I
—Ha comenzado a soplar el viento de las canonizaciones —dijo Su Eminencia al abate—, y tengo que adoptar definitivamente la lista de los próximos héroes de la Iglesia. Tengo que atender en esto las intenciones del Santo Padre y complacer también a cierto número de personas. Las asambleas generales coram Sanctissimo son una cosa y las intrigas personales otra. En la congregación, cada miembro es un paladín encarnizado de una de las partes en disputa. Voy a examinar contigo el cuadro y a pedirte por de pronto que me lo prepares.
El abate hojeó la colección impresa que el cardenal acababa de entregarle: los nombres de las demandas ocupaban trescientas páginas.
—No creo que a la Iglesia lleguen a faltarle los santos —dijo.
—Hay ochocientos noventa y ocho que esperan subir a los altares, como dicen. Un nombre que acabo de leer me ha causado una congoja: «El venerable Jean-Marie de Lamennais…» te permite medir la distancia que hay entre nuestro cuadro de honor y el del genio. Jean-Marie el venerable es el hermano de Félicité el réprobo y el ilustre. Y si el nombre del primero me acongoja es porque, con un poco de habilidad, la Iglesia hubiera podido guardar en su seno al segundo. El hombre a quien León XII había ofrecido el capelo cardenalicio murió rechazando los socorros de la religión. Me gusta pensar a veces en las hermosas canonizaciones que hemos perdido.
—Verdad es que Jean-Marie es el fundador de los hermanos de Ploérmel, pero esa polvareda de institutos que ha comenzado a levantarse en el siglo XIX y que sigue aumentando es tal vez para la Iglesia menos importante que los grandes caracteres. Es lo que nos procura buena parte de estas demandas, pues las órdenes, por pequeñas que sean, sueñan con tener un santo como fundador. Pero alimentan una vana esperanza creyendo que su estatua figurará en San Pedro: el último nicho vacante fue ocupado el año último por Santa Labouré.
—Yo me pregunto por qué la Congregación de Religiosos aprueba tan fácilmente los estatutos de las órdenes que se fundan. Esos retoños brotan con daño para el árbol. Sin duda, se repiten el dicho romano: «Todo sirve para el cocido», pero se olvidan de que la calidad del cocido depende de lo que se pone en él. Si consultas el anuario pontifical, verás, por ejemplo, en la lista de los religiosos, donde una breve indicación precisa la finalidad de cada orden, que los salvadoristas han sido creados, hace setenta y cinco años, para propagar el conocimiento de que «Jesús es el verdadero salvador del mundo». Tendríamos verdaderamente que desesperar de la Iglesia, si hubiese tenido que esperar para propagar ese conocimiento hasta entonces, ya que tal es el único objeto de su enseñanza desde que existe. Por fortuna, en lo que respecta a las congregaciones femeninas, que son más de tres mil y de las que la mitad no datan de un siglo, nunca se precisa la finalidad. Pero indican sus contingentes y verás que hay algunas que sólo tienen de treinta a cuarenta monjas y monjuelas. No son las menos ardorosas en reclamar una santa.
El cardenal se levantó y comenzó a pasearse por la habitación. El abate comprendía que su jefe estaba en uno de esos momentos de soliloquio en los que le agradaba decir cuanto sentía.
—¿A quién queremos engañar con todos esos santos que fabricamos?. Mucho me temo que queramos ante todo engañarnos a nosotros mismos. Bonifacio VIII sólo efectuó una canonización y reinó nueve años. Se consideró fabuloso en el siglo XVIII que Benedicto XIII creara nueve santos. Pío XI ha superado todas las marcas con veintisiete santos y cuarenta y un bienaventurados. Pío XII nos ha proporcionado hasta ahora treinta y cinco de los unos y dieciocho de los otros. «Mostraos agradecidos a la Iglesia de Roma, creadora de santidad», decía Pío XI. Es evidente que la Iglesia obra en forma que no se le puede regatear ese agradecimiento.
—Ya sé que aumenta tanto la población del globo como el número de católicos, pero había indudablemente más catolicismo bajo Bonifacio VIII que bajo Pío XII. Ya sé que hay inflación de todo y que la mayoría de los grados y títulos no significaban ya nada. ¿Te he dicho que se piensa bendecir en adelante tres corderos el día de Santa Inés?. El papa distribuye los palios como confites y las hermanas hilanderas están trinando. Pero si hay un título que debería representar algo, es el de santo, y tenemos cerca de mil candidatos a la santidad. En veinte años he tenido que triplicar el número de mis colaboradores, únicamente para hacer frente a este asalto. Cuando veo a los que vienen a solicitar una causa, les cito el ejemplo de ese sacerdote que, amigo de Felipe Neri, lo veneraba como a un santo, hasta el punto de haberle pedido uno de sus calzoncillos como reliquia, pero que luego fue el más implacable adversario de su canonización. «Felipe —decía—, era tan humilde que no quiso ser cardenal, ¡y ustedes quieren hacer de él un santo!. Y yo, prefecto de la Santa Congregación de Ritos, grito: Basta de santos, Dios mió!. ¡Basta de santos!».
El abate no se dejó impresionar por las bromas del cardenal. Sabía que la broma no era en este hombre notable más que la máscara del pudor. Esta manera tan libre de juzgar a la gente de Iglesia, ¿no procedía acaso del inmenso abismo que advertía entre las cosas humanas y las cosas de Dios?. Sus críticas estaban a tono con el papel del prelado que debía, en las asambleas preparatorias, replicar sin piedad a los argumentos de una causa y que recibía por ello el título de promotor de la fe.
Al recorrer los nombres de la lista, el abate se sintió ganado por cierta emoción y estaba seguro de que el cardenal también la había sentido. Estos nombres testimoniaban la vitalidad de la Iglesia, del mismo modo que las fechas atestiguaban su perennidad. ¿Quién en el mundo que no fuera ella era capaz de buscar en el fondo de los siglos a una mujer olvidada para exponerla como ejemplo?. Al frente de la lista figuraba la venerable Adelaida, abadesa de Colonia en los tiempos de los Hohenstaufen. ¿Qué compañía del mundo que no fuera la de los jesuitas se esforzaba para que honraran a uno de sus miembros muerto en Macao a fines del siglo XVI, como Diego de Mesquita?. Había en esta lista, al lado de papas y de reinas —dos reinas de Polonia, una reina de Cerdeña—, y del último emperador de Austria, un joven obrero de Napoles —adolescens faber—, un chino, un árabe, un ermitaño de México y una virgen india. La Iglesia estaba presente bajo todos los cielos y en todas las clases, como en todos los tiempos.
Había allí hasta una religiosa de Santa Brígida: la sierva de Dios Marina de Escobar que hizo al abate acordarse de cierta pensionista del convento de la Plaza Farnesio que parecía tan poco dispuesta como él a emprender el camino de esta lista. El camino, a pesar del homónimo, no era el «camino de terciopelo» del padre Escobar.