Capítulo 3
Hubo un tiempo en el que las relaciones sexuales entre humanos y reps estuvieron prohibidas. Ahora simplemente estaban mal vistas, salvo que se tratara del antiguo y venerable negocio de la prostitución, por supuesto. Pablo Nopal sonrió con acidez y contempló la espalda desnuda de la chica guerrera. Una línea de elástica carne, una curva perfecta en la breve cadera. Sentándose en la cama, como ahora había hecho, Nopal también podía ver uno de sus pechos diminutos. Que subía y bajaba suavemente al compás de la tranquila respiración. Con todo lo dormida que parecía, y que seguramente estaba, bastaría con que le rozara la cintura con un dedo para que la mujer diera un brinco descomunal e incluso, quién sabe, hasta le propinara un buen golpe. Nopal se había acostado con las suficientes reps de combate como para conocer bien sus costumbres y sus inquietantes reflejos defensivos. Mejor no besarles el cuello en mitad de la noche.
De hecho, lo mejor que podía hacerse en mitad de la noche tras haber copulado con una chica así era marcharse.
El hombre se deslizó fuera de la cama, recogió sus ropas diseminadas por el suelo y empezó a vestirse.
Malhumorado.
Le deprimía esa hora de la madrugada, sucia, desteñida, con la noche muriendo y el nuevo día aún sin despuntar. Esa hora tan desnuda que no había manera de poder disfrazar el sinsentido del mundo.
Pablo Nopal era rico y era desdichado. La desdicha formaba parte de su estructura básica, como los cartílagos son parte de los huesos. La desdicha era el cartílago de su mente. Era algo de lo que no se podía desprender.
Como decía un antiguo escritor al que Pablo admiraba, la felicidad siempre era parecida, pero la infelicidad era distinta en cada persona. La desdicha de Nopal se manifestaba en una clara incapacidad para vivir. Aborrecía la vida. Por eso, entre otras cosas, le gustaban los androides: todos estaban tan ansiosos, tan desesperados por seguir viviendo. En cierto sentido le daban envidia.
Lo que había sostenido a Nopal en los últimos años, lo único que de verdad le entibiaba el corazón, era su búsqueda. Ahora pulsó su ordenador móvil, cargó en la pantalla la lista de androides y tachó a la chica guerrera de espeso pelo rizado con la que acababa de hacer el amor. Evidentemente, ella no era la tecnohumana que estaba buscando. Miró su perfil chato casi con afecto. Le había costado ganarse su confianza, pero ahora esperaba no tener que verla nunca más. Como era habitual en él, volvía a triunfar la misantropía.