XI

Aquella mañana el abate estaba muy emocionado. La familia cardenalicia estaba completa pues Su Eminencia había invitado al más raro de sus familiares: su gentilhombre. El capellán y el secretario habían invitado a algunas personas y otro tanto habían hecho los domésticos. El oratorio no daba más de sí. Era la primera vez que el cardenal iba a conferir en él una orden. El que iba a ser ordenado no ayudaba ya a misa, a pesar de que ésta estaba destinada a convertirlo en acólito al mismo tiempo que en exorcista. Ayudaba a misa el capellán, con la colaboración del gentilhombre. Sobre la credencia estaban el libro de exorcismo, el cirio apagado y las vinajeras vacías en condiciones de representar sus respectivos papeles.

Llegado el momento, el cardenal, con la mitra en la cabeza, se sentó en el faldistorio que habían colocado delante del altar y el capellán llamó por su nombre al abate Mas, quien contestó: «Heme aquí». El joven, que llevaba una sobrepelliz nueva, regalo de Su Eminencia, avanzó, con un cirio encendido en la mano. Se arrodilló y tocó el libro de exorcismos que se le presentó. Escuchó tembloroso las palabras rituales: «Asume el poder de imponer las manos a los energúmenos y de obligar a los espíritus inmundos… Sé un imperátor espiritual». Luego, después de nuevas oraciones y un nuevo llamamiento nominal, se le hizo tocar el cirio apagado y las vinajeras vacías. Sabía, desde luego, que no debía besarlas.

Las palabras que le conferían el acolitazgo eran menos terribles: «Encenderás las luminarias de la iglesia, administrarás el vino y el agua». Sin embargo, concluían con una exhortación no menos magnífica: «Sé un hijo de la luz». Había recibido dos bendiciones como exorcista y recibía ahora cuatro como acólito: este suplemento indicaba la importancia que la Iglesia atribuía a una orden cuyo nombre, en el lenguaje corriente, designa a los monaguillos. Con su poca talla y su nariz respingona, el abate parecía realmente un monaguillo, el acólito que había sido en el colegio, más que un clérigo acólito. «Hijo mío muy querido —dijo finalmente el cardenal—, considera detenidamente las responsabilidades que caen sobre tus hombros, procura vivir santamente y recita para Nos los siete salmos de la penitencia». Esta pompa sencilla y solemne llenó de lágrimas los ojos del recipiendario. Iba a encender las luminarias de la iglesia, iba a ser un imperátor espiritual.

Al recibir las felicitaciones de los asistentes, quedó sorprendido de que una joven le besara la mano: era un homenaje que se rendía en Roma a los sacerdotes, pero no se había imaginado que fuera rendida también a un seminarista. ¿Qué podía haber provocado este entusiasmo?. Recordaba que la mirada de la joven había estado fija en él durante la misa. El capellán hizo paternalmente las presentaciones: era su sobrina. Fue invitada al almuerzo del mediodía, en el comedorcito de los tres eclesiásticos.

—Tiene usted que sentirse otro hombre —dijo el capellán al abate—. La tonsura es nuestra primera gran emoción. Es en nuestra cabeza el símbolo de la corona de espinas. La orden de portero nos hace tocar las llaves, que simbolizan las de San Pedro, y la cuerda de las campanas, que simboliza la palabra sacra, pero, cuando tocamos el libro de exorcismos y finalmente las vinajeras, somos ya dueños del lugar.

—Ya sólo le queda —dijo el secretario—, tocar el libro de las epístolas para ser subdiácono, el libro de los evangelios para ser diácono y el cáliz y la patena para ser sacerdote. Después tocará a las almas… y le tocará un buen beneficio.

—En resumen —dijo la joven—, siempre hay que estar tocando alguna cosa.

—Nunca me hubiera imaginado que la campana era el símbolo de la palabra sacra —dijo el abate.

—Su famoso Durand, obispo de Mende, el gran liturgista del siglo XIII, sostiene que el bronce de la campana es el valor del orador evangélico y que el badajo que golpea los dos costados es su lengua, que comenta el Antiguo y el Nuevo Testamento.

—¡Qué curioso es todo eso! —comentó la joven.

—Una campana sin badajo, Paola, es una boca sin lengua o un predicador sin conocimientos.

Paola. Se llamaba Paola. Este nombre tenía curiosas repercusiones en el abate. Desde las primas de su infancia, no había tenido que pronunciar nunca un nombre femenino, como no fuera el de una santa. Pero su propio nombre acababa de resonar en la boca de Paola, que no carecía de lengua.

—Don Vittorio —dijo la joven—, estoy segura de que será usted un buen predicador, a pesar de lo poco que habla.

El abate se puso rojo hasta las orejas. Esta costumbre italiana de llamar a los sacerdotes por sus nombres de pila le había parecido hasta ahora muy atrayente, pero se sintió repentinamente turbado. La inopinada invitada de pupilas luminosas, labios apetitosos y perfil de medalla, resaltado por el tinte mate y las trenzas negras, le afectaba de un modo que no podía precisar.

—Don Vittorio —dijo el capellán con su voz bonachona y tranquilizadora—: bebo a la salud de su exorcistado y su acolitazgo.

Imitado por los otros dos comensales, levantó su copa de Chianti. Se bebió por el exorcistado y el acolitazgo.

—Helo ya exorcista, como San Agustín, que fue quemado vivo en Alejandría —repuso el capellán, secándose los labios—. Helo ya acólito, como San Tarsicio, que fue muerto en la Vía Apia.

—San Tarsicio no era más que un niño —dijo la joven—, pero creo que San Agatón hubiera sido un exorcista mejor si hubiese apagado el fuego con un exorcismo.

—En tiempos de persecución, hija mía, los exorcistas, como los demás, no desdeñan la palma del martirio que se les ofrece. —Tomó una pata de pollo asado alla diavola y añadió con decisión—: Esa palma la tomaríamos con más avidez todavía que esta pata, si la ocasión se presentara.

—¡Cómo me gustaría verle hacer un exorcismo, Don Vittorio! —dijo la joven.

El abate, que había empalidecido al sentirse de nuevo apostrofado, balbuceó que sólo teóricamente había recibido el poder de exorcizar.

—El poder real no pertenece tan siquiera a todos los sacerdotes —explicó el secretario—; cada diócesis tiene su exorcista.

—En la diócesis de París —dijo el abate, que se había serenado—, hay un jesuita muy anciano que tiene esa delegación y la ejerce muy raramente. Muchos casos que antes eran sometidos a los exorcistas son ahora competencia de los psiquiatras.

—No por eso el agua bendita deja de ser un arma asombrosa —dijo el capellán—, y todo sacerdote tiene el derecho de utilizarla. Hace poco los diarios dijeron que en el centro de Italia un cura de aldea había hecho salir ocho demonios de la boca de una posesa con la sola amenaza del hisopo.

—¡Qué colador! —exclamó la sobrina—. Pero ¿por qué son siempre las mujeres las poseídas por el demonio?.

—Porque son más débiles —dijo el capellán sonriendo—. Además, estáis pagando la falta de Eva.

—¡Pobres de nosotras!. Tentamos a los ángeles (tal es la razón de que tengamos que ponernos un pañuelo sobre la cabeza en las iglesias), y tentamos a los demonios. Pero me gustaría muchísimo ver un exorcismo.

—Hay que precisar el sentido de esa palabra —dijo el secretario—, porque ciertos exorcismos no son más que bendiciones: el exorcismo del agua, de los santos óleos, del santo crisma…

—Hablo de exorcizar a los demonios, no al santo crisma.

—Hay también los exorcismos contra las langostas, los saltones…

—Estoy hablando de demonios —insistió la joven.

—Tal vez sea más difícil expulsar a los saltones que a los demonios —dijo el capellán.

—El bautismo mismo —observó el secretario—, es un exorcismo.

—Supone inclusive tres —agregó el capellán.

—¿Cómo?. —exclamó la joven—. Yo creía que el bautismo era un sacramento, como el matrimonio.

—Sí, pero el demonio está presente en el recién nacido, porque el niño lleva el peso del pecado original. Me obligas a hacerte repasar el catecismo.

La joven quedó pensativa, como si reflexionara, con luces que no eran las del catecismo, sobre esta maldición lanzada por la Iglesia contra la carne. Luego levantó su hermosa frente y sus ojos, cuyo negro brillo intimidaba al abate, volvieron a mostrarse risueños.

—Todo eso está muy bien —dijo—, ¿alguien ha visto realmente un demonio?. Tal vez sólo los ve la imaginación de los posesos.

——Vamos, hija… También los santos los han visto. Voy a llevarte a Santa Sabina, donde podrás ver…

—¿Al diablo?.

—La enorme roca de basalto que el demonio lanzó sobre Santo Domingo, sin hacerle ningún mal. Hasta un buey hubiera quedado aplastado.

—En cambio —dijo el abate—, el diablo ha recibido varios tinteros: el de Lutero, el del cura de Ars.

—En las oblatas de la calle Torre de los Espejos —declaró el secretario—, enseñan en la habitación de Santa Francisca Romana las vigas dobladas y retorcidas por el diablo que acosaba a la santa.

—Si los santos tienen el privilegio de ver a Dios, es justo que tengan el dolor de ver al diablo —observó el capellán.

—Si, pero, como sé con toda mi alma que Dios existe, quisiera estar segura de la existencia del diablo.

—¡Cáspita!. Después que el abate parecía no creer en el purgatorio, he aquí a mi sobrina que no cree en el infierno. Es el nuevo catolicismo.

—Quisiera que un hombre cualquiera y no un santo hubiera visto al diablo. Usted no ignora, tío, que hay muy buenos católicos que dudan de que sea algo real.

—Muy buenos católicos cuyos libros son puestos por la Iglesia en el índice, cuando se deciden a escribir esa enormidad. A fuerza de estudiar, hijita, vas a acabar en estúpida. Yo me pregunto si no fue una universitaria aquella egipcia que se había convertido en yegua y a la que San Macario devolvió el ser de mujer rociándola con agua bendita.

—Otro título de honor para las mujeres —dijo la joven.

—Otro título de honor para el agua bendita, y Su Eminencia hace mal, permítanme que lo diga, en afirmar que esa historia está inspirada en Luciano de Samosata.

—Bien, bien… Pero, así como creo con toda el alma que la Madona existe, no creo que se nos esté apareciendo a cada paso, como lo están diciendo.

—Pero ¿qué clase de sobrina tengo?. —exclamó el capellán, dejando caer su tenedor—. Decididamente, la universidad es la perdición de las almas y el azote de los tiempos modernos.

—Sepa, Don Vittorio, que estoy estudiando derecho. Quiero ser abogada. Añadiré, para tranquilizar a mi tío, que no soy solamente piadosa, sino también supersticiosa. Y él lo sabe. Pero no hay que pasarse conmigo de la raya. Por ejemplo, esa virgen que llora en Siracusa…

—¡Hija, hijita!, ¿quieres callarte?. La virgen sabe lo que hace.

—Sus llantos no son artículos de fe, que yo sepa.

—El gran Mabillón —dijo el capellán mirando al abate—, el gran benedictino Mabillón, dedicó tesoros de elocuencia a la justificación de la santa lágrima de Vendóme, a pesar de que fue un tenaz perseguidor de las reliquias sospechosas. Si teníamos una lágrima de Nuestro Señor, bien podemos tener ahora lágrimas de su Santa Madre. Diré más: aunque se tratara de fenómenos físicos, aunque se tratara de una ilusión y hasta de una superchería, la cosa sería loable. Se juzga al árbol por sus frutos, no por sus raíces. Como en dos meses han ido a Siracusa un millón ochocientos mil peregrinos y como las oficinas de correos han recibido treinta mil telegramas dirigidos a la Madona de Siracusa, para mí no hay la menor duda de que la Madona de Siracusa ha llorado.

—He conocido en Génova —dijo el secretario—, a una familia en la que un inocente engaño causó mucho bien. El hijo de la casa había caído en el mal comportamiento, del mal comportamiento en la impiedad y de la impiedad en una enfermedad peligrosa que lo puso a las puertas de la muerte. Su desgraciada madre le pedía que se reconciliara con Dios y él contestó con sorna que esperaba para ello a que se le apareciera la Virgen de Loreto. La madre hizo venir a su director de conciencia, quien se prestó a lo que ella había imaginado. El sacerdote se vistió con una túnica de tul, se puso un velo sobre la cabeza, se anudó una faja azul a la cintura y, en la penumbra, apareció con una rosa en la mano. El joven rompió en sollozos, reclamó un sacerdote y el sacerdote apenas tuvo tiempo para despojarse de su disfraz y dar al moribundo la absolución in articulo mortis. Que nos digan que no hubo alegría en el cielo ese día.

Todos meditaron sobre este edificante relato. La meditación fue interrumpida por el ayuda de cámara, que sirvió una cesta de fruta.

—¡Ah! —exclamó la joven—. Don Vittorio bendecirá la fruta.

El abate preguntó con voz débil qué le hacía merecer tal honor. Se turbaba cada vez más cuando la joven le hablaba y especialmente cuando lo nombraba. Parecía que ponía en las palabras una entonación acariciante, tal vez recordando la ceremonia de la mañana, que la habría emocionado.

—Ha recibido usted hace tiempo la orden de lector —continuó la muchacha—, y he visto en mi libro que la bendición de los frutos es una de sus prerrogativas.

—Como la otra, no es más que una prerrogativa teórica —dijo el abate.

—¿Qué es eso?. Un exorcista no puede exorcizar, un lector no puede bendecir los frutos…

—No puede ni siquiera leer —explicó el capellán—. Sólo se lee la epístola cuando se es subdiácono. ¡Qué chiquilla preguntona!. ¡Miren que no saber todavía que en la Iglesia todo es símbolo!. La letra mata, pero el espíritu vivifica.

—Perdonen que vuelva a hablar del diablo entre la fruta y el queso —dijo el secretario—, pero recuerdo otra prueba de su existencia: uno de mis amigos, canónigo de Agrigento, me ha dicho que guardan en la caja fuerte de la catedral una carta en la que el diablo ha dejado la marca de su garra de fuego. Ese canónigo ha comparado la marca con las que se guardan aquí, en la pequeña iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, y que han sido dejadas por las almas del purgatorio. Me ha asegurado que la diferencia salta a la vista. La marca de Agrigento es realmente un zarpazo; las de Roma han sido manifiestamente hechas por dedos, por míseros dedos que se quemaban.

—¿Cómo?. —exclamó la joven, que había cambiado de color—. ¿Marcas de las almas del purgatorio?. Nunca he oído hablar de eso.

—Hay muchas cosas de las que no has oído hablar y que, sin embargo, existen —dijo el capellán—. La devoción por las almas del purgatorio —añadió, mientras azucaraba su café—, es una de las más bellas ideas del cristianismo.

—Es la heredera de las expiaciones que hacían los antiguos por los muertos —observó el abate—. También ellos se preocupaban por aplacar a los manes.

—¡Vamos, querido Don Vittorio!. Su Eminencia no está aquí y puede ahorrarse esas comparaciones ofensivas entre nuestras santas prácticas y usos en que la impiedad disputaba la palma a la ridiculez. San Gregorio el Grande nos ha demostrado la eficacia de tales prácticas, pues las almas libradas del purgatorio subían al cielo en fila, mientras él celebraba la misa para ellas. ¿Quiere usted otro ejemplo?. En la Edad Media había cristianos prisioneros de los infieles que quedaban atónitos al ver que en ocasiones sus cadenas se soltaban para cerrarse otra vez de golpe al cabo de algún tiempo. Liberados y de nuevo en sus familias, que los habían creído muertos, calcularon que sus cadenas se soltaban en el preciso instante en que se celebraba el santo sacrificio por el descanso de sus almas y volvían a su lugar en cuanto la misa terminaba.

—Querido tío, es usted aficionado a pasarse de la raya.

—¡Espera un poco!. Vamos a ver las marcas del purgatorio.

—Hay muchas impresiones interesantes en Roma —dijo el secretario—. Conocen ustedes sin duda las huellas de los pies de Jesucristo que se conservan en el museo del Capitolio, la señal que la cabeza de San Pedro ha dejado en la prisión Mamertina, la que el cuerpo de San Lorenzo dejó en la cripta de San Lorenzo Extramuros y algunas otras.

—No se olvide de la de una Hostia ensangrentada, en Santa Pudenciana —interrumpió el capellán—. Me gustaría saber, Don Vittorio, si ustedes conservan en Reims la de las santas asentaderas, es decir, la que dejó Nuestro Señor en una piedra sobre la que se sentó.

—¡Qué de huellas! —exclamó la joven.

Se levantaron con esto. El capellán recitó la acción de gracias y se prepararon para ir a ver estas impresiones, desconocidas en los servicios antropométricos. Tomaron un taxi en la plaza del Panteón.

—Lo admirable —comentó el secretario—, es el culto que tienen por las almas del purgatorio en Nápoles. En las calles sin salida hay con frecuencia tabernáculos iluminados o figurillas de madera que representan rostros humanos en medio de pintadas llamas. Es algo que hace reflexionar a los frívolos.

—Rindamos homenaje a Francia —dijo el capellán—: no ha hecho menos que nosotros por esta devoción. Pruebas de ello son la obra de Nuestra Señora de Montligeon y las hermanas auxiliares de las almas del purgatorio, del mismo modo que la iglesia que vamos a ver y que fue fundada en 1917 por un sacerdote marsellés. La obra de Montligeon se ha difundido inclusive entre nosotros y tiene sus oficinas en la plaza del Pueblo. Dicho sea de paso, la vicaría no ve con buenos ojos que se saque dinero en Roma para las almas del purgatorio de Francia. Es uno de sus monseñores, querido Don Vittorio, quien se encarga de esta colecta; hombre simpatiquísimo, desde luego, de una actividad prodigiosa en las comisiones financieras de Propaganda Fide y en la administración de los establecimientos piadosos franceses de Roma. Entre usted y yo —añadió sotto voce—, sólo se le puede hacer un reproche: se pee como un rocín.

—Se murmura —dijo el secretario en el mismo tono—, que el día en que la embajada de Francia meta las narices en esos establecimientos fríos, lamentará haberle confiado su administración. Pero será demasiado tarde: es más fácil sacar un rebuzno de un burro muerto que un céntimo de su bolsa.

—¡Bah! —replicó el capellán—. Un prelado francés siempre se creerá autorizado para saquear a la república. Pero tengo la seguridad de que no quitará un céntimo a las almas del purgatorio.

No lejos del palacio de Justicia, el taxi se detuvo delante de la verja de una pequeña iglesia de estilo gótico. El abate estaba impaciente por bajar del coche: sentado al lado de la joven, no podía apartarse del calor de aquel cuerpo y sentía una especie de malestar.

Atravesaron la nave. En un salón próximo a la sacristía, les abrieron de par en par las puertas de un gran armario: unas vitrinas iluminadas mostraban libros, trozos de madera y telas en los que estaban grabadas las terribles huellas. Se hubiera dicho, según los casos, que eran quemaduras de cigarrillos o de tenacillas para rizar el pelo. Se veía un trozo de enagua que había pertenecido a una religiosa de Westfalia y que había sido quemada en 1696 por el alma de otra religiosa. Se veía un trozo de camisa que había pertenecido a una abadesa de Todi y en la que el alma de un sacerdote de Mantua había dejado las impresiones de sus manos en 1731. Se vela la camisa de un belga, en la que su difunta madre había dejado una marca parecida el 21 de junio de 1789.

—¿Qué dice ahora, Don Vittorio?. —preguntó el capellán—. En vísperas de la revolución de ustedes, el purgatorio daba una terrible prueba de su existencia. El purgatorio existía antes de la diosa Razón y continúa existiendo después de ella, como lo prueba esto.

Señaló el «gorro de noche del señor Le Sénéchal, de la diócesis de Coutances, gorro en el que su mujer, muerta el 7 de mayo de 1875, había dejado la marca de fuego de cinco dedos, para que su hija tuviera la prueba de que la difunta necesitaba santas misas».

Delante de este gorro de algodón, el abate pensaba en los versos sublimes en los que Manfredo pide, por mediación de Dante, oraciones a su hija, para abreviar así la permanencia en el purgatorio, y comparaba los medios de expresión que puede tener una misma idea.

—Sí, hijos míos —continuó el capellán, señalando otra huella—, el purgatorio continúa.

Era la señal de fuego dejada en la almohada de una religiosa de Perusa, el 6 de junio de 1894, por el dedo de una de sus compañeras, muerta la víspera. La noticia precisaba que esta última sólo pedía veinte días de oraciones correspondientes a los veinte días de purgatorio que tenía que padecer en castigo por un movimiento de impaciencia.

La joven declaró que esta religiosa se mostraba igualmente impaciente en el purgatorio, pues se atrevía a quejarse por veinte días.

—Más te vale pensar —manifestó el capellán—, en que, si hay que padecer veinte días de purgatorio por un momento de impaciencia, habrá que padecer siglos por faltas más graves.

—Les agradezco que me hayan revelado todos los tesoros de las indulgencias —dijo el abate—. Se ve aquí con qué ansia son esperadas por los míseros difuntos.

—Eso permite comprender —declaró el capellán—, el grito de júbilo de San Francisco de Asís cuando obtuvo del papa la indulgencia de la porciúncula, la gran indulgencia plenaria del 2 de agosto: «¡Todos al paraíso!».

—«¡Todos al paraíso!» —repitió la joven con éxtasis.

Rozó, como en un movimiento de impaciencia, de santa impaciencia, la mano del abate y, luego, contando las huellas, preguntó:

—¿Cómo, tío, no hay más almas que se manifiesten?. Piensa que no hay más que diez para toda Europa en tres siglos.

—¿Cómo?. ¿Por qué?. Siempre cómos y porqués. Si se nos aparecieran las almas del purgatorio, si yo viera a la Virgen como te veo a ti, si tú vieras al diablo como me ves a mí, no tendríamos ningún mérito en creer en Dios y observar sus mandamientos. «¡Bienaventurados los que han creído y no han visto!».

El abate no vio ya nada y creyó morirse: con ademán furtivo, la joven le había tomado la mano y se la pellizcaba hasta hacerle sangre.