CINCO

Decidí que sería mejor que Lissa y yo nos quedásemos levantadas hasta tarde cuando regresásemos a su habitación, revisando los documentos. Sus sentimientos se convirtieron en una maraña cuando le hablé de mi encuentro con Mikhail, un encuentro que no había mencionado a Mia. La primera reacción de Lissa fue la sorpresa, aunque había otras cosas también. Miedo ante los problemas en los que me podía haber metido. Un cierto romanticismo dulzón hacia lo que tanto Mikhail como yo estábamos dispuestos a hacer por aquellos a quienes amábamos. Se preguntó si ella haría lo mismo si Christian se encontrase en esa situación. Decidió al instante que sí lo haría; su amor por él aún era fuerte. Acto seguido se dijo que en realidad él ya no le importaba, algo que a mí me habría irritado de no estar tan distraída.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

Había suspirado en voz alta sin darme cuenta mientras le leía el pensamiento. Dado que no quería que se enterase de que había estado analizando su mente, señalé los papeles desplegados sobre su cama.

—Solo intento entender todo esto —lo cual no distaba demasiado de la verdad.

La distribución de la cárcel resultaba compleja. Las celdas ocupaban dos plantas y eran minúsculas: un único preso por celda. Los papeles no decían el motivo, pero la razón era obvia, e iba en la línea de lo que había dicho Abe al respecto de evitar que los reclusos se transformasen en strigoi. Si me hubieran encerrado a mí en una prisión durante años, podría entender la tentación de perder los nervios y matar a mi compañera con tal de convertirme en un strigoi y escapar. Las celdas también estaban situadas en el mismísimo corazón del edificio, rodeadas de guardias, oficinas, «salas de ejercicio», una cocina y una estancia para los proveedores. Los documentos explicaban las rotaciones de las guardias y también los horarios de nutrición de los presos. Al parecer los escoltaban de uno en uno hasta los proveedores, bajo fuertes medidas de seguridad, y solo les permitían pequeñas tomas de sangre. De nuevo, todo con tal de mantener débil al recluso y evitar que se convirtiese en un strigoi.

Toda aquella información era buena, aunque no tenía motivos para pensar que estuviese al día, ya que el expediente era de cinco años atrás. También podía ser que la prisión contara con todo tipo de nuevas medidas de vigilancia. Posiblemente, lo único con lo que podíamos contar que siguiese siendo igual sería la situación de la cárcel y la planta del edificio.

—¿Qué tal te va con tus habilidades para hacer amuletos? —pregunté a Lissa.

Pese a que no había logrado otorgar a mi anillo tanto espíritu de sanación como habría hecho una mujer que conocí, llamada Oksana, sí que había notado que se suavizaba un poco la tendencia a la oscuridad en mi estado de ánimo. Lissa había hecho otro anillo para Adrian, aunque no podía asegurar que le estuviera ayudando últimamente a controlar sus vicios, unos vicios en los que solía caer para controlar el espíritu.

Se encogió de hombros y se tumbó mirando al techo. El cansancio se apoderaba de ella, pero intentaba mantenerse despierta por mí.

—Mejorando. Ojalá pudiera conocer a Oksana.

—Tal vez algún día —dije de forma imprecisa. No pensaba que Oksana fuese nunca a abandonar Siberia. Había huido con su guardián y no deseaba llamar la atención. Además, no quería ver a Lissa por allí tan poco tiempo después de mis malos tragos—. ¿Has sido capaz de añadir algo más aparte de la sanación? —un instante después respondí mi propia pregunta—. Ah, sí. La cuchara.

Lissa hizo una mueca que se convirtió en un bostezo.

—No creo que funcionase tan bien.

—Mmm.

—¿Mmm?

Volví a mirar los planos.

—Estaba pensando que si pudieses hacer algún que otro amuleto de coerción, sería de una ayuda enorme con todo esto. Necesitamos hacer que la gente vea lo que queremos que vea —estaba claro que si Victor, cuyos poderes de coerción no eran ni de lejos los de Lissa, había conseguido hacer un hechizo de lujuria, entonces ella sería capaz de hacer lo que yo necesitaba. Solo necesitaba más práctica. Lissa entendía los principios básicos, pero le costaba lograr que los efectos fuesen duraderos. El único problema era que, al pedirle que lo hiciese, la estaba obligando a utilizar más el espíritu. Aunque los efectos secundarios no apareciesen de inmediato, era muy probable que en el futuro volviesen a atormentarla.

Me miró con expresión de curiosidad, pero cuando la vi bostezar de nuevo, le dije que no se preocupase por ello, que se lo explicaría al día siguiente. No opuso resistencia y, tras un abrazo rápido, nos retiramos a nuestras respectivas camas. No disponíamos de muchas horas de sueño, aun así teníamos que aprovechar cuanto pudiésemos. Mañana sería un gran día.

Había vestido una variación del atuendo formal de los guardianes en blanco y negro cuando fui al juicio de Victor. En las situaciones normales, vestíamos ropa común, pero en los eventos elegantes querían que nuestro aspecto fuese impoluto y profesional. La mañana después de nuestro atrevido allanamiento, pude probar por primera vez la verdadera moda de los guardianes.

La ropa que llevaba en el juicio de Victor era prestada, pero ahora contaba con un uniforme oficial de guardián confeccionado exactamente a mi medida: pantalones de vestir rectos y negros, una blusa blanca y una chaqueta negra que me quedaba perfecta. Desde luego que no estaba pensada para parecer atractiva, aunque el modo en que me abrazaba el estómago y las caderas le sentaba fenomenal a mi cuerpo. Me dejó satisfecha la imagen que vi en el espejo, y tras unos minutos de pensármelo, me recogí el pelo en un moño elegantemente trenzado que lucía mis marcas molnija. Aún tenía la piel irritada, pero al menos ya no llevaba el vendaje. Mi aspecto era muy… profesional. La verdad es que me recordaba a Sydney. Era una alquimista, humanos que trabajaban con los moroi y los dhampir para ocultarle al mundo la existencia de los vampiros. Con su sentido tan apropiado del vestir, siempre parecía a punto de meterse en una reunión de negocios. Aún quería enviarle un maletín de trabajo como regalo de Navidad.

De disponer yo de algún momento para caminar con la cabeza muy alta, hoy era el día. Tras las pruebas finales y la graduación, aquel era el siguiente gran paso en la trayectoria para convertirse en guardián. Se trataba de un almuerzo al que asistían todos los recién graduados. También asistirían los moroi disponibles para los nuevos guardianes, con la esperanza de evaluar a los candidatos. Nuestras notas de la academia ya se habrían hecho públicas a estas alturas, y era una oportunidad para los moroi de conocernos y de solicitar quién querían que los protegiese. Como es natural, la mayoría de los invitados formaría parte de la realeza, pero también accederían algunos otros moroi importantes.

Yo no tenía ningún interés en fanfarronear y enganchar una familia pija. Lissa era la única a la que deseaba proteger. Aun así, debía causar buena impresión. Tenía que dejar claro que era yo quien debía estar con ella.

Nos dirigimos juntas hacia el salón real de baile. Se trataba del único lugar lo suficientemente grande como para darnos cabida a todos, ya que no solo asistíamos los recién graduados de St. Vladimir. Todas las academias norteamericanas habían enviado a sus nuevos reclutas, y, por un momento, el enjambre de blanco y negro me pareció mareante. Algunos trazos de color —los miembros de la realeza vestidos con sus mejores galas— alegraban algo la gama de tonalidades. A nuestro alrededor, los murales de suaves acuarelas hacían que las paredes brillasen. Lissa no se había puesto un traje de gala ni nada por estilo, pero iba muy elegante con un vestido ajustado de seda en color cerceta.

La realeza se relacionaba socialmente con la facilidad para la que había sido formada, pero a mis compañeros se les veía moverse incómodos. A nadie parecía importarle, porque no nos tocaba a nosotros acercarnos a los demás; los demás se acercarían a nosotros. Todos los graduados mostrábamos nuestro nombre, que iba grabado en un chapa metálica: nada de pegatinas de esas con lo de «Hola, me llamo…». Las chapas nos hacían identificables para que la realeza pudiera venir y hacernos preguntas.

No esperaba que nadie hablase conmigo, excepto mis amigos, así que Lissa y yo nos fuimos directas al bufé y ocupamos un rincón tranquilo para picar unos canapés y caviar. Bueno, Lissa probó el caviar; a mí me recordaba demasiado a Rusia.

Adrian, por supuesto, nos localizó el primero. Le ofrecí una sonrisa de medio lado.

—¿Qué estás haciendo aquí? Sé que tú no puedes pedir un guardián.

Sin unos planes definidos para su futuro, se daba por supuesto que Adrian viviría en la corte. De esa manera, no necesitaba protección externa, aunque tendría derecho a ella si decidiese salir al mundo exterior.

—Cierto, pero es que soy incapaz de perderme una fiesta —dijo él. Llevaba una copa de champán en la mano, y me pregunté si tal vez los efectos del anillo que le había regalado Lissa se estarían desvaneciendo. Por supuesto, una copa de tanto en tanto tampoco es que fuese el fin del mundo, y el texto de la propuesta para que saliésemos juntos era un poco laxo en esa materia. Era fumar, fundamentalmente, aquello de lo que yo quería que se mantuviera alejado—. ¿Se te ha acercado ya una docena de moroi esperanzados?

Le dije que no con la cabeza.

—¿Quién quiere a la temeraria Rose Hathaway? ¿Esa que se larga a lo suyo y sin avisar?

—Mucha gente —dijo él—. Yo mismo, sin duda. Lo hiciste de flipar en la batalla, y recuerda, todo el mundo cree que te largaste a matar a todo strigoi que se te pusiera por delante. Hay quien podría pensar que esa forma loca de ser tuya resultaba valiosa.

—Tiene razón —dijo una voz de repente. Alcé la mirada y vi a Tasha Ozzera de pie cerca de nosotros, con una leve sonrisa en su rostro marcado. A pesar del desfiguramiento, me pareció que hoy su aspecto era muy hermoso, más de la realeza de lo que yo había visto nunca en ella. Su cabello negro y largo brillaba, y vestía una falda de color azul marino con una camiseta de tirantes y encaje. Llevaba incluso tacones altos y joyas, algo que sin duda jamás le había visto ponerse.

Me alegraba de verla; no sabía que vendría a la corte. Un pensamiento extraño se me pasó por la cabeza.

—¿Por fin te dejan tener un guardián? —la realeza tenía muchas formas silenciosas y educadas de marginar a quienes caían en desgracia. En el caso de los Ozzera, su asignación de guardianes se había visto reducida a la mitad como una especie de castigo por lo que habían hecho los padres de Christian. Era absolutamente injusto. Los Ozzera merecían gozar de los mismos derechos que cualquier otra familia real.

Asintió.

—Creo que esperan cerrarme la boca en lo de que los moroi luchen junto a los dhampir. Una especie de soborno.

—En el que no caerás, desde luego.

—De eso nada. Si acaso, eso me dará alguien con quien entrenar —su sonrisa se fue desvaneciendo, y lanzó algunas miradas indecisas entre nosotras—. Espero que no os ofendáis… pero he entregado una solicitud por ti, Rose.

Lissa y yo intercambiamos unas miradas de sorpresa.

—Oh —no supe qué otra cosa decir.

—Espero que te asignen a Lissa —se apresuró a añadir Tasha, claramente incómoda—. Aunque la reina parece bastante obcecada con sus propias preferencias. Si se da el caso…

—Está bien —le dije—. Si no puedo estar con Lissa, entonces preferiría estar contigo, sin duda —y era verdad. Quería estar con Lissa más que con cualquier otra persona en el mundo, pero si nos separaban, entonces desde luego que preferiría a Tasha a cualquier miembro esnob de la realeza. Por supuesto, estaba bastante segura de que mis opciones de que me asignaran a ella eran tan pobres como las de que me asignaran a Lissa. Los que estaban mosqueados conmigo por haberme largado harían lo imposible por colocarme en la situación más desagradable posible. Y, aunque a ella le concediesen la posibilidad de tener un guardián, me daba la sensación de que las preferencias de Tasha tampoco serían de alta prioridad. Mi futuro continuaba siendo un gigantesco interrogante.

—Oye —exclamó Adrian, ofendido por que no le hubiese nombrado a él como mi segunda opción.

Le hice un gesto negativo con la cabeza.

—Sabes que, de todas formas, me asignarían a una mujer. Además, tú tienes aún que hacer algo con tu vida para ganarte un guardián.

Lo dije en broma, pero una leve arruga en su frente me hizo pensar que tal vez hubiese herido sus sentimientos. Tasha, en cambio, parecía aliviada.

—Me alegro de que no te importe. Mientras tanto, intentaré ayudaros en lo que pueda a las dos —puso los ojos en blanco—. Aunque tampoco es que mi opinión cuente mucho.

Compartir mis recelos al respecto de ser asignada a Tasha me pareció un sinsentido. En lugar de eso, empecé a darle las gracias por la oferta, pero entonces se nos unió otra visita: Daniella Ivashkov.

—Adrian —le reprendió en tono cordial y con una ligera sonrisa en el rostro—, no puedes quedarte con Rose y Vasilisa solo para ti —se volvió hacia Lissa y hacia mí—. A la reina le gustaría veros a las dos.

Fantástico. Nos pusimos en pie, y Adrian se quedó sentado, sin ninguna gana de ir a ver a su tía. Podría decirse que Tasha tampoco. Al verla, Daniella hizo un gesto seco y correcto de asentimiento.

—Lady Ozzera.

Acto seguido se alejó asumiendo que la seguiríamos. Me resultó paradójico que Daniella pareciese dispuesta a aceptarme a mí pero mantuviese ese típico prejuicio distante anti-Ozzera. Supongo que ahí se acababa su cortesía.

Sin embargo, hacía mucho tiempo ya que Tasha se había vuelto inmune a que la tratasen de ese modo.

—Pasadlo bien —nos dijo. Le echó una mirada a Adrian—. ¿Más champán?

—Lady Ozzera —dijo con aires de grandeza—, vos y yo somos un único pensamiento.

Vacilé antes de seguir a Lissa hasta Tatiana. Me había fijado en el fantástico aspecto de Tasha, pero fue entonces cuando presté verdadera atención a algo.

—¿Son de plata todas tus joyas? —le pregunté.

Despreocupada, se llevó la mano al ópalo que colgaba de su cuello. Llevaba los dedos adornados con tres anillos.

—Sí —dijo confundida—. ¿Por qué?

—Te va a sonar verdaderamente raro… bueno, tal vez no mucho en comparación con mis rarezas habituales, pero ¿nos prestarías todos los que llevas?

Lissa me lanzó una mirada y adivinó de inmediato mis intenciones. Necesitábamos más amuletos, y andábamos escasas de plata. Tasha arqueó una ceja, aunque como tantos otros de mis amigos, gozaba de una notable afinidad por las ideas raras.

—Claro —me dijo—. Pero ¿puedo dártelas luego? No me gustaría tener que quitarme todas las joyas en plena fiesta.

—Sin problema.

—Haré que te las envíen a tu habitación.

Con aquello arreglado, Lissa y yo nos dirigimos hacia donde Tatiana se encontraba rodeada de admiradores y de gente deseando hacerle la pelota. Daniella debía de haberse equivocado al decir que Tatiana quería vernos a las dos. Aún ardía en mi recuerdo su imagen gritándome por Adrian, y la cena en casa de los Ivashkov no me había engañado hasta el punto de hacerme pensar que la reina y yo éramos de repente dos grandes amigas.

Y sin embargo, para mi sorpresa, cuando nos vio, se deshizo en sonrisas.

—Vasilisa. Y Rosemarie —nos hizo un gesto para que nos acercásemos más, y el grupo se abrió. Me aproximé con Lissa, con pasos de cautela. ¿Se pondría a gritarme delante de toda aquella gente?

Al parecer no. Siempre había nuevos miembros de la realeza que conocer, y Tatiana comenzó por presentárselos. Todo el mundo sentía curiosidad por la princesa Dragomir. A mí también me los presentó, aunque la reina no se esforzase tanto en cantar mis alabanzas como las de Lissa. Aun así, el simple hecho de que reparase en mí ya era increíble.

—Vasilisa —dijo Tatiana una vez finalizadas las formalidades—, estaba pensando que no deberías tardar en hacer una visita a Lehigh. Se están haciendo los preparativos para que vayas por allí en, mmm, una semana y media tal vez. Hemos pensado que sería un buen detalle por tu cumpleaños. Como es natural, te acompañarán Serena y Grant, y enviaré también a algunos más —Serena y Grant eran los guardianes que nos habían reemplazado a Dimitri y a mí como los futuros protectores de Lissa. Por supuesto que irían con ella. A continuación, Tatiana dijo lo más sorprendente de todo—: Y tú también puedes ir si lo deseas, Rose. No creo que Vasilisa sea capaz de celebrar nada sin ti.

A Lissa se le iluminó el rostro. La universidad Lehigh. El reclamo que había logrado que aceptase una vida en la corte. Lissa anhelaba conseguir tantos conocimientos como pudiese, y la reina le había ofrecido una oportunidad para ello. La perspectiva de una visita la llenaba de ganas y de emoción, en especial si podía celebrar su decimoctavo cumpleaños allí conmigo. Bastaba para distraerla de Victor y de Christian, que ya era algo.

—Gracias, Majestad. Sería fantástico.

Yo sabía que eran muchas las probabilidades de que no estuviéramos por aquí para la visita programada, no si funcionaba mi plan sobre Victor. Sin embargo, no quería hundir la felicidad que sentía Lissa, y tampoco podía mencionarlo delante de aquella multitud de miembros de la realeza. También estaba algo así como estupefacta por haber sido invitada siquiera. Y después de haberme formulado la invitación, la reina no me volvió a decir nada más y continuó hablando con los demás que la rodeaban. Aun así, había sido agradable —con lo que era ella, al menos— al dirigirse a mí, tal y como había hecho en casa de los Ivashkov. No encantadora en plan grandes amigas, pero tampoco histérica en plan desaforado. Quizá Daniella estuviese en lo cierto.

Más cumplidos siguieron a continuación mientras todo el mundo charlaba e intentaba impresionar a la reina, y enseguida se hizo patente que ya no se me necesitaba. Eché un vistazo a la sala, localicé a alguien con quien tenía que hablar y me separé mansamente del grupo, consciente de que Lissa era capaz de valerse por sí misma.

—Eddie —le llamé al llegar al otro extremo del salón de baile—. Al fin solos.

Eddie Castile, amigo mío desde largo tiempo atrás, sonrió al verme. Él también era un dhampir, alto, de cara alargada y estrecha que conservaba aún un aire infantil muy mono. Para variar, había domado aquel pelo rubio de tono oscuro y arenoso. Hubo una época en que Lissa albergó la esperanza de que saliésemos juntos, pero lo nuestro se limitaba a una estricta amistad. Su mejor amigo había sido Mason, un tío muy majo que estaba loco por mí y al que asesinaron los strigoi. Después de su muerte, Eddie y yo adoptamos una actitud mutuamente protectora. Más adelante, a él lo raptaron durante el ataque a St. Vladimir, y todo por lo que pasó hizo de él un guardián muy serio y resuelto… a veces demasiado serio. Yo quería que se divirtiese más, y me agradó mucho ver el brillo alegre que había ahora en sus ojos de color avellana.

—Creo que toda la realeza en esta sala ha estado intentando camelarte —bromeé. Tampoco era una broma al cien por cien. No le había quitado ojo durante la fiesta, y siempre había alguien con él. Su expediente era espectacular. Es posible que haber sobrevivido a los horribles sucesos de su vida le hubiera marcado. Pero aquellos sucesos habían repercutido de manera positiva en sus capacidades. Tenía unas notas y una calificación de la prueba final fantásticas; y lo más importante: él no tenía mi reputación de imprudente. Él era un buen partido.

—Podría decirse que lo parece —se rio—. La verdad, no me lo esperaba.

—Qué modesto. Eres de lo mejorcito de esta sala.

—No en comparación contigo.

—Claro, y eso lo demuestra la gente que hace cola para hablar conmigo. Hasta donde yo sé, Tasha Ozzera es la única que me quiere. Y Lissa, por supuesto.

Unas arrugas de preocupación se asomaron por el rostro de Eddie.

—Podría ser peor.

—Será peor. No me van a asignar a ninguna de ellas, ni de coña.

Nos quedamos en silencio, y una repentina inquietud se apoderó de mí. Me había acercado a pedirle un favor a Eddie, y ya no me parecía una buena idea. Se hallaba a punto de iniciar una brillante carrera. Era un amigo leal, y yo estaba segura de que me habría ayudado con lo que necesitaba… pero de repente no me sentí capaz de pedírselo. Sin embargo, al igual que Mia, Eddie era muy observador.

—¿Qué te pasa, Rose? —su tono de voz sonaba preocupado, esa forma de ser protectora que tomaba las riendas.

Hice un gesto negativo con la cabeza. No podía hacerlo.

—Nada.

—Rose —me dijo en tono de advertencia.

Bajé el rostro, incapaz de mirarle a los ojos.

—No es nada importante, en serio —ya encontraría otra manera, a otra persona.

Para mi sorpresa, alargó la mano hacia mi barbilla y me volvió a levantar la cara. Sus ojos atraparon los míos y no me dejaron escape.

—¿Qué necesitas?

Me quedé mirándolo un largo rato. Qué egoísta me sentía, arriesgando la vida y la reputación de los amigos que me importaban. Si Christian y Lissa no estuvieran peleados, también se lo estaría pidiendo a él. Pero Eddie era lo único que me quedaba.

—Necesito algo… algo que es bastante extremo.

Su expresión seguía siendo seria, pero sus labios se estiraron en una sonrisa sarcástica.

—Todo lo que tú haces es extremo.

—No como esto. Esto es… bueno, es algo que podría hacer que se te torciera todo, meterte en problemas muy serios. No puedo hacerte eso.

Su media sonrisa desapareció.

—No importa —dijo con determinación—. Si me necesitas, lo haré, sea lo que sea.

—No sabes lo que es.

—Confío en ti.

—Digamos que podría ser ilegal. Una traición, incluso.

Aquello le sorprendió por un instante, pero se mantuvo resuelto.

—Lo que necesites. Me da igual. Yo te guardo las espaldas.

Le había salvado la vida a Eddie dos veces, y sabía que lo decía en serio. Se sentía en deuda conmigo. Iría hasta donde se lo pidiese, pero no por un amor de carácter romántico, sino por amistad y lealtad.

—Es ilegal —le repetí—. Tendrías que escaparte de la corte… esta noche. Y no sé cuándo volveríamos —y era absolutamente posible que no volviésemos. Si nos las veíamos con los guardias de la prisión… bueno, era probable que tomasen medidas letales para cumplir con su deber. Para eso nos habían entrenado a todos nosotros. Pero no iba a poder lograr aquella fuga únicamente con la coerción de Lissa. Necesitaba el respaldo de otro combatiente.

—Solo dime cuándo.

Y eso era todo lo que había. No le conté cada uno de los detalles de nuestro plan, pero sí le di el punto de encuentro de esa noche y le dije todo cuanto necesitaría llevar consigo. No me puso ningún pero. Me dijo que allí estaría. Justo en ese momento llegaron más miembros de la realeza para hablar con él, así que le dejé, con la seguridad de que aparecería más tarde. Resultaba difícil, pero aparté a un lado mi sentimiento de culpa por cualquier posible peligro que corriese su futuro.

Tal y como había prometido, Eddie llegó cuando mi plan comenzaba a desarrollarse, más tarde aquella misma noche. También vino Lissa. De nuevo, «de noche» significaba «en pleno día», y sentí la misma inquietud que cuando nos movimos a escondidas con Mia. La luz lo dejaba todo al descubierto, pero claro, la mayoría de la gente estaba durmiendo. Lissa, Eddie y yo atravesamos los jardines de la corte tan a cubierto como pudimos, y nos encontramos con Mikhail en una parte del complejo donde había todo tipo de vehículos. Los garajes eran unos edificios de metal con aspecto de naves industriales que estaban situados en un extremo de la corte, y allí fuera no había nadie más.

Nos colamos en el garaje que él nos había especificado la noche anterior, y me sentí aliviada al ver que estaba solo. Nos estudió a los tres y pareció sorprendido ante mi «equipo de intervención», pero no hizo preguntas ni hizo nuevos intentos de unirse a nosotros. Sentí otra oleada de culpa en mi interior. Otra persona más que estaba arriesgando su futuro por mí.

—Vais a ir un poco apretados —musitó.

Forcé una sonrisa.

—Hay confianza entre nosotros.

Mikhail no se rio ante mi broma y abrió el maletero de un Dodge Charger de color negro. Hablaba en serio sobre lo de ir apretados. Se trataba de uno de los nuevos, lo cual era una lástima. Un modelo más antiguo habría sido más grande, pero los guardianes siempre iban a la última.

—Una vez nos hayamos alejado lo suficiente, pararé y os dejaré salir —dijo Mikhail.

—Estaremos bien —le aseguré—. Vamos a ello.

Lissa, Eddie y yo nos metimos en el maletero.

—Dios mío —masculló Lissa—. Espero que ninguno seamos claustrofóbicos.

Aquello era como una partida lamentable de Enredos. En aquel maletero cabía algún equipaje, pero no estaba pensado para meter a tres personas. Nos apretamos los unos contra los otros, sin ningún espacio libre. Todo muy íntimo y personal. Satisfecho con cómo nos habíamos acomodado, Mikhail cerró el maletero y nos engulló la oscuridad. El motor arrancó un minuto más tarde, y sentimos que el coche se movía.

—¿Cuánto crees que queda hasta que paremos? —preguntó Lissa—. ¿O hasta que muramos intoxicados por el monóxido de carbono?

—Todavía no hemos salido de la corte siquiera —le apunté.

Ella suspiró.

El coche avanzó y, no mucho más tarde, nos detuvimos. Mikhail debía de haber llegado a las puertas y estar charlando con los guardias. Ya me había contado antes que se inventaría una excusa o, si acaso, que haría algún recado, y no teníamos motivo para pensar que los guardias le interrogasen al respecto o que inspeccionaran el coche. A la corte no le preocupaba que la gente se escapase de allí, como era el caso en la academia. Aquí, la principal preocupación eran los que se querían colar dentro.

Transcurrió un minuto, y me pregunté inquieta si habría algún problema. Volvimos a ponernos en marcha, y los tres suspiramos aliviados. Cogimos velocidad, y, tras lo que calculé que sería un kilómetro y medio, el coche se apartó a un lado y se detuvo. Se abrió el maletero y salimos de él.

Nunca había agradecido tanto el aire fresco. Me senté delante, junto a Mikhail, y Lissa y Eddie ocuparon la parte de atrás. Una vez acomodados, Mikhail continuó conduciendo sin decir una palabra.

Yo me concedí unos instantes más de culpa por la gente a la que había implicado, pero lo dejé ir enseguida.

Ya era demasiado tarde para preocuparse. También dejé ir mi sentimiento de culpa al respecto de Adrian. Habría sido un buen aliado, pero difícilmente podría pedirle ayuda para hacer esto.

Y así, me recosté y dirigí mis pensamientos a la tarea que teníamos por delante. Tardaríamos una hora en llegar al aeropuerto, y desde allí, nosotros tres nos marcharíamos a Alaska.