IV
El cardenal, que comía solo, reunió después de la cena a sus tres colaboradores. Estaban en una pieza contigua al dormitorio del cardenal y que daba al balcón. La noche era tan tibia en estos comienzos de noviembre que Su Eminencia había hecho abrir la contraventana, en la que quedaba encuadrado el perfil del Panteón. Pero los ojos del abate miraban a otro lado; contemplaban a este príncipe de la Iglesia, en el que el joven admiraba cada vez más el ingenio y la cortesía, ese estilo que revelaba al hombre de linaje y que el capellán explicaba ingenuamente con el paso por las embajadas, pues el cardenal había sido auditor en París y nuncio en Bruselas. Su toga, orlada y con botones rojos, era de un negro profundo y brillante que parecía hecho únicamente para él; su cruz pectoral estaba adornada con una esmeralda, como su anillo. Tenía un, precioso surtido de anillos y cruces, que le gustaba cambiar con frecuencia. Sin perder nunca su amabilidad, se mantenía siempre digno; lo probaban en este mismo momento su solideo, sus sandalias y sus suelas de color rojo. Cuidaba siempre de estar en casa sin faja, como lo exigía el buen uso, dejando a los cardenales caffoni el recibir con faja roja y salir con faja negra. Uno de ellos, avergonzado de haberse olvidado de ponerse el solideo rojo para cenar en la Embajada de Francia, había ordenado que se lo trajeran y el cambio de solideos se hizo en la mesa con tanta torpeza que los dos cayeron en la sopa. Así fueron vengados los sacerdotes-obreros, que habían sido condenados por este personaje, miembro del Santo Oficio.
—Nuestro Panteón ha recibido un nuevo honor —dijo el capellán—, pues el ordinario castrense acaba de ser hecho arzobispo de Teodosiópolis de Arcadia.
—Es uno de esos arzobispados de administración cómoda, pues sólo existen en el título —observó el cardenal—, pero de todos modos, eso complace siempre.
—Yo quedaría muy contento con uno así, Eminencia reverendísima —murmuró tímidamente el viejo secretario.
—Le cedería muy gustoso mi antiguo arzobispado de Samosata, si lo tuviera todavía, pero nos quitan esos bellos nombres in partibus al darnos el capelo. Confieso que echo de menos ese título, pues siempre he sentido debilidad por ese bribón de Luciano.
—¡Un cardenal aficionado a Luciano de Samosata!.
—El abate se sintió contento, no por frecuentar al autor griego, sino porque lo emparentaba con Horacio.
—No todos los arzobispados u obispados titulares encuentran golosos —continuó diciendo el cardenal—: Cufruta, Pedacto, Tubusuptu y Cenculiana se encuentran vacantes.
El excelente capellán hizo que la conversación volviera al camino de la ortodoxia:
—Cada vez que contemplo esa maravillosa iglesia de Santa María de los Mártires…
—Alaba a los paganos que la construyeron —interrumpió el cardenal riéndose.
—No, pienso en las veintiocho carretadas de huesos de mártires que el papa Bonifacio IV hizo enterrar en ella para exorcizar a los dioses del paganismo. ¿Qué otra iglesia hay más asombrosamente consagrada?.
—Santa Práxeda, con sus tres mil mártires, y Santa Prudenciana, con sus dos mil trescientos, pueden disputarle la palma —dijo el secretario—. ¡Pensar que hoy las reliquias de los mártires son tan raras y que antes se manejaban a paladas!. ¡Ah, aquellos sí que eran los buenos tiempos!.
El cardenal rogó al abate que fuera a buscar a la biblioteca, con la que ya se había familiarizado, El Papa de Joseph de Maistre. Luego le pidió que leyera la última página, que se refería al Panteón:
—¡Todos los santos en lugar de todos los dioses!. ¡Qué tema interesante de profundas meditaciones filosóficas y religiosas!. Pedro, con sus llaves expresivas, eclipsa las del viejo Jano. La Virgen inmaculada sube al trono de la Venus pandémica. Veo a Cristo entrar en el Panteón seguido de sus evangelistas, sus apóstoles, sus doctores, sus mártires, sus confesores… Los dioses-hombres desaparecen ante el Hombre-Dios… Es cosa hecha: todas las virtudes han ocupado el lugar de todos los vicios.
—¡Dios mío, qué hermoso! —exclamó el capellán enjugándose una lágrima—. Y ¡qué bella es la lengua francesa!.
—No recordaba que la cosa fuera tan estúpida —dijo el cardenal.
—¿Cómo?. ¡Reverendísimo: es una de las páginas más hermosas que yo haya oído jamás!.
—Es un sermón para cura de aldea. Verdaderamente, resulta imprudente releer, transcurrido el tiempo, los trozos de elocuencia, aunque sea sagrada, que se admiraron en la juventud.
—No comprendo, Eminencia —dijo el capellán, muy confundido, mientras el viejo secretario se arrellanaba en su butaca.
—Hay que comprender que, cuando se quiere probar demasiado, no se prueba nada.
—Perdóneme, reverendísimo señor, pero ¿hay algo más impresionante que esa última frase, para no hablar de lo demás: «Es cosa hecha: todas las virtudes han ocupado el lugar de todos los vicios»?.
—Es la que más me irrita, porque supone un juicio excesivamente sumario. El cristianismo, ay, no ha hecho reinar la virtud en el mundo, que yo sepa. Y, ¿se tiene derecho a condenar en bloque a la Antigüedad?. Preguntémoslo a nuestro neófito.
El abate vaciló un instante antes de contestar.
—En la antigüedad —acabó diciendo, ruborizándose—, había algo más que vicios.
El cardenal le tendió los brazos: a la vista del capellán y del viejo secretario, el recién llegado apoyó su mejilla en la del arzobispo de Samosata.
—A partir de hoy —declaró el cardenal—, tú serás, no solamente de mi casa, sino también de mi familia.
El abate volvió a sentarse, muy emocionado.
—Los antiguos —repuso el cardenal—, no elevaban sus altares únicamente a la Venus pandémica; los elevaban también a la Venus púdica; a Diana, a la Piedad, a la Amistad. Tenían sus vestales, del mismo modo que sus cortesanas. Si tenían a Ganimedes, tenían también a Hipólito. No olvidemos finalmente que hemos heredado de ellos los más bellos de nuestros ritos —las procesiones, las aspersiones, las incensaciones—, y casi todos nuestros ornamentos litúrgicos.
—Pues bien, Eminencia —repuso el capellán, que no se daba por vencido—, confieso que San Afrodisio me gusta más que Afrodita, San Venerio más que Venus, San Apolonio más que Apolo, San Jasón más que Jasón y San Orestes más que Orestes. Me place hasta que haya un San Pegaso, obispo de Périgueux.
—Voy a recomendarlo para al obispado de Afroditópolis, mi querido reverendo —dijo el cardenal echándose a reír—, pero no me recuerde demasiado que ha hecho sus estudios en los escolapios de los Abrazos. Sus santos mitológicos no huelen a alumnos de los jesuitas. Nuestro profesor de latín y griego en Mondragone nos hacía desconfiar hasta de Santa Verónica, cuyo nombre está formado con el de la reliquia Vera Icon, y hacía derivar San Onofre de Osiris Onúfer.
—Eso no ha impedido a los jesuitas cerrar este año sus tres mayores colegios de Italia, empezando por el de Mondragone —observó el capellán.
—¡Ese querido Mondragone, convertido en centro de aprendizaje político «Para un mundo mejor», cuando era el colegio del mejor mundo y la imagen del mejor de los mundos!. Mi título de presidente de sus antiguos alumnos va a unirse in partibus con mi antiguo título de arzobispo de Samosata. No me gusta el tono que toman actualmente esos buenos padres: caen disparatadamente en la demagogia, que está de moda en el Vaticano y que les sienta muy mal. Dicen que tienen ya suficientes nobles y ricos e hijos de unos y otros; sólo quieren dedicarse a las masas.
—Sí, Eminencia, pero la congregación mariana de los nobles de Roma sigue bajo su patronato.
—Pero eso no impide que tengan también bajo su patronato a la asociación de barrenderos, a la que tal vez miman más. Se imaginan poseer así la calle, como creen poseer la carretera con Nuestra Señora del Camino, que es también jurisdicción suya. Sé perfectamente que haber barrido la calle es uno de los rasgos de santidad que van a permitirnos canonizar a su antiguo general Pignatelli, pero me gusta más verlos enseñando latín.
El abate habló del padre Cappello, que hacía alternar la jurisprudencia y la taumaturgia.
—Eso es un poco como aquel que «almorzaba con altar y cenaba con teatro» —observó el cardenal—. Como no tiene botones, la sotana del jesuita se vuelve del revés con más facilidad.
—Su fuerza estriba en que saben evolucionar —dijo el capellán.
El abate citó los cursos de latín moderno como prueba del espíritu de evolución de los jesuitas.
—Siempre han puesto el latín en todas las salsas —comentó el cardenal—. Teníamos en Mondragone el libro de uno de ellos donde se relataba la vida de Jesucristo con extractos de Virgilio.
—Creo —dijo el capellán—, que ha estado acertado el Observatore Romano al recordar últimamente que convendría añadir al programa clásico los buenos autores de la literatura latino-cristiana. Valen tanto como los otros.
—¡Vamos, vamos! —exclamó el cardenal—. No sea más cristiano de lo que es necesario. El latín murió con el paganismo.
—Por eso, eminentísimo, me gusta el latín que no tiene nada que ver con los «dioses falsos y mentirosos».
—Ya están de nuevo los escolapios, reverendo. Voy a replicarles con el papa más ilustre de los tiempos modernos; no se trata, sea dicho para el abate, de Pío XII. Era un «minutero» muy joven en la secretaría de Estado, a las órdenes del eminente cardenal Rampolla, cuando, una tarde, fue encargado de un inopinado mensaje: poner en las propias manos de Su Santidad un pliego urgente. Comprenderán ustedes mi emoción. Tenía ya un culto por el jefe irreemplazable que tenía entonces la Iglesia, pero me preguntaba si no iba a molestarlo en la confección de una de esas charadas que enviaba anónimamente a los diarios. De corredor en corredor, volé hacia sus habitaciones, expliqué mi misión a su secretario particular, monseñor Angeli, fui presentado y, luego de las tres genuflexiones reglamentarias, me acerqué a la mesa donde el viejo León XIII, con mitones en las manos y una jaula de canarios sobre la mesa, leía en un pequeño Elzevir en tafilete rojo, de cantos dorados. Con su mano, en la que brillaba el grueso diamante obsequio del sultán Abdul Hamid, rompió el sobre y sus ojos, que brillaban como ese diamante, recorrieron la hoja. «Teste piccole!. Teste piccole!», dijo con su voz gangosa. Aunque esté prohibido hablar al papa antes de que interrogue, cedí al placer de citar una frase de Horacio que era un eco de su exclamación. Me miró con entusiasmo: «Mañana felicitaré al cardenal Rampolla por las lecturas de su minutero y le daré mi respuesta». Luego me mostró el Elzevir que había dejado sobre la mesa y me preguntó qué creía yo que era. El Evangelio o la Imitación, dije yo hipócritamente. «Macché! —replicó—. ¡El Santísimo Padre también tiene derecho a leer a Horacio!».
El abate Mas se sentía en la gloria.