Capítulo 13
Lo primero de lo que fue consciente, como siempre, fue del punzante latido de las sienes. La resaca barrenando su cabeza con un tornillo de fuego.
Luego percibió una claridad rojiza a través de la membrana de sus párpados. Unos párpados que todavía pesaban demasiado para animarse a levantarlos. Pero esa claridad parecía indicar que había mucha luz. Tal vez fuera de día.
Latigazos de dolor le cruzaban la frente. Pensar era un martirio.
Sin embargo, Bruna se esforzó en pensar. Y en recordar. Un agujero negro parecía tragarse su más reciente pasado, pero al otro lado de ese gran vacío la rep empezó a recuperar entrecortadas imágenes de la noche anterior, paisajes entrevistos a través de una niebla. Locales ruidosos y llenos de gente. Pistas de baile abarrotadas. Previamente a eso, el Anatómico Forense. El cadáver de Chi. La calle, la luna. Y ella metiéndose bajo la lengua un caramelo. De nuevo entrevió un barullo de bares. Un tipo sin rostro que la invitaba a una copa. Las pantallas públicas parloteando contra el cielo negro. Un grupo de músicos tocando. Una mano que subía por su espalda. Se estremeció, y eso hizo que tomara conciencia del resto de su cuerpo, además de la omnipresente y retumbante cabeza. Estaba boca abajo en lo que parecía una cama. Los brazos doblados a ambos lados del tronco. La cara apoyada en la mejilla izquierda.
Bruna suspiró despacio para no soliviantar al monstruo de su jaqueca. No recordaba cómo había terminado la noche y no tenía ni idea de dónde podía estar. Detestaba despertar en casa ajena. Odiaba amanecer en un barrio desconocido y tener que mirar sus coordenadas espaciales en el móvil para saber dónde se encontraba. Palpó la sábana con su mano derecha. Le fue imposible reconocer sólo por el tacto si era su cama o no. No iba a tener más remedio que abrir los ojos. Cuatro años, tres meses y veintiún días. No: cuatro años, tres meses y veinte días.
Levantó los párpados muy lentamente, temerosa de ver. En efecto, había mucha luz. Una despiadada claridad diurna que hirió su retina. Tardó unos instantes en superar el deslumbramiento; luego reconoció la pequeña butaca de polipiel medio tapada con el gurruño de sus ropas: la falda metalizada, la chaqueta térmica. Y la camiseta tirada sobre el conocido suelo de madera sintética. Se encontraba en su propia casa. Menos mal.
La buena noticia le dio ánimos y, apoyándose en las manos, consiguió levantar el tronco. Al hacerlo, advirtió con el rabillo del ojo que, a su lado, el cobertor se abultaba sobre lo que parecía ser otra persona. No estaba sola. No todo iba a ser tan fácil, naturalmente.
La desnudez total no era la mejor manera de presentarse ante un desconocido, de manera que agarró la chaqueta de la cercana butaca y se la puso con torpeza, aún sentada en la cama. Luego respiró hondo, hizo acopio de energías y se levantó. De pie junto al lecho, las sienes retumbando, miró al visitante. Que, a juzgar por el bulto, era muy grande. Un corpachón tumbado de lado, de espaldas hacia ella, completamente tapado por la sábana. Bueno, completamente no. Arriba se veían unos pelos… ásperos… y un cogote… verde.
Bruna se quedó sin respiración.
No podía ser.
No podía ser.
Se puso una mano en la cabeza para aliviar la jaqueca y sujetar el tumulto de ideas espantadas, y dio la vuelta a la cama con sigilo hasta acercarse al rostro del durmiente: la nariz ancha y plana, las cejas disparadas, la verdosa piel.
Se había acostado con un bicho.
Sintió ganas de vomitar.
Pero ¿de verdad se había acostado con un bicho? Es decir, ¿había…? El solo merodeo mental a esa idea impensable hizo que se le aflojaran las piernas. Tuvo que sentarse en la cama para no caer. Y ese movimiento despertó al alienígena.
El bicho abrió los ojos y la miró. Unos ojos color miel de expresión melancólica. Era un omaá. Frenética, Bruna intentó recordar los datos que sabía sobre los omaás. Que eran los Otros que más abundaban en la Tierra, porque además de la representación diplomática había miles de refugiados que llegaron huyendo de las guerras religiosas de su mundo. Que esos refugiados eran los alienígenas más pobres, justamente por su condición de apátridas, y eso hacía que fueran los más despreciados de entre todos los bichos. Que eran… ¿hermafroditas? ¿O ésos eran los balabíes? Maldición de maldiciones. Terror le daba a Bruna tener que ver a su compañero de cama de cuerpo entero.
Con cuidada lentitud e infinita calma, de la misma manera que un humano se movería ante un animalillo del campo para no asustarlo, el bicho se sentó en el lecho, desnudo de cintura para arriba y el resto tapado por la sábana. Ah, sí, y además éstos eran los traslúcidos, pensó Bruna con desmayada grima. Lo más inquietante de los extraterrestres era su aspecto al mismo tiempo tan humano y tan alienígena. La imposible semejanza de su biología. El omaá era grande y musculoso, una versión robusta del cuerpo de un varón, con sus brazos y sus manos y sus uñas al final de los… Bruna se detuvo a contar… de los seis dedos. Pero la cabeza, con el pelo hirsuto y las cejas tiesas, con esa nariz ancha que parecía un hocico y los ojos tristones, recordaba demasiado a la de un perro. Y luego estaba lo peor que era la piel, medio azulada, verdosa en las arrugas y, sobre todo, semitransparente, de manera que, dependiendo de los movimientos y de la luz, dejaba entrever retazos de los órganos internos, rosados atisbos de palpitantes vísceras. Por todos los demonios, ¿qué tacto tendría esa maldita cosa? No guardaba ninguna memoria de haber tocado esa piel, y, a decir verdad, tampoco quería recordarlo. ¿Y ahora qué iban a hacer? ¿Preguntarse los nombres?
El bicho sonrió tímidamente.
—Hola. Me llamo Maio.
Su voz tenía un ronco fragor de mar batiendo contra las rocas, pero se le entendía bien y su acento era más que aceptable.
—Yo… soy Bruna.
—Encantado.
Un silencio erizado de preguntas no hechas se instaló entre ellos. ¿Y ahora qué?, se dijo la rep.
—¿Te acuerdas… te acuerdas de cuando llegamos a casa anoche? —preguntó al fin.
—Sí.
—O sea que tú… Ejem, quiero decir, ¿tú te acuerdas de todo?
—Sí.
Por todos los demonios, pensó Bruna, prefiero no seguir indagando.
—Bueno, Maio, tengo que irme, lo siento. Es decir, tenemos que irnos. Ya mismo.
—Bueno —dijo el bicho con una amabilidad rayana en la dulzura.
Pero no se movía.
—Venga, que nos vamos.
—Sí, pero tengo que levantarme y vestirme. Y estoy desnudo.
Ah, sí. ¡Por supuesto! ¿Eran así de pudorosos los omaás? Aunque desde luego ella tampoco se encontraba preparada para verlo.
—Yo también me voy a vestir. Al cuarto de baño. Y mientras tanto, tú…
Bruna dejó la frase en el aire, agarró la misma ropa de la noche anterior para no entretenerse en buscar más y se encerró en el baño. Aturdida, con la cabeza todavía partida en dos por el dolor, se dio una breve ducha de vapor y luego volvió a ponerse la falda metalizada y la camiseta. Gruñó con desagrado al advertir que no tenía ropa interior a mano y al recordar lo que había hecho con el tanga la noche antes. Ahora carecer de esa prenda le molestaba muchísimo. Se mojó la cara con un pequeño chorro de su carísima agua para intentar despejarse y luego abrió la puerta sigilosamente. Frente a ella, de pie junto a la cama, modoso como un perro ansioso de complacer, aguardaba el alienígena. Debía de medir más de dos metros. Llevaba puesta una especie de falda tubular que le llegaba desde la cintura hasta la mitad de la pantorrilla. Entonces Bruna recordó que ésa era la forma de vestirse de los omaás, con esas faldas de un tejido semejante a la lana esponjosa y con colores terrosos y cálidos, ocre, vino, mostaza. Un atavío elegante, aunque la falda que usaba Maio estaba bastante raída. Pero lo peor era que, por arriba, llevaba una camiseta terrícola espantosa, de ésas que se regalaban como propaganda, con un chillón dibujo en el pecho que mostraba una cerveza espumeante. Era como dos tallas más pequeña de lo necesario y le quedaba a reventar sobre el robusto tórax.
—Es para cubrirme. La camiseta. He notado que a los terrícolas no os gusta ver las transparencias de la piel en el cuerpo —dijo el alien con su voz oceánica.
Sí, claro, pensó Bruna, los omaás iban normalmente con el pecho desnudo, cruzado tan sólo por algunos correajes cuya utilidad la rep ignoraba. Tal vez se tratara de un simple adorno. En cualquier caso, con la camiseta estaba espantoso. Era como un mendigo sideral.
—Bueno. Bien. Vale. Entonces nos vamos —farfulló la detective.
Salieron del apartamento y en el camino de bajada se cruzaron con un par de vecinos. Bruna pudo ver la estupefacción de sus ojos, el miedo, la repugnancia, la curiosidad. Lo que me faltaba, pensó: además de ser rep, ahora voy con un bicho, y por añadidura un bicho con un roñoso aspecto de vagabundo. Al llegar a la calle se quedaron parados el uno frente al otro. ¿Tendría que haberle ofrecido pasar al cuarto de baño?, pensó Bruna sintiendo un arañazo de culpabilidad. ¿Y no debería haberle dado algo de desayuno? Si era un refugiado, como seguro que era, tal vez tuviera hambre. ¿Y qué comían estas criaturas? El problema era ese aire tristemente perruno del alien, esos ojos tan humanos como sólo se encuentran en los chuchos, ese maldito aspecto de animalillo abandonado, pese a la envergadura de su corpachón. Por todos los demonios, pensó Bruna, ella se había acostado con alguna gente impresentable en sus noches más locas, pero amanecer con un bicho era ya demasiado.
—Bueno. Pues adiós —dijo la rep.
Y echó a caminar sin esperar respuesta, subiéndose a la primera cinta rodante que encontró. Unos metros más allá, poco antes de que la cinta hiciera una amplia curva para doblar la esquina, no pudo resistir la tentación y miró hacia atrás. El alien seguía de pie junto al portal, contemplándola con gesto desamparado. Anda y que te zurzan, pensó Bruna. Y se dejó llevar por la cinta hasta perder al bicho de vista. Se acabó. Nunca más.
¿Y ahora adónde voy?, se preguntó. Y en ese justo momento entró una llamada en su móvil. Era el inspector Paul Lizard. Curiosamente, se dijo Bruna, todavía se acordaba del nombre del Caimán.
—Tenemos una cita dentro de veinte minutos, Husky.
—Ajá. No se me ha olvidado —mintió—. Estoy yendo para allá.
—Y entonces, ¿por qué vas en una cinta en dirección contraria?
La rep se irritó.
—Está prohibido localizar a nadie por satélite si no cuentas con su permiso para hacerlo.
—En efecto, Husky, tienes toda la razón, salvo si eres inspector de la Judicial, como yo. Yo puedo localizar a quien me dé la gana. Por cierto, vas a llegar tarde. Y si sigues avanzando en dirección contraria, tardarás aún más.
Bruna cortó el móvil con un manotazo. Tendría que ir a ver a Lizard aunque no le hiciera ninguna gracia: su licencia de detective siempre dependía de lo bien que se llevara con la policía. Saltó a la acera por encima de la barandilla de la cinta rodante y se puso a buscar un taxi. Era sábado, hacía un día precioso y la avenida de Reina Victoria, con su arbolado parquecillo central, estaba llena de niños. Eran niños ricos que paseaban a sus robots de peluche con formas animales: tigres, lobos, pequeños dinosaurios. Una nena incluso revoloteaba a dos palmos del suelo con un reactor de juguete atado a la espalda, pese al precio prohibitivo con que se penaba ese derroche de combustible y el consiguiente exceso de contaminación. Con lo que costaba una hora de vuelo de esa cría, un humano adulto podría pagarse dos años de aire limpio. Bruna estaba acostumbrada a sobrellevar las injusticias de la vida, sobre todo cuando no las sufría en carne propia, pero ese día se sentía especialmente irascible y la visión de la niña aumentó su malhumor. Se recostó en el taxi y cerró los ojos, intentando relajarse. Le seguía doliendo la cabeza y no había desayunado. Cuando llegó a la sede de la Policía Judicial, media hora más tarde, empezaba a sentirse verdaderamente hambrienta.
—Hola, Husky. Veinte minutos de retraso.
Paul Lizard llevaba una sudadera rosa. ¡Una sudadera rosa! Debía de ser su idea de la ropa informal del fin de semana.
—Tengo hambre —dijo la rep como saludo.
—¿Sí? Pues yo también. Espera.
Conectó con la cantina del edificio y pidió pizzas, salchichas con sabor a pollo, huevos fritos, panecillos calientes, fruta, queso con pipas tostadas y mucho café.
—Nos lo traerán a la sala de pruebas. Ven conmigo.
Entraron en la sala, que estaba vacía, y se sentaron en torno a la gran mesa holográfica. Paul ordenó a las luces que se atenuaran. Al otro lado del tablero, iluminado tan sólo por un lechoso resplandor que provenía de la mesa, el rostro del hombre parecía de piedra.
—Escucha, Husky… vamos a jugar a un juego. El juego de la colaboración y el intercambio. Tú me cuentas algo y yo te cuento algo. Por turnos. Y sin engañar.
Eso no te lo crees ni tú, pensó Bruna; y luego también pensó que ella tenía pocas cosas que contar. Pocas fichas que jugar.
—¿Ah, sí, Lizard? Pues yo quiero que me expliques por qué nadie habla de las memorias adulteradas. Y qué es lo que contienen esas memorias.
El hombre sonrió. Una bonita sonrisa. Un gesto inesperadamente encantador que, por un instante, pareció convertirle en otra persona. Más joven. Menos peligrosa.
—Te toca empezar a ti, naturalmente. Dime, ¿cómo crees que ha muerto tu clienta?
Bruna frunció el ceño.
—Obviamente la asesinaron. Es decir, le implantaron la memoria adulterada contra su voluntad.
—¿Cómo estás tan segura de que no lo hizo de modo voluntario?
—No me parecía una mujer que se drogara. Y además conocía lo de las memas letales, no se habría arriesgado. Sobre todo después de haber sido amenazada.
—Ah, sí. Lo de la famosa bola que apareció en su despacho. ¿Y qué había en esa bola?
—¿No lo sabes? —se sorprendió Bruna—. ¿No te la han proporcionado en el MRR?
—Habib dice que no la tiene. Que la tienes tú.
—Se la devolví ayer con un mensajero.
—Pues acabo de hablar con él y no le ha llegado. El robot ha debido de desaparecer misteriosamente por el camino. Pero tú analizaste el mensaje…
Bruna reflexionó un instante. ¿La bola se había perdido? Todo era bastante extraño.
—Eh, un momento, Lizard. Para un poco. Ahora te toca a ti darme información.
Paul asintió.
—Muy bien. Mira a estas personas…
Sobre el tablero empezaron a formarse las imágenes holográficas de tres individuos. Para ser exactos, de tres cadáveres. Un hombre con un agujero en la frente perfectamente redondo y limpio, seguramente un disparo de láser. Otro varón con el cuello cortado y lleno de sangre. Y una mujer con media cara volada, tal vez por una bala explosiva convencional o por un disparo de plasma. Bruna dio un pequeño respingo: el medio rostro que le quedaba a la víctima le era vagamente familiar. Sí, esa oreja fuera de lugar era inconfundible.
—¿Los conoces? —preguntó el policía.
—Sólo a la última. Creo que es una traficante de drogas de los Nuevos Ministerios. Le compré una mema hace tres días.
—¿Y qué hiciste con ella? ¿La has usado?
—¿Quiénes son los otros?
—Todos traficantes ilegales. Camellos conocidos. Alguien se ha puesto a asesinarlos. ¿Será para vengarse por las memorias letales?
—¿O para quitarse la competencia de en medio y poder vender la mercancía adulterada? Mandé la mema a analizar. Era normal. Pirata, pero inocua.
Paul volvió a asentir. En ese momento llegó el robot de la cantina con el almuerzo. Probablemente la calidad de los platos no fuera muy buena, pero estaban calientes y resultaban lo suficientemente apetitosos. Pusieron las bandejas sobre la mesa y durante unos minutos se dedicaron a comer con silenciosa fruición, mientras las imágenes de los tres cadáveres seguían dando vueltas en el aire. Parecía muchísima comida, pero a los pocos minutos Bruna constató con cierto asombro que entre los dos habían conseguido acabar con todo. La rep se sirvió otro café y miró a Lizard con la benevolencia que produce el estómago lleno. Comer junto a alguien cuando se tiene hambre predispone a la complicidad y la convivencia.
—Bueno. Creo que me ibas a hablar del contenido de la bola holográfica que recibió Chi… —dijo el hombre apartando los platos.
Bruna suspiró. Se encontraba mucho mejor de la resaca.
—No, no. Te toca a ti. Yo te he contado lo de la mema ilegal.
Lizard sonrió y volvió a manipular la mesa. Aparecieron dos nuevos muertos flotando espectralmente delante de ellos. Dos reps. Desconocidos.
—No sé quiénes son —dijo Bruna.
—Pues verás, son dos cadáveres curiosos. Trabajaban para el MRR. Bueno, trabajaban para una empresa externa de mantenimiento cuyo único cliente era el MRR. ¿Te suena esto de algo?
La detective mantuvo una expresión impasible.
—¿Cómo han muerto? —preguntó para ganar tiempo.
—Dos tiros en la nuca. Ejecutados.
¿Debía contarle o no? Pero no quería revelar detalles que Habib le había dado sin contar con el permiso del androide. Al fin y al cabo él era su cliente. Decidió darle a Lizard otra pieza de información en lugar de eso.
—Pues ni idea, de esto no sé nada. En cuanto a la bola holográfica, se veía a Chi en un discurso de…
—No, ahórrate esa parte, sé cómo era el mensaje. Habib me informó. Lo que quiero saber es el resultado de tu análisis.
—Las imágenes del destripamiento son de un cerdo y hay un 51% de probabilidades de que no provengan de ningún matadero legal, sino que sea algo doméstico. Y no conseguí encontrar ningún rastro, ningún dato, ningún indicio, ninguna credencial. Sólo…
—¿Sólo?
—¿Puedo usar tu mesa holográfica?
—Claro.
Bruna pidió la conexión desde su ordenador móvil y Lizard se la concedió. Segundos después se formó delante de ellos el mensaje amenazante. La mesa tenía una resolución magnífica y la imagen era a tamaño natural: resultaba bastante desagradable. Cuando la película acabó, la detective tocó la pantalla de su muñeca e hizo pasar el vídeo original del cerdo, limpio y reconstruido. Enfocó sobre el cuchillo y agrandó y perfiló la imagen hasta que se vio el ojo del rep.
—Mmmm… De modo que la secuencia fue grabada por un tecnohumano —murmuró Lizard, pensativo—. Interesante.
—Puedes quedarte con una copia del análisis.
—Gracias. Entonces, ¿no te suenan de nada los dos androides que trabajaban para el MRR?
—No los había visto en mi vida —dijo Bruna con el perfecto aplomo de quien dice la verdad—. Pero se me ocurre que podrías hacerlos pasar por un programa de reconocimiento anatómico para comprobar si el ojo que se ve en el cuchillo corresponde a alguno de ellos. Por cierto, ¿dónde habéis encontrado los cadáveres?
Lizard rebañó con el dedo el último grumo de queso blando que quedaba en el plato y se lo comió con delectación. Hizo una mueca de preocupación antes de hablar.
—Eso es lo más curioso… Hemos encontrado a todos los muertos en el mismo sitio… En Biocompost C.
Es decir, en uno de los cuatro grandes centros de reciclaje de basuras de Madrid.
—¿En el vertedero?
—Los dos tecnos estaban tumbados sobre la montaña de detritus más reciente… Como si los hubieran colocado cuidadosamente allí. Los robots basureros están programados para detectar residuos sintientes y avisar, de modo que detuvieron los trabajos y lanzaron la alarma. Y en esa misma montaña, un poco enterrados, estaban los otros cadáveres, más antiguos y en diversos estados de descomposición. En los hologramas que has visto los cuerpos estaban reconstruidos, pero los dos hombres debían de llevar muertos por lo menos un mes.
—Es decir que estaban en otra parte y los llevaron a Biocompost C.
—Exacto, era como si alguien hubiera querido que los descubriéramos a todos juntos y que por lo tanto uniéramos los casos. Pistas criminales obvias para detectives imbéciles.
Bruna sonrió. Este hombrón de voz perezosa tenía cierta gracia. Aunque convenía no confiarse.
—Lizard, sé que ha habido antes otros casos de muertes de reps parecidas. Antes de las que han salido a la luz esta semana… Cuatro más. El fascista de Hericio lo dijo en las noticias… Y Chi las estaba investigando.
Lizard enarcó las cejas, por primera vez verdaderamente sorprendido.
—¿También lo sabía Chi? Vaya… Era el secreto más conocido de la Región… ¿Y qué es lo que sabía, exactamente?
—Que eran tres hombres y una mujer, todos tecnohumanos, todos suicidas, ninguno asesinó a nadie antes de matarse. Se quitaron la vida por diversos métodos, todos bastante habituales: cortarse las venas, sobredosis de droga, arrojarse al vacío… Los tres últimos, quiero decir los últimos en el tiempo, los más recientes, se sacaron un ojo. Y todos llevaban una mema adulterada.
—¿Y nada más? ¿No conocía ningún otro detalle que relacionara a los muertos?
—Chi no había encontrado nada que les uniera. Parecen víctimas elegidas al azar.
—Puede ser, Bruna. Pero además… todos tenían tatuada en el cuerpo la palabra «venganza».
—¿Todos?
—Los siete.
—¿También Chi?
—También.
—No lo vi.
—Estaba en su espalda.
—Gándara no me lo dijo.
—Anoche te fuiste muy deprisa. Mira.
En el aire flotó el primer plano de una espalda. Larga, ondulante, blanca. Pero manchada por los trazos violetas de unos cardenales. Cerca del suave comienzo de las nalgas estaba escrita la palabra «venganza» con una letra muy distintiva, apretada, entintada y redonda. El vocablo mediría unos cuatro centímetros de ancho por uno de alto. Tenía ese amoratado color de uva de los tatuajes realizados con pistola de láser frío, como el de Bruna. Se curaban en el mismo instante en que se hacían.
—Es Chi —explicó el hombre—. Pero todos los tatuajes son iguales y están en el mismo lugar.
Lizard apagó la mesa y miró a Bruna con una pequeña sonrisa.
—Me parece que te estoy contando demasiadas cosas, Husky.
Y era verdad. Le estaba contando demasiadas cosas.
—Dime sólo algo más, Lizard… ¿qué contienen las memas mortales?
—Más que memas, son programas de comportamiento inducido… Unas piezas de bioingeniería muy notables. Y los implantes evolucionaron de una víctima a otra… Es decir, sus programas se fueron haciendo más complejos…
—Como si los primeros muertos fueran prototipos…
—O ensayos prácticos, sí. Los implantes disponen de una dotación de memoria muy corta… Treinta o cuarenta escenas, en vez de los miles de escenas habituales.
—Lo normal son quinientas.
—¿Tan pocas? Bueno, en estas memas sólo hay unas cuantas escenas que hacen creer a la víctima que es humana y que ha sido objeto de persecución por parte de los reps… de los tecnos. Y luego hay otras escenas que son como premoniciones… Actos compulsivos que la víctima se ve obligada a cumplir. Algo semejante a los delirios psicóticos. Los implantes inducen una especie de psicosis programada y extremadamente violenta. El impacto es tan fuerte que les destroza el cerebro en pocas horas, aunque no sabemos si esa degeneración orgánica subsiguiente es algo buscado o un efecto secundario e indeseado del implante.
—¿Y la obsesión con los ojos?
—Lo de cegarse o cegar a alguien aparece a partir de la segunda víctima. Es una de las escenas delirantes. Algo voluntariamente inducido, sin duda.
—Una firma del criminal. Como el tatuaje.
—Tal vez. O un mensaje.
Detrás de todo esto tenía que haber alguien muy enfermo, pensó Bruna. Una mente perversa capaz de disfrutar con la enucleación de un globo ocular. De un ojo rep. Venganza y odio, sadismo y muerte. La detective sintió un vago malestar rodando por su estómago. Seguramente había comido demasiado.
—¿Y por qué no se ha dicho nada de esto públicamente? ¿Por qué se oculta lo de los implantes?
Lizard miró fijamente a Bruna.
—Siempre es útil reservarse algún dato que sólo puede saber el criminal —dijo al fin con su voz letárgica tras un silencio un poco excesivo.
—Para eso ya teníais los tatuajes. ¿Por qué callar algo que demuestra que los reps también son víctimas y no sólo furiosos asesinos?
Nuevo silencio.
—Tienes razón. Hay órdenes de arriba de no decir nada. Órdenes que me incomodan. En este caso están sucediendo cosas que no entiendo. Por eso me he puesto en contacto contigo. Creo que podemos ayudarnos mutuamente.
Bruna se tocó el estómago con disimulo. La sensación de náusea había aumentado. Algo marchaba mal. Algo marchaba muy mal. ¿Por qué le contaba Lizard todo esto? ¿Por qué había sido tan generoso en sus confidencias? ¿Y cómo se le ocurría decir tan abiertamente que desconfiaba de sus superiores? ¿Allí? ¿En la sede de la Policía Judicial? ¿En un lugar en donde probablemente todas las conversaciones se registraban? Notó que se le erizaba la pelusa rubia que crecía a lo largo de su columna vertebral. Era como una tenue oleada eléctrica que ascendía por su espalda y siempre le sucedía antes de entrar en combate. O cuando se encontraba en situación de peligro. Y ahora estaba en peligro. Esto era una trampa. Miró el rostro pesado y carnoso de Lizard y lo encontró repulsivo.
—Me tengo que ir —dijo abruptamente mientras se ponía en pie.
El hombre enarcó las cejas.
—¿Y estas prisas?
Bruna se contuvo y fingió una calma casi amable.
—Ya nos hemos dicho todo, ¿no? Yo no sé más. Y tú no me dirás más. Tengo una cita y llego tarde. Estaremos en contacto.
Todavía sentado, Lizard la agarró por la muñeca.
—Espera…
La androide sintió la mano caliente y áspera del hombre sobre su piel y tuvo que hacer uso de todo su control para no darle un rodillazo en la cara y liberarse. Le miró con ojos interrogantes y fieros, aún medio de perfil, sin abandonar su impulso de largarse.
—Sí que tienes algo que contarme… Tú fuiste atacada por Cata Caín…
Bruna resopló y se volvió de frente hacia él. Lizard la soltó.
—Sí. Consta en el informe policial. ¿Y?
—Estabas en una de las escenas inducidas de la mema de Caín. Según el programa, tu vecina tenía que espiarte, ir a tu piso, estrangularte con el cable hasta dejarte inconsciente, atarte, sacarte los ojos y después rematarte.
A su pesar, Bruna quedó impresionada con la noticia. Abrió la boca, pero no supo qué decir.
—¿No es interesante? Ahí está tu nombre, Bruna Husky, en la escena de la mema. Tu nombre y tu imagen y tu dirección. ¿Por qué crees que estás incluida en un implante asesino?
—Entonces, ¿me has traído para interrogarme?
—No te estoy interrogando. Oficialmente, digo. Sólo te estoy preguntando.
—Pues yo te contesto que no tengo ni idea.
—Es curioso. Deberías haber sido una víctima, pero no lo fuiste. ¿Cuestión de suerte? ¿O de conocimiento previo?
—¿Qué insinúas?
—Tal vez conocías el contenido de la mema. Tal vez incluso colaboraste en la fabricación del implante.
—¿Para qué iba a poner yo la escena inducida de mi asesinato?
Lizard sonrió encantador.
—Para tener una magnífica coartada.
Bruna se sintió aliviada. Ah, le prefería así, actuando al descubierto contra ella, claramente hostil. Devolvió la sonrisa.
—Me temo que, al final, no vamos a terminar siendo tan amigos… —dijo.
Y dio media vuelta y se marchó. Estaba cruzando el umbral de la puerta cuando escuchó a sus espaldas la respuesta del policía:
—Es una pena…
El maldito Lizard parecía ser de esos hombres que siempre se empeñaban en soltar la última palabra.