I
El abate Mas iba a ser ordenado subdiácono la víspera de Pascua de San Juan de Letrán. Si se había sentido emocionado al recibir las últimas órdenes menores en la capillita del palacio Belloro, rodeado de los familiares del cardenal, ¿cómo no iba a estarlo al recibir la primera de las órdenes sagradas, en medio de un centenar de seminaristas, en la catedral de Roma?.
Era la gran ceremonia de las ordenaciones. Los acólitos y los diáconos, con la túnica o dalmática al brazo, y los diáconos, con la casulla doblada a la espalda, estaban de pie, el cirio en la mano, delante del resplandeciente ábside. El cardenal vicario parecía una figura salida de un mosaico. Los ordenados se prosternaron y la schola extendía sus cantos sobre ellos como sobre cadáveres. Luego los acólitos avanzaron. El abate tocó el cáliz vacío y las vinajeras llenas; se le pasó el amito por la cabeza, se le puso al brazo el manípulo y se le impuso la túnica. Tocó en seguida el libro de las epístolas. Era subdiácono.
Con su túnica de seda blanca con bordados de oro, meditaba en las palabras que acababan de consagrarle. Esta vez había sido pronunciada la palabra castidad: «Tendrás que servir perpetuamente a Dios, pero servirlo con rigor y guardar, con su ayuda, la castidad». La Iglesia admitía que, sin la ayuda de Dios, era inútil pensar en ser casto, y el abate lo sabía demasiado bien. Sabía hasta el peligro que entraña ayudarse a sí mismo. En verdad, Santo Tomás de Aquino había tenido mucha suerte al obtener ese don, al que un cordón había ayudado.
El abate, que no había creído en el cordón, esperaba, sin embargo, que le hubieran conferido el don con la nueva orden. Pedía con toda el alma que el sub-diaconado le fuera más propicio que el acolitazgo y el exorcistado. Estas dos palabras bárbaras le parecían ya como desagradables recuerdos de una época acabada. En un impulso de pudor y remordimientos, borraba de su espíritu el camino recorrido desde su ordenación de diciembre. Las que se sucedían en su presencia le mostraban sus próximas etapas y se juraba mantenerse digno de ellas.
Era un camino completamente distinto al que se le había estado abriendo desde hacía unos diez días. Había hecho comprender a Paola que no debía turbar el retiro que iba a prepararlo decorosamente para esta solemnidad. Ya no se habían vuelto a ver, El abate la suponía de vacaciones. Estaba sorprendido de haberse reconquistado tan pronto. Y no lo estaba menos de que lo pasado no le causara ningún pesar. Era lo que le permitía ahora sentirse un hermano de estos seminaristas que estaban a su lado y ofrecían a Dios un corazón puro. Volvía a ser el hermano de sus antiguos camaradas de Versalles, ordenados a esta misma hora en la catedral de San Luis. No abusaría ya de la confianza de este obispo que lo había enviado a Roma ni de la que le testimoniaba el cardenal Belloro. No se burlaría de las palabras del cardenal vicario. Tuvo un estremecimiento al oír gritar al pueblo, antes de ordenar a los diáconos: «Si alguien tiene algo contra ellos, en nombre de Dios y por Dios, que venga y hable». Nadie tendría que decir nada contra el abate Mas el día de su diaconado.
Las ceremonias de la Semana Santa, que habían seguido con el capellán, habían sido su única distracción y le habían ayudado a este retorno a Dios. Recordaba esos asombrosos días que habían acabado de revelarle la piedad romana. En las grandes basílicas, los penitenciarios esperaban a los pecadores, con una caña apoyada en la puerta del confesonario. Daban con ella un golpecito en la cabeza de los que pasaban y se arrodillaban para recibirlo. «Es el símbolo de las palabras del salmista —había dicho el capellán—. Tu vara y tu bastón me han consolado». Los niños, más ávidos de diversión que de consuelo, corrían de caña en caña, sin sospechar que ganaban cada vez trescientos días de indulgencia. Y podían ganarse hasta siete años, si se tenía la suerte de caer bajo la vara del cardenal penitenciario mayor. El abate volvió a ver en Santa María la Mayor a este formidable personaje; había unos hombres que vigilaban con atención los accesos del confesonario y era probable que el cardenal ansiara volver a la seguridad y la soledad de los jardines del Vaticano. Sin duda, tenía como sostén para esta tarea excepcional la satisfacción de ganar por propia cuenta, cada vez que tocaba a alguien, tantas indulgencias como las que hacía ganar. Era su privilegio. «Ahí tiene usted a una persona que no desdeña las indulgencias —había dicho el capellán—. Cada golpe procuraba antes sólo la mitad, pero él hizo que se duplicara su valor durante la guerra, cuando el Santo Padre aumentó las indulgencias de los cardenales».
La antevíspera habían ido a ver las reliquias expuestas en la lipsanoteca de la vicaría, próxima al Panteón. El abate había admirado las catorce vitrinas llenas de reliquias. En las baldas superiores había cráneos adornados con flores artificiales, aunque menos expresivos que el de San Lorenzo, y arquillas y ampollas con fragmentos, aunque menos importantes que los de la sacristía pontificia. Abajo se amontonaban los paquetes de tibias y otros restos de esqueletos mezclados con tierra: eran los últimos hallazgos de las catacumbas, a la espera de documentos de identidad. «Confiese —había comentado el capellán—, que la cosa es un tanto escandalosa: los mártires del papa son nada más que polvo, mientras que el cardenal Micara puede reconstituir por completo a los suyos».
La víspera, viernes, día particularmente lleno, habían recibido en San Pedro la bendición del cardenal arcipreste, con las reliquias de la Santa Lanza, la Vera Cruz y la Verónica. «Mire atentamente el velo de Santa Verónica —dijo el capellán—: por una concesión de Juan XXIII, da tres mil años de indulgencias a los romanos, seis mil a la gente de los alrededores y doce mil a los extranjeros, con otras tantas cuarentenas y la remisión del tercio de los pecados. Algunos afirman que estas indulgencias no son ya valederas; pero ¿quién sabe?. En todo caso, infórmese para saber si tiene usted derecho a doce mil como extranjero o a tres mil como romano; es algo que vale la pena». Habían visitado luego, hasta una hora avanzada y en medio de una multitud presurosa, varias de esas capillas floridas que se llaman sepulcros. En el Jesús habían entrevisto la santa práctica de las «tres horas de agonía»; en la Santa Cruz de Jerusalén habían escuchado el canto de los improperi y visto un Santo Clavo, dos Santas Espinas y otro trozo de la Vera Cruz. Esta expresión de la vera cruz indignaba al capellán. «¡Como si pudiera haber una falsa! —protestaba—. Su Eminencia me dijo un día que se podría cargar un navio con toda la madera de la Vera Cruz. Es un milagro, le contesté yo. Cuando es San Pedro quien está en la barra del timón, nada puede asombrar». —¿Hay muchos Santos Clavos?, preguntó el abate, que había observado dos en la vicaría y tres en Santa Práxeda. «—Han sido identificados veintisiete». —¡Qué milagro!. ¿Y cuántas Santas Espinas?. «Dicen que unas ochocientas cincuenta. Se podría coronar con ellas la cúpula de San Pedro. ¿No tiene usted ahí otro milagro?». El milagro era ser ordenado en la archibasílica de Roma. Las ceremonias que aquella misma mañana habían precedido a la interminable sucesión de las ordenaciones tenían por finalidad realzar éstas. La bendición ritual del fuego había sido para el abate la del nuevo fuego que sentía en su interior. La bendición del cirio pascual y la procesión al baptisterio habían liquidado las últimas imágenes de las procesiones y los cirios de las catacumbas. ¡Y qué cuadro arrebatador era el de esta iglesia para un joven clérigo!. Encima del altar del Santísimo Sacramento estaba expuesta la mesa de la Cena; delante del altar papal, la mesa en la que San Pedro había celebrado misa; encima de este mismo altar, en un relicario de un rey de Francia, la cabeza del príncipe de los apóstoles y la de San Pablo. En realidad, eran los restos de las dos cabezas, muy maltratadas en el curso de los siglos: dos saquitos representaban a los «dos guardianes titulares de la ciudad». En cambio, el paganismo contribuía aquí más que en cualquier otro sitio a glorificar al cristianismo: estas columnas de bronce dorado procedían del templo de Júpiter Capitolino; estas dos columnas de mármol amarillo, del foro de Trajano; esta urna de pórfido, que contenía las cenizas de un papa, había sido sacada del Panteón, y la puerta central de bronce verde, de la curia.
De pronto pareció que las puertas del baptisterio, que habían sido quitadas a las termas de Caracalla y eran famosas por su sonido argentino, hubieran sido trasplantadas a la basílica y multiplicaran su sonoridad; acababan de entrar en acción las campanas, silenciosas desde hacía dos días; repiqueteaban a la vez todas las campanas de Roma. Anunciaban la Pascua de Resurrección y parecían anunciar al mismo tiempo el nacimiento al reino de Dios de estos jóvenes portadores de túnicas, dalmáticas y casullas. El abate recordó su infancia, cuando creía que las campanas se iban a Roma durante la Semana Santa y volvían el Sábado de Gloria. No estaba muy seguro de no haberlas visto pasar en esta edad, que es la de los milagros. Al escuchar esta mañana, en San Juan de Letrán, las campanas de Roma, creía estar escuchando las de Versalles. Del mismo modo, sin duda, los clérigos de todas las naciones, de todas las razas, arrodillados, creerían estar escuchando las campanas de sus respectivos países.
Iban a quitarse sus ornamentos en la vasta capilla Corsini. La gente se disputaba a los jóvenes sacerdotes para pedirles una bendición y les besaba devotamente la palma de la mano. El abate esperaba, delante de la verja, que la capilla se despejara un poco. En esto se le acercó un canónigo francés del reverendísimo capítulo de la basílica. Este personaje, grave y distinguido, profesor de arte sagrado en el ateneo de Letrán, no se parecía en nada al beneficiario de San Pedro que, durante el Año Santo, abordaba a mozalbetes seminaristas y marinos para acariciar o apretar con fruición algunas partes de sus cuerpos. Como rector de San Luis de los Franceses, había conocido al abate en casa del cardenal, donde postulaba, sin esperanzas, por los mártires de Besançon.
—Huya de esta multitud y venga conmigo a desvestirse a la sacristía de los canónigos —le dijo.
El abate temía conocer los motivos de tanta amabilidad. Su condición de secretario adjunto de un prefecto de congregación le procuraba, a los ojos de los eclesiásticos franceses de la ciudad, un prestigio por encima de su función, y era esto lo que le había inducido a ser discreto y reservado con ellos. Juzgó que no tenía importancia, ceder a la afabilidad de este monseñor y lo siguió. Barrían la sacristía unos monjes con hábitos negros.
—Es una gran cosa tenerlos —dijo el canónigo, mientras el abate se quitaba la túnica—, son palotinos, palotinos alemanes, que barren como nadie, tal vez mejor que los del papa. No teníamos ya sacristanes desde los acuerdos de Letrán, que nos hicieron perder nuestra parroquia, al darnos la extraterritorialidad. Esos acuerdos, firmados en el palacio vecino, han sido muy fastidiosos para nosotros: se acabaron los entierros, las bodas, el catecismo y los chicos para ayudar a misa. Tenemos todavía algunos bautismos, porque el baptisterio sigue siempre entre los romanos. En lo demás, fuera de la ceremonia de las ordenaciones, cada vez más brillante, y de la fiesta de San Juan, que, ¡ay!, cada año lo es menos, sólo nos queda la de Santa Lucía, aunque ella sola bastaría para nuestra gloria.
—¿Santa Lucía?. —preguntó el abate, que, levantado desde el amanecer y sin haber disfrutado de las atenuaciones del desayuno, tenía que contener los gritos de su estómago.
—¡Ah!. Eso me dice que usted no ha asistido a ella. Sin embargo, hice publicar un anuncio en el Osservatore Romano. Santa Lucía es el 13 de diciembre; nuestro capítulo conmemora solemnemente en esa fecha la conversión de Enrique IV. Le ruego que tome nota de ello para este año. Se comportará como un buen francés y, al mismo tiempo, me dará una satisfacción; soy yo, perdóneme la vanidad, quien ha restaurado la fiesta. ¡Ah, nadie sabrá lo mucho que hago por Francia!. No tengo un momento de tranquilidad: mis mártires de Besançon, mis cursos de arte sagrado, mis excavaciones en las grutas de la basílica, mis cartas al presidente de la República, la fiesta de Santa Lucía, que parece que sólo ha de ocupar una mañana y ocupa meses enteros, y, en fin, una lucha constante, agotadora, como le estoy diciendo. Dígaselo a Su Eminencia, si lo juzga útil.
El abate se quitó su manípulo, su amito, su alba y su cordón, que no era el de Santo Tomás de Aquino, y el canónigo lo entregó todo a aquellos efebos barredores, que nada tenían de secretos. Luego llevó al joven mas dotado a un vasto corredor, donde nadie barría. Su voz firme, su actitud rígida y su clara mirada detrás de los lentes revelaban una exquisita honradez moral, pero se le advertía prisionero de un estrecho horizonte de deseos.
—Es un escándalo —dijo.
Esta expresión no era nueva para el abate en la boca de un hombre de Iglesia. La voz del canónigo seguía firme, la mirada seguía clara y la actitud seguía rígida; la indignación no trascendía del espíritu.
—Es un escándalo que no se lea jamás el nombre de Letrán ni el mío en La Croix de París, de la que mi colega de San Pedro, monseñor Pimprenelle, es el corresponsal. No piense encontrar en el más importante de los diarios católicos franceses la reseña de la ceremonia de esta mañana, una de las ceremonias más hermosas de la cristiandad. Hace poco tiempo vimos algo más monstruoso: el cardenal vicario vino a un triduo organizado por nosotros, y monseñor Pimprenelle, como no podía pasar por alto el acontecimiento, lo transportó fríamente a Santa María la Mayor, he contestado a esa provocación anulando mi suscripción de La Croix.
—¿Qué me reprocha monseñor Pimprenelle?. Haber restaurado en Letrán la fiesta de Santa Lucía, como si levantara un altar contra otro altar, a costa de la fiesta de Santa Petronila, de la que él había sido el restaurador en San Pedro. ¡Vaya!. ¡Se puede quedar con su Santa Petronila!. No le disputo ni el folleto que ha escrito sobre ella, pero, para demostrarle que no es el único en manejar la pluma, estoy preparando una historia monumental de Letrán, para la que la Academia de Inscripciones y Literatura me ha prometido una corona. Letrán existe, pero Santa Petronila…
—¿No ha existido acaso?. —preguntó el abate.
A pesar de su hambre, quería saber si Santa Petronila había sido desmantelada como Santa Filomena. En tal caso, Francia no hubiera tenido con su protectora más suerte que el cura de Ars con la suya.
—Santa Petronila tal vez haya existido, pero no, desde luego, como hija de San Pedro. Fue un doble retruécano lo que le procuró esa cualidad y la protección de nuestra patria, hija mayor de la Iglesia. Esteban III, que buscaba un pretexto para atraer a Italia a Pepino el Breve, con objeto de que luchara contra los lombardos, imaginó la fábula; acudió Pepino el Breve, aplastó a los lombardos, dio las provincias lombardas a la Santa Sede y vio que el papa, para recompensarle, le bautizaba a su hija en la tumba de Santa Petronila. Era lo menos que podía hacer por él.
—Hay otros motivos para la animadversión de monseñor Pimprenelle. No me perdona que me atraiga al embajador de Francia, a quien rinden aquí honores litúrgicos, pero yo tengo perfecto derecho a que se rindan aquí honores litúrgicos al embajador de Francia, como los que se le rinden en otras partes. Monseñor Pimprenelle no me perdona que colabore en las excavaciones de Letrán, pero no es mi culpa si le han rogado a él que no se mezcle en las de San Pedro. No me perdona que sea yo profesor de arte sagrado, pero no es mi culpa que él no haya podido ser profesor de nada. Cuando recibí, sin pretenderlo, la Legión de Honor, se puso en campaña y no paró hasta que sus amigos políticos le consiguieron la roseta. La lleva siempre, grande como un plato.
—Soy, pues, la causa inocente de una guerra implacable que ha estallado entre nuestras dos basílicas, es decir, entre Santa Lucía y Santa Petronila. Si sólo se tratara de mí, me sonreiría de lo que está pasando. Pero es más grave, porque se trata de Letrán, de San Salvador de Letrán, verdadero nombre de la archibasílica, cuyos dos Santos Juanes no son más que patronos secundarios. ¿No urdió acaso monseñor Pimprenelle la trama insensata de quitarle su nombre sagrado de «madre y cabeza de todas las iglesias de la tierra y del mundo», inscrito tres veces en la fachada, para que se lo dieran a San Pedro?. San Salvador no sería más que madre y cabeza honoraria; San Pedro sería madre y cabeza efectiva. Nuestro arcipreste, el cardenal Masella, tuvo que correr a casa del cardenal Tedeschini, arcipreste de San Pedro, quien nos dio las debidas seguridades. Monseñor Pimprenelle tuvo que batirse en retirada, pero no se ha dado por vencido. Jamás se da por vencido.
—¿De veras?. —dijo el abate, que aspiraba el aire.
Trataba de que llegara hasta él el aroma de una taza de café, pero la sacristía de la «madre y cabeza» parecía peor abastecida que la de San Pedro. Lamentaba que las ordenaciones no se efectuaran en la basílica rival, donde monseñor Pimprenelle le hubiera tal vez devuelto las fuerzas, mientras le desembuchaba toda su retahila sobre Letrán y sus canónigos.
—¿Quiere una prueba de que jamás se da por vencido?. La secretaría de Estado ha estado a punto de retirar a la condecoración que concede nuestro capítulo (la gloriosa cruz de Letrán) su categoría de orden pontificia. ¿No conoce esa condecoración?. Es preciosa, se lo aseguro… Su cinta roja tiene una orla blanca tan pequeña que no hay modo de confundirla con nuestra orden nacional. Finalmente, detalle no menos apreciable para una orden de la Santa Sede, la nuestra puede ser conferida a las mujeres. Añadiré que está al alcance de todos los bolsillos: el diploma de caballero, rubricado por nuestro cardenal arcipreste, sólo cuesta diez mil liras.
—La cruz de Letrán ha sido un nuevo lábaro y su enemigo ha mordido el polvo. Pero, vencido en Roma, ha intentado desquitarse en París. Supimos, a ciencia cierta, que la cancillería mayor de la Legión de Honor iba a prohibir que se llevara nuestra cinta en Francia. Fui a París en un vuelo, visité al canciller mayor, lo convencí y, gracias a Dios, la cruz de Letrán sigue autorizada en nuestro territorio previa declaración. Comprenderá el encarnizamiento con que se la persigue cuando sepa que se deriva de nuestro privilegio de «madre y cabeza» y que quitarnos la condecoración sería el primer paso para quitarnos el privilegio. Sería como quitarnos el trono de mármol colocado en el ábside de nuestra basílica y que hace al papa obispo de Roma. Pero ¿qué es lo que no pretenden quitarnos?.
—¿Quieren quitarles algo más?. —preguntó el abate, que estaba a punto de desfallecer, pero al que aquella charla entretenía.
—Han tenido la pretensión, querido abate, de quitarnos la sagrada cabeza de San Pedro. El papa pidió que se la entregaran para un análisis químico: quería, dijo, confrontarla con restos de osamenta hallados cerca de la tumba del príncipe de los apóstoles, en las grutas vaticanas. No nos costó el menor trabajo descubrir la trama: la sagrada cabeza de San Pedro se hubiera quedado en San Pedro. Estrechamos filas alrededor de nuestro venerable arcipreste: fue el juramento del juego de pelota, juramos que sólo nos quitarían la sagrada cabeza de San Pedro por la fuerza de las alabardas. El cardenal Masella dijo respetuosamente al Santo Padre que el traslado de una reliquia tan preciosa y en tal mal estado suponía grandes peligros y que más valía hacer el análisis químico en el mismo lugar. El análisis no dio el menor resultado, pero se efectuó aquí, en presencia de nuestro eminentísimo arcipreste y con nosotros de guardia en las puertas. Como ve, monseñor Pimprenelle nos amarga la existencia.
—No he acabado de decirle las razones que me han valido inquina tan vigorosa, en perjuicio de la más ilustre iglesia de Roma. Hay otras dos y no son de las menores. Soy abad de Clairac en Gascuña y tengo la oreja del jefe del Estado.
—¿La oreja del jefe del Estado?. —preguntó el abate, que se imaginó una reliquia.
—Procedamos con orden. La abadía de Clairac es la que nuestro gran rey Enrique IV dio a los canónigos de Letrán con cincuenta mil libras de renta para festejar su conversión. No se cuidó de que la festejaran los canónigos de San Pedro. Así, pues, tenemos su estatua en el pórtico lateral, lo que no quiere decir que nos acordemos mucho de él. Me enorgullezco un poco de haber resucitado este recuerdo, pero el capítulo, que me ha ayudado en la obra, sigue esperando su recompensa. Verdad es que he obtenido la roseta para nuestro deán, que es además presidente de ese admirable colegio del culto a los mártires, que hace revivir la poesía de las catacumbas. Pero harían falta una veintena para los demás; haría falta ante todo una gran cruz para nuestro arcipreste. Mientras monseñor Pimprenelle la tiene ya conseguida para el cardenal Tedeschini, en nombre de Santa Petronila (¿se da usted cuenta?), yo sigo sin conseguirla para el cardenal Marsella. Una vez que sean reparadas estas graves injusticias, desearía que todos los canónigos de Letrán tuvieran la Legión de Honor de oficio; haríamos así de ellos verdaderos amigos de Francia, activos, desinteresados, fieles.
—Soy, pues, abad de Clairac, abad titular, sobra el decirlo, pues la abadía está secularizada desde 1789. Pero ese título me ha dado el derecho de oficiar pontificalmente en Clairac y esto quita el sueño a monseñor Pimprenelle. Sueña con la mitra y dicen que tiene una en su armario desde hace veinte años, pero no la llevará jamás, si no es como gorro de noche. Tal vez sepa usted que está relacionado íntimamente con el presidente y la presidenta Crapote.
—¿El presidente y la presidenta Crapote?. —preguntó el abate.
—Ya sabe quiénes: el presidente y la presidenta… esos a los que llaman en todas partes los Crapote, no sé por qué. Me han dicho que es el nombre que la presidenta tenía en la resistencia. Monseñor Pimprenelle es el gran amigo del presidente y su chalán en la corte de Roma. Es él quien, en cuanto el presidente Crapote tiene necesidad de una «bendición apostólica» para ser elegido, apoyado o sacado del atolladero, corre a la secretaría de Estado con las últimas fotografías del presidente Crapote comulgando o de la presidenta Crapote en el confesonario. A raíz de la liberación, el presidente y la presidenta Crapote enviaron a Roma a uno de los suyos, cuya barba de chivo se agitó enormemente para obtener del Santo Padre la destitución de una treintena de nuestros obispos, supuestos colaboracionistas. El amigo Pimprenelle, que lo secundaba entre bastidores, esperaba ponerse los calzones de uno de los destituidos. Honra a Pío XII que resistiera a todos estos resistentes: sólo les cedió tres puestos, demasiado importantes para el amigo Pimprenelle. El amigo Pimprenelle ha perdido el tren. Advertirá la ironía que supone el que acaben de nombrarlo asesor de la Sacra Congregación Consistorial; ya que no tiene mitra, le procuran la ilusión de que las distribuye.
—Me tiene finalmente entre ceja y ceja porque tengo conmigo al presidente de la República. Decidido a tomar en mis manos los intereses espirituales de Francia en Roma, no me he limitado a Santa Lucía; he ido hasta el fin. Por iniciativa mía, mis colegas han nombrado por unanimidad al presidente Auriol canónigo honorario de Letrán, como sucesor de los reyes de Francia. He logrado el mismo nombramiento para su sucesor, el presidente Coty, y esos dos grandes jefes de Estado me han dado las gracias en términos cordialísimoS. He enviado copias de sus cartas al Santo Padre y sé que le han causado vivísima satisfacción. La noticia de que iba a ser abierta de nuevo al culto la capilla del Elíseo y de que iba a ser provisto el cargo de capellán de la presidencia ha sido estimada en el Vaticano feliz consecuencia de mi iniciativa. Por lo demás, no es una dignidad hueca la que he hecho conferir a los señores Auriol y Coty Sólo espero a que se murieran para probárselo: tendrán derecho a los mismos funerales que un canónigo efectivo.
—Ahí és donde le duele a monseñor Pimprenelle y donde le dolerá siempre. Podrá, a fuerza de intrigas y violaciones, quitarnos el título de «madre y cabeza»: quitarnos la cruz de Letrán; quitarnos el trono del papa; quitarnos la sagrada cabeza de San Pedro. Pero no podrá jamás quitarnos al presidente de la República Francesa. Letrán estaba bajo la protección de los reyes de Francia; San Pablo Extramuros bajo la protección de los reyes de Inglaterra, antes del cisma; Santa María la Mayor bajo la protección de los reyes de España. Para desdicha de monseñor Pimprenelle, San Pedro estaba bajo la protección del emperador de Alemania.
El abate no pudo ya más y dijo que se moría de inanición.
—¡Dios mío! —exclamó el canónigo—. Voy a pedir a los palotinos un fondo de vinajeras, algunas hostias no consagradas, un pedazo de pan bendito…
—No, por favor, monseñor. Si ha terminado las confidencias con que me está honrando, iré a tomar algo a un bar de la plaza.
—Nosotros no tenemos un bar como esos señores de San Pedro. Es, claro está, menos cómodo. Hubo un tiempo en que ofrecíamos al embajador, después de la misa de Santa Lucía, una taza de chocolate en la sacristía.
—¡Una taza de chocolate! —exclamó el abate. Y se relamió los labios.
—La suprimimos por dignidad. Pero ¿qué podría ofrecerle?. Tengo todavía algunas cosas que decirle.
Miró por todas partes, pero, aunque su celo para desbaratar las maniobras de monseñor Pimprenelle fuera casi milagroso, sus miradas no hacían milagros. En esto, su rostro se iluminó; metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita de grajeas. El abate adelantó una mano ávida: no había allí más grajeas que unos cuantos clavos de especia.
—Respire los clavos de especia de nuestro capítulo, respírelos como si fueran sales.
El abate los respiró con afán.
—¿Verdad que son tonificantes?. Constituyen uno de nuestros privilegios. Recibimos un saquito de ellos todos los años, en las vísperas del 25 de junio. Están bendecidos conforme a una fórmula especial y recuerdan las plantas aromáticas que los orientales enviaban antes a la Santa Iglesia Romana. Pero no quiero tenerlo así más tiempo. Terminaré hablándole de mis mártires.
—Las causas que yo postulo son muy tenidas en cuenta, estoy convencido de ello, por Su Eminencia. Pero le agradeceré, sin embargo, que lo compruebe. Merecen que se las apoye, en vista de lo que yo hago aquí por Francia. Confío en que no pasaré por la humillación de ver que ceden el sitio, una vez más, a las de monseñor Pimprenelle. No le ha importado el ridículo de hacer canonizar a Santa Juana de Francia, probando que esta digna reina no había sido desflorada por su marido. La Sacra Rota Romana se ve en serios apuros para aclarar asuntos así en las mujeres en vida; sólo monseñor Pimprenelle ha podido aclararlos para una mujer del siglo XV. En cambio, mis causas son nobles, aunque no se refieren a reinas, y son valientes, pues se refieren a mártires de nuestra revolución. Ahí tiene usted héroes que no atraen. Yo no cultivo, como monseñor Pimprenelle, las postulaciones anodinas aunque las realce, es cierto, para fastidiarme, con una postulación de los mártires de Cambrai. Pero yo no temo rendir homenaje al mismo tiempo a las víctimas de la primera república y a los presidentes de la cuarta.
—Hemos terminado. Sólo me queda hacerle admirar mi trofeo, ornamento de la archibasílica.
Atravesaron la sacristía entre los escobazos de los frailes y desembocaron en el crucero. La iglesia estaba casi vacía. El canónigo se plantó delante del altar del Santísimo Sacramento y mostró dos jarrones de Sévres que flanqueaban el tabernáculo, en medio de los cirios y las flores.
—¿No son preciosos?. —dijo—. Son los dos jarrones que, por indicación mía, el señor Auriol ha regalado al capítulo. Admire ese azul, que es de calidad muy rara; el escudo de la basílica en oro, con su título de «madre y cabeza», sancionado así hasta por nuestra república. Soy yo quien dictó la inscripción. El capítulo ha decidido que estos dos jarrones no salgan jamás de este altar, el más valioso de nuestra iglesia. ¡Qué honor!. ¡Bajo la mesa de la Cena!. ¡Y pensar que el cardenal Masella espera todavía la gran cruz!.
—Por fin lo encuentro, Don Vittorio —dijo detrás de ellos una voz joven y fresca.
Esta voz resonó para el abate como el día de San Sebastián en el comedor del palacio Belloro. Por suave que fuera, parecía un trompetazo, pero hoy el de una trompeta de Jericó y todavía más: no había necesitado repetirse siete veces para derribar las frágiles murallas tras las que el nuevo subdiácono se había parapetado. Aquella voz rasgaba los velos del templo y el abate tenía la impresión de que también sus hábitos habían quedado rasgados. Cuando se volvió, le pareció que estaba desnudo.
Hizo al canónigo la presentación de la sobrina del capellán de Su Eminencia.
—¡Qué magnífica ceremonia! —dijo la joven—. Todavía estoy emocionada. El fuego, el cirio pascual, las ordenaciones…
—Creí que se había ido usted al Aquila —contestó el abate.
—Me voy esta tarde. Quise pasar la Semana Santa en Roma. ¿No hay ninguna gracia para el primer apretón de manos que se da a un subdiácono?.
La joven no se había atrevido a besarle la mano, como lo había hecho en la capilla del cardenal y como lo habían hecho aquí los fieles con los nuevos sacerdotes.
—Vamos a preguntárselo a monseñor —dijo el abate, que fingía estar a sus anchas.
El canónigo esbozó una sonrisa amable para contestar con galantería púdica:
—No, que yo sepa, señorita.
—Tome —dijo Paola al abate, ofreciéndole una bolsita de bombones—. Tiene que estar muerto de hambre.
Había pensado en todo. El abate ofreció la bolsita al canónigo, quien se sirvió sin melindres. La joven lo imitó y estas tres personas, que ronzaban bombones a unos metros del altar papal, de la mesa de la Cena, de la mesa de San Pedro, de las sagradas cabezas de los Santos Apóstoles y de los dos jarrones del presidente de la República, eran la imagen de esa dulce piedad romana que había encantado a Victor Mas.
—Me hacen ustedes cometer una pequeña inconveniencia —dijo, sin embargo, el canónigo—, pero me tranquilizo al pensar que está allí, detrás de aquel pilar, la tumba de Ranucio Farnesio, que fue cardenal a los quince años, después de haber sido arzobispo de Napoles a los catorce. También él tenía que masticar bombones en las catedrales. ¡Y yo que sólo podía ofrecerle clavos de especia! —añadió con modestia.
—¿Los clavos de especia del Letrán?. —preguntó Paola.
El canónigo, halagado de que la joven conociera el privilegio del capítulo, sacó su cajita. Paola tuvo una manera tan graciosa de inclinar la cabeza que la sangre del abate recibió un latigazo. Recordó la habitación en que se refugiaban. Recordó a la joven inclinada sobre él y soltándose las trenzas para hacerle con ellas una cadena.
—Le tiene que gustar mucho nuestra iglesia, señorita —dijo el canónigo—, para haberse quedado tanto tiempo en ella después de tan largas ceremonias. Hay todavía almas selectas para las que San Salvador de. Letrán sigue siendo irreemplazable.
—Estaba ganando indulgencias, monseñor —dijo Paola, mirando al abate con el rabillo del ojo.
—Indulgencias no nos faltan —declaró el abate.
Señaló un cartel en el que se indicaban todas las de la archibasílica. Paola aprovechó este momento de distracción para decir a Víctor en voz baja:
—Vi adonde ibas y te estaba esperando.
El joven cerró los ojos durante unos segundos. Escuchaba en su interior otras palabras: las del sacramento que acababa de recibir. Decidió dominar su turbación, resistir a su demonio, que se le reaparecía en un día como éste.
—Si vuelve usted a casa de Su Eminencia, don Vittorio —dijo Paola con una voz en la que el joven reconocía la agitación del deseo—, le ruego que me acompañe hasta Santa Brígida.
—Perdóneme, pero tengo que hablar todavía con monseñor. El joven se volvió hacia el canónigo y, con tono confidencial, comenzó: Se me ha ocurrido que, en lo referente a sus mártires de Besançon…. Como Paola no se movía, se interrumpió y le tendió la mano: —Hasta la vista, señorita, que pase usted unas buenas vacaciones.
—Llévese consigo unos cuantos clavos de especia —dijo el canónigo, que sacó de nuevo su cajita—. Tendrá así unas vacaciones perfumadas.