audiencia. El joven bajó hacia el arco de las Campanas, devolvió su volante, recuperó sus documentos, atravesó de nuevo la plaza y se presentó en las puertas de bronce que dan acceso al Vaticano. Los suizos de guardia tenían aquí más importancia: protegían el palacio, no los jardines. Sus alabardas estaban destinadas a defender, no la gruta de Lourdes, sino al vicario de Cristo. Eran la emocionante imagen de ese poder, a un mismo tiempo real y fantástico. Nuevamente, el abate llenó formularios y dejó en prenda sus documentos. Se telefoneó al maestro de cámara para comprobar la inclusión del joven en la lista. Provisto de un pase blanco, el abate subió por la hermosa escalera de Pío IX, que lo condujo al patio de San Dámaso. Un gendarme le señaló un ascensor, desde donde fue llevado a la sala Clementina.

En la antecámara, donde había guardias palatinos con uniformes de gala Luis Felipe, esperaban la audiencia unos treinta visitantes. Dos o tres monjas inspeccionaban a las personas de su sexo con una atención digna del cardenal Canali. Tiraban de las mantillas para que bajaran un poco más sobre la frente, cerraban más los corpiños y agregaban volantes con alfileres para que los vestidos llegaran hasta los tobillos. Más indulgentes con un chico explorador, no cerraron su camisa un poco entreabierta y hasta le levantaron un poco los pantalones cortos. El abate pensaba una vez más en las contradicciones del pudor. Pero, al ver cómo se multiplicaban las precauciones con las mujeres antes de llevarlas ante el Santo Padre, se preguntó si no había en ello un doble halago: para las mujeres, a las que se suponía deseables sin excepción, y para el Santo Padre, al que parecía suponérselo muy inflamable.

Se abrió la puerta y los visitantes entraron en la sala. Estaban allí de servicio guardias nobles con guerreras rojas y camareros secretos de capa y espada con uniformes Enrique II. Esta sucesión de atavíos que recordaban distintas épocas daba la impresión de un palacio encantado donde convivieran todos los siglos. La decoración no parecía estar a la altura de los figurantes. La alfombra salmón se daba de tiros con el damasco rosa de las paredes; había pesadas consolas con lámparas de globo y el trono parecía un accesorio de teatro.

De pronto hubo en la sala como un rayo celeste: acababa de entrar Pío XII. Su rostro chupado estaba iluminado por una sonrisa benevolente. Avanzó con paso juvenil, leve, aéreo, en el fru-fru de los prelados que lo seguían. Sobre su sotana blanca colgaba el roquete de encaje; la muceta de terciopelo rojo con bordes de armiño le cubría los hombros. Lentamente, pasó delante de los visitantes, que se habían arrodillado, diciendo unas cuantas palabras a cada uno, dando a besar su anillo y bendiciendo. Sus ademanes eran de una suprema elegancia y sus largas manos parecían diáfanas. Un visitante, que había traído un solideo nuevo, se lo ofreció respetuosamente y le pidió el puesto. Su Santidad se quitó el solideo y lo trocó con afabilidad. Otro, sabiendo que Su Santidad llevaba puños de celuloide, le había traído un par. Pío XII se quitó los puños y los trocó con la misma afabilidad, después de haber hecho que le retiraran los botones. Un tercero había traído unas mulas blancas con la esperanza de un cambio análogo, pero el Santo Padre se limitó a disponer que recogiera el obsequio uno de los prelados acompañantes. Indudablemente, quería poner fin a este mudarse que tal vez no tuviera ya límites. Un cuarto hizo una ofrenda que no ofrecía la menor dificultad: un largo estuche con monedas de oro que Su Santidad hizo recoger al mismo prelado. Otros ofrecieron fajos de billetes de banco, cheques, anillos, collares y pendientes, objetos que fueron cargando las manos de los acompañantes del Santo Padre. Todas estas personas arrodilladas que vaciaban sus bolsillos parecían estar reproduciendo una de esas estampas romanas del siglo XIX que muestran a los viajeros de una diligencia aligerados por los bandidos del Lacio, pero, en este caso, las sonrisas de quien daba y quien recibía bastaban para rechazar en seguida la comparación.

Como alguien presentó unos rosarios para que se los bendijera, Su Santidad declaró que bendecía todos los objetos de piedad de los asistentes y los enriquecía con las indulgencias apostólicas. Un prelado acompañante precisó en una especie de aparte: «Las indulgencias apostólicas, conforme al decreto promulgado por Su Santidad el 11 de marzo de 1939 y publicado en las Acta Apostolicae Sedis, volumen 31, página 132, no son aplicables a los rosarios de estaño o de plomo». Un sacerdote calabrés dijo con una voz lamentosa: «Santísimo padre, ¿os dignaréis conceder igualmente a mi crucifijo la indulgencia de la buena muerte?». «Con mucho gusto —contestó Su Santidad—. Concedemos a todos los crucifijos que lleven consigo los presentes la indulgencia de la buena muerte». «¿Tantas veces como lo besemos, Santísimo Padre?», insistió el sacerdote calabrés con la misma voz lamentosa. «Toties quoties, no! —dijo el Santo Padre sonriendo—. Solamente en artículo de la muerte». «Santísimo Padre —suplicó el sacerdote calabrés de la voz lamentosa—, ¿os dignaréis conceder a mi crucifijo la indulgencia complementaria de la vía crucis?». El papa tuvo un leve movimiento de impaciencia y declaró de nuevo: «Concedemos a todos los crucifijos de las personas presentes la indulgencia complementaria del vía crucis». «Santísimo Padre…» dijo el sacerdote calabrés de la voz lamentosa. Los prelados, dirigiéndole miradas fulminantes y agitando sus manos cargadas de despojos, le hicieron señas de que se callara.

El mozo explorador no tenía nada que ofrecer ni nada que pedir. Pero, ello no obstante, Su Santidad se dignó detenerse con él más tiempo y hacerle algunas preguntas. Pareció alegrarse mucho de saber que el chico estudiaba griego y latín y a la bendición que daba a todos sobre la cabeza añadió otra sobre la frente. «¡La pureza, la pureza —se decía el abate—. El Santo Padre quiere que este efebo se mantenga puro!». Sin duda fue por meterle bien esta idea en la cabeza por lo que el papa continuó mirando al chico mientras hablaba con la persona siguiente. «Queremos mucho a Francia», dijo al abate, quien acababa de oírle, en las respectivas lenguas, decir a un español que quería mucho a España y a un inglés que quería mucho a Inglaterra.