Capítulo 23

Alta y cimbreante, con sus curvas neumáticas convencionalmente ceñidas por el traje y la melena rubia flotando sobre los hombros, la detective no pasó inadvertida cuando entró en el Saturno, que resultó ser un bar de estilo retro, con veladores de mármol y apliques seudomodernistas. Un ambiente adecuadamente arcaico para tipos retrógrados. Eran las ocho de la tarde y el local estaba medio lleno: todos humanos, más hombres que mujeres, la mayoría jóvenes. Bruna dio una lenta vuelta por el bar, como si estuviera dudando sobre el sitio en el que instalarse, mientras estudiaba disimuladamente al personal y se dejaba ver. Cuando estuvo segura de que absolutamente todos los presentes se habían dado cuenta de su llegada, se sentó en una mesa próxima a la puerta y pidió de nuevo un vodka con limón natural y dos piedras de hielo: le gustaba desarrollar la personalidad ficticia de sus camuflajes y ser fiel a los menores detalles hasta casi llegar a creérselos. Ahora, por ejemplo, empezaba a sentir que no había otro trago mejor que el vodka con limón. Dio un sorbo a la copa que le trajo el robot y atisbó alrededor a través de la veladura de sus pestañas. Un par de mujeres y media docena de hombres estaban contemplándola con ojos golosos, intentando atrapar su mirada e iniciar algún tipo de intercambio. Tras un breve análisis, decidió que ninguno parecía muy útil, aunque dos de los jóvenes formaban parte de un grupo bastante prometedor que estaba sentado en torno a un par de veladores. En ese momento, uno de los dos chicos se levantó y vino hacia ella, contoneante y retador como un tonto gallito. Se detuvo de pie junto a la mesa.

—Eres nueva por aquí —afirmó.

—Sí.

El tipo agarró una silla y se sentó confianzudo.

—Te diré lo que vamos a hacer: nos vamos a tomar otra copa, una ronda a la que invito yo, y mientras tanto me cuentas quién eres —dijo.

—Te diré lo que tú vas a hacer —contestó Bruna—. Vas a volver a tu mesa, y vas a decirle a ese hombre moreno del chaleco verde que me gustaría hablar con él.

El hombre del chaleco tenía unos cuantos años más y parecía ser el de mayor autoridad dentro del grupo. Era esa sensación de estricta jerarquización lo que le había hecho intuir a Bruna que podían ser supremacistas militantes.

—¿Y por qué demonios crees que voy a obedecerte? —dijo el chico, sulfurado.

—Porque, si no lo haces, es posible que el hombre del chaleco verde se cabree contigo.

El joven resopló, furioso, pero se levantó como un cordero y fue directo a su mesa a dar el recado. He aquí un chico que sabe obedecer, pensó la rep.

El tipo de verde escuchó el mensaje y se tomó su tiempo. Mejor, se dijo Bruna: cuanto más tiempo, más alto debe de estar en la escala de mando. Vio que el hombre pedía algo al robot, y ella encargó también otro vodka. Cinco minutos más tarde, tras haberle dado un par de sorbos a su nueva cerveza, el individuo del chaleco se levantó y se acercó a ella.

—Tú dirás…

Era bajito y malencarado, todo lleno de músculos, probablemente implantes de silicona. Bruna sonrió. Ella era rubia, ella era curvilínea, ella era una retrógrada. ¿Cómo sonríen las rubias ultrafemeninas y ultraconvencionales? Desde luego, no con llamas en los ojos, como Bruna, sino con una ofrenda, una húmeda blandura, evidenciando que la boca es otra oquedad. Una sumisión prometedora. Bruna-Annie sonrió coquetamente y dijo:

—Verás, me han dicho que en este bar se reúne la gente del PSH, y evidentemente tú eres la persona más importante que hay ahora mismo en el local. Por eso creo que puedes ayudarme. Quiero conseguir una cita con Hericio.

El hombre arrugó cómicamente la cara, atrapado entre dos emociones opuestas: el halago personal y el recelo ante la demanda. Dubitativo, se dejó caer en la misma silla que había usado el chico antes.

—Imaginemos por un momento que soy del PSH. ¿Por qué quieres ver a Hericio?

—Porque es el único que parece saber qué hacer en estos momentos de peligro y de insensatez. Porque estamos condenados al desastre en manos de un gobierno de inútiles chuparreps. Porque, como todas las personas de bien, veo el abismo al que nos estamos dirigiendo si no le ponemos remedio. Porque quiero colaborar en la defensa de la Humanidad, que es lo que está en juego, nada más y nada menos… —clamó enfáticamente.

Y luego, en un rapto de suprema inspiración, añadió:

—Porque no quiero dejarle a mi futuro hijo el legado de un mundo corrupto, pervertido y abyecto…

Y sonrió con su expresión más maternal y desvalida.

La soflama de Bruna-Annie pareció hacer cierta mella en el hombre, que se rascó dubitativo el mentón, es decir, los implantes del mentón, que le proporcionaban una mandíbula de aspecto más viril y poderoso. Los bíceps de silicona subían y bajaban como pelotas de tenis bajo el blando pellejo de sus brazos. Pero de todos modos no estaba convencido todavía.

—Ya. Y tú de repente apareces ahora de la nada, diciendo todas esas bellas palabras, y quieres que te creamos. ¿De dónde sales? ¿Quién demonios eres? No te he visto nunca por aquí ni por ninguna de nuestras actividades.

—Nací en la región británica, pero vivo en Nueva Barcelona. Toma, te paso mi número civil. Hace tres días acudí a una manifestación supremacista y me detuvieron acusada de agredir a un rep. Al final me dejaron ir por falta de pruebas. Pero soy profesora de universidad y no puedo permitirme ese tipo de cosas o me echarán de la docencia… ya sabes que son muy rígidos con eso. Por eso he venido a Madrid a ofrecer mi ayuda. Mejor actuar aquí y vivir en Nueva Barcelona. Que lo que haga tu mano derecha no lo sepa la izquierda.

El hombre asintió.

—Pero para colaborar en la causa no necesitas ver a Hericio. Yo soy Serra, uno de sus lugartenientes. ¿No te basta conmigo?

Bruna intentó poner cara de gatita, rebajar su habitual expresión de tigre a simple minino. Los rellenos de mofletes ayudaban porque redondeaban su boca en un gesto pavisoso.

—Me encanta no haberme equivocado… Sabía que eras alguien importante, eso se nota. Sin embargo, de todos modos necesito hablar con Hericio. Porque estoy pensando en hacer una donación al partido. Sé que estáis en un periodo de PeEfe. Pues bien, yo quiero dar algún dinero para la causa. Pero deseo estar segura de que Hericio es de verdad como parece ser. De que nos mueven las mismas ideas.

Serra cabeceó. Mencionar el dinero pareció resolver bastantes de sus dudas.

—Está bien. Veré lo que puedo hacer. ¿Dónde te puedo localizar?

—Estaré en el Majestic. Pero sólo tres días.

—Tendrás noticias —dijo.

Y se alejó, las pelotas de tenis retemblando como una gelatina a cada paso.

Al poco de salir a la calle, Bruna advirtió que la estaban siguiendo. Ya había supuesto que le pondrían una sombra y procuró facilitarle la tarea porque era una sombra muy mala, uno de los chicos jóvenes que estaban con el hombre del chaleco. Tan torpe, la pobre criatura, que casi le dieron ganas de decirle que llamara a Lizard, para que le diera unas cuantas clases sobre cómo perseguir a alguien sin ser visto.

Entró en el hotel Majestic y pidió una habitación a nombre de Annie Heart. El Majestic era un establecimiento de mediados del siglo XXI que había sido recientemente revocado y convertido en un cuatro estrellas de gama baja. Bruna había estado alojada en él cuando llegó a Madrid y, como siempre hacía, había tomado nota de sus posibilidades. Subió a su cuarto, que estaba en el último piso, y verificó que todo seguía siendo como recordaba: si estabas registrado en el hotel y tenías una llave, podías descender hasta la calle por las escaleras de emergencia, que se encontraban en el exterior del edificio, en la parte de atrás, dando a un parque-pulmón en el que casi nunca había nadie. Dejó la bolsa en la habitación y bajó al bar, que estaba medio lleno. Eran las once de la noche y tenía hambre. Pidió un sándwich gigante de auténtico pollo y un vodka con limón natural y dos piedras de hielo, aunque las dos copas que había tomado antes con el estómago vacío le habían dejado un zumbido desagradable en la cabeza. Pero la coherencia era la coherencia. Vio al fondo del local a su sombra, disimulando fatal detrás de una pantalla interactiva, y decidió dedicarle una buena actuación. En ese momento entraron en el bar dos apocalípticos repartiendo panfletos y haciendo campaña.

—Hermanos, escuchad la palabra. Estáis aquí perdiendo en el alcohol y el aturdimiento vuestro bien más precioso, que es la vida… El mundo se acaba dentro de una semana… ¡No cerréis vuestra mente a la Verdad!

Hubo un vago rumor de fastidio y la barman se apresuró a salir de detrás del mostrador para echarlos, cosa que logró con facilidad. Eran unos iluminados bastante mansos. Bruna tragó el pedazo de sándwich que tenía en la boca y habló en voz alta, lo suficientemente alta como para ser oída en todo el local, aprovechando la momentánea atención que había suscitado el asunto de los apocalípticos.

—Os parecerán unos chiflados, y desde luego lo son. Pero es verdad que el mundo se está acabando. Es decir, el mundo que conocemos. ¿Queréis dejar que esos engendros tecnológicos terminen con los seres humanos? ¡Los reps son nuestras criaturas! ¡Nuestros artefactos! ¡Los hemos hecho nosotros! ¿Y ahora vamos a dejarles que nos exterminen? ¡Son nuestra equivocación! ¡Pongamos fin a este peligroso error!

Al extremo de la barra sonaron unos pocos aplausos. Fue un éxito que hizo que Bruna sintiera subir a su boca un sabor a hiel. Se le había quitado el hambre por completo, así que pagó y, fingiéndose un poco más beoda de lo que estaba, subió a su habitación, aparentemente para dormir.

Pero todavía le quedaba algo que hacer. Se arrancó la peluca y las cejas; prescindió de los rellenos y se desnudó; abrió el bolso, sacó el disolvente y limpió la silicona dérmica que cubría su tatuaje. A continuación se quitó las lentillas y el maquillaje y tomó una rápida ducha de vapor. Suspiró de alivio al reencontrarse con Bruna en el espejo empañado. Tras vestirse con su ropa normal, un mono de látex de color violeta oscuro, guardó los útiles para disfrazarse y salió al pasillo extremando el sigilo. Cruzó el corredor desierto y, utilizando la llave del cuarto, abrió la puerta de servicio que comunicaba con la salida de emergencia. Eran las doce y media de la noche, estaba en un piso catorce y en la plataforma metálica exterior soplaba un desagradable viento frío que erizaba su piel aún humedecida por la ducha. Volvió a aplicar el chip de su llave al ojo inteligente que controlaba la escalera de emergencia, y los peldaños se fueron desplegando rápidamente a medida que ella iba bajando, produciendo un chirrido metálico inquietante que podría haberla delatado. Menos mal que los tintineos del cercano parque-pulmón servían de camuflaje. Bruna no había pensado en eso, ni en el ruido de la escalera ni en la inesperada ayuda de los árboles artificiales. Le irritó su imprevisión: estaba demasiado cansada para razonar bien. Menos mal que esta vez había tenido suerte.

Llegó abajo, saltó a la calle y la escala se replegó encima de ella: las llaves sólo servían para bajar, nunca para subir. Por eso la androide se veía obligada a hacer lo que ahora iba a hacer. Dio la vuelta a la manzana, entró en el Majestic, se dirigió a la recepción y pidió una habitación. El encargado, un hombre pálido de mejillas huesudas, se quedó mirándola con una expresión extraña. En un relámpago de intuición, Bruna pensó: me va a decir que el hotel está lleno. La androide se sintió temida, se sintió odiada, más temida y más odiada que nunca. Se sintió segregada, y una súbita y angustiosa premonición le hizo imaginar un mundo así, una Tierra en la que los reps no pudieran entrar en los hoteles ni viajar en los mismos trams ni mezclarse con los humanos. Una gota de sudor frío resbaló por su cráneo, en paralelo a la línea del tatuaje. Y en ese momento, justo cuando la inmovilidad del recepcionista empezaba a resultar anormal, el hombre rompió su quietud de piedra, carraspeó con incomodidad y le pidió a Bruna sus datos para poder inscribirla. No se había atrevido, se dijo la androide; probablemente le había pasado por la cabeza la idea que rechazarla, pero no se atrevió. Todavía seguía siendo ilegal la discriminación entre las especies.

La alojaron en el piso doce, dos por debajo de Annie Heart, y la rep subió hasta su nuevo cuarto, en el que se había registrado con su verdadero nombre, arrastrando los pies y un vago desconsuelo. Entró en la habitación y se dejó caer de espaldas sobre la cama, sintiendo de repente todo el agotamiento de ese día demasiado largo. El cansancio se acumulaba en sus músculos, en la parte inferior de sus piernas y sus brazos, como si la fatiga fuera agua y pesara en su cuerpo, aplastándola contra la colcha. Por un instante estuvo tentada de cerrar los ojos y dormir allí mismo, pero sabía que era mejor que volviera a casa. Con un esfuerzo de voluntad, giró en el lecho y engurruñó el cobertor y las sábanas para que los robots de la limpieza tuvieran algo que hacer a la mañana siguiente. Luego se levantó, agarró sus bártulos y volvió a dejar el edificio por la escalera de emergencia.

Caminó un par de manzanas para que no pudieran relacionarla con el hotel y para verificar que no estaba siendo seguida, y después tomó un taxi: estaba demasiado cansada para hacer economías. Bajó frente a su puerta y ahí se encontraba el alienígena, como siempre, en mitad de la noche, en la inmensa soledad de su corpachón. Y de su diferencia. La rep volvió a sentir que la congoja subía por su garganta y se la cerraba. Pobre Maio. Pobre Nabokov. Pobres víctimas de Nabokov. Pobres todos. Cruzó frente al bicho sin querer mirarlo y se apresuró a poner su huella en la cerradura para abrir el portal. Debía de tener los dedos manchados de silicona cosmética, porque tuvo que repetir el gesto varias veces. El malestar crecía en su interior y ya se estaba convirtiendo en un dolor de pecho. Cuatro años, tres meses y dieciséis días, pensó, como quien musita una jaculatoria. Un mantra privado para momentos de angustia. Cuatro años, tres meses y dieciséis días.

—Son quince días, Bruna. Son casi las dos de la madrugada. Ya es jueves —dijo la rumorosa, líquida voz de Maio.

La rep se quedó paralizada. En el silencio resonó el mecanismo de la cerradura al abrirse, pero la detective no empujó la puerta. Volvió lentamente la cabeza hacia el alienígena y se miraron unos segundos sin pronunciar palabra.

—Sí. Puedo leer tus pensamientos, Bruna. Lo siento. Quizá debería habértelo dicho —susurró Maio.

Y sus palabras sonaban como granos de arena rodando suavemente por el interior de una caña hueca.

Al demonio, se dijo Bruna. No me importa nada. El bicho ha ganado. Que duerma en casa. Ya le buscaremos un lugar para vivir. Pero que no se crea que va a volver a meterse en mi cama.

—No te preocupes, Bruna, puedo dormir en el sofá. Muchas gracias —dijo el alien.

La androide resopló, un poco exasperada: Cielos, pensó, ¿entonces…?

—¿… no hace falta que hable contigo, todo me lo adivinas sin que diga nada? —concluyó en voz alta.

—Oh, no, no, Bruna, es mucho mejor hablar normalmente, resulta más cómodo porque así estamos al mismo nivel. Y además muchas veces lo que los humanos pensáis no es lo que luego decís. Y lo que decís es lo que queréis que el mundo vea. Yo prefiero ver tus palabras y así saber quién quieres ser por fuera.

A Bruna le pareció un razonamiento demasiado lioso para lo tarde que era, para su cansancio.

—Bueno. Déjalo. Entremos de una vez. ¿Tienes hambre?

—No, gracias.

—Mejor. No sé lo que coméis los alienígenas. Y no me lo cuentes ahora. No quiero oírlo. Sólo quiero dormir.

Lo dijo con un tono áspero y gruñón, pero lo cierto era que, de algún modo, Bruna se sentía bien por haberle dicho al omaá que pasara. Los monstruos unidos eran un poco menos monstruosos. Cuatro años, tres meses y quince días. Quince días.