II

La habitación del abate no tenía nada de su «celda Santa Gertrudis» del seminario de Versalles: era cómoda y daba a los muros del Panteón. ¡Con qué deleite abría las persianas para que entrara el sol matinal!. Era quien se levantaba más temprano en la casa; como compartía el cuarto de baño de sus dos colegas, procuraba dejarles el sitio libre cuanto antes. Pero, si se daba prisa con su aseo y hasta sus rezos, era principalmente por el afán de ir a la ventana. Hubiera pasado allí horas, frunciendo de placer su naricilla en el aire fresco y parpadeando al sol que calentaba su fina piel y sus cabellos rubios. Era Roma, toda Roma, lo que se extendía bajo esta ventana; la Roma de hoy y de antes, tan viva la una como la otra.

Ambas se resumían en este magnífico edificio, levantado por el favorito de Augusto, reconstruido por el protector de Antínoo, restaurado o saqueado por los papas, consagrado a todos los mártires después de haberlo sido a todos los dioses. El abate se sumergía en la contemplación de los mármoles blancos, las columnas de granito, la cúpula cuya grandeza no había podido ser superada por la de San Pedro, el rosado ábside que los antiguos habían ligado a las termas de Agripa como para ligarlo a las voluptuosidades de la religión.

Innumerables gatos, refugiados en las anfractuosidades, procuraban a los muros una misteriosa vida. ¿No eran ellos mismos una especie de divinidades misteriosas?. Muchas veces se mantenían solemnes en medio de un nicho exterior, dispuestos a recibir el homenaje de un viajero de Egipto. Pero no recibían más que el de tres viejas, puntuales en llevarles la pitanza a primera hora. El abate seguía a veces el trajín de estas mujeres, mientras acababa de afeitarse ante el reflejo de un vidrio. Menudas, cojas, jorobadas, de narices corvas, vestidas de negro, parecidas a brujas, llegaban, cada cual por su lado, con un gran capacho y apoyándose en un bastón. No se hablaban una sola palabra, se dirigían miradas malevolentes, acariciaban a su respectivo serrallo, que acudía a su encuentro, e iban cada cual a su rincón. Desplegaban papeles, llenaban escudillas, vertían agua y leche en cuencos, espolvoreaban desinfectantes y cepillaban a sus mininos, que levantaban las colas como cirios. Luego, cuando los animales acababan de comer y beber y quedaban bien cepillados y espolvoreados, las viejas volvían a meter en sus capachos papeles, escudillas, botellas, cuencos, polvos y cepillos y se alejaban renqueando, como habían venido. Eran las sacerdotisas de los gatos: cumplido el rito, no concedían tiempo alguno a los goces del esteta.

El antepecho del templo, enfrente del palacio Belloro, se cubría a hora más avanzada con un ribete de muslos desnudos. Eran los muchachuelos de pantalón corto que esperaban que se abriera la escuela vecina, cuyo inmueble estaba inmediato al palacio. El abate observaba la belleza, alegría y frescor de aquella juventud. El cínico ayuda de cámara, que lo había encontrado junto a la ventana en un momento así, le dijo que no se ofuscara con los toqueteos que observara. Fue así como lo advirtió el abate: aquellos chiquillos parecían verificar con satisfacción a cada instante la consistencia de su joven virilidad. «Per Baco —había comentado el criado—. Estos chiquillos saben ya que es hermoso ser un hombre. Es un ademán italiano que usted verá hacer a monseñores. Los franceses se tocan de cuando en cuando la cartera para comprobar que no la han perdido. Nosotros, los italianos, nos tocamos otra cosa».

El domingo por la mañana, entraban por la ventana del abate los ecos de un órgano. Venían de este templo, bautizado Santa María de los Mártires. Ese día, en efecto, el Panteón ofrecía algo más que la belleza de sus líneas y sus mármoles, algo más que el sarcófago de Rafael, algo más que las sepulturas de los reyes de Italia, cerca de los cuales unas mujeres con brazaletes en los que se veía el nudo de Savoya hacían firmar en unos registros: los canónigos de esta iglesia usurpada hacían decir una misa. Ordinariamente, eran los únicos que asistían a ella; no era la hora de los turistas. Los gatos no entraban jamás; las golondrinas giraban sobre la vasta abertura de la bóveda. Sostenidos a la vez por la corona y la república, estos canónigos tenían, según el secretario, las mejores prebendas de Roma, mientras que los de las grandes basílicas, dejados a la generosidad del Santo Padre, se veían reducidos a una renta mezquina; se les pagaba principalmente en «cartones» de cigarrillos norteamericanos, que revendían en el mercado negro. Este menudo tráfico, que florecía un poco por todas partes en Roma y tenía por principales abastecedores a venerables canónigos, revelaba al abate el secreto de muchas cosas romanas.

Desde su ventana, el abate descubría también parte de la bonita plaza que se extendía delante del Panteón, el obelisco de la fuente con las armas de un papa y las casas doradas sobre el enlosado negro. Una inscripción recordaba los trabajos efectuados allí por otro papa para «liberar estos lugares de innobles tabernas»; los soberanos pontífices, al tanto de que la memoria de los hombres es corta, habían cuidado de señalar así por todas partes los beneficios de su edilidad. Pero ¿quién no trataba de eternizar algún recuerdo en la ciudad eterna?. Delante de este mismo Panteón, un hotel proclamaba que había sido habitado por Ariosto; la municipalidad de Buenos Aires, que ella había «proporcionado la madera de los bosques argentinos para pavimentar el lugar y rodear piadosamente de un religioso silencio las venerables sepulturas de los reyes de Italia».

El abate cerraba su ventana al Panteón, los muchachuelos, las viejas, los gatos y todo lo demás para ir, con corazón devoto, a ayudar a la misa de Su Eminencia. Le gustaba esta capilla doméstica, siempre perfumada por las flores y aislada por un doble techo de las habitaciones superiores. Le gustaban el altar con su hermoso tríptico en rojo y oro, los cuatro cirios y la palmatoria, las vinajeras y la bandeja de plata dorada, como le gustaban también las actitudes y la voz de este cardenal que reunía todos los prestigios. Al mismo tiempo, en los dos altares laterales el capellán y el secretario decían sus propias misas, ayudados por el chófer y el pinche de cocina. Este murmullo de oraciones era para el abate como algo celeste que señalaba sus días. Comulgaba con fervor de la mano del cardenal, antes de colocar la patena bajo la barbilla del criado cínico. No era raro que éste apestara a vino, pero el cardenal parecía no darse cuenta de ello, como los puros no ven la impureza y los voluptuosos no quieren ver la fealdad.