Capítulo 10

Tanto el metro como los trams estaban en huelga, de modo que las cintas rodantes iban tan atiborradas de personas que el excesivo peso ralentizaba la marcha y en algunos casos incluso llegaba a detenerla. No había manera de encontrar un taxi libre y algunos, desesperados, intentaban hacer autoestop con los vehículos privados. Pero ya se sabía que los pocos individuos autorizados a poseer coche propio no solían ser los más solidarios.

Bruna había salido con tiempo de casa previendo la larga caminata y la confusión habitual de los días de huelga, pero aun así le estaba costando abrirse paso entre los centenares de bicicletas y viandantes. Eran las 17:10, una hora punta, y ya estaba llegando diez minutos tarde a su cita con Pablo Nopal. El memorista le había propuesto que se encontraran en el Museo de Arte Moderno, un lugar incómodo e inadecuado para hablar. Pero Bruna no podía imponer sus condiciones: era ella quien había pedido la reunión. Subió de dos en dos el centenar de pequeños escalones que parecían derramarse como una cascada de hormigón en torno al enorme cubo luminoso del museo, arrimó el móvil de su muñeca al ojo cobrador de la entrada y atravesó el vestíbulo como una exhalación, camino de la sala de exposiciones temporales. Allí, en el umbral, vio al memorista. Camisa blanca sin cuello, pantalones negros amplios, un lacio flequillo oscuro sobre la frente. La imagen misma del descuido elegante. Ese pelo tan lustroso ¿era producto de un tratamiento capilar de lujo o de la herencia genética de varias generaciones de antepasados ricos? El escritor estaba recostado con graciosa indolencia contra la pared. Al advertir la llegada de la detective, sonrió de medio lado y se puso derecho. Sólo se habían visto en la pantalla cuando fijaron la cita, pero sin duda la androide era fácilmente reconocible.

—Llegas tarde, Husky.

—La huelga. Lo siento.

Bruna lanzó una ojeada a su alrededor. En el vestíbulo principal que acababa de atravesar había unos cuantos sillones. Y al fondo, una cafetería.

—¿Dónde quieres que hablemos? ¿Nos sentamos allí? ¿O quizá prefieres tomar algo en el café?

—¡Espera! ¿Tienes prisa? Primero podríamos echarle un vistazo a la exposición.

La rep le observó con inquietud. No sabía qué se proponía Nopal, no entendía muy bien cuál era el juego, y eso siempre le causaba desasosiego. El hombre tenía más o menos la misma altura que ella y sus ojos quedaban justo frente a los suyos. Demasiado cercanos, demasiado inquisitivos. Por el gran Morlay, cómo detestaba a los memoristas. La detective apartó la mirada sin poderlo evitar y fingió interesarse en el cartel anunciador de la muestra. Lo leyó tres veces antes de ser consciente de lo que decía.

—«Historia de los Falsos: el fraude como arte revolucionario» —dijo en voz alta.

—Interesante, ¿no? —comentó Nopal.

La androide le miró. ¿A qué venía todo esto? ¿Encerraba un mensaje? ¿Una segunda intención? La detective ya había oído hablar de esta exposición y nunca hubiera venido a verla por sí misma. Le irritaba el fenómeno de los Falsos, que eran la última moda dentro del arte plástico. Críticos pedantes y estetas delirantes habían decretado que la impostura era la manifestación artística más pura y radical de la modernidad, la vanguardia del siglo XXII. Los artistas más cotizados del momento eran todos falsificadores de éxito cuyas obras pasaron por auténticas durante cierto tiempo. Porque, como le había explicado Yiannis, que siempre sabía de todo, para ser un verdadero Falso no sólo había que mimetizar a la perfección el cuadro o la escultura de un artista famoso, sino que había que conseguir que alguien se lo creyera: un comprador, un galerista, un museo, los críticos, los medios de comunicación. Cuanto más grande el engaño, mayor el prestigio de la falsificación una vez desenmascarada la impostura; y si nadie advertía el artificio y era el propio artista quien tenía que desvelarlo al cabo de algún tiempo, entonces el objeto era considerado una obra maestra. Esta moda había cambiado el mundo del arte: ahora en las subastas mucha gente pujaba locamente por un Goya, o un Bacon, o un Gabriela Lambretta, con la secreta esperanza de que, en unos pocos meses, se descubriera que era un Falso y triplicara su valor.

—Pues, a decir verdad, es un tema que no me interesa nada —gruñó Bruna.

—¿No? Qué extraño, pensé que te gustaría.

—¿Por qué? ¿Porque yo también soy una copia, una imitación, una falsificación de ser humano?

Pablo Nopal sonrió de una manera encantadora. Encantadora y nada fiable. Echó a andar por la sala y Bruna se vio obligada a seguirle. Era un hombre delgado y se movía de una manera ligera y como deshuesada dentro de sus amplias ropas flotantes.

—En absoluto. Yo no he dicho eso. Pensé que te gustaría porque dicen que eres una persona inteligente, me he informado un poco sobre ti. Y las personas inteligentes saben que, de algún modo, todos somos un fraude. Por eso los Falsos me parecen la más perfecta representación de nuestro tiempo. No son arte, son sociología. Todos somos unos impostores. En fin, te encuentro extraordinariamente hipersensible, ¿no crees, Husky? Yo, que tú, intentaría analizar el porqué de esa susceptibilidad tan exacerbada.

Porque eres un maldito memorista condescendiente y pedante, le hubiera gustado contestar a Bruna. Rumió sus palabras durante unos segundos, intentando domesticarlas un poco.

—Bueno, yo no creo que sea hipersensibilidad. Más bien es cansancio ante el prejuicio. Es como si a ti te supusieran un interés por la impostura debido a tu pasado. Quiero decir, debes de estar acostumbrado a que la gente te mire y se pregunte quién eres de verdad… ¿Pablo Nopal, el memorista y escritor? ¿O un individuo que asesinó a su tío y salió de la cárcel porque se estropearon las pruebas?

Le atisbó por el rabillo del ojo, un poco asustada por sus propias palabras. Tal vez hubiera ido demasiado lejos y la entrevista se acabara en ese mismo instante. Pero ese aire de aburrida superioridad parecía estar pidiendo el acicate de un aguijón. Bruna conocía a los tipos así: les gustaba ser retados, incluso humillados. Al menos un poco.

—Mal ejemplo, Husky. Yo no he supuesto nada sobre ti. Tú eres quien ha imaginado la ofensa y luego se ha ofendido. Eso es algo que también cuentan sobre ti. Dicen que eres fácilmente inflamable y bastante intratable. Por cierto, mi tío era un mal hombre y yo soy inocente. Mi impostura se refiere a otra cosa.

Contemplaron la exposición en silencio durante unos minutos. Los Falsos recuperan el legado artístico histórico y lo transmutan en intervención social, reafirmando y negando su sentido al mismo tiempo. No cabe un acto mayor de subversión cultural, rezaba un texto escrito sobre la pared en letras tridimensionales. Las paparruchas habituales, pensó Bruna. Había obras de diversas épocas, desde un cuadro de Elmyr D’Ory, del siglo XX, hasta dos piezas de la famosa Mary Kings, la artista más consagrada del momento, que creó un heterónimo, un supuesto pintor bicho llamado Zapulek, y luego se dedicó a falsificar Zapuleks, esto es, a falsificarse a sí misma.

—Bueno, empecemos de nuevo —dijo Nopal—. ¿Para qué querías verme? Sentémonos allí.

Al otro lado de la sala había un lucernario y debajo dos mullidos sillones. La verdad es que era un buen sitio para hablar, aislado y al mismo tiempo tan visible que parecía convertir el encuentro en algo casual e inocente. Un lugar perfecto para una cita difícil, se dijo Bruna, anotando mentalmente el dato por si alguna vez tenía necesidad de un espacio así. ¿Y por qué lo había escogido Nopal? Era evidente que no habían acabado ahí de forma casual.

—¿Por qué me has hecho venir al museo?

—No me gusta que la gente entre en mi casa. Y este sitio es cómodo. Cuéntame.

Sin duda era un tipo extremadamente reservado. De alguna manera se las había arreglado para escamotear parte de su biografía de la Red. Por más que buscó, la androide no consiguió encontrar un solo dato sobre su infancia. Nopal parecía salir de la nada a los diez años, cuando fue oficialmente adoptado por su tío. Tanto misterio era toda una proeza de desinformación en esta sociedad hiperinformada.

—Mi cliente, antes no te dije su nombre, es Myriam Chi…

Bruna hizo una pausa microscópica para ver si la noticia producía alguna reacción, pero el hombre permaneció imperturbable.

—Ella piensa que tú podrías ayudarnos con la investigación.

—¿Qué investigación?

—La de esos reps que parecen volverse repentinamente locos y que matan a otros androides y se suicidan.

—El caso del tranvía…

—No sólo ése. En realidad, hay por lo menos otros cuatro casos semejantes.

—¿Y qué pinto yo?

—No se ha dicho públicamente, pero pierden la razón porque se meten memorias artificiales adulteradas. Alguien se ha puesto a vender memas mortales.

Nopal curvó sus finos labios en una sonrisa ácida, se inclinó hacia delante hasta quedar a dos palmos de la cara de la mujer y repitió con irónica lentitud:

—¿Y-qué-pinto-yo?

Qué fastidio de tipo, pensó Bruna. Éste era uno de esos momentos en los que la detective hubiera deseado que siguiera vigente el uso del usted, un tratamiento que al parecer en origen era cortés, pero que al final, antes de quedar obsoleto, servía para alejar desdeñosamente al interlocutor, como ella había visto tantas veces en las películas antiguas. Sí, un helador usted le habría venido ahora muy bien. Usted es un asqueroso memorista, le habría dicho. Usted puede ser el cerdo que ha escrito las memas letales. Échese usted para atrás en el asiento y deje de intentar impresionarme.

—Bueno, tú eres un memorista…

El escritor se repantingó en el sillón y soltó un suspiro.

—Lo dejé o más bien me echaron hace varios años, como sin duda sabes. Y antes de que cometas el error de volver a soltar una grosería, te diré que no, no me dedico a escribir memorias ilegales. No lo necesito. Mis novelas se venden muy bien, por si no te has enterado. Y tengo el dinero que heredé de mi querido tío.

—Pero quizá sepas de otros memoristas… No hay muchos. ¿Quién podría estar metido en ese negocio?

—Rompí todas mis relaciones con ese mundo cuando me echaron. Digamos que por entonces no me era muy agradable seguir conectado con ellos.

—Pues Myriam Chi cree que puedes saber algo.

Nopal sonrió de nuevo. Esta vez, para sorpresa de Bruna, casi con ternura.

—Myriam siempre me ha creído más poderoso de lo que soy…

Frunció el ceño, pensativo. Bruna aguardó en silencio, intuyendo que el hombre estaba a punto de decir algo. Pero no se esperaba lo que al final soltó.

—¿Qué edad tienes, Husky?

—¿Y eso qué importa?

—Yo diría que debes de tener unos 5/30… Quizá 6/31. Y entonces sería posible.

—¿Qué sería posible?

—Que yo hubiera escrito tu memoria.

Bruna se quedó sin aire en los pulmones. Un golpe de sudor le empapó la nuca.

—Es una idea repugnante —susurró.

Y apretó los dientes para aguantar las náuseas.

—¿Sabes, Husky? Hay otra razón por la que he quedado aquí contigo en vez de citarte en casa… He tenido algunos problemas con algunos reps. Por lo general, los tecnohumanos no apreciáis demasiado a los memoristas, y en cierto modo lo entiendo.

—Está prohibido identificarse como autor de una memoria. Está prohibido. No puedes hacerlo.

—Lo sé, lo sé. Tranquila, Bruna. Perdona mi pregunta de antes. En realidad, nunca te lo diría. Aunque no estuviera prohibido, si lo supiera no te lo diría. Te lo prometo.

El pequeño alivio que la androide experimentó con las palabras de Nopal le hizo darse cuenta de lo aterrorizada que estaba. Y junto con el alivio sintió algo parecido a la gratitud. Era una emoción estúpida, injustificada y demasiado próxima a un síndrome de Estocolmo, pero no podía evitarla. Cuatro años, tres meses y veintidós días.

—Sin embargo, los memoristas no sólo no sentimos antipatía hacia los reps, sino que os tenemos un afecto especial. Al menos yo. Poder construir la memoria de una persona es un privilegio indescriptible. ¿Te imaginas? La memoria es la base de nuestra identidad, así que de alguna manera yo soy el padre de cientos de seres. Más que el padre. Soy su pequeño dios particular.

Bruna se estremeció.

—Yo no soy mi memoria. Que además sé que es falsa. Yo soy mis actos y mis días.

—Bueno, bueno, eso es discutible… Y, en cualquier caso, no cambia lo que te estaba diciendo… Porque yo hablaba de mis sensaciones, de cómo lo veo yo. Y te decía que amo a los reps. Me inspiráis una emoción especial. Una complicidad profunda.

—Ya. Pues perdona que no sienta lo mismo. Perdona que no le agradezca a mi pequeño dios, sea quien sea, toda esa basura arbitraria de recuerdos falsos.

—¿Basura arbitraria? La vida real sí que es arbitraria. Mucho más arbitraria que nosotros. Yo siempre he intentado hacerlo lo mejor posible… Pensaba y escribía con absoluto cuidado cada una de las quinientas escenas…

—¿Quinientas?

—¿No lo sabías? Una vida está compuesta de quinientos recuerdos… Quinientas escenas. Y con eso basta. Yo siempre intenté compensar unas cosas con otras, ofrecer cierto espejismo de sentido, la intuición final de un todo armónico… Mi especialidad eran las escenas de la revelación…

—El maldito baile de fantasmas.

—Mis escenas de revelación eran compasivas, ésa es la palabra. Instructivas, compasivas. Fomentaban la madurez del replicante.

—Mi memorista mató a mi padre cuando yo tenía nueve años. Yo le adoraba, y un delincuente le asesinó estúpidamente una noche en la calle.

—Esas cosas ocurren, por desgracia.

—¡Yo tenía nueve años! Y pasé cinco sufriendo como un perro hasta cumplir catorce y llegar a mi baile de fantasmas. Hasta enterarme de que mi padre no era real y por lo tanto tampoco había sido asesinado.

—No es así, Bruna. Como sabes, esos cinco años de los que hablas no existieron. No es más que una memoria falsa. Todas las escenas fueron insertadas simultáneamente en tu cerebro.

Un nudo de enfurecidas y abrasadoras lágrimas apretó la garganta de la detective. Tuvo que hacer un esfuerzo para hablar y la voz salió ronca.

—¿Y el dolor? ¿Todo ese dolor que tengo dentro? ¿Todo ese sufrimiento en mi memoria?

Nopal la miró con gravedad.

—Es la vida, Bruna. Las cosas son así. La vida duele.

Hubo un pequeño silencio y después el hombre se puso en pie.

—Haré unas cuantas llamadas e intentaré enterarme de cómo están las cosas entre los memoristas. Ya me pondré en contacto contigo si consigo algo.

Nopal se inclinó un poco y rozó la tintada mejilla de Bruna con un dedo. Un gesto tan leve que la rep casi creyó haberlo imaginado. Luego el memorista se atusó el lacio flequillo, recuperó su sonrisa encantadora y poco fiable y, dando media vuelta, se marchó. La androide lo miró mientras se alejaba, aún sentada, aún anonadada, con los pensamientos zumbando en su cabeza como un enjambre de abejas. Quinientas escenas: ¿sólo esa miseria era su vida? Estaba intentando reunir fuerzas para levantarse cuando oyó la señal de una llamada. Miró el móvil de su muñeca: era Myriam Chi.

—Tenemos que hablar —dijo la líder rep sin molestarse en saludar.

—¿Qué pasa?

—Te lo diré en persona. Ven a verme mañana a las nueve horas.

Y cortó la comunicación. Bruna se quedó contemplando la pantalla vacía mientras se detestaba a sí misma. Le amargaba tener que obedecer a una cliente como Myriam Chi, que trompeteaba sus órdenes como si ella fuera su esclava; y le ponía literalmente enferma haber perdido los papeles con el memorista. El sillón en el que la detective estaba sentada se encontraba al fondo de la sala de exposiciones y el lento flujo de los visitantes pasaba por delante de ella, cruzando de una pared a la otra e iniciando el camino de regreso hacia la puerta. Pero, curiosamente, nadie la miraba. Nadie parecía advertir a esa tecnohumana grande y llamativa: demasiada invisibilidad para ser natural. Sí, el malévolo Nopal había acertado al citarla allí: iluminada cenitalmente por la fría luz del lucernario, Bruna se sintió un Falso más. Sin duda el de menor valor de toda la muestra.