II

No fue a la cita al día siguiente ni tampoco a los dos días. Pero no por eso se sintió mejor.

No terminaba de analizar la trama que la joven había urdido, había calculado los menores detalles, elegido el lugar y el momento, dado dos días de plazo para que hubiera combates interiores, con la esperanza de que fuera más débil al segundo. Le había hablado cuando él no podía contestar. Le había dejado la flecha en el corazón y la carne y se había eclipsado para acentuar su desconcierto.

Hasta el ambiente de la aventura era propio para procurar atractivos más turbadores. Era un ambiente que recordaba que las tinieblas de las catacumbas habían también fomentado en los primeros cristianos impulsos que no eran los del martirio; más de una secta mezcló innobles voluptuosidades con el santo sacrificio. «No me gustan las divinidades a las que se adora de noche», dice el Hipólito de Eurípides. El abate también se decía que era preferible adorar al verdadero Dios a la luz del día.

Se preguntaba por qué esta joven se había fijado en él. ¿No sabía que las faltas contra la castidad, cuando son mutuas, se agravan con faltas contra la caridad, pues se contribuye a la perdición del prójimo?. Pero, prescindiendo de él, del pobre Víctor Mas, ¿no podía fornicar con quien quisiera, ya que, por lo visto, una amiga le prestaba la habitación?. ¡Buena lección, por lo demás, para los padres que se creían tranquilos con su hija alojada en casa de las monjas!. Y cuando pensaba en que el confesor de éstas era el tío de la muchacha, no sabía qué admirar más, si la ingenuidad o la perversidad de los Abrazos. Necesariamente, esta chica de los Abrazos tenía motivos para interesarse en el juego. Tal vez fuera de esas mujeres que sienten afición por la sotana, como otras lo sienten por el uniforme. En el seminario de Versalles se prevenía contra una categoría de penitentas particularmente peligrosas, pues acusaban a sus confesores rebeldes de las insinuaciones de haber sido los de la iniciativa. Era el caso de las sollicitationes ad turpia, reservado para el obispo o el Santo Oficio. Se citaba a sacerdotes puestos en situaciones muy difíciles por mujeres de esta calaña. Como desquite, uno de ellos se justificó tan bien, que se convirtió en cardenal arzobispo de Lyon y fue el que dio la absolución a Sadi Carnot.

Al menos la joven no había tenido la desfachatez de volver al palacio Belloro, del que el abate, por prudencia, se mantenía ausente en cuanto le era posible. A la espera de que se abriera de nuevo la gregoriana, seguía, para inspirarse mejores pensamientos, las ceremonias que, en estos primeros días del año, se celebraban en diversos santuarios romanos.

La proximidad de la Epifanía, que es en Roma la Navidad de los niños, procuraba a estas iglesias un perfume de infancia. Se disputaban a los héroes de la fiesta. En todos los muros, los carteles invitaban a los niños a que fueran a ver en San Bernardino «el grandioso nacimiento oriental, de diez metros de frente, con matanza de los Inocentes, primeros pasos de Jesús, coro de ángeles, luna, cometa y música pastoral»; en San Andrés del Valle, el nacimiento del príncipe de Torlonia, delante del que se recita el sermón de las naciones por trescientos niños de diecinueve países; en Santos Cosme y Damián, «el más hermoso nacimiento del mundo, donación de los reyes de Napoles, obra maestra del arte, con cantos de circunstancias». Pero era el Aracoeli el que, sin necesidad de carteles, conquistaba la preferencia de la chiquillería. Los niños subían por la inmensa escalera como dispuestos a tomar por asalto el Capitolio. Llevaban cartas con oraciones y ofrendas y las amontonaban al pie del más célebre Bambino de la ciudad eterna. También allí había sermones predicados por niños, cantos de circunstancias y música pastoral. La inscripción grabada en una de las columnas, que recordaba que ésta procedía de «la habitación de Augusto», era una evocación del primer emperador de Roma, quien había sido, de muy diversas maneras, un apasionado de la infancia.

El abate no fue a ver la degollación de los Inocentes en San Bernardino, pero vió expuestas en San Pablo Extramuros las reliquias de los Santos Inocentes. Esto le recordó las tan interesantes cuestiones que se analizaban en teología en relación con estos niños. ¿Han de ser considerados como mártires, y por tanto, como santos todos los que fueron sacrificados o solamente los circuncisos?. ¿O solamente los que habían alcanzado la edad de la razón?. ¿O es que se aceleró la edad de la razón para los muy pequeños?. Las trompetas de hojalata que, llegada la noche de la Epifanía, atronaban la plaza Navone y hasta las calles del Panteón eran una burla dedicada a Herodes, pero más parecían burlarse de cuestiones semejantes.

Su visita a San Pablo Extramuros causó al abate una emoción inesperada: se le mostró el crucifijo que había hablado a Santa Brígida. No pudo contemplarlo con la veneración debida: el crucifijo de Santa Brígida le hacía pensar fastidiosamente en una interna del convento del mismo nombre, tero, en época más tranquila, ¿no había visto acaso, en San. Lorenzo Damasceno, otro crucifijo que había hablado a Santa Brígida?. Prefirió dedicar sus devociones al crucifijo que habló a Santa Hermengarda, expuesto también en San Pablo Extramuros. Se preguntó si los franciscanos habían conservado el crucifijo que habló a San Camilo de Lellis, los dominicanos el que habló a Santo Tomás, las dominicanas el que dio los estigmas a Santa Catalina de Siena, los camaldulenses el que lanzó el chorro de sangre en el cáliz de San Gregorio el grande, y los jesuitas el que San Francisco Javier dejó caer en el mar y le fue devuelto por un cangrejo.

Si admiraba el arte de las iglesias romanas para atraerse a los niños, advertía que tampoco perdían esta ocasión para atender a las necesidades de los fieles. Aparte los carteles que batían el parche para los nacimientos, había otros que invitaban a asistir a misas celebradas en los ritos más diversos, para subrayar la Epifanía. En tal sitio era el rito armenio, y el abate volvía a encontrarse con sus compañeros de la gregoriana de sotanas negras con fajas rojas; en tal otro era el rito griego, y allí estaban los camaradas de sotanas azules con fajas como los anteriores; en otros lugares eran los ritos griego, maronita, caldeo, malancar, malabar, sirio o sirio-malabar, con variantes en las fajas y sotanas y ornamentos litúrgicos tan extraordinarios como los de las catacumbas.

El azar lo puso en presencia de un espectáculo más impresionante. Había querido ver al cardenal Ottaviani, prosecretario del Santo Oficio, quien iba a celebrar en una iglesia. Llegado antes de la hora, el joven fue al vestíbulo de la sacristía, donde había cuadros y esculturas bastante curiosos. A cada lado de una puerta había un carabinero con uniforme de gala y con las manos apoyadas en el sable colocado delante de él. La pareja montaba la guardia y representaba el homenaje que rendía el Gobierno a la religión del Estado en las ceremonias en que pontificaban los cardenales. En el momento en-que pasaba el abate, las hojas de la puerta se abrieron bruscamente desde el interior. Delante de él, el prosecretario del Santo Oficio, totalmente de púrpura, con la birreta en la cabeza, estaba sentado en una butaca, en la extremidad de una doble fila de seminaristas con sobrepelliz, inmóviles y mudos, las frentes inclinadas y las manos juntas. Esta figura hierática, destacada por los revestimientos oscuros, debajo de un crucifijo negro, con los pies en la alfombra roja que venía hasta el umbral, la mirada fija detrás de los lentes, tenía algo de aterrador y majestuoso. Los cuadros que buscaba el abate habían sido reemplazados por un Greco vivo. El joven se apartó apresuradamente, como si el brazo secular, en la forma de estos dos carabineros, fuera a apoderarse de él y arrojarle a los pies de un cardenal que no bromeaba. Pero pasó otra imagen por la mente del abate: este príncipe de la Iglesia, envuelto en su hieratismo, era también el senador romano que esperaba en su silla curul la llegada de los bárbaros.

Si el abate hallaba recursos para cambiar sus ideas de una manera u otra durante el día, sus noches eran, en cambio, mucho más angustiosas que antes. Pero tenía empeño en probar su energía y se resistía a adaptarse al dulce régimen de los «errores nocturnos». Había comprobado ya que las oraciones, las jaculatorias y el ángel de la guarda no eran todopoderosos, y ahora comprobaba también que lo mismo sucedía con los nuevos medios puestos a su disposición. Su confesor, un viejo camilo de la Magdalena, iglesia vecina al Panteón, le había dado como auxiliares una imagen de San Camilo de Lellis, protector de los enfermos, y otra de la Virgen de la Salud. Pero ¡ay!, el abate rebosaba salud y solamente tenía enferma el alma. El camilo le había recomendado también el cordón de Santa Filomena, que se llevaba a la cintura para tener frenada la impureza y que era proporcionado por la procura de los hermanos de San Vicente de Paúl. El nombre de Santa Filomena había inspirado al seminarista cierta desconfianza: le parecía que, si se ponía ese cordón, iba a establecer un lazo más con las catacumbas de funesto recuerdo.

Convencido de que la carne no podía ser domada con cordones ni con imágenes y que tampoco las oraciones significaban alivio, recurrió al remedio de los santos: la flagelación. Con un cinturón de cuero se administró azotes antes de acostarse y no vaciló inclusive en herirse con la hebilla. Pero, por desdicha, estas correcciones provocaban en él efectos muy distintos que en los santos.

Pensó en consultar con uno de sus maestros de la gregoriana, pero se dijo que esta consulta podía perjudicarlo. Juzgó inútil solicitar la taumaturgia del padre Cappello. Se contentó con leer atentamente el artículo «Castidad» de la Enciclopedia Católica y con observar sus preceptos. Superó su amor propio para comprar bromuro y declaró que, como penitencia, no comería ya carne y se limitaría a beber agua. El criado cínico le preguntó, entre puerta y puerta, si no había cogido alguna fea enfermedad, y esto fue para el joven una mortificación más. Como única respuesta, pidió a este hombre que le procurara un jergón de hojas de maíz.