IV

El abate advirtió que había faltado una palabra esencial en la segunda conversación: la palabra dinero. El cardenal contestó que no se podía pronunciar una palabra tan fea delante de un caballero, pero que era sumamente improbable que éste ignorase el valor de ella en las circunstancias. Era indudable que, en sus despachos al Quai d’Orsay, escribiría que, «gracias a sus gestiones y sus relaciones personales, gracias a las consideraciones que con él tenía la secretaría de Estado y, principalmente, gracias a la benevolencia muy particular que con él mostraba el Soberano Pontífice, había podido obtener para la Iglesia de Francia y, de este modo, indirectamente, para toda Francia, tal o cual santo y tal o cual bienaventurado», pero no añadiría probablemente que la canonización de Santa Juana de Francia, la de data más reciente, había costado a los católicos franceses una veintena de millones.

Con un sobresalto al oír la cifra, el abate preguntó cómo era eso posible.

—Hijo mío, las llaves de San Pedro abren las puertas del cielo, pero hay que engrasar la cerradura. Piensa en todo lo que hay entre un nombre incluido en nuestras listas y la inscripción del mismo nombre en los fastos de la Iglesia universal. Hay una sucesión de gastos cada vez mayores desde la iniciación del proceso diocesano hasta los esplendores de la beatificación y la apoteosis de la canonización, pasando por toda la gama de la aprobación de los escritos, la aprobación de las virtudes y la aprobación de los milagros. Cuando veas una causa dormida, sin otra cosa en su activo que el decreto de introducción, no es que se trate de un santo aventurado; es que sólo se ha pagado por él una vez. Cuando veas que su causa entra de nuevo en actividad, es que han pagado una segunda vez; si aprueban sus escritos, ha habido un tercer pago; si sus virtudes, un cuarto; y si sus milagros, un quinto. Y ten en cuenta que los médicos extranjeros cobran mucho por aprobar milagros. Cuando veas finalmente la jubilosa cascada de las asambleas antepreparatorias, preparatorias, generales y coram Sanctissimo, es como si oyeras el jubiloso tintineo de la cascada del oro. No nos hundas por esto en el Infierno de Dante, entre los simoníacos que «engañan a los buenos y a los malos ensalzan». No creamos santos indignos; no ofrecemos la santidad al mejor postor; como el padre del burgués gentilhombre, que no vendía paño, la damos a nuestros amigos por dinero.

—Con cada nueva gestión, hace falta un nuevo rescripto, que supone derechos; hay que pagar, no menos que a los médicos, a los abogados consistoriales; hay que imprimir, con tipografía vaticana, todos los documentos, después de haberlos hecho traducir en su caso; hay que imprimir las vidas del bienaventurado o del santo, para distribuirlas el día de la ceremonia en San Pedro; hay que fabricar relicarios para las reliquias que se ofrecen al papa… Has podido ver que se trata muchas veces de pacotilla, pero siempre costosa, lo mismo que los cuadros y los estandartes de los milagros que serán llevados en procesión. Y, sobre todo, hay que participar en los gastos del día final: los cantos y la iluminación y decoración de San Pedro. Son tan enormes que se agrupan varias beatificaciones o canonizaciones, para repartirlos entre los diversos postuladores. Las grandes familias, que se empeñaban antes en correr por sí solas con estos gastos, saben mucho del asunto: los Falconieri se arruinaron con Santa Juliana de Falconieri. «Sed ángeles —dijo el príncipe a sus hijos después de las fiestas—, pero no santos; resulta demasiado caro». Paso por alto el detalle de las propinas al personal del Vaticano y de la basílica. No hace mucho todavía existía la lista oficial llamada Index remunerationum e incluía sesenta y cuatro títulos, que iban de los prefectos palatinos, «para un cáliz», a los barrenderos secretos, «para pantalones».

—Eminencia, ¿es que los cantores de la Sixtina no cantan entonces gratis Pro Deo, en honor de los nuevos santos?.

—Aunque ya no sean castrados, a los que había que «reembolsar» durante toda su vida, no cantan gratis ni en los entierros de los cardenales. La Santa Sede, para asegurarse de que se pagarán esos cantos fúnebres, nos deduce su precio de nuestra primera «fuente cardenalicia», como nos deduce el del anillo de topacio que nos ha entregado el papa. Vas a admirar la magnificencia de las ceremonias que van a proclamar en San Pedro a los nuevos santos, de los que vamos a formar la lista, pero resulta igualmente admirable pensar que quienes dan la fiesta no son quienes la pagan.

—¿No sucede acaso eso mismo, Eminencia, con todas las fiestas que dan los jefes de Estado?. Pero es una lástima, desde luego, que, por la fuerza de las circunstancias, las cuestiones sórdidas representen un papel tan importante en la Iglesia.

—Lo representan desde su misma fundación. La Iglesia tiene la cabeza en el cielo pero los pies en la tierra. Su altar descansa sobre osamentas de mártires y sobre una caja fuerte.

—Cuando pienso en las palabras de Cristo: «Mi reino no es de este mundo…».

—Él mismo tenía un cajero, aunque se llamara judas, es cierto. San Pablo proclamó después que «quien anunciaba el Evangelio debía vivir del Evangelio» e hizo instituir las colectas. Los diáconos fueron instituidos para solventar las disputas provocadas por la distribución de las limosnas. El dinero está en los orígenes de casi todo y es el secreto de casi todo, me refiero a la Iglesia, y sólo se comprende a la Iglesia cuando se ha comprendido bien esto. Los incrédulos groseros dicen que hacemos adorar en el Santísimo Sacramento a una moneda. Los místicos habían dicho eso mismo, pero en otros términos. Según ellos, la Sagrada Hostia es una moneda con la efigie de Jesucristo, porque Jesucristo fue traicionado y vendido por treinta dineros y es el verdadero dinero de quienes trabajan en la viña del Señor. El capellán, nuestro gran mistagogo, te comentará esto maravillosamente. Yo siempre he considerado también maravilloso el símbolo de la bandera de la Santa Sede: «Cortado de plata y oro». Son verdaderamente armas parlantes.

El Abate se echó a reír.

—He ahí un símbolo que el capellán no me comentaría —dijo.

—¡Ay de aquel, no únicamente que mire en la taja, sino que permita mirar en ella!. Un libro inofensivo sobre las congregaciones, escrito por un antiguo secretario de un cardenal, está en el índice tan sólo porque revelaba sus tarifas de cancillería.

—¿Para qué tanto secreto sobre cosas de las que puede enterarse cualquiera?.

—Es la aplicación llevada hasta el ridículo de una regla general. La Santa Sede es el único Estado del que se ignora el presupuesto, sus recursos.

—Acabo de leer, eminentísimo, que la obra pontificia de ayuda ha gastado el año último no sé cuántos cientos de millones de liras.

—Sí, tres millones de dólares; es por lo menos el importe de las sumas que han sido puestas a su disposición. Porque la caridad de la Iglesia es como su magnificencia: no toca jamás sus bienes y da la impresión de que se desangra.

—Como Estado, está obligado a recurrir a sus contribuyentes para cubrir sus gastos. Y los suyos siguen siendo gratuitos.

—Y las potencias del dinero estiman muy conveniente tomarla como distribuidora. Se ha convertido en un anexo de la Cruz Roja, un anexo sin nada de neutral. Hace poco, el cardenal Spellman hizo una plancha al revelar la importancia de la contribución norteamericana.

—Al fin y al cabo, Eminencia, ¿no es una suerte que el nuevo mundo y sus riquezas releven a una vieja Europa agotada?. ¡Es tan agradable poder hacer el bien!.

—Hijo mío, quiero que aquel a quien quiero vea las cosas con claridad. Hacer el bien es una cosa, hacer negocios es otra. A partir de cierta cifra, hasta hacer el bien es un buen negocio. Tú has visto la palabra «Caja» sobre una ventanilla de mi congregación y la palabra «Protocolo» sobre otra. Puedes verlas también en todas las otras congregaciones, en todos los pisos de la vicaría y en muchos otros sitios. Yo he tenido la inocente malicia de colocar enfrente de la palabra «Caja» el retrato del papa, que parece estar allí cuidando de la recolección. Pero, no hace falta decirlo, si esa palabra es una muestra, no son esas cajas la fortuna de la Iglesia. Aunque los arroyuelos formen los grandes ríos, no son los productos de los innumerables cepillos que ves en nuestros santuarios los que han hecho del Vaticano una de las más poderosas bastillas financieras del mundo.

—¿Es posible, Eminencia?. Mi reino no es de este mundo…

—La Iglesia abraza al mundo entero y necesita medios para mantenerlo así abrazado. Voy a enseñártelos. Es muy instructiva la visita del templo. No te escandalices demasiado si ves en él a los mercaderes.

—Vemos por de pronto en la puerta la benéfica institución que debemos a Montalembert: el dinero de San Pedro, que los obispos entregan devotamente al sucesor de San Pedro, cuando hacen sus visitas ad limina. Es, en realidad, el objeto principal de estas visitas, en las que se supone que le hablan del estado de las almas en las respectivas diócesis. Juzgo también muy elocuente la única colección que albergan las habitaciones privadas del Santo Padre: bolsas de cuero o de tela en las que los obispos de antaño metían cartas de crédito, cuando venían a hablar del estado de las almas. El dinero de San Pedro representa sumas importantes, pero de imposible evaluación. Sirve para alimentar el tesoro particular del papa y, por lo general, para constituir una hucha que desaparece a su muerte. El público no sabe que, apenas el hombre con la dignidad mayor que haya en la tierra no contesta a la triple intimación que le hace el cardenal penitenciario con el martillo de oro, sus habitaciones son saqueadas, como antaño. Dicho sea de paso, creo saber que la hucha de Pío XII está ya en buenas manos. El tribunal de la Sacra Rota, que estudia las demandas de anulación de matrimonio, es otra mina.

—¿Pues?. ¿No acaba de publicar, Eminencia, las cifras de las causas que ha estudiado gratuitamente el año último y los millones que le han costado?.

—La Iglesia publica siempre sus gastos, pero nunca sus ingresos. Ten por cierto que la Sagrada Rota dista mucho de dejarse ahí las plumas y que eso basta para que la Iglesia se resista a mitigar la indisolubilidad del matrimonio. He conocido un caso en el que la Sagrada Rota comía a dos carrillos. Una riquísima norteamericana, que se había divorciado de un nobilísimo francés y quería impedirle que se casara con otra heredera, pagaba a la Sagrada Rota para que no hiciera lugar a la demanda de anulación del matrimonio del ex marido y éste pagaba a la Sagrada Rota para superar unos eternos «vicios de forma».

—Los títulos de nobleza pontificia son muy caros. Las órdenes ecuestres pontificias tampoco se distribuyen gratis, como los agnusdéi. Han suprimido últimamente el privilegio de una de ellas, que confería automáticamente la nobleza. Esta medida ha sido presentada como democrática, pero sólo busca que se pague dos veces. Los nombramientos de camarero secreto de capa y espada recompensan igualmente los servicios prestados a la Iglesia. ¿Y qué servicio más palpable puede hacérsele que un buen cheque?. He visto redactar una circular confidencial destinada a los principales obispos de ciertos países rogándoles que convocaran por todos los medios a candidatos a la gorguera, porque la gorguera estaba en baja. Si examinas la lista de lo protonotarios apostólicos y de los prelados domésticos, quedarás impresionado al comprobar el número de norteamericanos. La razón oficial es que, como los Estados Unidos no quieren canónigos, hay que darles prelados y protonotarios. Y cuando digo dar… En cambio, no es raro que se haga canónigo de una de nuestras grandes basílicas a algún rico sacerdote extranjero, norteamericano o no, a condición de que funde una canonjía. Hubo uno tan astuto que salió del paso con una promesa y dejó a los canónigos de San Pedro con un palmo de narices. Este personaje, un príncipe alemán, creía estar más obligado con su chófer que con el capítulo.

—La Sede Apostólica está siempre al acecho para meter la mano en una nueva caja de caudales. Se ha apoderado de la de los caballeros del Santo Sepulcro y multiplica sus esfuerzos para hacer otro tanto con la de los caballeros de Malta. La primera dependía del patriarca de Jerusalén, gran maestre de la orden. Con el pretexto de que la guerra dificultaba las relaciones entre los caballeros y el gran maestre, el cardenal Canali ha reemplazado a éste. Y va una.

—La orden de Malta, con sus inmensos bienes, es todavía más atrayente. Con el pretexto de ciertas imprudencias financieras cometidas bajo el antiguo gran maestre, el príncipe Chigi, la Santa Sede, protectora de la orden, exigió que se modificaran a su favor los estatutos. Se dice que esta exigencia apresuró la muerte del viejo príncipe; hasta se afirma que el momento en que le fue presentada por escrito estuvo bien calculado; se levantaba de la mesa y padecía una grave afección al corazón. Y van dos. De todos modos, la orden se recobró: el cardenal Canali no es más que gran prior y se está librando una guerra sorda para la designación de gran maestre. Por otra parte, si el Vaticano ha pedido a las órdenes religiosas que trasladen a Roma sus casas generales, es porque quiere vigilar sus cajas. También ha instituido una comisión cardenalicia de vigilancia para los santuarios más lucrativos de Italia —la Madonna de Pompeya, la Madonna de Loreto y lamentemos lo de Santa Filomena—, lo que no ha impedido que el capellán de los bienes franceses de Loreto se haya fugado recientemente con la caja y una loretina.

—Creo que has comprendido que el Año Santo, el Año Mariano y otras lindezas no tienen por única finalidad crear nuevas indulgencias: son redobles de tambor en torno a la caja. Creo que has comprendido igualmente que las beatificaciones y canonizaciones no tienen por única finalidad procurar nuevos intercesores a la humanidad doliente. Hacen brotar una nueva fuente de ingresos para la Iglesia. Curas, frailes y monjas tendrían menos empeño en obtener santos si no hicieran con ellos su agosto. Me he enterado de que los fondos recogidos para la canonización de Pío X exceden en varios millones a los gastos previstos y que este saldo servirá para plantear la causa del cardenal Merry del Val, que te he anunciado. De este modo, los santos nuevos ayudan a los santos futuros y dejan todavía más llena la caja. Siempre acabamos en una caja.

—Te he mostrado el mosaico que forma el piso del edificio y que adorna sus muros. Podría hablarte todavía de obras que ponen en distintos sitios adornos de plata nada desdeñables, como la Santa Infancia, de la que el papa es oportunamente el protector. Pero eso no es nada al lado de las cuatro columnas que sostienen la cúpula; más preciosas que las de Bernini, son de oro. Se llaman la Congregación de Propaganda Fide, la Administración de los Bienes de la Santa Sede, el Instituto para las Obras de Religión y la Administración Especial.

—Te formarás una idea de la primera cuando adviertas que mi colega el cardenal Fumasoni-Biondi, que es su prefecto, tiene a sus órdenes doce contadores y cinco cajeros, por cuyas manos pasan anualmente millones de dólares. No te sorprenda que hable en dólares, pues es la verdadera moneda del Vaticano. Todo este dinero forma lo que se llama la caja de las misiones, caja juzgada tan abundosa que el cardenal Canali, alma de todas las cajas, creó, hace dos años, una marina mercante destinada al tráfico que con ella se alimenta. No tuvo mi colega tiempo de estrenar el cargo de almirante secreto de la Santa Sede; la flota de las misiones fue estimada demasiado llamativa y el pabellón arriado a la chita callando.

—La administración de los bienes tiene a su cargo el patrimonio inmobiliario de la Santa Sede: palacios, museos, iglesias, hospicios, casas, tierras. Administra toda clase de empresas. Importa sin pagar derechos. Su actividad es intensa. Tiene al cardenal Canali como jefe y a un sobrino del papa como abogado.

—El instituto para obras de religión es un banco. Confiesa que, con el del Espíritu Santo, que también pertenece al Vaticano, es uno de los que tienen nombre más acertado. No te extrañará ya tropezar de nuevo en él con el cardenal Canali. Es el banco de la Santa Sede, de los ciudadanos del Vaticano, de las órdenes religiosas. Es además el banco de cuantos tienen necesidad de poner sus capitales a salvo. Les presta servicios tan estimables como remuneradores. Ten en cuenta que el papado vuelve con esto a su vieja tradición del medioevo, cuando los fieles depositaban su dinero y sus joyas en las iglesias y los monasterios, que eran teóricamente asilos inviolables.

—Tenemos, por último, la administración especial de la Santa Sede. Es un banco más con el disfraz de su nombre. ¡Y qué banco!. Ha sido fundado para administrar los dos mil millones de liras entregados por el Gobierno italiano al tratado de Letrán. Han sido unos millones tan bien administrados, que constituyen hoy tal vez la más poderosa sociedad bancaria del planeta, pues es la única cuyas operaciones están protegidas por el secreto más absoluto. Ha estado gobernada hasta hace muy poco por el ingeniero Nogara, patriarca de hermosa mirada leal y hermosos mostachos blancos, perteneciente, como puedes suponerlo, a una familia intimamente ligada al Vaticano. Acaba de ser jubilado. Le ha reemplazado en seguida el cardenal Canali; hubiera sido la única caja que se le hubiese escapado, por lo menos en apariencia. La administración especial, cuyas oficinas están cerca de las habitaciones pontificias, actúa en todas partes al amparo diplomático de la Santa Sede, no está sometida a ningún consejo de administración, no tiene accionistas a los que remunerar y no paga impuesto ni derecho alguno. Sus transacciones son de tal amplitud, que el director de un gran banco suizo ha sido trasladado a Roma para que coopere con ella más de cerca. El cardenal Spellman, que es el agente de la administración especial en los Estados Unidos, ha obtenido en favor de ella el derecho inverosímil de adquirir allí oro por debajo del curso legal.

—En Italia, donde el Banco de Roma está igualmente bajo su dependencia…

—Perdóneme, Ilustrísima: ¿no es en ese banco donde el monseñor sacristán acaba de dar una conferencia, delante del cuerpo diplomático y del cardenal Tisserant?.

—Sí, arrimado a las cajas de caudales, el obispo de Pórfido ha condenado la propaganda subversiva que representa a la Iglesia al servicio del capitalismo. El auditorio incluía al cardenal Spellman.

—Decía, pues, que la administración especial poseía en Italia un centenar de sociedades e industrias-llaves. Esto justifica lo que te dije en una ocasión, que las llaves de San Pedro son aquí las llaves de todo. Hace bien Pío XII en temer a los comunistas. Le basta un giro de llave para dejar suspendida la vida de la nación. Cuando te describí las reuniones místicas consagra a la recitación del rosario en las habitaciones del Santo Padre, te dije que había allí también reuniones pragmáticas. Aquí las tienes. Participan en ellas sus sobrinos, el conde arquitecto y el cardenal Canali. No se excluye que en tales reuniones se rece el rosario, pero también se hacen otras cosas.

—Ningún papa, desde los de la Iglesia primitiva, que guardaban ellos mismos la caja, ha manejado con más habilidad y discreción tantos negocios, para el mayor bien de la Iglesia, sobra el decirlo. Ya había dado pruebas de su valer en este terreno como secretario de Estado. Reclamó al Gobierno francés en favor de la Santa Sede una parte de las reducciones concedidas a los trenes de peregrinos y exigió del Gobierno español un interés análogo en las reconstrucciones de las iglesias destruidas durante la guerra civil. Esto no impide que sea para las multitudes sentimentales el asceta que ha visto girar al sol durante el congreso de Fátima. Pero ¿no creen acaso que la fortuna de la Iglesia está formada por las colectas de las silleras y por el cepillo de los pobres?. Me han mostrado la fotografía que ha permitido a Pío XII conquistar a los grandes financieros norteamericanos. No es la que lo representa hundido en el faldistorio, dando la bendición urbi et orbi, sino la que lo muestra tecleando con la máquina de escribir. Aunque lamentando por el proveedor que no se viera la marca de la máquina, los businessmen del otro lado del Atlántico se dijeron que su augusto cliente les merecía plena confianza: tenía la expresión decidida de quien mecanografía una carta al Banco del Espíritu Santo, no una oración al Paracleto.

—Yo tenía aproximadamente tu edad y tus ilusiones cuando tuve que ver con la casa matriz de los hermanos menores. No era todavía ese espléndido convento que acaban de construir sobre la colina de la Madonna del Reposo, con esa suntuosa iglesia en forma de mausoleo que llaman la «tumba de la dama Pobreza». Meditaba de camino sobre esta gran familia franciscana; volvía a ver en una procesión a uno de sus obispos, cubierto con un sayal, llevando una cruz de madera en la mano; pensaba en el «hermanito» de Asís y en la «dama Pobreza». Llegué así a la antecámara del ministro general y me detuve delante de una escena digna de las Provinciales. Sentados, espalda con espalda, en un banco, dos hermanos recitaban con voz monótona las letanías de la Virgen para mantenerse despiertos: Rosa Mística… ora pro nobis… Turris ebúrnea… ora pro nobis…, pero la puerta de la oficina estaba entreabierta y las secas voces del ministro general y del procurador general hacían desfilar como un eco unas letanías diferentes: «Acciones del Banco del Espíritu Santo… tanto… Obligaciones del Banco de Roma… tanto…». «Yo también creía que la Iglesia vivía de oraciones, virtudes, sacrificios y milagros. Pero ten la seguridad, hijo mío, de que, si vive todavía, no es, como la gente cree, gracias a estos falaces instrumentos de poder; es porque siempre hay en su seno corazones puros y también pobres».

—Mi reino no es de este mundo… Al repetirse estas palabras, el abate se decía que el reino de la Iglesia, ya que no el de Cristo, parecía muy de este mundo. Recordaba lo que le había dicho el criado cínico: «Las llaves de San Pedro son las llaves de la caja».