Capítulo 16
Nopal se quedó mirando a Bruna mientras se alejaba. Vio cómo se detenía un instante junto a Lizard, cómo le decía algo al oído y luego proseguía hacia la salida con su paso ligero y seguro. Era una criatura hermosa, una máquina rápida y perfecta. Medio minuto después, el inspector se levantó y salió detrás de la rep, grande y recio, con sus andares algo bamboleantes de marino en tierra. Era justo la antítesis del cuerpo de látigo de Bruna, pensó Nopal.
El suave tamborileo sobre su cabeza le hizo advertir que había empezado a llover. Las gotas caían sobre la cúpula transparente y luego trazaban rápidos caminos de agua en la cubierta. Un pálido resplandor se colaba por una grieta entre las nubes, y el cielo era un enredo de brumas en todos los tonos posibles del gris. Era un cielo perfecto para sentirse triste.
La tristeza era un verdadero lujo emocional, se dijo el memorista. Durante muchos años él no se había podido permitir ese sentimiento tranquilo y pausado. Cuando el dolor que se experimenta es tan agudo que uno teme no poder soportarlo, no hay tristeza, sino desesperación, locura, furia. Algo de esa desesperación adivinaba en Bruna, algo de esa pena pura que abrasaba como un ácido. Claro que él jugaba con ventaja a la hora de intuir sus sentimientos. Él la conocía. O, más bien, la reconocía.
En sus años de memorista, Nopal siempre había actuado del modo que explicó a la rep en el Museo de Arte Moderno: intentaba construir existencias sólidas, compensadas, con cierta apariencia de destino. Vidas de algún modo consoladoras. Sólo una vez se había saltado esa norma personal no escrita, y fue en el último trabajo que hizo, cuando ya sabía que le expulsaban de la profesión. Y esa memoria la llevaba Bruna. La Ley de la Memoria Artificial de 2101 prohibía taxativamente que los escritores supieran a qué tecnohumanos concretos iban a parar sus implantes y viceversa; se suponía que era un conocimiento que podía generar numerosos abusos y problemas. Pero el trabajo de Bruna había sido excepcional en todos los sentidos; era una memoria mucho más amplia, más profunda, más libre, más apasionada, más creativa. Era la obra maestra de la vida de Nopal, porque, además, era precisamente su propia vida. En una versión literariamente recreada, desde luego… Pero las emociones básicas, los acontecimientos esenciales, todo eso estaba ahí. Y, como uno es lo que recuerda, de alguna manera Bruna era su otro yo.
Desde el mismo momento en que entregó el implante, Pablo Nopal intentó descubrir al tecnohumano que lo llevaba. Sólo sabía que era un modelo femenino de combate y su edad aproximada, con una variabilidad de unos seis meses. Él hubiera preferido que hubiera sido varón y un modelo de cálculo o de exploración, que eran los que permitían más creatividad y refinamiento, pero las especificaciones las fijaban las plantas de gestación y Nopal se amoldó. De todas formas había sido libérrimo al crearla: se había saltado todas las reglas del oficio. Pobre Husky: al ser su última obra, había recibido el regalo envenenado de su dolor.
Durante los seis años que Nopal llevaba buscándola, había investigado a decenas de tecnohumanas. La única manera de poder encontrar a la receptora de su memoria era hablar con ellas e intentar sonsacarles su trasfondo, de modo que se convirtió en un merodeador de reps de combate. Descubrió que a algunas tecnos les producían morbo los memoristas y terminó cogiéndole el gusto a esas mujeres atléticas y rápidas de cuerpos perfectos. Se acostó con unas cuantas androides, pero sólo intimó de verdad con una: Myriam Chi. Que además no era una rep de combate, sino de exploración: la conoció mientras él estaba frecuentando a una militante del MRR. De manera que su relación con Chi estuvo libre de consideraciones utilitarias. Era una mujer muy especial: su memorista, fuera el que fuese, había hecho una verdadera obra de arte. Terminaron siendo amigos y le habló de su búsqueda. Ella le hizo prometer que no diría nada a la androide cuando la encontrase, pero le ayudó. Gracias a Chi había llegado a confeccionar una lista de las reps que le quedaban por explorar: eran 27, y Husky estaba entre ellas. Cuando la detective le había hablado de Myriam en el museo, Nopal no había sabido discernir si Chi se la había mandado para ayudarle a él, o para que él ayudara a Bruna en su investigación. Tenía pensado llamar a la líder del MRR y preguntárselo, pero la mataron antes de poder hacerlo.
La mataron, se repitió el hombre, sintiendo que el hiriente filo de la palabra le cortaba la lengua.
También el padre de Nopal había sido asesinado una noche por un delincuente cuando el memorista tenía nueve años. Ése era uno de los núcleos de dolor que le había implantado a la detective. Pero en la vida del escritor las cosas habían sido todavía más duras, porque un par de meses más tarde su madre se suicidó. Después llegó el año que pasó en el orfanato, y cuando ya creía haber descendido a lo más hondo del infierno, apareció su tío y lo adoptó; y ahí aprendió que siempre puede haber algo peor.
Nopal se removió en el asiento, sintiéndose demasiado próximo al abismo. Cada vez que pensaba en su infancia, recordaba a aquel niño, Pablo, como si no fuera él, sino una pobre criatura de la que le hubieran hablado tiempo atrás. Sabía que habían pegado a aquel niño, y que le metían durante días en un sótano a oscuras, y que el crío estaba aterrorizado. Pero no guardaba ninguna memoria del interior de aquellas vivencias, de las tinieblas interminables del mugriento sótano, de la humedad al orinarse encima, del dolor de las quemaduras. Dentro de la cabeza de Nopal, ese niño que no era del todo él todavía seguía encerrado y maltratado. Con sólo acercarse a ese pensamiento, la pena le llenaba los ojos de lágrimas y la angustia se le agarraba a la garganta como un perro de presa, impidiéndole respirar con normalidad. Por eso Nopal intentaba no pensar y no recordar.
El escritor no sabía muy bien por qué había suavizado sus experiencias a la hora de verterlas en la memoria de Bruna. Quizá por compasión a la replicante, que venía a ser como una edición a tamaño natural de ese pequeño Pablo que llevaba dentro. O quizá un prurito profesional le hizo temer que, de ponerlo todo, el relato parecería exagerado y poco verosímil. O tal vez calló cosas porque el verdadero dolor es inefable. Aun así, dotar a la rep de sus propios recuerdos le había servido a Nopal para aligerar el peso de su pena. No sólo porque, en cierto modo, había traspasado parte de sus desgracias a otro, sino, sobre todo, porque existía ese otro, porque había alguien que era como él. Porque ya no estaba solo.
La soledad era peor que el encierro, peor que el sadismo de los compañeros del orfanato, peor que los golpes y las heridas, incluso peor que el miedo. Nopal se había quedado completamente solo a los nueve años, y la soledad absoluta era una experiencia inhumana y aterradora. Desde el asesinato de su padre, el memorista no había vuelto a ser necesario ni importante para nadie. Nadie le echaba de menos. Nadie le recordaba. Ni siquiera su madre había pensado en él cuando se suicidó. Era lo más parecido a no existir. Pero esa replicante era en gran medida como él, tenía parte de sus memorias e incluso poseía objetos reales que provenían de la infancia de Nopal. Esa criatura, en fin, era más que una hija, más que una hermana, más que una amante. Nunca habría nadie que estuviera tan cerca de él como esa androide.
La tarde del museo, cuando por fin había obtenido la confirmación de la identidad de Bruna y del término de su búsqueda, se le había puesto la piel de gallina. Había sido un momento hondamente conmovedor, pero por fortuna había conseguido disimularlo: llevaba toda la vida aprendiendo a ocultar sus emociones. Nopal se había sentido instantáneamente atraído por la rep. Era hermosa, era fiera, era dura y doliente y ardía en su interior igual que ardía él. Le pareció fascinante desde el primer momento, quizá porque intuyó la semejanza, y cuando al fin confirmó que ella era ella, aún le gustó más. Pero no podía ceder a esa pulsión narcisista, se dijo el memorista. No podía hacerle el amor a la replicante.
Sería un acto contra natura, algo incestuoso y enfermizo.
Y el memorista, contra lo que muchos pudieran pensar, se consideraba un hombre altamente moral, casi un puritano. Sólo que sus valores morales solían ser distintos de los de los demás.
No, era mejor seguir así, se dijo Nopal: cuidaría de ella desde lejos como cuidaría de su criatura un dios benévolo. E intentaría disfrutar de ella, del alivio del dolor que le procuraba la existencia de Bruna, durante los pocos años que le quedaban de vida. El memorista suspiró, envuelto en una pena delicada. La cafetería estaba vacía y sólo se escuchaba el blando golpeteo de la lluvia. Era un día perfecto para experimentar la melancolía de lo imposible. Nunca podría decirle a Bruna quién era él. Nunca podría tenerla entre sus brazos y amarla como sólo él sabría hacerlo. Ah, qué refinado lujo era la tristeza.