Capítulo 17
Bruna acababa de salir del Pabellón del Oso cuando recibió una llamada de Habib.
—Precisamente estoy yendo para allá. ¿Podemos vernos?
El bien proporcionado rostro del androide estaba deformado por la angustia.
—¡Ni se te ocurra aparecer! Es peligroso.
—¿Peligroso?
—Por los manifestantes. Ha llegado ya la policía, pero no me fío. Parece que hay agresiones a los reps en toda la ciudad.
—¿Agresiones?
Habib la miró con expresión desorbitada.
—Pero ¿no sabes nada?
—¿Nada? —dijo Bruna sin poderlo evitar.
Y se sintió profundamente imbécil repitiendo como un loro todo lo que el hombre decía.
—Husky, ha pasado algo terrible, ha, ha…
Estaba tan trastornado que parecía atragantarse con las palabras.
—Valo se ha… Ha hecho estallar una bomba en una cinta rodante. Hay muchos muertos. Muertos humanos. Y niños.
Bruna sintió que se le helaba el espinazo. Y de pronto se dio cuenta de que, a su alrededor, todas las pantallas públicas emitían imágenes parecidas de sangre y degollina.
—Pero ¿cómo…? ¿Y ella? ¿Llevaba el explosivo encima?
—Sí, claro. Se ha inmolado. ¿Recuerdas lo que hablamos, Husky? Esto es horrible… Necesitamos descubrir lo que sucede… ¡Investiga a Hericio! Nos han dicho que ha pedido un Permiso de Financiación y que está intentando conseguir fondos para el partido… ¡Prepara algo! Por el gran Morlay, Husky, tenemos que hacer algo o acabarán con todos nosotros… Escucha, tengo que dejarte. Parece que los supremacistas están intentando asaltar la sede. Ten cuidado. Los humanos están furiosos.
El rostro de Habib desapareció. Bruna conectó con las noticias en su móvil. De nuevo las llamas, la confusión, los gritos, los cuerpos deshechos que los servicios sanitarios transportaban. Pero ahora la detective sabía lo que estaba viendo. El destrozo provocado por Valo Nabokov. Venganza, había dicho.
Los informativos hablaban de la ola de violencia antirrep que se había desatado en toda la Región. Los supremacistas, armados con palos y cuchillos, rodeaban amenazadoramente el MRR. A Bruna le pareció que el movimiento de repulsa de los humanos estaba demasiado bien organizado para ser espontáneo. Por todas las malditas especies, ¡si los supremacistas hasta llevaban pancartas tridimensionales! De nuevo le desasosegó la aborrecible sospecha de una conspiración en la sombra.
Sintió el peso de una mirada sobre ella y alzó la cabeza. Un niño pequeño la contemplaba con cara de susto. Cuando sus ojos se cruzaron, el crío se abrazó a las piernas de su madre y se puso a llorar. La mujer intentó apaciguarlo, pero se notaba que tenía tanto miedo como su hijo. Bruna echó una ojeada en torno suyo: los humanos la evitaban. Se cambiaban de acera.
Consternación. No es que Bruna fuera una idealista partidaria de la convivencia feliz entre las especies; de hecho, no creía en la felicidad y menos aún en la convivencia. Pero detestaba la violencia: en los años de servicio militar había tenido suficiente para toda su vida. Ahora sólo quería tranquilidad. Quería que la dejaran en paz. Y una sociedad al borde de los disturbios civiles no era el entorno más indicado para eso.
Cuatro años, tres meses y dieciocho días.
No conseguía quitarse de la cabeza el rostro marchito y alucinado de Valo Nabokov. Moribunda y mortífera. Lo peor era que hubieran fallecido niños. Los humanos se volvían locos si les tocaban a sus niños. A esos hijos que los replicantes jamás podrían tener.
Cuatro años, tres meses y dieciocho días.
La detective se sentía en el lomo de una avalancha. Sentía que cabalgaba sobre una masa deslizante que se precipitaba a los abismos, agrandándose exponencialmente a cada minuto y engullendo cuanto hallaba a su paso. Apenas había transcurrido semana y media desde que Caín intentó estrangularla, y desde entonces las cosas habían adquirido una desmesura y una velocidad aterradoras.
Cuatro años, tres meses y dieciocho días.
¡Basta, Bruna!, se imprecó mentalmente. Basta de esta letanía mecánica, de este nerviosismo y esta angustia. La detective continuaba parada en medio de la calle, y los viandantes se abrían a su paso como un mar partido por una roca. Todos eran humanos: los tecnos debían de estar escondidos bajo las camas. Los humanos la miraban y temblaban. La miraban y susurraban. La miraban y la odiaban. Había un monstruo reflejado en los ojos de esos hombres y esas mujeres, y el monstruo era ella. Echó de menos a Merlín con aguda añoranza: si él viviera aún, ella tendría adónde ir.
Cuatro años, tres…
Ah, calla ya, replicante estúpida, se dijo sacudiendo la cabeza. De pronto advirtió que tenía hambre. El estómago del monstruo estaba vacío.
Tomó el tram para ir al bar de Oli y en cuanto se instaló en la parte de atrás, el resto de los pasajeros empezaron a emigrar hacia la mitad delantera del vehículo, algunos con descaro y a toda prisa, otros con tonto disimulo, moviéndose un pasito cada vez, como en aquel viejísimo juego humano del escondite inglés. Dos paradas más tarde, la androide estaba totalmente sola en su mitad del tranvía y los demás viajeros se apiñaban delante. Podría ponerse lentillas, pensó Bruna. Desde luego podría disfrazarse, usar una peluca y cubrir sus pupilas verticales para evitar el temor y el furor de los humanos. No era difícil hacerlo, y sin duda debía de haber tecnos enmascarados. Tal vez alguno de los tipos que se habían apresurado a emigrar al otro lado del tram fuera un rep camuflado y obligado a comportarse como los demás para no delatarse. Qué humillación. No, ella no se disfrazaría jamás por miedo, decidió. Ella no fingiría ser quien no era.
En ese momento el tranvía aéreo se detuvo abruptamente junto a una de las escaleras de emergencia. Las puertas se abrieron y una voz robotizada ordenó la evacuación inmediata. Era una grabación de Riesgo/1: sobre un melodioso fondo de arpas que había sido supuestamente diseñado para tranquilizar, la suave voz repetía Desalojad el tram, calma y rapidez, peligro inminente con el mismo tono banal con que leería los resultados de la Lotería Planetaria. A Bruna las grabaciones de Riesgo siempre le parecieron contraproducentes y ridículas: cada vez que la gente escuchaba la musiquilla de arpas entraba en pánico. El tropel de viajeros saltó desordenadamente a la plataforma de emergencia y empezó a bajar por las escaleras atropellándose los unos a los otros en sus ansias por poner distancia con la androide. De pronto se escuchó un estallido algo más abajo, chillidos, golpes. Luego llegó el humo, un olor apestoso y las noticias que se iban pasando a gritos los viajeros: «¡No son reps, tranquilos, sólo es un Ins, un Ins que se ha matado!». Prefieren a esos malditos tarados terroristas antes que a nosotros, pensó Bruna. Jodido mundo de mierda.
Cuando la gruesa mulata la recibió con su sonrisa de siempre, Bruna comprendió que no había sido sólo el hambre física lo que le había llevado hasta el bar de Oli, sino también la necesidad de encontrar un rincón intacto, un pequeño refugio de normalidad.
—Hola, Husky. Sólo faltabas tú.
Oli señaló con la barbilla hacia el fondo de la barra y Bruna vio a Yiannis y a RoyRoy, la mujer-anuncio. Y, de alguna manera, no se sorprendió de verlos juntos. Se acercó hasta ellos. Del cuerpo de la mujer salía una especie de murmullo apagado, un susurro en sordina:
—Texaco-Repsol, siempre a su servicio…
—¿Te has fijado? Se me ha ocurrido a mí. Así molesta mucho menos —dijo Yiannis.
Las pantallas publicitarias estaban tapadas con varias láminas de poliplast aislante autoadhesivo.
—Es que era un martirio —remachó el viejo.
—Lo siento —dijo la mujer.
Pero lo dijo sonriendo.
Sin preguntar, Oli sirvió cervezas para todos y colocó encima del mostrador una fuente de bocaditos variados.
—Los acabo de sacar del horno. No dejéis que se enfríen. Y dime, Husky, ¿cómo están las cosas?
—Parece que mal.
RoyRoy ensombreció el gesto.
—Han atacado a un hombre-anuncio, a un compañero tecno. Le han prendido fuego y no se sabe si vivirá. La empresa ha mandado a casa a todos los tecnos-anuncio. Dicen que es por su seguridad, pero en realidad es un despido.
—¿Conocías a esa Nabokov? —preguntó Yiannis.
—Sí. Y la vi poco antes del atentado. Se le había disparado el TTT y estaba muriéndose y totalmente enloquecida. Debía de tener un tumor cerebral.
—Es una tragedia —rumió Yiannis con pesadumbre.
En la pantalla del bar se veía una carga policial contra los manifestantes que rodeaban el MRR. A la derecha de la imagen estaba Hericio, el líder del Partido Supremacista Humano, que estaba siendo nuevamente entrevistado.
—Y lo que es inadmisible es que nuestra policía proteja a esos engendros y ataque a nuestros chicos, en vez de defender a los humanos de estos asesinos que por ahora, porque seguro que morirá alguno de los heridos, han matado a siete personas, entre ellos tres niños…
¡Siete víctimas! Y tres menores. Bruna se estremeció ante la enormidad. Ay, Valo, Valo. Qué acto tan terrible. Y, mientras tanto, ahí estaba otra vez José Hericio apareciendo oportunamente en escena y aprovechándose del drama. Pensó en las palabras de Habib y en la intuición de Myriam sobre la implicación del líder del PSH. No parecía una sospecha disparatada.
—Habría que investigar un poco a estos supremacistas… Tengo que encontrar la manera de acercarme a ellos… —dijo con la boca llena de un sabroso pastelito de sucedáneo de perdiz.
—Hay… hay un bar en la plaza de Colón en el que sé que paran —dijo RoyRoy, titubeante—. Bueno, ya sabes que con esto de los anuncios me paso el día en la calle. Una vez tuve un problema delante de ese bar y luego me enteré de que era un local de supremacistas. Con mi trabajo tienes que saber muy bien dónde te metes, así que me hago una lista de sitios buenos y de sitios que debo evitar. Y ése es de los de evitar. Toma, te paso la dirección. Se llama Saturno. Pero ten cuidado. Si se te ocurre aparecer ahora por ahí, no sé qué puede pasar. A mí me dieron mucho miedo.
—Y es justamente por este desamparo que la gente siente por lo que el pueblo se está armando y asumiendo su propia defensa. Una actitud legítima y absolutamente necesaria, dado el absentismo de las autoridades… —clamaba enfáticamente Hericio desde la pantalla.
—Oli, por favor, quita eso, te lo ruego… —pidió Bruna.
La mujer bisbiseó algo a la pantalla y la imagen cambió inmediatamente a una plácida panorámica de delfines nadando en el océano.
—¿Qué pasa? ¿Te molesta escuchar las verdades? —graznó una voz nerviosa y pituda.
El silencio se extendió por el bar como un cubo de aceite derramado. Bruna siguió masticando. Sin moverse, de refilón, mirando a través de las pestañas, estudió al tipo que acababa de hablar. Un humano pequeño y bastante esmirriado. Posiblemente algo borracho. Estaba junto a ella, a cosa de un metro de distancia.
—¿Te molesta saber que estamos hartos de aguantaros? ¿Que no vamos a dejar que sigáis abusando de nosotros? Y, además, ¿qué haces tú aquí? ¿No te has dado cuenta de que eres el único monstruo?
Cierto: ella era el único rep que había en el bar. Le pegó un mordisco a otro canapé. El hombre vestía pobremente y tenía pinta de obrero manual. Cuando hablaba tensaba todo el cuerpo y se ponía de puntillas, como si quisiera parecer más grande, más amenazador. Casi sintió pena: podía tirarle al suelo de un sopapo. Pero los cementerios estaban llenos de personas demasiado confiadas en sus propias fuerzas, así que la rep analizó con cautela profesional todas las circunstancias. Primero, la salida. El tipo le bloqueaba el camino hacia la puerta, pero en el peor de los casos ella podría saltar sin problemas al otro lado del mostrador, que además le ofrecería un refugio perfecto. Lo más preocupante, por lo insensato, era que un hombrecillo así se atreviera a encararse con una rep de combate. ¿Estaría armado? ¿Tal vez una pistola de plasma? No tenía el aspecto de llevar un cacharro semejante y no le veía el arma por ningún lado. ¿O quizá no estaba solo? ¿Habría otros secuaces suyos en el bar? Hizo un rápido barrido por el local y desechó también esta posibilidad: conocía a casi todos de vista. No, era simplemente un pobre imbécil algo borracho.
—Lárgate, monstruo asqueroso. Márchate y no vuelvas. Os vamos a exterminar a todos como ratas.
Sí, desde luego lo más inquietante era que un tipejo así se sintiera lo suficientemente seguro y respaldado como para insultar a alguien como ella. Bruna no quería enfrentarse con él, no quería hacerle daño, no quería humillarlo, porque todo eso no haría sino potenciar su delirio paranoico, su furia antitecno. Prefería esperar a que se aburriera y se callara. Pero el hombrecito se iba poniendo cada vez más colorado, más furioso. Su propia rabia le iba enardeciendo. De repente dio un paso adelante y lanzó a Bruna un desmañado puñetazo que la rep no tuvo problema en esquivar. Vaya, pensó fastidiada, no voy a tener más remedio que darle ese sopapo.
No hubo necesidad. Súbitamente se materializó junto a ellos una muralla de carne. Era Oli, que había salido del mostrador y ahora abrazaba al tipo por detrás y lo levantaba en vilo como quien alza un muñeco.
—La única rata que hay aquí eres tú.
La gorda Oliar llevó al pataleante hombrecito hasta la puerta y lo arrojó a la calle.
—Como vuelva a ver tu sucio hocico por aquí, te lo parto —ladró, alzando un amenazador y rechoncho índice.
Y luego se volvió y miró a su parroquia con gesto de desafío, como quien aguarda alguna protesta. Pero nadie dijo nada y la gente incluso parecía bastante de acuerdo.
Oli se relajó y una sonrisa iluminó su cara de luna mientras regresaba con paso bamboleante al mostrador. Bruna nunca la había visto fuera de la barra: era verdaderamente inmensa, colosal, aún mucho más enorme en sus extremidades inferiores que en la majestuosa opulencia que asomaba por arriba. Una diosa primitiva, una ballena humana. Tan gigantesca, de hecho, que la androide se preguntó por primera vez si no sería una mutante, si ese desaforado cúmulo de carne no sería un producto del desorden atómico.
Apenas se habían calmado dentro del local las erizadas ondas de inquietud que provoca todo incidente cuando se escuchó cierto barullo fuera. De primeras, la rep pensó que era alguna maniobra del hombrecillo recién expulsado, de modo que se acercó a la puerta del bar a ver qué pasaba. A pocos metros, una mujer pelirroja chillaba y se retorcía intentando soltarse de las garras de un par de policías fiscales, los temidos azules. Una niña pequeña de no más de seis años lo miraba todo con ojos enormes y aterrados, abrazada a un sucio conejo de peluche. Una tercera azul se acercó y la cogió de la mano. Fue un movimiento imperioso: literalmente arrancó del muñeco la manita de la niña. La cría se puso a llorar y la mujer pelirroja también, blandamente, desistiendo de golpe de su impulso de lucha, como si las lágrimas de la pequeña, sin duda su hija, hubieran sido la señal de la rendición. Los policías se las llevaron a las dos calles arriba mientras los peatones miraban de refilón, como si se tratara de una escena un poco bochornosa, algo que avergonzara contemplar directamente.
—Polillas. Pobre gente —dijo Yiannis a su lado.
Bruna cabeceó, asintiendo. Casi todos los polillas tenían hijos pequeños; si se arriesgaban a vivir de modo clandestino en zonas de aire limpio que no podían pagar, era por el miedo a los daños innegables que la contaminación producía en los críos. Como las polillas, abandonaban ilegalmente sus ciudades apestosas de cielo siempre gris y venían atraídos por la luz del sol y por el oxígeno, la inmensa mayoría para quemarse, porque la policía fiscal era de una enorme eficacia. En la pobreza de sus ropas, la mujer y la niña se parecían al hombrecillo que la había insultado dentro del bar. De ese estrato de desposeídos y desesperados se nutrían el fanatismo y el especismo.
—En la primera detención, deportación y multa; si reinciden, hasta seis años de cárcel —dijo Yiannis.
—Es repugnante. Da vergüenza pertenecer a la Tierra —gruñó Bruna.
—Cuneta fessa —murmuró el archivero.
—¿Cómo?
—Octavio Augusto se convirtió en el primer emperador romano porque la República le otorgó inmensos poderes. ¿Y por qué hizo eso la República, por qué se suicidó para dar paso al Imperio? Tácito lo explicaba así: Cuneta fessa. Que quiere decir: Todo el mundo está cansado. El cansancio ante la inseguridad política y social es lo que llevó a Roma a perder sus derechos y sus libertades. El miedo provoca hambre de autoritarismo en las personas. Es un pésimo consejero el miedo. Y ahora mira alrededor, Bruna: todo el mundo está asustado. Vivimos momentos críticos. Tal vez nuestro sistema democrático esté también a punto de suicidarse. A veces los pueblos deciden arrojarse al abismo.
—Un estupendo sistema democrático que envenena a los niños que no tienen dinero.
—Un asqueroso sistema democrático, sí, pero el único que existe en el Universo. Al menos, en el Universo conocido. Los omaás, los gnés y los balabíes poseen gobiernos aristocráticos o dictatoriales. En cuanto a Cosmos y Labari, son dos estados totalitarios y terribles. Nuestra democracia, con todos sus fallos, es un logro inmenso de la Humanidad, Bruna. El resultado de muchos siglos de esfuerzo y sufrimiento. Escucha, el mundo se mueve, la sociedad se mueve, y cuanto más democrática, más movilidad y más capacidad para cambiarla. En la Tierra hemos pasado un siglo atroz; la Unificación sólo fue hace catorce años; nuestro Estado es joven y complejo, el primer Estado planetario, nos estamos inventando sobre la marcha… Podemos mejorar. Pero para eso tenemos que creer en las posibilidades de la democracia, y defenderla, y trabajar para perfeccionarla. Ten confianza.
Cuatro años, tres meses y dieciocho días.
—No creo que esa niña pueda ver los cambios antes de que el aire la enferme irreversiblemente —dijo Bruna con un nudo de congoja apretándole el pecho.
Y, tras unos segundos de pesado silencio, repitió, furiosa:
—No, ella no los verá. Y yo tampoco.