Capítulo 41
La mujer policía que la había detenido estaba tan excitada y tan contenta como si le hubiera tocado la Loto Planetaria, pero enseguida llegó su inmediato superior y se hizo cargo de Bruna, también exultante y felicísimo; y éste tampoco duró mucho en la alegría, porque la custodia de la rep le fue rápidamente arrebatada por su siguiente jefe. Y así, en cosa de un par de horas, la androide fue pasando de mano en mano y ascendiendo de manera imparable por la jerarquía policial, como un rico botín disputado por piratas. Después de las fuerzas del orden le llegó la vez a los políticos, que, con hambriento frenesí de tiburones, también intentaron quedarse con un buen bocado de la captura, hasta que a las cuatro de la madrugada decidieron meterla en un calabozo de alta seguridad que había en el Palacio de Justicia, a la espera de que llegara una hora más razonable y pudiera hacerse una grandiosa presentación mediática del evento. Querían sacarle todo el jugo posible a la detención. Bruna habló dos minutos con un abogado de oficio, un apático humano a quien por supuesto dijo que era inocente, además de pedirle que avisara a los letrados del Movimiento Radical Replicante. Después de eso se quedó sola en el modernísimo calabozo, un lugar constantemente iluminado y monitorizado, e intentó controlar la angustia y descansar un poco. Todavía se sentía bastante mal físicamente.
Pero, para su sorpresa, a las cinco y media de la mañana vino en su busca la policía primera junto con otro compañero. Ahora la mujer estaba malhumorada y taciturna, tal vez por la amargura de haber comprobado lo poco que rinden los éxitos personales cuando se tienen demasiados jefes por encima. Ordenó con sequedad a Husky que se levantara y cambió el programa de sus grilletes electrónicos para que la tecno pudiera caminar. Habían trabado a Bruna con toda clase de aparatos de contención: grillos en los pies, pulseras paralizantes e incluso un collar noqueador, capaz de provocar un paro cardiaco por control remoto. Era evidente que los humanos le tenían miedo. Muchísimo miedo. Y haberla encontrado con un tipo al que acababa de romper el cuello entre los brazos no mejoró precisamente la situación.
La policía taciturna echó una enorme capa gris oscura por encima de los hombros de la rep para cubrir toda la quincallería presidiaria y le metió un gorro de malla negra hasta las cejas. Con lo alta que era, la capa arrastrando y el gorro calado, debía de tener un aspecto rarísimo, pensó Bruna; si con eso pretendían que pasara desapercibida, el intento era sin duda un completo fracaso.
Así ataviada, la androide fue conducida por la pareja de policías a través de los silenciosos y vacíos corredores del Palacio de Justicia. Cuando tomaron la escalera de servicio y bajaron a las plantas de almacén y equipamiento, Bruna comenzó a inquietarse; atada, electrónicamente bloqueada e inerme como estaba, cualquier imbécil podría hacer con ella lo que quisiera. Preguntó adónde iban, pero ninguno de los dos policías se dignó contestar. Todavía no había amanecido y esa zona del edificio sólo estaba iluminada por las luces de emergencia. Era una atmósfera irreal y angustiosa.
Atravesaron un inesperado gimnasio en el segundo sótano, salieron a un parking subterráneo y subieron a un coche del mismo modelo y color que el de Lizard: sin duda un vehículo policial, aunque no llevara los distintivos oficiales. La mujer oscureció los cristales y metió manualmente la dirección, de manera que Bruna siguió sin conocer su destino. Veinte minutos más tarde se detuvieron ante otra puerta trasera de un enorme edificio. Pero ahora la rep ya sabía dónde estaban: en el Hospital Universitario Reina Sofía. Llamaron, se identificaron y la puerta se abrió. Un guardia de seguridad les condujo por un nudo de pasillos hasta llegar a una zona que pertenecía al servicio de psiquiatría. O eso ponía en la pared con grandes letras. Entonces el hombre abrió con llave la puerta de un cuarto y le indicó con la cabeza a la rep que entrara. Eso hizo Bruna y la puerta se cerró a sus espaldas. Miró alrededor: estaba sola. Era una habitación muy grande, más bien una sala, iluminada por la desangelada y mortecina luz de unos cuantos tubos electroecológicos. En un lateral había una mesa de despacho con dos o tres asientos delante; en el otro lado de la estancia había una veintena de sillas dispuestas en un doble semicírculo. Lo mejor del lugar eran las grandes ventanas que daban al patio interior del Reina Sofía, que era enorme y parecía un claustro medieval. Se trataba de un edificio muy antiguo; Bruna sabía que originalmente había sido un hospital y que luego fue un importante museo de arte durante más de un siglo. Las Guerras Robóticas lo destrozaron y en la reconstrucción se volvió a recuperar su uso sanitario. La rep se acercó a las ventanas a echar un vistazo al oscuro exterior y advirtió que los cristales estaban recorridos por una cuadrícula de líneas electromagnéticas. Rejas. Seguía estando en una celda, aunque más grande.
—Hola, Husky.
Bruna se volvió. En la puerta estaba Paul Lizard. Hizo una mueca rara que podría ser cualquier cosa, desde una sonrisa a un gesto de desprecio, y entró en la habitación y se acercó a ella. Traía dos cafés en las manos.
—¿Quieres?
—No.
—Bueno.
El hombre se bebió calmosamente uno de los cafés y a continuación se bebió el otro. Luego se quedó mirándola con gesto preocupado.
—Me ha costado mucho conseguir que te trajeran aquí. Por fin he logrado convencer a la delegada del Gobierno Terrestre. Le he dicho que, tal como están las cosas, no podíamos garantizar tu integridad si la gente sabía dónde estabas. Y es verdad.
Bruna calló.
—Me autorizó el traslado porque dije que te encerraría aquí: está obsesionada con que no te escapes. Este hospital tiene un ala de psiquiatría de alta seguridad. Están buscando una habitación en la que meterte. Se supone que sólo media docena de personas sabemos dónde estás. Ya veremos. Estoy convencido de que la policía está infiltrada.
—Ya… —resopló la rep con desaliento.
—¿Qué tal te sientes?
—Muy cansada.
—Pues intenta dormir un poco. Tenemos días muy duros por delante.
La rep apreció esa primera persona del plural: «tenemos»… Hizo que se sintiera un poco menos sola. Miró a Lizard: él también tenía un aspecto lívido y exhausto.
—Gracias por todo, Paul.
—No me las des. Es frustrante no haber conseguido resolver este caso. Estamos intentando identificar al tipo que te atacó ayer… ¿Cómo supo que estabas en el circo? Incluso llegué a pensar que te podían haber implantado un chip intramuscular de localización, pero en el rastreo que te hicieron anoche antes de entrar en el calabozo no había nada…
Lizard calló unos instantes y luego miró de refilón a la rep.
—Fue una pena que mataras a ese hombre. Habría sido muy útil poder interrogarlo.
La detective se puso rígida.
—Iba a disparar a Maio.
—No te estoy acusando, Bruna.
—No me estoy defendiendo, Lizard.
Algo amargo y punzante se había instalado de repente entre ellos. El inspector gruñó y se frotó la cara con la mano.
—Bien. Voy a ver si hay algo nuevo. Volveré más tarde.
Fue hasta la puerta, golpeó con los nudillos y le abrieron. Iba ya a salir cuando Bruna le gritó desde el otro lado de la habitación:
—¡Eh! Vosotros me habéis hecho como soy.
—¿Qué?
—Soy una tecno de combate. Vosotros me habéis hecho tan rápida y tan letal.
El hombre la miró con el ceño fruncido.
—Yo no he sido quien te ha hecho así… Además, a mí me gustas como eres.