DIECISÉIS
No tenía una idea precisa de cuántos strigoi formaban el grupo de Dimitri. Gran parte de cuanto había visto a través de Lissa llegaba difuso a causa de la confusión y el terror. Conscientes de que nos aguardaban, bastaba con hacer un cálculo de cuántos guardianes había que enviar. Hans esperaba que un ejército enorme compensase la pérdida del elemento sorpresa. Había enviado todos los guardianes de los que era razonable prescindir en la corte. Cierto, la corte estaba protegida por defensas, pero aun así no se podía dejar completamente desprotegida.
Tener allí a los recién graduados había sido de gran ayuda. La mayoría de ellos se había quedado y había permitido que los guardianes más experimentados saliesen en nuestra partida de caza. Aquello nos dejaba en un número aproximado de unos cuarenta, y era tan inusual como el que los strigoi formasen grandes grupos organizados. Por lo general, los guardianes iban en parejas, quizá en grupos de tres como máximo, cuando acompañaban a las familias moroi. Un ejército tan numeroso podía provocar una batalla a la altura de la del ataque a la academia.
Sabedor de que acercarse con sigilo en la oscuridad no funcionaría, Hans detuvo nuestro convoy a una cierta distancia de la nave donde se habían escondido los strigoi. La edificación estaba situada en una vía de servicio que salía de la autopista. Se trataba de un polígono industrial, nada que ver con un lugar aislado en el bosque, pero todas las empresas y las fábricas se encontraban cerradas a aquella hora de la noche. Salí del todoterreno y me dejé envolver por el cálido aire nocturno. Era húmedo, y aquella humedad provocaba una sensación opresiva cuando ya me sentía asfixiada por el miedo.
Allí de pie, junto a la carretera, no sentía náuseas. Dimitri no había apostado strigoi tan lejos, lo cual significaba que nuestra llegada era aún —más o menos— una sorpresa. Hans se acercó hasta mí y le ofrecí el mejor examen de la situación que pude sobre la base de la limitada información que poseía.
—Pero ¿podrás encontrar a Vasilisa? —me preguntó.
Asentí.
—En cuanto esté dentro del edificio, el vínculo me guiará directo hasta ella.
Se volvió con la mirada perdida en la noche mientras los coches circulaban a gran velocidad por la autopista cercana.
—Si nos están esperando fuera, nos olerán y nos oirán mucho antes de que nosotros los veamos a ellos —las luces de los faros le iluminaban fugaces la cara, que mostraba una arruga de preocupación en la frente—. ¿Has dicho que hay tres líneas de strigoi?
—Hasta donde yo puedo saber. Hay algunos con Lissa y Christian, y hay otros en el exterior —hice una pausa, intentando pensar en qué haría Dimitri en aquella situación. Desde luego que le conocía lo bastante bien, incluso como strigoi, para calcular su estrategia—. Y hay otra línea dentro del edificio, antes de llegar al cuarto del almacén.
Eso no lo sabía a ciencia cierta, pero no se lo dije a Hans. Lo di por sentado confiando en mis propios instintos, basados en lo que yo haría y en lo que pensaba que haría Dimitri. Me imaginé que sería mejor si Hans hacía planes de cara a tres líneas de strigoi.
Y aquello fue exactamente lo que hizo.
—Entonces entramos con tres grupos. Tú dirigirás el grupo que entre para la extracción. Otro equipo acompañará al tuyo y después se separará. Se enfrentarán a quien sea que encontréis nada más entrar, y dejarán que tu grupo se dirija a por los prisioneros.
Todo aquello sonaba tan… militar. «Extracción». «Prisioneros». Y yo… líder de un equipo. Con el vínculo, era lógico, pero en el pasado se limitaban a utilizar lo que sabía y me dejaban al margen. «Bienvenida a los guardianes, Rose». En la academia habíamos participado en todo tipo de ejercicios, habíamos pasado por tantas situaciones con strigoi como a nuestros instructores se les podía haber ocurrido incluso en sueños, y aun así, mientras miraba hacia la nave industrial, todas aquellas prácticas me parecían puro teatro, un juego que de ninguna de las maneras podía estar a la altura de la situación a la que estaba a punto de enfrentarme. Por una décima de segundo, la responsabilidad de todo aquello me pareció sobrecogedora, pero aparté tales preocupaciones de inmediato. Aquello era para lo que me habían entrenado, para lo que yo había nacido. Mis temores no importaban. Ellos son lo primero. Era la hora de demostrarlo.
—¿Qué vamos a hacer, si no nos podemos acercar con sigilo? —pregunté. Hans tenía razón en cuanto a que los strigoi nos detectarían enseguida.
Una sonrisa casi malévola se asomó por su rostro, y le explicó el plan a todo el grupo al tiempo que nos dividía en los respectivos equipos. Su perspectiva táctica era atrevida, temeraria. Mi tipo de plan.
Y sin más nos pusimos en marcha. Alguien que nos estudiase desde fuera podía haber dicho que nos estábamos lanzando en una misión suicida. Tal vez lo estuviéramos haciendo. Sinceramente, daba igual. Los guardianes no abandonarían a la última de los Dragomir, y yo no abandonaría a Lissa ni aunque hubiese un millón de Dragomir.
De manera que, una vez descartada la aproximación sigilosa, Hans optó por un ataque frontal. Nuestro grupo se volvió a meter en los ocho todoterrenos y arrancó calle abajo a una velocidad superior al límite legal. Ocupamos todo el ancho de la calzada y nos la jugamos a no encontrarnos con ningún tráfico de frente. Dos de los coches dirigían la carga en paralelo, y detrás, otras dos filas de a tres. Llegamos disparados al final de la calle, nos detuvimos chirriando los neumáticos delante de la nave industrial y salimos de los coches en estampida. Si la pausa y el sigilo no eran una opción, daríamos la sorpresa por velocidad e intensidad.
Y realmente sorprendió a algunos strigoi. Estaba claro que nos habían visto aproximarnos, pero había sucedido tan deprisa que tuvieron muy poco tiempo para reaccionar. También es cierto que, cuando eres tan rápido y mortífero como un strigoi, todo lo que necesitas es un instante. Surgió un grupo de ellos a nuestro encuentro, y los guardianes del «equipo exterior» de Hans cargaron para situarse entre mi grupo y el otro que iba a entrar. Los moroi que manipulaban el fuego habían sido asignados a aquel grupo exterior por miedo a provocar un incendio en el interior del edificio si los enviaban dentro.
Mi equipo sorteó el combate para darnos de bruces sin poder evitarlo con algún que otro strigoi que no había caído en la maniobra de distracción del primer equipo. Con una determinación bien entrenada, ignoré las náuseas que me invadían al hallarme tan cerca de ellos. Hans me había dado la orden estricta de no detenerme a menos que algún strigoi me obstruyese el paso de forma directa, y él y otro guardián me acompañaron para cubrirme ante cualquier amenaza con la que me pudiese topar. No quería que nada me retrasase en guiarlos hasta Lissa y Christian.
Luchamos para adentrarnos en la nave industrial y nos vimos en un pasillo sucio bloqueado por strigoi. Había acertado en mi suposición de que Dimitri habría situado varias líneas de seguridad. En aquel espacio tan limitado se formó un cuello de botella y, por unos instantes, la situación fue caótica. Qué cerca se encontraba Lissa. Era como si me estuviese llamando, y yo ardía de impaciencia mientras aguardaba a que el pasillo quedase despejado. Mi equipo permanecía en la retaguardia, dejando que fuese el otro grupo quien se enfrentase a ellos. Vi caer tanto a strigoi como a guardianes e intenté no dejar que aquello me distrajese. Ahora lucha, el duelo vendrá después. Lissa y Christian. En ellos tenía que concentrarme.
—Por ahí —dijo Hans al tiempo que me daba un tirón del brazo. Se había abierto un hueco ante nosotros. Aún quedaban muchos strigoi, pero estaban lo bastante distraídos como para que mis compañeros y yo atravesáramos su línea. Salimos disparados pasillo abajo, que se abría en un espacio amplio y vacío que constituía el corazón de la nave industrial. Basura y escombros era cuanto quedaba de las mercancías almacenadas allí en otros tiempos.
Unas puertas daban acceso al almacén, y no me hizo falta el vínculo para saber dónde se encontraba Lissa. Tres strigoi hacían guardia en la entrada. Cuatro líneas de seguridad, entonces. Dimitri me había ganado por una. Daba lo mismo. Éramos diez personas en mi grupo. Los strigoi gruñeron y ya estaban en guardia cuando cargamos contra ellos. Con la señal de un gesto, la mitad de mi grupo entabló una lucha con ellos. El resto del grupo nos dirigimos hacia la puerta.
A pesar de mi intensa concentración en la búsqueda de Lissa y de Christian, un minúsculo pensamiento no había dejado de pasearse por el fondo de mi mente. Dimitri. No había visto a Dimitri en ninguno de los grupos de strigoi con los que nos habíamos cruzado. Con toda mi atención puesta en nuestros atacantes, no me había metido en la cabeza de Lissa para verificar la situación, pero estaba totalmente segura de que él seguía dentro de aquel cuarto. Se habría quedado con ella, consciente de que yo iría hasta allí. Estaría esperando para plantarme cara.
«Uno de ellos va a morir esta noche. Lissa o Dimitri».
Alcanzada nuestra meta, ya no necesitaba de protección extra. Hans utilizó su estaca con el primer strigoi que se encontró, se adelantó a mí y se lanzó a la refriega. El resto de mi grupo hizo lo mismo. Entramos en tromba en el almacén, y, si ya me había parecido un caos lo de antes, aquello no era nada en comparación con lo que vivimos allí. Todos nosotros —guardianes y strigoi— apenas cabíamos dentro del cuarto, lo que suponía un combate de total y absoluto cuerpo a cuerpo. Una strigoi —aquella a quien había abofeteado Dimitri— vino a por mí. Me enfrenté a ella con el piloto automático y casi no me di ni cuenta de que mi estaca le perforaba el corazón. En aquel cuarto lleno de gritos, de encontronazos y de muerte, solo había tres personas en el mundo que me importasen: Lissa, Christian y Dimitri.
Y por fin di con él. Dimitri se encontraba con mis dos amigos, apoyado en la pared más alejada. Nadie se enfrentaba a él. Estaba de pie y cruzado de brazos, como un rey que observase su reino mientras sus ejércitos combatían con el enemigo. Su mirada descendió sobre mí con una expresión divertida y expectante. Allí acabaría todo. Ambos lo sabíamos. Me abrí paso a empujones entre el barullo, esquivando a los strigoi. Mis compañeros se lanzaron a mi lado para despachar a todo aquel que se interpusiese en mi camino. Dejé que ellos librasen su batalla y avancé hacia mi objetivo. Todo aquello, todo cuanto estaba sucediendo, había conducido a aquel instante: el enfrentamiento final entre Dimitri y yo.
—Qué hermosa eres en la batalla —dijo Dimitri. Su fría voz me llegó con claridad, aun sobre el fragor del combate—. Como un ángel vengador venido a impartir justicia celestial.
—Tiene gracia —dije mientras acomodaba la postura de la mano en la estaca—. Más o menos a eso he venido.
—Los ángeles caen, Rose.
Casi había llegado hasta él. A través del vínculo sentí un breve foco de dolor procedente de Lissa. Una quemadura. Nadie le estaba haciendo daño, pero, al ver el movimiento de sus brazos con el rabillo del ojo, me percaté de lo que había pasado. Christian había hecho lo que ella le había pedido: había quemado sus ataduras. Vi cómo se movía acto seguido para desatarlo a él, y mi atención regresó sobre Dimitri. Si Lissa y Christian estaban libres, mejor que mejor. Más fácil sería escapar de allí una vez hubiésemos despejado el sitio de strigoi. Si es que lográbamos despejarlo.
—Te has tomado muchas molestias para traerme hasta aquí —le dije a Dimitri—. Mucha gente va a morir, de la tuya y de la mía.
Hizo un gesto de indiferencia con los hombros. Ya estaba prácticamente allí. Delante de mí, un guardián luchaba con un strigoi calvo. Qué poco atractiva resultaba la ausencia de pelo con una piel tan lechosa. Los rodeé.
—Eso no importa —dijo Dimitri. Se puso en tensión cuando me aproximé—. Ninguno de ellos importa. Si mueren, resulta obvio que carecen de valor.
—El depredador y su presa —murmuré al recordar lo que él me había dicho cuando me tenía cautiva.
Había llegado hasta él. No quedaba nadie entre nosotros. Aquel enfrentamiento era distinto de los otros que habíamos tenido, con mucho espacio para tantearnos y trazar nuestras estrategias de ataque. Seguíamos dentro de un cuarto atestado de gente y, al mantener nuestra distancia con los demás, habíamos estrechado el espacio que nos separaba. Aquello suponía una desventaja para mí, ya que los strigoi nos superaban en fuerza física a los guardianes, y el espacio extra nos ayudaba a compensarlo con más maniobrabilidad.
Sin embargo, aún no me hacía falta llevar a cabo ninguna maniobra. Dimitri estaba aguardando a que se me agotase la paciencia, quería que fuese yo quien hiciese el primer movimiento. No obstante, la posición que mantenía era buena, me bloqueaba la posibilidad de un golpe limpio a su corazón. Podría causarle algún daño si le cortaba con la estaca en cualquier otra parte, pero era probable que, al acercarme tanto, él pudiera lanzarme un golpe con gran potencia. Así que yo también intenté agotar su paciencia.
—Tanta muerte es por tu culpa, lo sabes —me dijo—. Si me hubieras dejado despertarte… si hubieras querido que estuviéramos juntos… bueno, nada de esto habría sucedido. Aún estaríamos en Rusia, el uno en brazos del otro, y todos estos amigos tuyos estarían a salvo. Ninguno de ellos habría muerto. Es culpa tuya.
—Y ¿qué hay de la gente que habría tenido que matar en Rusia? —le pregunté. Acababa de modificar ligeramente su postura. ¿Sería una oportunidad?—. Estarían a salvo si…
Me sorprendió el ruido de un golpe a mi izquierda. Christian, ya libre, había estampado su silla sobre un strigoi que estaba enzarzado con un guardián. El strigoi se había quitado a mi amigo de en medio como si fuera una mosca. Christian salió volando de espaldas, se estrelló contra la pared y cayó al suelo con una expresión algo perpleja. Contra mi voluntad, le miré un instante, vi que Lissa iba corriendo a su lado y, por todos los santos, llevaba una estaca en la mano. No tenía ni idea de cómo la había conseguido. Tal vez la cogiese de algún guardián caído. Tal vez no se le hubiera ocurrido registrarla a ninguno de los strigoi cuando la cogieron. Al fin y al cabo, ¿por qué demonios iba a llevar una estaca un moroi?
—¡Alto! ¡Quitaos de en medio! —les grité volviendo a Dimitri. Pagué el haber permitido que aquellos dos me distrajeran. Al percatarme de que Dimitri se hallaba a punto de atacar, conseguí esquivarlo aun sin ver nada de lo que él estaba haciendo. Se había lanzado a por mi cuello, y un movimiento evasivo tan impreciso por mi parte me había evitado sufrir daños mayores, aun así su mano sí que me impactó en el hombro y me lanzó hacia atrás casi tan lejos como le había pasado a Christian. Sin embargo, al contrario que en el caso de mi amigo, yo contaba con años de entrenamiento que me habían enseñado a recuperarme de algo semejante. Tenía muy afinada la capacidad para volver en mí y recobrar el equilibrio. Me tambaleé solo un poco para recuperar de inmediato mi posición.
Solo me quedaba rezar por que Lissa y Christian me hicieran caso y no cometieran ninguna estupidez. Mi atención tenía que permanecer sobre Dimitri o haría que me matasen. Y si yo moría, Lissa y Christian morirían sin duda. La impresión que me había dado al abrirnos paso hacia el interior del edificio era que los guardianes superábamos en número a los strigoi, aunque en ocasiones eso no significase mucho. Aun así, tenía que albergar la esperanza de que mis colegas acabasen con nuestros enemigos y dejasen que yo hiciese lo que tenía que hacer.
Dimitri se carcajeó ante mi movimiento elusivo.
—Eso me habría impresionado de no ser algo que podría hacer un crío de diez años. Y tus amigos… digamos que también pelean como lo haría un crío de diez años. Aunque para ser moroi, está bastante bien, la verdad.
—Claro que sí, ya veremos qué nota nos pones cuando te mate —le dije. Hice una pequeña finta para comprobar cuánta atención me estaba prestando. Se apartó casi sin inmutarse, con la elegancia de un bailarín.
—No puedes, Rose. ¿Es que no te has dado cuenta de eso a estas alturas? ¿Es que no lo has visto? No puedes derrotarme. No puedes matarme. Y, aunque pudieses, no eres capaz de obligarte a hacerlo. Vacilarías. Otra vez.
No, no lo haría. Eso era en lo que él no había reparado. Había cometido un error al llevar a Lissa allí. Su presencia elevaba enteros lo que había en juego. Ella estaba allí, era real. Su vida pendía de un hilo, y, ante eso… ante eso yo no vacilaría.
Dimitri debió de cansarse de esperar a que yo me impacientase. Se abalanzó, su mano de nuevo directa a mi cuello. Y de nuevo la esquivé para llevarme toda la fuerza del golpe en el hombro, que fue por donde él me agarró en esta ocasión. Me atrajo hacia él de un tirón, con un fogonazo triunfal en sus ojos rojos. En el reducido espacio en el que nos encontrábamos, aquello era probablemente todo cuanto necesitaba para matarme. Tenía lo que quería.
Al parecer, sin embargo, él no era el único que me quería. Otro strigoi, tal vez pensando que ayudaría a Dimitri, se abrió paso hasta nosotros y estiró el brazo hacia mí. Dimitri descubrió sus colmillos y lanzó una mirada de verdadero odio y de furia al otro strigoi.
—¡Es mía! —siseó mientras le golpeaba de un modo que cogió al otro por sorpresa.
Y aquella fue mi oportunidad. La breve distracción de Dimitri había provocado que me soltase. Aquella misma proximidad que hacía de él alguien tan letal me convertía a mí ahora en igualmente peligrosa. Me encontraba junto a su pecho, junto a su corazón, y tenía mi estaca en la mano.
Jamás me veré capaz de decir con seguridad cuánto tiempo duró la siguiente serie de sucesos. En cierto sentido me pareció como si apenas hubiera sido un suspiro y, a la vez, fue como si se hubiera parado el tiempo. Como si se hubiera detenido el mundo entero.
Mi estaca se movía hacia él, y, cuando los ojos de Dimitri descendieron sobre mí una vez más, creo que por fin se dio cuenta de que lo mataría. No vacilaba. Estaba sucediendo. Mi estaca estaba allí…
Y acto seguido ya no estaba.
Algo me golpeó con mucha fuerza por la derecha, me apartó de Dimitri y me estropeó el golpe. Me trastabillé y por los pelos evité golpearme contra nadie. Aunque en un combate siempre intentaba mantenerme alerta al respecto de todo cuanto me rodeaba, había bajado la guardia justo en aquella dirección. Tenía a los strigoi y a los guardianes a la izquierda. Lo que tenía a la derecha era la pared… y a Lissa y a Christian.
Y habían sido ellos dos quienes me habían quitado de en medio.
Creo que Dimitri estaba tan perplejo como yo. Y siguió igualmente perplejo al ver que Lissa se dirigía hacia él con aquella estaca en la mano. Y, como un rayo a través del vínculo, leí lo que ella me había mantenido oculto con mucho, mucho cuidado durante todo aquel último día: había conseguido hechizar una estaca con el espíritu. Esa era la razón de que se hubiese mostrado con tantas ganas durante su última sesión práctica con la estaca con Grant y Serena. Saber que ya disponía de la herramienta que necesitaba había alimentado su deseo de utilizarla. El hecho de que me hubiera ocultado aquella información era un logro a la altura del hechizo de la estaca.
Tampoco es que importase ahora mismo. Con estaca hechizada o sin ella, Lissa no podía acercarse a Dimitri. Él también lo sabía, y su sorpresa de inmediato se convirtió en una diversión agradable, casi indulgente, igual que cuando uno ve a un niño hacer algo adorable. El ataque de Lissa fue torpe. No tuvo la suficiente rapidez. No tuvo la suficiente fuerza.
—¡No! —grité yo con un salto hacia ellos, aunque también con la certeza de que tampoco iba a ser lo bastante rápida.
De pronto, un fulgurante muro de calor y llamas surgió ante mí, y apenas tuve la fortaleza mental justa para retroceder. Aquel fuego había surgido del suelo y había formado un anillo alrededor de Dimitri que me impedía llegar a él. Resultó desorientador, pero solo por un segundo. Ya me conocía la obra de Christian.
—¡Detenlo! —no sabía qué hacer, si debía atacar a Christian o saltar a las llamas—. ¡Nos vas a quemar vivos a todos! —el fuego estaba bastante controlado, tal era el dominio de Christian, pero en un cuarto de aquel tamaño, incluso un fuego controlado podía resultar mortal. Hasta los demás strigoi retrocedieron.
Las llamas se cernían sobre Dimitri, cada vez más y más cerca de él. Le oí gritar y pude ver su expresión de dolor incluso a través de las llamas. El fuego empezó a consumir su abrigo, y el humo a salir de las llamaradas. Algo instintivo me decía que tenía que detener aquello… y, sin embargo, ¿qué más daba? Había ido allí a matarle. ¿Acaso importaba si lo hacía otra persona por mí?
Y fue entonces cuando me percaté de que Lissa continuaba en su ofensiva. Dimitri estaba distraído, gritando mientras lo envolvían las llamas. Yo también gritaba… por él… por ella… sería difícil decirlo. El brazo de Lissa atravesó las llamas, y, de nuevo, el dolor brotó por el vínculo, un dolor que empequeñecía la anterior sensación cuando Christian le quemó sus ataduras. Aun así, ella siguió adelante, haciendo caso omiso de un tormento tan feroz. Su colocación era la correcta, tenía la estaca perfectamente apuntada al corazón.
La estaca se abrió paso, lo perforó.
Bueno, o algo así.
Igual que le había sucedido al practicar con el cojín, no tenía en absoluto la fuerza necesaria para llevar la estaca hasta donde tenía que llegar. Sentí cómo se armaba de valor y hacía acopio de todas las fuerzas que tenía. Volvió a empujar lanzando todo su peso y con ambas manos. La estaca se adentró un poco más. No lo suficiente aún. Aquella tardanza le habría costado la vida en una situación normal, pero aquella no era una situación normal. Dimitri no tenía forma de protegerse de ella, no con el fuego devorándolo lentamente. Consiguió forcejear un poco, aflojar la estaca y deshacer todos los progresos —por pequeños que fuesen— que ella había logrado. Con una expresión descompuesta, Lissa lo volvió a intentar y empujó la estaca hasta la posición en la que se encontraba antes.
Pero seguía sin ser suficiente.
Entonces volví en mí, consciente de que tenía que detener aquello. Lissa se iba a consumir en las llamas si continuaba intentándolo con la estaca. No sabía hacerlo. O bien tendría que hacerlo yo, o bien habría que dejar que el fuego acabase con él. Di un paso al frente. Lissa me percibió en el margen de su visión periférica y me lanzó una bocanada de coerción.
¡No! ¡Deja que sea yo quien haga esto!
La orden me impactó con dureza, como un muro invisible que me hizo detenerme en seco. Me quedé aturdida, tanto por la coerción en sí como por el hecho de que la hubiese utilizado conmigo. Me bastó un instante para sacudírmela de encima. Lissa estaba demasiado distraída como para poner toda su fuerza en aquella orden, y, de todas formas, yo era bastante resistente a la coerción.
Aun así, ese ligero retraso había evitado que llegase hasta ella. Lissa se aferró a su última oportunidad, consciente de que no gozaría de otra.
Una vez más luchando contra el terrible dolor provocado por el fuego, puso todo cuanto tenía dentro en empujar la estaca por completo hasta el corazón de Dimitri. Su intento no dejaba de ser torpe, y requirió más movimientos y empujones que el golpe limpio de un guardián entrenado. Torpe o no, la estaca por fin lo alcanzó. Le perforó el corazón. Al suceder aquello, sentí que la magia inundaba el vínculo, aquella magia tan familiar y que tantas veces había sentido cuando Lissa llevaba a cabo una sanación.
Excepto que… aquella fue cien veces más poderosa que cualquier otra que jamás hubiera sentido. Me dejó tan petrificada en el sitio como lo había hecho la coerción. Me sentí como si me explotaran todos los nervios, como si acabase de alcanzarme un rayo.
Una luz blanca surgió de repente alrededor de Lissa, un brillo que eclipsaba el del fuego. Era como si alguien hubiera metido el sol en mitad de aquel cuarto. Solté un grito y me protegí los ojos con la mano de manera instintiva al tiempo que retrocedía. A decir de lo que se oía dentro del cuarto, todos los demás estaban teniendo una reacción similar.
Por un instante, fue como si ya no hubiese vínculo. No sentía nada procedente de Lissa, ni dolor ni magia. El vínculo se había quedado tan falto de color y tan vacío como la luz blanca que llenaba la habitación. El poder que había utilizado había desbordado y abrumado el vínculo. Lo había dejado entumecido.
Entonces, la luz desapareció, simplemente. No se fue apagando poco a poco. Solo… ya no estaba, en un abrir y cerrar de ojos. Como si hubieran pulsado un interruptor. Excepto por algún murmullo de confusión e incomodidad, el cuarto se había quedado en silencio. Aquella luz tuvo que resultar muy dañina para los sensibles ojos de los strigoi. Ya había sido lo bastante fuerte para mí. Ante mis ojos danzaba una serie de líneas que surgían de un mismo punto. Era incapaz de fijarme en nada, a causa de la impresión que aquella imagen tan brillante había grabado en mis retinas.
Por fin —entrecerrando un poco los ojos— pude volver a ver algo de forma vaga. El fuego ya no estaba, aunque en el techo y en la pared quedaban unas manchas negras que indicaban su presencia, igual que algo de humo restante. Según estimaba yo, los daños tendrían que haber sido mucho mayores. Sin embargo, no podía dedicarle un segundo de mi tiempo a aquel milagro, porque otro estaba sucediendo justo delante de mí.
No era solo un milagro. Era un cuento de hadas.
Lissa y Dimitri se encontraban en el suelo. La ropa de ambos estaba quemada, chamuscada. La hermosa piel de Lissa mostraba porciones de inflamación roja y rosada allá donde el fuego había actuado con mayor dureza. Sus manos y sus muñecas estaban especialmente mal. Podía ver zonas sangrientas donde las llamas le habían consumido la piel. Quemaduras de tercer grado, si no recordaba mal mis clases de fisiología. Aun así, se diría que no sentía ningún dolor, y las quemaduras tampoco afectaban el movimiento de sus manos.
Estaba mesando el cabello de Dimitri.
Mientras ella se hallaba sentada con la espalda erguida, él estaba tirado en una postura bastante desmadejada. Tenía la cabeza sobre el regazo de Lissa, y ella le pasaba los dedos por el pelo en una caricia repetitiva, la que uno haría para consolar a un niño, o incluso para tranquilizar a un animal. La expresión en el rostro de ella, aun marcado por los terribles daños del fuego, era radiante y llena de compasión. Dimitri me había llamado a mí «ángel vengador», y ella era un ángel misericordioso que le miraba y le cantaba con voz suave unas ininteligibles palabras de consuelo.
Dadas las condiciones en las que se encontraba su ropa y en función de lo que yo había presenciado en el fuego, esperaba ver a Dimitri achicharrado, como una especie de esqueleto ennegrecido y surgido de una pesadilla. Sin embargo, cuando movió la cabeza y me ofreció el primer ángulo de visión directo de su rostro, vi que estaba completamente ileso. Ni una sola quemadura marcaba su piel, una piel tan cálida y bronceada como la que tenía el primer día que le vi. Solo pude captar un breve vistazo de sus ojos antes de que él hundiese la cara contra la rodilla de Lissa. Vi un castaño de una profundidad interminable, una profundidad en la que tantas veces me había precipitado. Ningún anillo rojo.
Dimitri… no era un strigoi.
Y estaba llorando.