Capítulo 6
El coraje es un hábito del alma, decía Cicerón. Yiannis se había agarrado a esa frase de su autor favorito como quien se sujeta a una rama seca cuando está a punto de precipitarse en un abismo. Llevaba años intentando desarrollar y mantener ese hábito, y de alguna manera la rutina del coraje se había ido endureciendo en su interior, formando una especie de esqueleto alternativo que había logrado mantenerlo en pie.
Habían pasado ya cuarenta y nueve años. Casi medio siglo desde la muerte del pequeño Edú, y aún seguía llevando las cicatrices. El tiempo, claro está, había ido amortiguando o más bien embotando la insoportable intensidad de su dolor. Eso era natural, hubiera sido imposible vivir constantemente dentro de ese paroxismo de sufrimiento, Yiannis lo entendía y se lo perdonaba a sí mismo. Se perdonaba seguir respirando, seguir disfrutando de la comida, de la música, de un buen libro, mientras su niño se convertía en polvo bajo la tierra. Además sentía que, de algún modo, una parte de él seguía de duelo. Era como si la desaparición de Edú le hubiera hecho un agujero en el corazón, de manera que desde entonces sólo vivía las cosas a la mitad. Nunca podía concentrarse del todo en su realidad porque al fondo zumbaba la pena de forma constante, como uno de esos pitidos enloquecedores que escuchan ciertos sordos. Algo se le había quebrado definitivamente, y eso a Yiannis le parecía bien. Le parecía justo y necesario, porque no hubiera podido soportar que su vida siguiera igual tras la muerte de su hijo.
Sin embargo, con los años, había sucedido algo terrible, algo que Yiannis no pudo imaginar que ocurriría. En primer lugar, el rostro del niño se había ido desdibujando dentro de su memoria: de tanto usar ese recuerdo lo había desgastado. Ahora sólo podía visualizar a Edú según las fotos y las películas que conservaba de él; todas las demás imágenes se le habían borrado de la cabeza como quien borra una pizarra. Pero lo peor era que en algún momento de ese medio siglo transcurrido se había roto el hilo interno que le unía con aquel padre que él fue. Cuando el viejo Yiannis recordaba ahora al Yiannis veinteañero jugando y riendo con su crío, era como si rememorara a algún conocido de la época remota de su juventud, a un amigo tal vez muy cercano pero definitivamente distinto y a quien hacía mucho que ya no frecuentaba. De modo que veía todo aquello desde fuera, el goce de la paternidad y el horror de la muerte innecesaria, la lenta agonía del niño de dos años, la enfermedad estúpida que no pudo ser curada a causa de las carencias impuestas por la guerra rep. Una historia muy triste, sí, tan trágica que a veces se le mojaban los ojos al recordarla, pero una historia que ya no podía sentir como propia, sino como un drama del que tal vez un día fue testigo, o como un cuento que alguien le hubiera contado.
Y esa lejanía era lo más devastador, lo más insoportable.
Esa lejanía interior era la segunda y definitiva muerte de su niño. Porque si él no era capaz de mantener a su pequeño Edú vivo en el recuerdo, ¿quién más podría hacerlo?
Qué débil, qué mentirosa e infiel era la memoria de los humanos. Yiannis sabía que, en los cuarenta y nueve años transcurridos, todas y cada una de las células de su cuerpo se habían renovado. Ya no quedaba ni una pizca orgánica original del Yiannis que un día fue, nada salvo ese hálito transcelular y transtemporal que era su memoria, ese hilo incorpóreo que iba tejiendo su identidad. Pero si también ese hilo se rompía, si no era capaz de rememorarse con plena continuidad, ¿qué diferenciaba su pasado de un sueño? Dejar de recordar destruía el mundo.
Por eso, porque siempre sintió esa vertiginosa desconfianza hacia la memoria, decidió convertirse en archivero profesional. Y por eso de cuando en cuando intentaba acordarse de Edú de verdad, desde dentro. Cerraba los ojos y, con esfuerzo ímprobo, procuraba reconstruir alguna escena lejana. Volver a visualizar la vieja habitación, el perfil de los muebles, la exacta densidad de la penumbra; sentir el calor de la tarde, la quietud del aire pegado a su piel; escuchar el silencio apenas roto por un jadeo sosegado y diminuto; oler el aroma tan tibio y tan carnal, ese sabroso tufo a animal pequeño; y entonces, sólo entonces, ver al niño durmiendo en su cuna; y ni siquiera al niño entero, sino quizá reconstruir en toda su pureza y veracidad esa manita aún gruesa, todavía mullida y de bebé, esa mano perfecta de dedos enroscados, abandonada al descanso e ignorante de su absoluta indefensión. Con suerte, alcanzado este punto, el recuerdo llegaba desde el pasado como un rayo y atravesaba a Yiannis, encendiendo de golpe toda la agudeza del sufrimiento y haciendo llorar al viejo. Llorar de dolor, pero también de gratitud, porque de alguna manera, y por un instante, había logrado no ya rememorar a Edú, sino volver a sentir que un día estuvo vivo.