NUEVE

Resultó sencillo localizar a Robert Doru.

No fue por que se pareciese a Victor. Tampoco fue por que se produjese entre los dos hermanos una de esas escenas dramáticas en que echan a correr el uno hacia el otro. Fue más bien la mente de Lissa la que me dio la pista. Vi a Robert a través de sus ojos, cómo el aura dorada de un manipulador del espíritu iluminaba su esquina del restaurante como una estrella. Cogió a Lissa tan por sorpresa, que se tropezó ligeramente. Aquel tipo de aura era para ella una visión demasiado rara como para estar plenamente acostumbrada a ella. Ver las auras era algo que Lissa podía hacer o no a voluntad, y justo antes de «apagar» la de Robert, se percató de que, si bien había en ella el brillante color dorado que veía en Adrian, también tenía un aire de inestabilidad. Despedía además los fogonazos de unas chispas de otros colores, que temblaban y ondeaban. Se preguntó si sería una señal de la manifestación de la demencia del espíritu.

Los ojos de Robert se iluminaron cuando Victor se acercó a la mesa, aunque no se dieron un abrazo ni se tocaron siquiera. Victor se limitó a sentarse junto a su hermano, y el resto de nosotros nos quedamos allí de pie, incómodos, por un momento. Aquella situación era demasiado extraña, pero él era el motivo de que estuviésemos allí y, unos segundos más tarde, mis amigos y yo nos unimos a los hermanos a la mesa.

—Victor… —suspiró Robert con los ojos muy abiertos. Podría ser que Robert tuviese algunos de los rasgos faciales de los Dashkov, pero sus ojos eran castaños, no verdes. Sus manos jugueteaban con una servilleta—. No me lo puedo creer… Llevo tanto tiempo deseando verte…

La voz de Victor fue amable, tal y como lo había sido por teléfono, como si estuviera hablando con un niño.

—Lo sé, Robert. Yo también te he echado de menos.

—¿Te vas a quedar? ¿Puedes volver y quedarte conmigo? —una parte de mí quería soltarle que aquella idea era una ridiculez, pero la desesperación en la voz de Robert prendió en mí una minúscula chispa de compasión. Permanecí en silencio y me limité a observar la escena que se desarrollaba ante mí—. Yo te escondería. Estaría genial. Solo nosotros dos.

Victor vaciló. No era estúpido. A pesar de mis vagas afirmaciones en el avión, él sabía que las posibilidades de que le dejase marchar eran inexistentes.

—No lo sé —dijo en voz baja—. No lo sé.

La llegada del camarero nos sacó de golpe a todos de nuestra ensoñación, y pedimos las bebidas. Adrian pidió un gin-tonic, y ni siquiera le solicitaron el carné. No tuve muy claro si fue porque aparentaba tener los veintiuno o porque era lo bastante convincente con el espíritu. Al margen de eso, no es que aquello me emocionase. El alcohol anestesiaba el espíritu. Nos encontrábamos en una situación precaria, y me hubiera gustado contar con él en plenitud de facultades. Por supuesto, teniendo en cuenta que ya había estado bebiendo un rato antes, probablemente daba igual.

Después de que se marchase el camarero, fue como si Robert reparase en el resto de nosotros. Su mirada pasó veloz sobre Eddie, se centró en Lissa y Adrian, y permaneció sobre mí un largo rato. Me puse en tensión: no me gustaba aquel escrutinio. Se volvió al fin hacia su hermano.

—¿A quién has traído, Victor? —Robert seguía teniendo aquel aire suyo tan disperso y tan ajeno, aunque ahora se iluminaba con las sospechas. Temor y paranoia—. ¿Quiénes son estos niños? Dos manipuladores del espíritu y… —su mirada volvió a caer sobre mí. Estaba leyendo mi aura— una de entre los bendecidos por la sombra.

Por un instante, me quedé sorprendida por su utilización del término. Entonces recordé lo que me había contado Mark, el marido de Oksana: Robert estuvo antes vinculado a un dhampir, y aquel dhampir había muerto, lo cual aceleró de manera drástica el deterioro de la mente de Robert.

—Son unos amigos —dijo Victor con suavidad—. Unos amigos que desean hablar contigo y hacerte algunas preguntas.

Robert frunció el ceño.

—Estás mintiendo. Lo noto. Y ellos no te consideran un amigo. Están tensos. Mantienen las distancias contigo.

Victor no le negó su afirmación sobre la amistad.

—Sin embargo, necesitan tu ayuda, y yo se la he prometido a ellos. Era el precio para que me permitiesen venir a verte.

—No deberías haber prometido nada en mi nombre —la servilleta de papel de Robert estaba ya hecha jirones. Sentía ganas de darle la mía.

—Pero ¿es que tú no querías verme? —le preguntó Victor con una voz encantadora, un tono cariñoso y una sonrisa casi genuina.

Robert parecía preocupado. Confuso. De nuevo me recordó a un niño, y comencé a albergar mis dudas de que aquel tipo hubiese transformado alguna vez a un strigoi.

Se volvió a guardar la respuesta cuando llegaron nuestras bebidas. Para obvia irritación del camarero, ninguno de nosotros había cogido siquiera el menú. Se marchó, y yo abrí el mío sin leerlo realmente.

A continuación, Victor nos presentó a Robert con las mismas formalidades que en un acto diplomático. La cárcel no había apagado su sentido regio de la etiqueta. Victor ofreció solo nuestros nombres de pila. Robert se volvió hacia mí sin abandonar su ceño fruncido, y fijó la mirada entre Lissa y yo. Adrian había dicho que, cuando estábamos juntas, nuestras auras mostraban que estábamos vinculadas.

—Un vínculo… ya casi me había olvidado de cómo era… pero Alden… Nunca me olvidaré de Alden —su mirada se volvió distraída y casi ausente. Estaba reviviendo un recuerdo.

—Cuánto lo siento —dije, sorprendida al oír la compasión que había en mis palabras. Aquello no se parecía en nada al duro interrogatorio que había visualizado—. Solo puedo imaginarme lo que debe de haber sido… perderle…

La mirada errática se tornó afilada y dura.

—No. No puedes. No se parece a nada que te puedas imaginar. Nada. Ahora mismo… ahora mismo… tienes el mundo entero. Un universo de sentidos más allá de los de los demás, un conocimiento de otra persona que nadie puede tener. Perder eso… que te lo arrebaten… te haría desear la muerte.

Vaya. A Robert se le daba bastante bien lo de dar por finiquitada una conversación, y todos los que estábamos allí nos quedamos sentados con la esperanza de que el camarero regresara pronto. Cuando llegó, todos hicimos un intento no muy convincente de pedir algo de comer —excepto Robert—, la mayoría con una decisión sobre la marcha. Aquel restaurante servía comida asiática, y yo pedí lo primero que vi en la carta: una selección de rollitos de primavera.

Una vez hubimos pedido la comida, Victor continuó poniéndose con Robert todo lo firme que yo no parecía capaz de conseguir.

—¿Vas a ayudarles? ¿Responderás a sus preguntas?

Me dio la sensación de que Victor estaba presionando con aquello a Robert no tanto como pago de nuestro rescate, sino más bien porque esa forma de ser conspiradora que tenía se moría por conocer todos los secretos y motivos de todo el mundo.

Robert suspiró. Cada vez que miraba a Victor, lo hacía con un tremendo aire de adoración e incluso idolatría. Era probable que no pudiese negarle nada a su hermano. Se trataba del tipo que encajaba a la perfección en los planes de Victor, y me percaté de que muy posiblemente debería estar agradecida por que Robert se hubiese vuelto inestable. De haber estado en pleno control de sus poderes, Victor no se habría preocupado por Lissa la última vez; ya tendría su propio manipulador personal del espíritu para utilizarlo a su antojo.

—¿Qué queréis saber? —preguntó Robert con la mirada nublada. Se dirigió a mí, probablemente al reconocer mi liderazgo.

Miré a mis amigos en busca de apoyo moral, y no recibí ninguno. Para empezar, ni Lissa ni Adrian aprobaban aquella misión, y Eddie ni siquiera conocía aún su propósito. Tragué saliva, me hice fuerte y centré toda mi atención sobre Robert.

—Hemos oído que una vez liberaste a un strigoi, que fuiste capaz de revertirlo a su condición original.

Un fogonazo de sorpresa iluminó el rostro siempre compuesto de Victor. Desde luego que no se esperaba aquello.

—¿Dónde habéis oído eso? —quiso saber Robert.

—De una pareja a la que conocí en Rusia. Se llaman Mark y Oksana.

—Mark y Oksana… —de nuevo, la mirada de Robert se volvió a perder por unos instantes. Tenía la sensación de que aquello le sucedía a menudo, que no pasaba demasiado tiempo en la realidad—. No sabía que seguían juntos.

—Lo están. Les va realmente bien —necesitaba que regresara al presente—. ¿Es cierto? ¿Hiciste lo que ellos me contaron? ¿Es posible hacerlo?

Las respuestas de Robert venían siempre precedidas de una pausa.

—Liberarla.

—¿Perdón?

—Era una mujer. La liberé.

Solté un grito ahogado contra mi voluntad, sin apenas atreverme a procesar sus palabras.

—Estás mintiendo —era la voz de Adrian, su tono duro.

Robert le miró con expresión divertida y de mofa.

—¿Y quién eres tú para decir eso? ¿Cómo lo puedes saber tú? Has dañado y maltratado tanto tus poderes que resulta sorprendente que puedas seguir siquiera en contacto con la magia. Todas esas cosas que te haces a ti mismo… No son de una verdadera ayuda, ¿no? El castigo del espíritu aún te afecta… Muy pronto dejarás de ser capaz de distinguir la realidad de los sueños…

Sus palabras sorprendieron a Adrian por un instante, pero prosiguió en ello.

—No me hace falta ninguna señal física para ver que estás mintiendo. Y sé que mientes porque lo que estás describiendo es imposible. No hay forma de salvar a un strigoi. Cuando se van, se han ido. Están muertos. No muertos. Para siempre.

—Lo que está muerto no siempre permanece muerto… —las palabras de Robert no iban dirigidas a Adrian, eran para mí. Sentí un escalofrío.

—¿Cómo? ¿Cómo lo hiciste?

—Con una estaca. Murió a causa de una estaca, y al suceder, regresó a la vida.

—Vale —dije yo—. Eso sí que es mentira. He matado unos cuantos strigoi con estacas, y, créeme, se quedan muertos.

—No con cualquier estaca —los dedos de Robert danzaban sobre el borde de su vaso—. Con una estaca especial.

—Una estaca con un hechizo del espíritu —dijo Lissa de repente.

Robert elevó la mirada hacia ella y sonrió. Era una sonrisa escalofriante.

—Sí. Eres una chica lista, muy lista. Una chica lista y amable. Amable y gentil. Puedo verlo en tu aura.

Me quedé mirando a la mesa, con la cabeza trabajando a marchas forzadas. Una estaca hechizada con el espíritu. Las estacas de plata estaban impregnadas de los cuatro elementos principales de los moroi: tierra, aire, agua y fuego. Era esa infusión de vida lo que destruía la fuerza de no muerto en el interior de un strigoi. Con nuestro reciente descubrimiento de cómo hechizar objetos con el espíritu, imbuir una estaca jamás se nos había ocurrido. El espíritu sanaba. El espíritu me había traído a mí de vuelta de entre los muertos. Al unirlo a los demás elementos en una estaca, ¿sería realmente posible que la retorcida oscuridad de la que eran presa los strigoi se pudiese eliminar, y así restaurar a aquella persona a su debida condición?

Agradecí la llegada de la comida, porque mi cerebro aún se movía con lentitud. Los rollitos de primavera me proporcionaron una maravillosa oportunidad para pensar.

—¿De verdad es tan fácil? —pregunté por fin.

Robert se mofó.

—No es fácil en absoluto.

—Pero si acabas de decir… Acabas de decir que nos hace falta una estaca hechizada con el espíritu. Después voy y mato a un strigoi con ella —o, bueno, matar no. Los detalles técnicos eran irrelevantes.

Regresó su sonrisa.

—Tú no. Tú no puedes hacerlo.

—Entonces, ¿quién…? —me detuve en seco, y el resto de mis palabras se me quedaron en los labios—. No. No.

—El bendecido por la sombra no posee el don de la vida. Solo el ungido por el espíritu —se explicó—. La cuestión es: ¿quién será capaz de hacerlo? ¿La chica amable, o el borrachuzo? —sus ojos iban y venían entre Lissa y Adrian—. Yo apostaría por la chica amable.

Aquellas palabras fueron lo que me despertó de mi estado de shock. Es más, fueron lo que hizo añicos toda aquella historia, aquel sueño disparatado de salvar a Dimitri.

—No —repetí—. Aunque fuese posible, y no estoy del todo segura de creerte, ella no puede hacerlo. No se lo permitiré.

Y en un giro casi tan sorprendente como la revelación de Robert, Lissa se volvió hacia mí, y una oleada de ira inundó nuestro vínculo.

—¿Y desde cuándo me dices tú lo que puedo y lo que no puedo hacer?

—Desde que no recuerdo que hayas recibido entrenamiento como guardián y hayas aprendido a matar a un strigoi —respondí con serenidad, en un esfuerzo por mantener un tono de voz calmado—. Solo le has dado un puñetazo a Reed, y eso ya fue lo bastante duro.

Cuando Avery Lazar intentó apoderarse de la mente de Lissa, envió a su hermano —bendecido por la sombra— a hacer parte del trabajo sucio. Con mi ayuda, Lissa le atizó un puñetazo y lo mantuvo a distancia. La ejecución había sido impecable, aunque ella lo había pasado bastante mal.

—Pero lo hice, ¿o no? —exclamó.

—Liss, dar un puñetazo no se parece en nada a matar a un strigoi. Y eso sin contar con el hecho de que, en primer lugar, tendrías que ser capaz de acercarte a uno. ¿Crees que podrías llegar a tenerlo a tu alcance antes de que te mordiese o te partiera el cuello? No.

—Aprenderé —la determinación en su voz y en su mente resultaban admirables, pero a los guardianes nos llevaba décadas aprender nuestro trabajo y, aun así, eran muchos los que caían.

Adrian y Eddie tenían un aspecto incómodo en medio de nuestra discusión, pero Victor y Robert parecían tan intrigados como divertidos. Eso no me gustó. No estábamos allí para su entretenimiento.

Intenté esquivar la cuestión del peligro regresando sobre Robert.

—Si un manipulador del espíritu trajese de vuelta a un strigoi, entonces esa persona quedaría bendecida por la sombra —no le señalé a Lissa la obvia conclusión. Parte de lo que había vuelto loca a Avery (además del uso normal del espíritu) había sido los vínculos con más de una persona. Hacer aquello creaba una situación muy inestable que rápidamente conducía a todos los implicados a la oscuridad y a la demencia.

La mirada de Robert se volvió distraída conforme se dirigía más allá de mí.

—Los vínculos se forman cuando alguien muere, cuando su alma parte y se traslada al mundo de los muertos. Traerla de regreso es lo que los convierte en bendecidos por la sombra. La marca de la muerte se encuentra sobre ellos —su mirada se clavó de pronto en mí—. Tal y como se halla sobre ti.

Me negué a evitar su mirada a pesar de los escalofríos que me producían sus palabras.

—Los strigoi están muertos. Salvar a uno significaría que su alma también regresaría desde el mundo de los muertos.

—No —respondió él—. Sus almas no parten. No permanecen… ni en este mundo ni en el otro. Es incorrecto y antinatural. Eso es lo que los convierte en lo que son. Matar o salvar a un strigoi envía el alma a un estado de normalidad. No hay un vínculo.

—Entonces no hay peligro —me dijo Lissa.

—Aparte de que te mate un strigoi —señalé.

—Rose…

—Terminaremos esta conversación más adelante —le lancé una mirada dura, y ambas la sostuvimos por un instante. Se giró después hacia Robert. En el vínculo seguía habiendo una obstinación que no me gustaba.

—¿Cómo hechizas la estaca? —le preguntó—. Todavía estoy aprendiendo.

Arranqué de nuevo a reprenderla, pero enseguida me lo pensé mejor. Tal vez Robert se equivocase. Tal vez todo lo que hiciera falta para revertir a un strigoi fuese una estaca impregnada de espíritu. Él solo pensaba que tenía que hacerlo un moroi cuyo elemento fuese el espíritu porque él lo había hecho. Supuestamente. Además, yo prefería con mucho que Lissa se preocupase de hacer hechizos en lugar de pelear. Y si la parte del hechizo resultaba demasiado dura, Lissa incluso podría optar por abandonar del todo.

Robert nos miró a Eddie y a mí.

—Alguno de vosotros debe de llevar una estaca encima. Os lo mostraré.

—No se puede sacar una estaca en público —exclamó Adrian en lo que suponía una observación muy inteligente—. Por muy extraña que sea para los humanos, sigue resultando obvio que se trata de un arma.

—Tiene razón —dijo Eddie.

—Podemos regresar a la habitación después de la cena —dijo Victor. Mantenía aquel aire de perfecta gentileza y una expresión anodina en el rostro. Lo estudié con la esperanza de que mi cara mostrase mi desconfianza. A pesar de su entrega, sentía también las dudas de Lissa a través del vínculo. No se veía muy dispuesta a aceptar ninguna de las sugerencias de Victor. Ya habíamos visto en el pasado cuán desesperadamente lejos era capaz de llegar en su intento de materializar sus planes. Había convencido a su propia hija de que se convirtiese en un strigoi y le ayudase a escaparse de la cárcel. Hasta donde todos nosotros sabíamos, tenía los mismos planes para…

—Eso es —dije en un grito ahogado y notando cómo se me abrían exageradamente los ojos mientras miraba a Victor.

—Eso es ¿qué? —preguntó él.

—Por eso obligaste a Natalie a transformarse. Pensaste que… Tú ya estabas al tanto de esto. De lo que había hecho Robert. Ibas a utilizar la fuerza de Natalie como strigoi y, después, harías que él la revirtiese.

El ya de por sí pálido semblante de Victor empalideció más aún, y fue como si envejeciese ante nuestros ojos. Se desvaneció su aire de suficiencia, y apartó la mirada.

—Hace mucho ya que Natalie está muerta y enterrada —dijo muy tenso—. No tiene ningún sentido debatir ahora sobre ella.

Después de aquello, algunos de nosotros hicimos un esfuerzo por comer algo, pero el rollito primavera me parecía insulso. Lissa y yo estábamos pensando en lo mismo. De entre todos los pecados de Victor, yo siempre había considerado el más horrible de todos el que convenciese a su hija para que se convirtiera en strigoi. Fue lo que me reafirmó de una vez por todas al respecto de su condición de monstruo. De repente, me veía obligada a reevaluar las cosas, obligada a reevaluarlo a él. Si sabía que la podía traer de regreso, lo que hizo habría sido terrible, pero no tan terrible. Para mí continuaba siendo una mala persona, sin ninguna duda, aunque si actuó convencido de que podía revertir a Natalie, eso significaba que creía en el poder de Robert. Seguía sin tener la menor intención de permitir que Lissa se acercase a un strigoi, pero toda aquella historia tan increíble se había vuelto ligeramente más creíble. No podía dejarla pasar sin investigar un poco más.

—Podemos subir a la habitación después de esto —dije por fin—, aunque no por mucho tiempo —mis palabras iban dirigidas a los dos hermanos. Robert parecía haber vuelto a caer en su propio mundo, pero Victor asintió.

Dirigí a Eddie una rápida mirada y recibí un gesto seco y algo distinto de asentimiento por su parte. Entendía el riesgo que había en el hecho de llevar a los dos hermanos a un lugar privado. Eddie me estaba diciendo que permanecería en un estado extra de alerta, si es que no lo estaba ya.

Llegado el momento del final de la cena, Eddie y yo ya estábamos rígidos y en tensión. Iba caminando cerca de Robert, y yo permanecí junto a Victor. Manteníamos a Lissa y a Adrian entre los dos hermanos. Sin embargo, aun yendo muy cerca los unos de los otros, resultaba difícil atravesar la muchedumbre del casino. La gente se nos quedaba parada en el medio, caminaba a nuestro alrededor, entre nosotros… fue un caos. Nuestro grupo se dividió en dos ocasiones debido a unos turistas ajenos a todo. No nos encontrábamos muy lejos de los ascensores, pero me sentía cada vez más inquieta ante la posibilidad de que Victor y Robert saliesen corriendo por entre la multitud.

—Tenemos que salir de este gentío —le di un grito a Eddie.

Él me hizo otro de sus rápidos gestos de asentimiento y dio un brusco giro a la izquierda que me cogió por sorpresa, conduje a Victor en esa misma dirección, y Lissa y Adrian se apartaron para cogernos después el paso. Me quedé desconcertada hasta que vi que nos acercábamos a un pasillo con un letrero que decía «SALIDA DE EMERGENCIA». Apartados del ajetreo del casino, el nivel de ruido disminuyó.

—Imagino que ahí habrá unas escaleras —se explicó Eddie.

—Guardián astuto —le sonreí fugazmente.

Otro giro nos mostró un cuartillo de mantenimiento a nuestra derecha, y, delante de nosotros, una puerta con el símbolo de unas escaleras. Al parecer, aquella puerta conducía tanto al exterior como a los pisos superiores.

—Fantástico —le dije.

—Hay que subir algo así como diez plantas, ¿no? —comentó Adrian. Era la primera vez que hablaba en un buen rato.

—No hay nada como un poco de ejercicio para… Mierda —me detuve de golpe frente a la puerta. Tenía una pequeña señal de advertencia que decía que saltaría una alarma si se abría esa puerta—. Estaba claro.

—Lo siento —dijo Eddie, como si él fuese personalmente responsable.

—Tú no tienes la culpa —le dije mientras daba media vuelta—. Retrocedamos.

Tendríamos que jugárnosla por entre la multitud. Tal vez aquel rodeo que habíamos dado hubiese cansado lo suficiente a Victor y a Robert como para que no les apeteciese tanto escapar. Ninguno de los dos era joven ya, y Victor seguía estando en baja forma.

Lissa se encontraba demasiado tensa como para andar dándole vueltas al hecho de que la llevasen de aquí para allá, pero Adrian sí que me lanzó una mirada que dejaba bien a las claras lo que tenía en mente: pensaba que aquel ir y venir era una pérdida de tiempo. Por supuesto, pensaba que toda aquella historia de Robert era una pérdida de tiempo. Estaba sinceramente sorprendida de que se viniera con todos nosotros de regreso a la habitación. Me habría esperado de él que se quedase en el casino con sus cigarrillos y con otro trago.

Eddie, que encabezaba el grupo, dio unos pocos pasos por el pasillo de regreso hacia el casino. Y fue entonces cuando me sobrevino.

—¡Alto! —grité.

Eddie reaccionó al instante y se detuvo en aquel espacio tan reducido. Se produjo una cierta confusión. Victor, sorprendido, se tropezó con Eddie, y Lissa se tropezó con Victor. El instinto hizo que Eddie echase mano de su estaca, pero la mía ya estaba en guardia. La había cogido en cuanto la náusea me inundó.

Unos strigoi se interponían entre nosotros y el casino.