Capítulo 27

—Bruna… ¿cómo te sientes?

La rep no recordaba haberse desmayado, creía que había estado consciente todo el tiempo, quizá algo aturdida pero consciente; y, sin embargo, algo debía de haberse perdido, porque ahora no había nadie alrededor, es decir, no estaban sus agresores. Sólo estaba el enorme Lizard inclinado sobre ella. Daba una sombra agradable y era como una cueva protectora.

—¿Cómo estás?

—Perfectamente —contestó la rep.

O eso quiso decir. En realidad, sonó algo así como «peccccccfemmmen».

—Bruna, ¿sabes quién soy yo? ¿Cómo me llamo?

La irritación la espabiló bastante.

—Oh, porrrtdas sas especies, eres Paul. Paul. ¿Quécésaquí?

Iba recobrándose por momentos. Y con la lucidez vinieron los dolores. Le dolía el cuello. Le dolía la mano. Le dolían los riñones. Le dolía la cabeza. Le dolía hasta el aire que entraba y salía despacio de sus pulmones.

—Te rastreé. Menos mal. Tardabas mucho en salir, así que decidí echar una ojeada. La puerta estaba abierta y te encontré aquí tirada. Te han dado una buena paliza. Por desgracia no pude ver a nadie. En el descansillo hay una puerta simulada que da a una escalera posterior. Debieron de huir por allí.

Bruna intentó incorporarse y soltó un gruñido.

—Espera…

Lizard la izó con la misma facilidad con que levantaría un muñeco y la dejó sentada con la espalda apoyada en la pared. También eso dolía. La espalda, o quizá la pared.

—¿Cómo te sientes?

—Mareada…

Se llevó una mano a la boca con cuidado.

—Creo que te han roto un diente —informó Paul.

—No fastidies…

Bruna escupió en el suelo un redondel de sangre. Cosa que le hizo recordar al memorista pirata.

—Ahí hay un hombre que está…

—Muerto. Sí. Le reventaron el cuello de un disparo —contestó Lizard.

Por la puerta aparecieron una pareja de PACS jovencitos y con cara de susto.

—Ya era hora de que llegarais. Ahí tenéis un regalo… —dijo el inspector señalando con la cabeza hacia el cadáver—. Ya he avisado al juez. Que nadie toque nada hasta que él venga.

—Sí, señor.

Mientras tanto Paul estaba revisando con hábiles manos el cuerpo de la rep, moviendo sus piernas, sus brazos, palpando sus costillas.

—Estás llena de sangre, pero me parece que la mayor parte es de él.

—Estoy bien —dijo Bruna.

—Seguro. Venga, te llevo al hospital.

—No. Al hospital no. A mi casa.

—Bueno. A tu casa, pero pasando por el hospital.

Lizard recogió del suelo un zapato de la androide, que se le había salido en medio de la vorágine, y, levantándole el pie, la calzó con primorosa delicadeza. Y entonces Bruna sintió que algo se le rompía dentro, que algo le empezaba a doler mucho más que todos los demás dolores de su magullado cuerpo.

—Estoy bien —repitió, aguantando a duras penas unas absurdas ganas de llorar.

Ah, ¿qué iba a ser de ella? Hacer el amor con alguien era fácil. Acostarse con el inspector, por ejemplo, hubiera sido algo sencillísimo y banal. Una trivialidad gimnástica rápidamente olvidable. Pero que alguien le colocara el zapato que había extraviado, que alguien la calzara con ese mimo áspero, con esa torpe ternura, eso era imposible de superar. El pequeño gesto de Lizard la había dejado indefensa. Estaba perdida.