Capítulo 22

Volvió a repasar los datos de la falsa chapa civil de Annie Heart y comprobó que se los sabía bastante bien. Estaba lista. Era hora de ponerse en marcha. Bruna se levantó del sillón, dio un pescozón a Bartolo y le sacó de la boca un puñado de servilletas de papel que se estaba comiendo y luego llamó a Yiannis.

—Hola, me gustaría verte, ¿cómo andas de tiempo?

La cara del viejo archivero parecía tensa y excitada.

—Qué bien que has llamado, Bruna, tengo muchas cosas que contarte.

—¿Qué cosas?

—No aquí. En persona.

—¿En el bar de Oli dentro de dos horas?

—Perfecto. Hasta luego.

La rep cortó la transmisión, ordenó a la computadora que pusiera música (la lista de reproducción 037, unos temas hipoacústicos que eran a la vez relajantes y suavemente euforizantes) y luego desencajó el pequeño horno lumínico que tenía empotrado en la cocina. Metió la mano en el hueco y abrió la trampilla que había detrás y que ocultaba la caja secreta en la que guardaba todo aquello que no quería que nadie viese, como, por ejemplo, la pequeña pistola de plasma para la que carecía de permiso. O sus reservas de dermosilicona.

Hacía bastante tiempo que Bruna no se transformaba, pero era algo que siempre se le había dado bien. Lo primero que hizo fue desnudarse; luego calentó un pellizco de dermosilicona hasta que se licuó, y rápidamente extendió esa grasilla sutil y rosada por encima de la línea de tinta que recorría su cuerpo. Probablemente la parte de la espalda quedó peor aplicada, pero a fin de cuentas iba a estar oculta por la ropa. Se colocó con las piernas y los brazos abiertos, igual que el hombre de Vitrubio de Da Vinci, bajo la lámpara de luz ultravioleta, y a los dos minutos la fina película ya se había secado y fundido perfectamente con la piel, ocultando por completo su tatuaje. Ahora sólo podría quitarse la silicona con dermodisolvente. A continuación se colocó las lentillas: escogió unas de color verde oscuro que parecían muy naturales y que camuflaban sus características pupilas felinas. Después vino la peluca, rubia ceniza y autoadherente con el calor del cuerpo, y unas cejas postizas del mismo color y un poco más anchas que las naturales. Redondeó un poco sus mejillas metiéndose en la boca dos prótesis de goma anatómica, y acto seguido se puso una ropa interior con relleno que engrosó sus nalgas y aumentó dos tallas sus pequeños pechos de amazona. Luego vino el maquillaje: un poco exagerado, algo retro, con los labios muy rojos y los ojos resaltados con sombras doradas. Escogió un traje de falda pantalón, un aburrido atuendo convencional que sólo utilizaba en estos casos, y peinó con cuidado el sedoso cabello, que caía hasta los hombros. Se miró en el espejo: lo bueno de tener naturalmente un aspecto tan marcado como el suyo era lo rápido que podía cambiarlo. Sólo había tardado veinticinco minutos en transformarse y ni su madre hubiera podido reconocerla. Si su madre hubiera existido, por supuesto. Estaba tan rubia, tan aparatosamente femenina… ¿Le gustaría más a Nopal si fuera así? El recuerdo del escritor se deslizó por su memoria dejando un rastro de fuego… Pensar en él le resultaba demasiado turbador. Le asqueaban los memoristas y encontraba a Nopal intimidante y ambiguo. Pero la noche anterior, en la disco, en la tibieza de sus brazos, en la excitación de la música y la oxitocina, Bruna se hubiera entregado a él. Sin embargo, él la había rechazado. La rep volvió a sentir el sabor de la sangre de Nopal en sus labios. Sacudió la cabeza, desasosegada y confundida. En realidad preferiría no volver a verle nunca más.

Escogió unos zapatos discretos y cómodos, porque nunca se sabía cuándo había que salir corriendo, y se quitó su chapa civil de la cadena que llevaba al cuello y la sustituyó por la que le había proporcionado Mirari. Luego llenó un bolso de mano con cuanto necesitaba y se dispuso a salir. En ese momento entró una llamada. Miró el indicativo de identidad: era Lizard.

—Maldita sea…

Pasó a modo invisible y contestó. En la pantalla apareció el carnoso rostro del policía.

—¿Husky? ¿Estás ahí?

—Aquí estoy.

—¿Por qué no te dejas ver?

—¿Llamas para darme los resultados de la autopsia de Nabokov?

—¿Por qué no te dejas ver? Según la señal de GPS de tu móvil, estás en casa. ¿Tienes a alguien apuntándote a la cabeza con una pistola de plasma?

—¿Quieres hacer el maldito favor de dejar de rastrearme?

—Lo pregunto en serio, Husky…

Lo dijo con una pequeña sonrisa sardónica bailándole en los labios y, sin embargo, a Bruna le pareció que, al fondo de todo, había cierta preocupación real. Como si el inspector hubiera fingido esa sonrisa para ocultar que, cuando aseguraba hablar en serio, en realidad sí que hablaba en serio. La rep sacudió la cabeza: con Lizard todo parecía estúpidamente complicado.

—Puedes creerme. No pasa nada.

—¿Y entonces por qué no te dejas ver?

Era tan obcecado como un perro de presa. Ya lo había dicho Nopal.

—Porque no quiero que veas el aspecto que tengo.

—¿Por qué?

—Mmmm… digamos que porque hoy no me encuentro lo suficientemente atractiva para ti.

La detective había usado un tono burlón, pero de repente se le cruzó por la cabeza que tal vez se burlaba para ocultar que, cuando hablaba de atraerle, en realidad quería atraerle de verdad. Oh, por todas las malditas especies, masculló Bruna para sí misma, exasperada.

—Escucha, Lizard, no tengo tiempo para tonterías. Si no vas a decirme nada, me voy.

El policía se frotó la sólida mandíbula.

—En realidad sí que tengo cosas que contarte. Pero espera un momento…

Se inclinó hacia delante y la imagen desapareció.

—¿Lizard?

—Aquí sigo. Es que no me gusta estar en desigualdad de condiciones.

Había pasado él también al modo invisible. Maldito orgulloso cabezota, se dijo Bruna.

—Por mí, perfecto. Como si quieres enviarme un robot mensajero —rezongó, desdeñosa.

Pero lo cierto era que le fastidiaba un poco no verle la cara.

—El cuerpo de Nabokov quedó demasiado destrozado por el explosivo. Ni siquiera se puede establecer si llevaba una memoria artificial o no. Estaba en fase terminal del TTT y tenía metástasis cerebral masiva, de manera que su comportamiento bien pudo ser debido a la enfermedad.

—Esto ya lo sabíamos. ¿Es todo lo que tienes que contarme?

—Casi todo.

Hubo un silencio durante el cual la detective no pudo dejar de mirar la pantalla vacía, como si la borrosa bruma de píxeles fuera a revelarle un importante secreto.

—Hemos encontrado algo en el piso de Nabokov y de Chi.

Bruna volvió a ver en su imaginación el masivo corpachón de Lizard rebuscando entre las vaporosas gasas lilas del dormitorio. Una escena desagradable.

—Era una lenteja de datos disimulada debajo de la piedra de un anillo. Un escondite ingenioso. Tal vez no la hubiéramos encontrado nunca si el mecanismo de la piedra no hubiera estado mal cerrado. Al mover el anillo, la lenteja cayó al suelo.

—¿Y…?

—Es una especie de panfleto supremacista. No cita para nada al partido de Hericio, sino que dice hablar en nombre de un vago panhumanismo. Aseguran tener un plan para exterminar a los reps, y lo más importante es que hay imágenes de todas las víctimas, incluso de Chi, mostrando el tatuaje con la palabra venganza. De modo que la lenteja parece haber sido grabada por los asesinos.

Bruna frunció el ceño, intentando encajar este nuevo dato.

—¿Y tú por qué crees que Nabokov tenía eso, Lizard?

—No sé. Pero pienso que alguien se lo pudo hacer llegar para calentarle la cabeza.

Era una buena hipótesis. Si Nabokov vio esa basura estando tan enferma como estaba, su violenta reacción resultaba más comprensible, pensó la detective.

—Por eso me habló de venganza cuando nos vimos…

—Por cierto, el forense tampoco pudo determinar si Nabokov llevaba tatuada alguna palabra. En lo que queda de ella no hay nada.

—Están hechos con escritura de poder labárica. Los tatuajes, digo.

Bruna se quedó un poco sorprendida de sí misma. Asombrada de la facilidad con que le había dado el dato al inspector. Claro que el hecho de que alguien te salvara de una paliza solía crear cierta confianza. Dudó apenas un instante y luego le contó a Lizard todo cuanto sabía. Le habló de Natvel, y del segundo empleo que Caín tenía en Hambre, y de lo que le había dicho la mutante del tercer ojo. Le dijo todo, en fin, menos que se había disfrazado de humana y que se disponía a infiltrarse en el PSH. No le pareció prudente revelar que estaba transgrediendo un montón de leyes.

—Tú, que tienes un cargo oficial en la investigación, podrías exigirle al sacerdote de la embajada labárica que te informe sobre el tatuaje de las víctimas…

—No es mala idea, Husky.

—Por cierto, ¿pasaste el programa de reconocimiento a los dos reps muertos para ver si coincidían con el ojo del cuchillo?

—Sí, lo hice. Y no. No coincidían. No eran ellos. También pasé el programa anatómico por ti, a ver si eras tú.

Bruna contempló la pantalla vacía con indignación. Unos segundos después volvió a escucharse la voz tranquila y gruesa del hombre.

—Pero tú tampoco coincidías.

Gracias por la confianza, pensó la rep.

—Vaya, es una buena noticia —dijo gélidamente—. Te dejo, Lizard. Tengo trabajo.

No hubo respuesta. La pantalla zumbaba débilmente. ¿Habría colgado sin siquiera despedirse? Pero la luz verde de conexión seguía encendida.

—¿Lizard?

Entonces volvió a escucharse la voz del hombre. Lenta, enmarañada, densa.

—Ten cuidado, Husky.

Y colgó. La rep frunció el ceño: era como si el policía supiera algo. Como si intuyera algo. Resopló, desechando los pensamientos incómodos. La larga conversación la había retrasado; iba a llegar tarde a la cita con Yiannis. Se quitó el móvil de la muñeca y le sacó la pila. Luego se ajustó el móvil no rastreable y, al encenderlo, vio que la pantalla saludaba a Annie Heart: Mirari pensaba en todo. Metió el ordenador apagado en el bolso y salió corriendo de su casa. Mientras bajaba en el ascensor, se dijo con cierto regocijo que, por lo menos, en esa ocasión el bicho no se iba a enterar de que ella era ella. Pero cuando pasó delante de Maio, el alienígena la miró con sus ojos tristones y dijo:

—Ten mucho cuidado, Bruna.

La frase poseía una suavidad acuosa, pero restalló estridentemente en los oídos de la rep: por todas las malditas especies, ¿entonces su disfraz no servía para nada? ¿Y por qué le recomendaba cuidado ese anormal? ¿También sospechaba algo, como Lizard?

Furiosa, paró un taxi y dio la dirección del bar de Oli. Aquí y allá, en las esquinas, se veían parejas de soldados en actitud vigilante. Ningún androide de combate, sólo humanos. Lo cual era bastante poco usual.

—Desde que han sacado al Ejército, parece que las cosas están un poco más tranquilas. Menos mal —comentó el conductor.

La detective soltó un gruñido de aquiescencia poco alentador: detestaba las vagas conversaciones con los taxistas. El hombre se volvió hacia ella.

—Eso sí, por lo menos los disturbios han hecho que desaparezcan los malditos reps. ¡No hay ni uno por las calles! Da gusto, ¿no? —dijo, guiñando un ojo con complicidad.

Bruna pensó: qué ganas de cruzarle la cara. Pensó: esto quiere decir que mi disfraz funciona. Pensó: reprímete la furia, disimula. Pero algo debía de notársele, porque el conductor reculó un poco.

—Bueno, yo no es que les desee mal, entiéndeme, no quiero que los linchen ni cosas de ésas, pero ¿por qué no se van y nos dejan en paz? Que se construyan una tierra flotante. Por cierto, ahí tienes a los de Cosmos y Labari, que no dejan que vayan tecnos a sus mundos. Ellos sí que son listos. ¿Y por qué nosotros sí los admitimos? Porque somos unos calzonazos. Porque tenemos un gobierno de chuparreps y calzonazos.

El taxista tenía puesto el piloto automático y seguía asomado por encima del respaldo soltando su perorata xenófoba y especista. Bruna pensó: quiero estrangularlo. Pensó: concéntrate en recordar que tu disfraz funciona.

Pensó: cuatro años, tres meses y dieciséis días, dieciséis días, dieciséis días…

Entró en el bar frustrada y nerviosa. La gorda Oliar la miró valorativamente con los párpados entrecerrados, como siempre hacía con un nuevo cliente. La detective vio que la mulata anotaba mentalmente los llamativos cardenales que la cadena había dejado en su antebrazo y que la rep había optado por no cubrir. No se le escapaba nada a la gran Oli.

—Hola. ¿Qué te sirvo?

—Vodka con limón natural y dos piedras de hielo.

Dijo el primer trago que se le ocurrió, algo muy definido y a la vez totalmente ajeno a sus gustos habituales, para reforzar el camuflaje. Obviamente la mujer no la había reconocido. Se sintió optimista. Agarró el vaso y caminó hasta el fondo de la barra, donde ya la estaba esperando el archivero.

—Hola. Creo que te conozco de algo —dijo Bruna, sonriendo.

Yiannis la miró de arriba abajo con escaso interés.

—Pues no sé. Yo creo que no. No me suenas nada.

—Y yo te digo que sí. Tú eres Yiannis Liberopoulos.

El viejo se enderezó, extrañado.

—Sí lo soy, pero…

—Yiannis, Yiannis, ¿de verdad no sabes quién soy?

Hasta entonces, Bruna había estado forzando un poco la gravedad de su tono, pero esta última frase la dijo con su voz normal. El hombre abrió desmesuradamente boca y ojos en una perfecta caricatura de la sorpresa.

—¡Bruna! No puede ser. ¿Eres Bruna?

La rep rió.

—Chis, no hables tan alto… Veo que mi disfraz funciona… Yiannis, quiero que sepas adónde voy por si sucede algo… Pretendo infiltrarme en el PSH… Iré al Saturno, el bar que me dijo RoyRoy, e intentaré conseguir una cita con Hericio.

Oli se acercó con un trapo en la mano y, mientras aparentaba limpiar el mostrador, preguntó:

—¿Todo bien por aquí, Yiannis?

—Todo bien.

La mulata se alejó y Bruna miró con afecto su espalda monumental. La gran gallina clueca siempre al cuidado de sus polluelos.

—Me parece muy peligroso, Bruna. Muy peligroso. ¿Estás segura de lo que haces? —susurró el viejo con ansiedad.

—Totalmente segura. Y no añadas ni una palabra más, Yiannis, o no volveré a decirte nunca nada.

El archivero torció el gesto pero calló, porque la conocía demasiado. La rep suspiró. De hecho, ella misma no tenía tan claro lo que iba a hacer. Infiltrarse ahora entre los supremacistas parecía una temeridad y tal vez fuera un riesgo desproporcionado y sin sentido. Claro que a lo peor era justamente ese riesgo lo que estaba buscando, reflexionó Bruna; quizá al ponerse en peligro apaciguaba su culpabilidad de superviviente y su desesperación de condenada a muerte. Matarse antes, joven como Aquiles, y así ahorrarse el horror del TTT. La rep sacudió la cabeza para dejar escapar ese molesto pensamiento, para hacerlo ligero como un globo y desembarazarse de él, y su rubia melena biosintética le rozó los hombros. Fue una sensación imprevista y desagradable que le provocó un escalofrío.

—Yo también quería contarte algo, Bruna. Lo llevo viendo desde hace algún tiempo, pero cada vez es peor. Y esta mañana ya ha sido algo verdaderamente escandaloso. He pedido una investigación oficial.

—¿De qué hablas, Yiannis?

—Del Archivo. Alguien está manipulando los documentos, alguien está falseando los datos para azuzar la revuelta contra los tecnohumanos.

Los archiveros centrales estaban sometidos a una rigurosa cláusula de confidencialidad que les impedía hablar de su trabajo, y el viejo Yiannis, que era un hombre meticuloso y algo maniático, siempre había cumplido este precepto a rajatabla. Pero ahora estaba tan preocupado por la deriva de los acontecimientos que, por una vez, se sintió liberado de sus obligaciones, o más bien deudor de una obligación todavía mayor. De modo que explicó a la rep las burdas alteraciones que estaba encontrando en los artículos.

—Y por eso he pedido una investigación urgente.

—¿Y qué te han contestado?

—No me han contestado nada todavía.

—Vaya.

Era preocupante, desde luego. Mercenarios, manifestaciones espontáneas que parecían cuidadosamente organizadas, connivencia de los medios informativos… Y ahora también el Archivo. Tantos flancos al mismo tiempo. Era como un baile, una danza siniestra bien ensayada. Viniendo hacia el bar de Oli, Bruna se había fijado en las pantallas públicas: nueve de cada diez mensajes eran diatribas contra los reps en diversos grados de furor e intransigencia. Algunas declaraciones eran tan violentas que tan sólo un mes antes hubieran sido censuradas por el Ministerio de Convivencia. Rememoró un par de venenosos alegatos y la boca le supo a hiel: tuvo que hacer un esfuerzo de reflexión y mirar a Yiannis y a Oli para no sentirse inundada por el odio a los humanos. Además la rep sabía bien que las pantallas públicas, pese a su nombre, no eran públicas en absoluto: los ciudadanos tenían que pagar una cuota mensual para poder subir sus imágenes y sus mensajes. Era una empresa privada, perfectamente controlable y manipulable. Una empresa que cualquiera podría contratar y utilizar para hacer una campaña de intoxicación. Bruna no podía, no quería creer que nueve de cada diez humanos desearan aniquilarla.

—Y otra cosa… A RoyRoy le han matado un hijo —añadió Yiannis.

—¿Los supremacistas? —preguntó la detective, espantada.

—¿Qué tienen que ver los supremacistas? —dijo el archivero, desconcertado.

Yiannis y Bruna se miraron unos instantes en silencio, confundidos. ¿Cómo se podía confiar en la comunicación entre especies, si ni siquiera los amigos podían entenderse?, pensó la androide con desazón.

—No, no, Bruna, perdona, no tiene ninguna relación con lo que hablábamos antes… Digo que RoyRoy también ha perdido un hijo.

También. Claro. El archivero estaba haciéndole una confidencia personal y ella no se había dado cuenta.

—Un chico de dieciséis años. Recibió un disparo por error en un operativo policial. Pasó por en medio casualmente y le reventaron la cabeza. Pobre RoyRoy. Ésa es su tristeza, sabes. Esa pena que siempre se le nota por debajo de todo. Fue hace mucho tiempo, pero eso nunca se acaba.

Le gusta, pensó la androide con sorpresa. La rep tuvo la súbita intuición, no del todo agradable, de que al viejo Yiannis le gustaba la mujer-anuncio. Claro. Otra madre sufriente, otro hijo malogrado. En los meses posteriores al fallecimiento de Merlín, cuando Bruna estaba perdida y desolada, Yiannis la había recogido en su casa, la había cuidado, había conseguido ponerla de nuevo en pie. La androide le estaba enormemente agradecida por sus desvelos, pero siempre había tenido la inquietante sospecha de que su amistad estaba basada en el dolor del duelo; que Yiannis había hecho de su vida un templo en memoria de su hijo, y que lo que más le atraía de Bruna era su sufrimiento por la pérdida de Merlín. Como si pudieran compartir el agujero. Pero la androide no quería dedicar su corta vida al recuerdo. Que Yiannis se amigara con RoyRoy, que intercambiaran sus penas, que construyeran juntos una inmensa catedral en honor de los hijos que perdieron. A ella le daba igual.

—Ya ves, Bruna, cada cual va arrastrando su pequeño fardo. A veces me parece que los humanos… y los tecnos, desde luego… que somos como hormigas, todas caminando con el peso abrumador de nuestras vidas sobre la cabeza.

La rep detestó su tono de autoconmiseración.

—Pero tú un día me dijiste que la diferencia reside en lo que uno haga con eso —refunfuñó la rep.

No soportaba ver al archivero tan plañidero, tan obvio, tan adolescente. Enamorarse atonta, pensó con cierto rencor.

Yiannis suspiró.

—Sí… supongo que todo depende de lo que hagas.

Unos minutos más tarde, cuando Bruna salió del bar, todavía se encontraba un poco irritada: siempre había creído que su amigo estaba tan cerrado como ella a las veleidades sentimentales. Una vez más, volvió a sentirse extraña. Diferente a todos. Rara también incluso entre los reps. Un auténtico monstruo, como decían los supremacistas. Pero un momento, ¡un momento! Ahora era ella quien estaba cayendo en la autocompasión. Por el gran Morlay. Era un maldito vicio blando y contagioso.