II
Una hermosa mañana de mediados de julio, el abate Mas y el padre de Trennes se volvieron a encontrar en la estación subterránea de Roma-Viterbo, para ir a Calcata.
Al ver que el joven francés deseaba tanto como el otro contemplar una reliquia que había hecho salir a los papas de Aviñón, el cardenal había recomendado a los dos al obispo de Civíta Castellana. Éste contestó muy solícito y llamó la atención de su Eminencia sobre la causa del venerable Tenderini.
Los dos viajeros se instalaron, frente a frente, en un compartimiento casi vacío. El abate fingía cierta reserva; el jesuita se sentía retozón y parecía rejuvenecido.
—Tengo unas ganas locas de cantar —dijo—, aunque no sea uno de los chicos del coro de la Croix de Boix:
Sólo quiero un bien preciado,
Bien que busco y necesito…
—El Santo Prepucio —dijo el abate.
—Naturalmente. Pero la canción tiene otra letra:
Verme siempre, bien bendito,
Por el Señor amparado.
—Cantábamos eso en el colegio en mi juventud. Son los versos de un poeta católico llamado Dumast —el Claudel de la época—, y siempre me han divertido. Me siento como un colegial de vacaciones.
Dio alegremente unas palmadas en las rodillas del abate, que se retiró un poco, y le preguntó por qué no lo había visto la víspera en la embajada de Francia. El abate contestó que, como vivía al margen de la colonia francesa, hasta se había olvidado de la fiesta nacional. Añadió que, en cambio, había acompañado al cardenal a la recepción ofrecida tres semanas antes por la canonización de San Chanel.
—Yo no fui a esa recepción —dijo el padre—. ¿Qué me importa un Chanel cuando hay un Jacinto?.
—No ha perdido usted nada. Por lo visto, como casi todos los asistentes eran gente de Iglesia, los señores de Ormesson les hicieron hacer penitencia.
—En cambio, usted perdió ayer una escena muy bonita: había un bufet para los mártires comunes, pero algunos truhanes advirtieron que se había organizado en otro sitio un segundo bufet para los santos de primera clase e, indignados de esta falta de fraternidad en un día así, restablecieron la igualdad, aunque no sin hacer que la libertad degenerara en licencia. Ante mis maravillados ojos se repitió la escena de la cena de Santa Lucía, descrita en página célebre por el presidente de Brosses, lo que demuestra que las embajadas de Francia no cambiarán jamás. Fue un asalto general. La mesa fue barrida como por una nube de langostas, el plato del embajador quedó vaciado bajo sus mismas narices, la embajadora vio vertida su taza de té sobre su escote, la barba del cardenal Tisserant estaba asquerosa con el helado, y monseñor Pimprenelle y su colega de Letrán cayeron el uno sobre el otro entre los restos de un jarrón de Sévres.
El tren salió del largo túnel que cruza los montes romanos de los Parioli. Tal vez fue la viva luz lo que inspiró la pregunta del padre de Trennes:
—¿Creé, usted en la pureza?.
—Usted nos acaba de proporcionar un nuevo santo para ayudarnos a creer en ella.
—¡Qué gran cosa es la pureza!. ¡La carne es cosa tan triste…!.
—La carne es triste, y todo está leído….
—No creo que haya leído usted El Paraíso de los Chicos, muy propio para levantar el ánimo, hasta tal punto sublima la carne. Es la obra en latín de un jesuita francés del siglo XVII. Contiene historias maravillosas acerca de una multitud de jóvenes santos, mezclados con unas cuantas jóvenes santas. He hecho de ella mi libro de cabecera. Está dividida en tres partes que recuerdan los tres grados de San Ignacio «para la contemplación destinada a obtener el amor», el amor divino, claro está: la entrada en el paraíso de los chicos, los jardines, platabandas y árboles tallados, los secretos interiores. El «preludio invitatorio» es ya sabroso.
Quiero atraer a los viejos,
quiero atraer a los hombres,
quiero atraer a los chicos,
a un jardín de rosas.
Venid, venid,
dulce corona de jovencitos.
—Es el equivalente cristiano de la Musa Pueril de Estratón de Sardes. ¿Qué digo?. Hasta se cree oír un eco de Petronio: «Venid, venid, libertinos y depravados…». Esto prueba sólo que los grandes ingenios tienen algo de común.
—El capítulo de la pureza tiene esta bonita introducción: Los tiernos espíritus de los jóvenes están muy inclinados a la lujuria por el vicio de la naturaleza humana, por el prestigio de los deseos mayor a su edad, por las emboscadas que se tienden por todas partes al lirio de la pureza… Es como hacer la boca agua a los diablos. El primer capítulo de la entrada en el paraíso de los chicos comienza precisamente con el Santo Prepucio, y es ahí donde me enteré del asunto, antes de completar mis conocimientos en otras partes. Pero, entre los muchos magníficos cuentos de este libro encantador, el que más me gusta es el de los siete besos. Parece un extracto de la Ciropedia. San Emerico, hijo muy joven del rey San Esteban de Hungría, acompañó a su padre a un convento y se puso a besar a todos los monjes, pero a unos upa vez, a otros dos o tres y a otros cuatro o cinco. Sólo uno, que era moro, fue besado siete veces seguidas. Cuando San Esteban preguntó al chico por qué no los había tratado a todos del mismo modo, el chico le contestó que Dios le había revelado el grado de continencia de cada uno de ellos y que los había besado proporcionalmente. El monje al que había besado siete veces era virgen.
—Se nos ofrece al bienaventurado Pedro de Luxemburgo como ejemplo porque hizo voto de virginidad a los seis años de edad. Era verdaderamente precoz. Pero Santa Francisca Romana manifestó un divino pudor cuando estaba todavía en pañales: chillaba desesperadamente cuando la desnudaban y se cubría con las manos. El capítulo de las «lactancias sorprendentes» de los niños santos no es menos admirable: San Sisias, para hacer penitencia, sólo mamaba cada dos días, y San Nicolás menos todavía, San Roberto y Santa Catalina de Suecia, la hija de Santa Brígida, rechazaban la leche de sus nodrizas cuando éstas habían pecado. Si advierte que todo esto fue escrito para niños del siglo XVII, llegará a la conclusión de que mis compañeros, con sus historias sobre la pureza, se adelantaron en tres siglos a la educación sexual de nuestros días.
La línea férrea seguía la vía Flaminia y se veían a veces losas antiguas conservadas en medio del asfalto. Cerca de esta curva del Tíber y de la estación de la Primera Puerta estaba la antigua «estación» romana de las Rocas Rojas. En las colinas, entre poblados, los castillos feudales, los palacios del Renacimiento y los edificios nuevos probaban la continuidad de las civilizaciones.
—Saludemos al Soracco —dijo el jesuita, señalando el monte que aparecía a la derecha.
El abate citó un verso de Horacio. A medida que se acercaban a él, este monte parecía cambiar de forma, mostrándose unas veces macizo como un bloque y otras alargado como una serie de cumbres, pero lo que no cambiaba era su aridez, igual en todos los aspectos. Sólo se veían unos cuantos árboles en la pendiente que unía al Soracto con la aldea de San Orestes, situada en una eminencia vecina y cuyo nombre recordaba al abate una de sus primeras veladas en la casa del cardenal. Una línea blanca, trazada en los flancos del monte a la altura de esta aldea, señalaba los refugios que los alemanes habían excavado allí hacía once años.
Habían llegado ya el padre de Trennes y el abate Mas. Tomaron el autobús que unía la estación con esta última aldea, distante siete u ocho kilómetros. Envueltos por una nube de polvo, siguieron una carretera encajonada, a través de un campo ondulado. Calcata estaba en un pico, a la salida de una garganta. Sus casas grises de verdusco tejado trepaban por este cono evocador, recalcado por las murallas.
—Hay lugares predestinados para ciertas y reliquias —dijo el padre.
—No por eso me asombra menos que una reliquia tan prodigiosa haya acabado aquí —observó el abate.
—Recuerde el soneto que muestra al cruzado llegando a Belén:
Y asombróse que allí naciera Dios.
Descendieron a la entrada de la aldea, en el terraplén que había reemplazado al puente levadizo. Estaba dominado por una Madonna y un blasón. La torre almenada de la iglesia se apoyaba en él y representaba el papel de atalaya, desde la que los centinelas del Santo Prepucio podían otear el horizonte. El padre de Trennes se inclinó para mirar el barranco que rodeaba la aldea. A orillas de un arroyo, unos jóvenes bañistas estaban vistiéndose de nuevo. El viento hacía ondear sus camisas y agitaba a su alrededor las cañas.
—Amable Jacinto no ha venido a Calcata. Veo que los chicos se bañan aquí —comentó el abate.
—¡Pero a la sombra de qué reliquia! —exclamó el jesuita.
Pasaron bajo la bóveda horadada en la muralla y siguieron una calle abierta en la toba. Una placa anunciaba que era la calle de los Anguillara: desde la entrada se rendía homenaje a los antiguos señores, héroes de la reinvención del Santo Prepucio. La calle desembocaba en una plazuela irregular. A la derecha estaban la iglesia, sencillísima y recién pintada, y la humilde alcaldía, con fachada adornada por algunos escudos. Entre ambas se alzaba el antiguo palacio señorial, donde se leía la divisa del régimen difunto: «Creer, obedecer, combatir». También estas palabras parecían recién pintadas: tal vez había pasado por aquí el Santo.
Oficio para renovar, en nombre propio, una consigna de interes a un mismo tiempo local y universal. A la izquierda, casas decorosas, con escaleras exteriores y bancos de mampostería en los zócalos. Estos asientos estaban ocupados por hombres y muchachos.
—¿Qué hacen?. —preguntó el abate—. ¿No trabajan, acaso?.
—Esperan trabajo —dijo el padre de Trennes—. Es una región muy pobre. Pero esta juventud debería tener sus pintores, porque es verdaderamente hermosa.
Saludó a dos chierichetti de trece o catorce años, encantadores con sus negras sotanas de botones rojos. Los chicos corrieron al encuentro de los visitantes, muy emocionados por él honor, y fueron en seguida a advertir al cura.
—Dos visitas a Calcata me han procurado ciertos hábitos —dijo el jesuita—. El pudor de esos chicos es encantador y casi digno del Paraíso de los Chicos.
El cura llegaba a grandes zancadas, con la llave de la iglesia en la mano. Joven y enérgico, se le adivinaba a prueba de tentativas de corrupción. Como para mostrar a sus ovejas que dos eclesiásticos no eran suficientes para convencerlo, leyó atentamente las líneas del obispo; luego se las guardó en su cartera. Pidió perdón al padre de Trennes por haberlo obligado a un nuevo viaje, pero declaró que las órdenes del Vaticano eran terminantes y que no se podía jugar con las excomuniones.
—No quiero verme suspendido a divinis o reducido al estado laico —añadió.
—¿Es usted quien ha hecho poner este aviso para los curiosos?. —preguntó el padre de Trennes para disipar las tensiones.
Señaló el brazo de hierro de la antigua horca, todavía embutido en el ángulo de la muralla, en condiciones de suspender en forma que no era a divinif. El cura sonrió sin contestar. Seguido de los dos visitantes y los dos chicos, se dirigió hacia la iglesia. Al meter la llave en la cerradura, miró al cielo, donde se estaban amontonando gruesas nubes negras.
—Van a caer capuchinos de bronce —dijo.
Una ráfaga se metió bajo las cinco sotanas y las levantó como las camisas de los jóvenes bañistas. Permitió ver que las piernas de los dos monaguillos estaban desnudas. ¡Tal vez no hubieran sido admitidos en los jardines del papa!.
El cura cerró el interior con llave. A primera vista, había en la iglesia la misma sencillez que en su exterior: una sola nave, un techo liso, paredes encaladas. Sin embargo, el altar estaba precedido de un arco de triunfo adornado con guirnaldas de estuco y encuadrado por San Cornelio, papa, y San Cipriano, obispo de Cartago, inopinado en Calcata. Al fondo del ábside se percibía un marco barroco de mármoles multicolores, donación de un cardenal español del siglo XVII. Sobre el dintel se leía esta inscripción: «Aquí está guardado el Santísimo Prepucio de Nuestro Señor Jesucristo». El centro estaba oculto por una cortina de seda blanca. Los estucos del arco triunfal no eran más que un anuncio de los del ábside, que representaban con elegancia escenas evangélicas. La principal era la de la Circuncisión: San José y la Virgen miraban desde el fondo, dos ángeles mantenían antorchas en alto, el Niño Jesús estaba en los brazos del gran sacerdote y una mujer cortaba el prepucio y lo ponía en la mano de un joven sonriente.
El cura fue a ponerse la sobrepelliz.
—No se puede mostrar el Santo Prepucio como si tal cosa —dijo.
Subió luego por la escalera que uno de los monaguillos había apoyado en el tabernáculo. La tormenta que se había estado gestando pareció estallar de pronto. Brillaron los relámpagos y retumbó el trueno, como en las memorias citadas en el Santo Oficio.
—Decididamente —dijo el abate—, el Santo Prepucio está ligado a los fenómenos atmosféricos.
—«¡Cuánto ruido por una tortilla con tocino!», hubiera dicho Desbarreaux —observó el padre de Trennes.
El cura descorrió la cortina de seda blanca y reveló una puertecita de bronce, pero vacilaba antes de abrir. Escuchaba la lluvia torrencial que azotaba las vidrieras.
—Hay cosas misteriosas —dijo.
—¿Tienes miedo por los truenos?. —preguntó el padre de Trennes a uno de los chierichetti, acariciándole la mejilla—. No hay que tener miedo de los truenos; sobre todo no hay que tocar las campanas cuando truena; se puede así atraer al rayo.
El abate tocó su cartera, donde estaba el agnusdéi que protegía contra el fuego del cielo. Como la oscuridad había aumentado, uno de los monaguillos encendió la luz eléctrica, que a poco se apagó. Encendió dos cirios, que iluminaron el extraño espectáculo de los cinco ensotanados congregados detrás del altar, en el fragor de la tormenta: los dos chierichetti, cada uno con un cirio en una mano y sosteniendo la escalera con la otra, el cura con su sobrepelliz abriendo la puerta del tabernáculo, el abate mirándolo y el padre de Trennes mirando a los dos monaguillos. Estos últimos encarnaban a los dos ángeles del estuco de la Circuncisión, pero otros dos personajes de la escena viva hubieran figurado muy impropiamente en la del Evangelio: uno de ellos, aunque subdiácono, era el amante de una joven y el otro seguía oliendo a azufre, aunque hubiera fabricado un santo. El cura, después de haber tomado respetuosamente el relicario, sopló encima de él para quitarle el polvo y descendió lentamente. El abate y el jesuita contemplaban este objeto, en el que se reflejaba la luz de los cirios y al que no habían imaginado tan elegante y precioso: sobre una base de cobre, dos ángeles de plata sobredorada sostenían con sus alas un globo de oro empedrado de esmeraldas y coronado por una cruz de diamantes. El cura invitó a los visitantes a acercarse. Mientras los niños quedaban a distancia, el cura señaló al jesuita y al abate la fecha de 1723 grabada bajo el globo, leyantó la tapa y se persignó: bajo un disco de cristal, se veían dos membranas grisáceas con tonos rosados, contraídas hasta parecer una bolitas.
—Pensemos en lo que estamos viendo —exclamó el padre de Trennes con pasión—. ¿No es la visión más extraordinaria del mundo?. ¿No es inaudito que esto sea todavía posible y que esté vedado a la humanidad?.
—Señores —dijo el cura con gravedad—, disfruten, de su privilegio.
—¡Una parcela del cuerpo de Cristo!.
Emocionados, los dos franceses no pensaban ya en la tormenta desencadenada. La puerta fue sacudida por unos fuertes golpes, pero no eran los del viento. El cura envió a uno de los monaguillos para que averiguara qué era: bajo el diluvio, un grupo sostenía, al otro lado de la puerta, que no había que enseñar la reliquia, que el cielo no lo quería.
—Perdonen —dijo el cura a los visitantes—, pero las apariencias están en favor de esa buena gente.
Hizo contemplar todavía unos instantes lo que era, desde luego, la cosa más extraordinaria del mundo; luego se la llevó. Como los golpes continuaban, el joven mensajero fue a gritar que la reliquia estaba ya en su sitio. £1 abate pensaba en estos aldeanos que no habían vacilado en empaparse para hacer que se volviera a poner bajo llave el Santo Prepucio, con un rigor digno de miembros del Santo Oficio. Los viejos cardenales, el padre Garrigou-Lagrange y sus dos reverendísimos compañeros representaban muy bien en este asunto al verdadero pueblo católico, pues tenían como aliadas, sin saberlo, a las sencillas alnias de Calcata.
—La tormenta va a ser perjudicial para las cosechas —dijo el cura—, y vamos a tratar de aplacarla con los medios que Dios nos da.
Se revistió con la estola morada, se arrodilló al pie del altar entre los dos Sacerdotes y comenzó las letanías. Su voz ruda entonaba las invocaciones; le contestaban mezclándose la voz cantarína del jesuita, la juvenil del abate y las agudas de los monaguillos. Fuera, la de la tormenta se agrandaba como en un fin del mundo, pero era una tormenta que se disponía a acabar.
Si el abate Mas se había sentido alguna vez en el corazón de su religión, era sin duda en este momento. Y tampoco había sentido nunca esta misma religión tan en el fondo de su propio corazón. La soledad de esta iglesita campesina, la singularidad de la reliquia que guardaba y el desencadenamiento de la naturaleza se unían para darle la impresión de una divinidad que sabe comunicarse por todos los medios: los más terribles, los más emocionantes y los más absurdos. Le hizo gracia enterarse un día de que había una oración contra los terremotos, pero comprendía hoy que hubiera personas que recitaran esa oración cuando la tierra se ponía a temblar. «Sólo tenemos una lucecita en la noche para orientarnos y la religión la apaga», ha dicho un filósofo. Pero la religión es también una lucecita en la noche.
La tierra no temblaba en Calcata y los dos cirios seguían encendidos en el altar. Los vidrios temblaban un poco menos bajo el diluvio estival, que disminuía poco a poco. El cielo se aclaró. Un rayo de sol vino a acariciar a la iglesia de los Santos Cornelio y Cipriano, al cura, a los dos chierichetti y a los peregrinos del Santo Prepucio.