II
El abate contó al cardenal las confidencias del canónigo.
—Como ves, vuestro Lutrin, vuestro Facistol, sigue siendo actual, aunque los personajes no sean ya los de la Santa Capilla. ¡Cuando se piensa que es un hombre excelente y que su colega de San Pedro es también una bonísima persona!. Los eclesiásticos franceses gastan el tiempo en devorarse mutuamente. La mayoría de los que he conocido aquí eran hombres excelentes y muy parecidos a esos dos canónigos. Pero es un estado de ánimo que no data de ayer ni de hoy. Todos los dramas religiosos que ha habido en Francia desde hace un siglo han sido envenenados por su propia Iglesia. Fue el episcopado francés el que obligó a la Santa Sede a condenar a Lamennais y Loisy. Aunque la condena del modernismo fuera necesaria, fuisteis vosotros quienes nos hicisteis responsables de ella, después de habérnosla reclamado. También el cardenal Billot fue denunciado por uno de vuestros canónigos romanos, pero fue él el principal denunciador de Loisy. Acabamos de ver algo muy parecido con los sacerdotes-obreros. Aunque no teníamos mucha simpatía por ellos en Roma, fueron vuestros obispos, contrariamente a cuanto se dice, quienes avivaron el fuego, mientras dejaban a nuestro cargo levantar la pira.
El abate recordó cortésmente los méritos del clero francés.
—Yo no niego sus méritos, pero hago constar que no hay obispo francés que venga a Roma sin quejarse de alguien, sin denunciar a alguien. Hago constar que pocos países nos han ofrecido un clero con tantos méritos que provoque tantos escándalos. Hago constar que debemos a Francia los cardenales más ilustres y también los más escandalosos. Por mucho que se reproche a los cardenales italianos del Renacimiento, ninguno de ellos ha dado el espectáculo de un cardenal de Rohan, complicado en una estafa, o de un cardenal de Chátillon, que se pasó n los hugonotes para casarse, en hábito de cardenal, con la «señora cardenala». Los países de la cortina de hierro saben inducir a sus cardenales a la confesión de toda clase de delitos, pero no han logrado mostrarnos todavía a un cardenal estafador o a un cardenal casado.
—Conozco todas las perfidias que se hayan podido cometer desde hace medio siglo en la Santa Iglesia Romana y, sin embargo, ninguna de ellas puede compararse a lo que vas a oír. Había, entre las dos últimas guerras, en una de las más hermosas ciudades de Francia, antaño sede primacial de una de vuestras más ricas provincias, un arzobispo muy distinguido y un vicario general que le debía todo, hasta el título de protonotario apostólico. Este hombre dilapidó los fondos del arzobispado y acusó de ello a quien era a un mismo tiempo su superior y su bienhechor. Lo acusó además de tener relaciones con una criada, que era, la pobre, vieja, enana y jorobada. Lo acusó finalmente de haber asistido a una reunión de la Acción Francesa, cuando vuestro Gobierno acababa de obligarnos a que la excomulgáramos. El arzobispo fue depuesto, como lo había sido el cardenal Billot, y, como el cardenal Billot, no sobrevivió a su desgracia, aumentada por tan negra traición. Estos últimos tiempos, se supo en Roma que el traidor, que se había hecho olvidar, iba a ser nombrado rector de San Luis de los Franceses, por gestiones de uno de vuestros políticos. El cardenal Tisserant, que tiene el sentido del honor, fue de un salto a ver al Santo Padre y le dijo que, si se hacía esta designación, ningún eclesiástico francés en Roma pisaría esa iglesia. El decreto quedó en suspenso, pero, como compensación, su siniestro beneficiario se ha hecho nombrar…
—¿Del Santo Oficio?.
—No, de la Santa Infancia, que depende del Santo Padre.
—Esa historia, eminentísimo, demuestra que la Iglesia está llena de mansedumbre para lo que no sean las costumbres.
—Le ocurre más de una vez que sostiene a quienes desprecia y combate a quienes estima. Y a veces se deja engañar por la hipocresía. He aqui un buen ejemplo de esto, por fortuna quedado en el secreto. No hace más que rozar vuestra crónica nacional.
—Había antes de la guerra, en la más famosa abadía benedictina del norte de Francia, pero al otro lado de la frontera, un abad muy querido de Pío XI y luego de Pío XII. Cada vez que visitaba Roma, se volvía con un nuevo favor: el roquete, la capa magna, el solideo morado y finalmente la mitra, con una independencia completa de su abadía respecto al obispo diocesano. Fue proclamada nullius. Este abad era también tan querido entre sus monjes, que le habían dejado que asumiera poco a poco toda clase de privilegios prohibidos por la regla y, especialmente, cuando todos los documentos referentes a los intereses de la comunidad debían ser refrendados por terceros, que firmara estos documentos por sí solo. Ahora bien, estos intereses eran muy importantes, tanto por el número de monjes, que llegaba a doscientos, como por las vastas tierras que poseían. La confianza de los monjes tenía como fiadores la del Santo Padre y la de muchas testas coronadas o descoronadas: un príncipe consorte ayudaba a misa en la abadía todas las mañanas; un príncipe de Borbón Parma era visita frecuente de la comunidad; un archiduque de Austria hacía en ella sus estudios. En el refectorio, el joven archiduque se sentaba a la mesa del padre abad, quien presidía con él la comida de los doscientos monjes, y, cuando el padre abad estaba ausente, era el ilustre huésped quien presidía en su lugar. Jamás hubo fraile alguno con relaciones tan distinguidas. El convento obtenía de ellas honor y provecho. Las altezas reales o serenísimas cubrían de joyas votivas a la Virgen y los santos de la capilla y el abad tenía en depósito otras joyas de la casa de Austria. Se decía que bendeciría más adelante la boda del archiduque. Vuestro estado mayor, al afiliar al deuxiéme bureau, pareció corroborar la estima que tenían por él sus monjes, dos papas y el Gotha. Nuestro nuncio se hacía lenguas de sus virtudes y dijo que, en una ocasión en que lo acompañó a la casa de benedictinas de la vecindad, la superiora se arrojó a los pies del visitante, hecha un mar de lágrimas, para pedirle un milagro como a un santo.
—Estalló la guerra. Algunos de los monjes se incorporaron a sus unidades. Luego vino la evacuación, pero el padre abad y la madre abadesa que lo veneraba se quedaron los últimos, como capitanes que no se deciden a abandonar sus navíos. Luego fue el alud de la invasión y el éxodo y ya no se oyó hablar del padre abad ni de la madre abadesa. El convento de benedictinos fue ocupado por la juventud hitleriana, que transformó la capilla en piscina. El de las bendiciones albergó a parejas seleccionadas, destinadas a producir la raza aria perfecta.
—Terminada la guerra, los sobrevivientes de las dos comunidades tomaron de nuevo posesión de sus casas respectivas. Les entristecía no tener noticias de su abad y su abadesa desde hacía cinco años. Se hicieron indagaciones, que no dieron fruto; hasta el deuxiéme bureauhabía perdido las huellas de su corresponsal. Era indudable que ambos habían sido víctimas del furor de las parejas seleccionadas y de las picas de la juventud hitleriana. Se rezó por el descanso de sus almas, aunque fueran indudablemente almas bienaventuradas, y se habló de presentar sus causas. Su recuerdo era tan caro para sus antiguos hijos e hijas en Dios, que se negaron a elegir sus sucesores. Pero había muchas cosas que hacer para restaurar el orden en las dos abadías. Se admiraba la precaución que habían tenido el abad y la abadesa de hipotecar todos los bienes en vísperas de la invasión, hábil modo de eludir las expoliaciones. Por desgracia, había desaparecido el dinero de estas hipotecas, en unión de los objetos sagrados y las joyas votivas, aparte el depósito de la casa de Austria. Las cosas estaban así cuando se supo por casualidad que el padre abad y la madre abadesa estaban pasando días muy felices en una República sudamericana. La noticia pareció en un principio inverosímil, pero quedó confirmada de manera indubitable: se habían escapado en el último momento del éxodo, después de haberlo arramblado todo. El papa enfermó del disgusto; la familia imperial de Austria tuvo la dignidad de callarse. Se prefirió el silencio al escándalo, pero, cuando el archiduque se casó metiendo en la canastilla de su esposa algunas joyas menos, la abadía benedictina en la que había pasado su infancia no estuvo representada.
—¡Qué historia más horrible! —exclamó el abate.
—Dolce figlio!. Los caminos de Dios son insondables. Para todo escándalo, contra-escándalo, como para todo pecado, misericordia. Los corazones sensibles quedaron abrumados y los hombres de poca fe la perdieron, pero ¿sabes cuáles fueron las consecuencias en los dos conventos?. Una disciplina expiatoria, una agravación de la regla, un ascetismo que desafiaba a la naturaleza: santos y santas que no se cuidan de hacer milagros. Algunos monjes que se habían hecho secularizar y algunas monjas que habían ido por mal camino volvieron al redil. La Iglesia está por encima de todo y, si, como dice vuestro viejo proverbio, una golondrina no hace verano, un monje, aunque sea el padre abad, no hace abadía.