VEINTISIETE

Mi entrada en la sala del juicio fue una de las experiencias más surrealistas de mi vida, no solo por que fuera yo la acusada. No dejaba de recordarme el juicio de Victor, y la idea de que ahora era yo quien ocupaba su lugar resultaba demasiado disparatada para entenderla.

Entrar en una sala con una tropa de guardianes hace que la gente se te quede mirando —y créeme, que allí había un montón de gente—, así que, como es natural, ni me escondí ni me comporté como si estuviera avergonzada. Caminé con confianza y la cabeza muy alta. De nuevo sentí ese macabro recuerdo de Victor. Él también había entrado con aire desafiante, y a mí me horrorizó que alguien que había cometido sus crímenes se comportase de esa manera. ¿Estaría aquella gente ahora pensando lo mismo sobre mí?

Una mujer a la que no reconocí estaba sentada en el estrado, en la parte de delante de la sala. Entre los moroi, el juez solía ser un abogado al que se nombraba ex profeso para la vista o similar. El juicio propiamente dicho —al menos uno tan importante como el de Victor— lo había presidido la propia reina. Ella fue quien decidió el veredicto en última instancia. Aquí serían los miembros del Consejo quienes decidirían si yo llegaba siquiera a esa fase. «Entonces será oficial: en el juicio se adopta un veredicto y se dicta la sentencia con el castigo».

Mi escolta me llevó hasta la primera fila de la sala, más allá de la barandilla que separaba del público a los actores principales, y me señaló un asiento junto a un moroi de mediana edad que vestía un traje negro muy formal y de alta costura. Aquel traje decía a voces algo así como «siento que haya muerto la reina, y me pongo superelegante a la par que muestro mi dolor». Tenía el pelo rubio muy claro, ligeramente sazonado con los primeros síntomas de las canas. De algún modo, se las había arreglado para que le quedase bien. Me imaginé que se trataría de Damon Tarus, mi abogado, aunque no me dijo ni una palabra.

Mikhail también se sentó a mi lado, y me alegré de que lo hubiesen escogido a él para que no se separase de mí, literalmente. Miré hacia atrás y vi a Daniella y a Nathan Ivashkov sentados con otros miembros de la más alta realeza y con sus familias. Adrian había preferido no unirse a ellos. Estaba sentado más atrás, con Lissa, Christian y Eddie. Todos sus rostros, cargados de preocupación.

La juez —una moroi mayor, de pelo cano, con pinta de tener aún bastante mala leche— llamó al orden a la sala, y me giré de nuevo hacia delante. Estaba entrando el Consejo, y ella los nombró uno por uno. Les habían preparado dos filas, dos hileras de seis asientos, con un decimotercero detrás y elevado. Por supuesto, solo once sitios quedaron ocupados, e intenté no arrugar la frente y torcer el gesto. Lissa debería estar allí sentada.

Una vez acomodado el Consejo, la juez se volvió hacia el resto de nosotros y habló con una voz que resonó por toda la sala.

—Se abre la vista preliminar en la que se determinará si hay pruebas suficientes para…

Se vio interrumpida por un revuelo en la puerta, y el público volvió la cabeza para ver qué estaba sucediendo.

—¿A qué viene tanto alboroto? —exigió saber la juez.

Uno de los guardianes tenía la puerta parcialmente abierta y medio cuerpo fuera de la sala, al parecer hablando con quienquiera que fuese que se encontraba en el pasillo. Se incorporó de nuevo hacia dentro de la sala.

—El abogado de la acusada está aquí, señoría.

La juez nos miró a Damon y a mí y se dirigió al guardián con el ceño fruncido.

—La acusada ya tiene abogado.

El guardián se encogió de hombros y se quedó con un aspecto cómico de impotencia. De haber habido un strigoi ahí fuera, habría sabido qué hacer. Aquella interrupción tan singular del protocolo superaba su rango de habilidades. A la juez se le escapó un suspiro.

—Perfecto. Haga venir aquí a quien sea que haya llegado y solucionemos esto de una vez.

Abe entró en la sala.

—Por Dios bendito —dije en voz alta.

No me hizo falta reprenderme a mí misma por haber intervenido sin tener la palabra porque un murmullo acaparó la sala de inmediato. Me imaginé que la mitad de los presentes estaría al tanto de quién era Abe y de su reputación. A la otra mitad, con toda probabilidad, le habría sorprendido su irrupción.

Vestía un traje gris de cachemir considerablemente más claro que el adusto negro de Damon; bajo la chaqueta, llevaba una reluciente camisa de vestir tan blanca que deslumbraba, en particular al lado de la corbata de seda de color rojo escarlata que se había puesto. Su atuendo iba salpicado de otros detalles en rojo: un pañuelo en el bolsillo, gemelos de rubíes. Por supuesto, era de una confección tan perfecta y tan caro como el traje de Damon. Abe no tenía aspecto de estar de luto. Ni siquiera parecía que fuese a asistir a un juicio. Era más como si le hubiesen interceptado de camino a una fiesta. Y, claro está, lucía sus habituales aretes de oro en las orejas y la barba negra recortada.

La juez acalló la sala con un gesto de la mano mientras él se acercaba a ella con aire ufano.

—Ibrahim Mazur —dijo la juez con un gesto negativo de la cabeza. En su voz había asombro y desaprobación a partes iguales—. Esto es… inesperado.

Abe le dedicó una galante reverencia.

—Es un placer volver a verte, Paula. Por ti no ha pasado el tiempo.

—No estamos en un club de campo, señor Mazur —le informó ella—, así que, mientras nos encontremos aquí, se dirigirá a mí de la manera apropiada.

—Ah, cierto —guiñó un ojo—. Mis disculpas, su señoría —se dio la vuelta y miró a su alrededor hasta que sus ojos se posaron en mí—. Aquí la tenemos. Siento haber retrasado esto. Empecemos.

Damon se puso en pie.

—¿Esto qué es? ¿Quién es usted? Su abogado soy yo.

Abe le dijo que no con la cabeza.

—Tiene que haberse producido algún error. Me ha costado un tiempo conseguir un vuelo para venir, entiendo que le hayan asignado un abogado de oficio para suplirme.

—¡Abogado de oficio! —la cara de Damon se puso roja de indignación—. Soy uno de los abogados más célebres entre los moroi norteamericanos.

—Célebre, de oficio… —Abe se encogió de hombros y se inclinó hacia atrás, sobre los talones—. No soy quién para juzgarle, y perdone el juego de palabras.

—Señor Mazur —le interrumpió la juez—, ¿es usted abogado?

—Yo soy muchas cosas, Paula…, su señoría. Además, ¿acaso importa? Ella solo necesita alguien que la defienda.

—Y ya tiene a alguien —exclamó Damon—. A mí.

—Ya no —dijo un Abe que aún se manejaba con mucha cortesía. No había dejado de sonreír en ningún momento, pero sí creí ver aquel peligroso brillo en sus ojos que aterraba a tantos de sus enemigos. Él era la imagen de la calma, mientras que a Damon parecía que le fuese a dar un ataque.

—Señoría…

—¡Basta! —dijo la juez con aquella voz atronadora que tenía—. Que sea la joven quien escoja —clavó sus ojos castaños en mí—. ¿Quién desea usted que le defienda?

—Yo… —la manera tan abrupta en que la atención había quedado centrada en mí me dejó boquiabierta. Me había dedicado a observar la escena entre aquellos dos hombres como quien asiste a un partido de tenis, y ahora me había golpeado la pelota en toda la cabeza.

—Rose.

Sorprendida, me giré levemente. Daniella Ivashkov se había acercado al banco que había detrás de mí.

—Rose —volvió a susurrar—, no tienes ni idea de quién es ese tal Mazur —¿ah, no?—. No te mezcles con él. Damon es el mejor, y no resulta fácil conseguir sus servicios.

Retrocedió hasta su asiento, y me quedé observando los rostros de mis dos potenciales abogados. Entendía lo que me quería decir Daniella. Adrian la había convencido para que me consiguiese a Damon, y después ella había convencido a Damon para que finalmente lo hiciese. Rechazarlo supondría un insulto para ella, y, teniendo en cuenta que Daniella era uno de los pocos moroi de la realeza que se había portado bien conmigo al respecto de Adrian, desde luego que no deseaba ganarme su aversión. Además, si aquello era algún montaje de la realeza, tener de mi parte a uno de ellos tal vez fuese mi mejor oportunidad de librarme.

Y, aun así… allí estaba Abe, mirándome con aquella sonrisa suya tan espabilada. Sin duda se le daba maravillosamente bien lo de salirse con la suya, aunque gran parte fuese provocado por la fuerza de su presencia y de su reputación. Si de verdad había alguna prueba absurda contra mí, la pose de Abe no bastaría para descartarla. Y también era astuto, por supuesto. La serpiente. Era capaz de hacer posible lo imposible; desde luego que había movido muchos hilos por mí.

No obstante, aquello no cambiaba el hecho de que no era abogado.

Por otro lado, él era mi padre.

Era mi padre, y, aunque apenas nos conociésemos todavía, había hecho un enorme esfuerzo por plantarse allí y pasearse con su traje gris para defenderme. ¿Se trataría de un mal entendido amor paterno? ¿Sería en realidad tan buen abogado? Y, al fin y al cabo, ¿era el vínculo de la sangre más fuerte que cualquier otra cosa? No lo sabía, la verdad, y ni siquiera me gustaba esa expresión. Tal vez valiese para los humanos, pero no tenía demasiado sentido entre vampiros.

Fuera como fuese, los ojos de Abe me miraban fijamente, unos ojos de color marrón oscuro casi idénticos a los míos. «Confía en mí», parecían decir. Pero ¿podía confiar? ¿Podía confiar en mi familia? Habría confiado en mi madre, si ella se hubiese encontrado allí… y sabía que ella confiaba en él.

Suspiré e hice un gesto hacia Abe.

—Me quedo con él —dije, y añadí en voz baja—: No me dejes tirada, Zmey.

La sonrisa de Abe se amplió de oreja a oreja mientras la sala se llenaba de exclamaciones de asombro y Damon protestaba indignado. Tal vez Daniella hubiera tenido que convencerle al principio para que se hiciese cargo de mi defensa, pero el caso se había convertido ya en una cuestión de orgullo para él. Su reputación había quedado mancillada en el momento en que yo pasé de él.

Con todo, ya me había decidido, y la exasperada juez no iba a escuchar más discusiones al respecto. Hizo salir a Damon, y Abe ocupó su silla. La juez comenzó con el habitual discurso de apertura en que explicaba por qué nos encontrábamos allí reunidos, etcétera, etcétera, etcétera. Mientras ella hablaba, me incliné hacia Abe.

—¿En qué me has metido? —le dije en un siseo.

—¿Yo? ¿En qué te has metido tú solita? ¿Es que no bastaba con hacerme ir a recogerte a la comisaría por beber alcohol siendo menor de edad, como a la mayoría de los padres?

Estaba empezando a entender por qué la gente se irritaba cuando yo hacía bromas en las situaciones de peligro.

—¡Joder, que es mi futuro lo que está en juego! ¡Que me van a llevar a juicio y me van a condenar!

De su semblante se desvaneció todo rastro de humor o de alegría. Su expresión se volvió dura, gravemente seria. Sentí que un escalofrío me recorría la espalda.

—Te juro —me dijo en una voz baja y monótona— que eso es algo que nunca, jamás, va a suceder.

La juez volvió a centrar su atención en nosotros y en la fiscal, una mujer llamada Iris Kane. Su apellido no formaba parte de la realeza, pero aun así parecía bastante rígida. Tal vez no fuese más que algo característico de los letrados.

Antes de que se presentasen las pruebas contra mí, describieron el asesinato de la reina con todo tipo de truculentos detalles. Cómo la habían encontrado en la cama aquella mañana con una estaca clavada en el corazón y una profunda expresión de horror y desconcierto en la cara. Había sangre por todas partes: en su camisón, en las sábanas, por toda su piel… nos mostraron las imágenes a todos los presentes en la sala, lo que provocó diversas reacciones. Gritos ahogados de sorpresa. Más pánico y más temor. Y algunos… hubo quien se echó a llorar. Parte de esas lágrimas se debía sin duda a lo terrible de toda aquella situación, aunque pienso que muchos lloraban porque apreciaban o querían a Tatiana. Podía haber sido fría y estirada a veces, pero en su reinado habían disfrutado de paz y justicia.

Tras las imágenes, me llamaron al estrado. El procedimiento de la vista no transcurría igual que en un juicio, no había esa alternancia formal de los letrados para los interrogatorios a los testigos. Se limitaban a hacer preguntas mientras la juez mantenía el orden.

—Señorita Hathaway —comenzó Iris, que omitió mi título de guardián—. ¿A qué hora regresó anoche a su habitación?

—No recuerdo la hora exacta… —me concentré en ella y en Abe en lugar de la marea de rostros que tenía en frente—. Yo diría que hacia las cinco de la mañana, tal vez la seis.

—¿Había alguien con usted?

—No, bueno… sí. Más tarde —oh, Dios. «Ahí va eso»—. Mmm, Adrian Ivashkov vino a hacerme una visita.

—¿A qué hora llegó el señor Ivashkov? —preguntó Abe.

—Tampoco estoy segura de eso. Unas pocas horas después de que yo volviese, supongo.

Abe dirigió su encantadora sonrisa hacia Iris, que rebuscaba entre algunos papeles.

—La hora del asesinato de la reina ha quedado acotada con mucha precisión entre las siete y las ocho. Rose no estaba sola… aunque, por supuesto, necesitaríamos el testimonio del señor Ivashkov a tal efecto.

Los ojos se me fueron brevemente hacia el público. Daniella había palidecido. Aquella era su pesadilla: que Adrian quedase implicado. Miré un poco más allá y vi que el propio Adrian tenía un aire inquietantemente tranquilo. Deseé con todas mis fuerzas que no estuviese borracho.

Iris sostuvo en alto y con gesto triunfal una hoja de papel.

—Tenemos una declaración firmada de un empleado de mantenimiento que afirma que el señor Ivashkov llegó al edificio de la acusada hacia las nueve y veinte.

—Eso es mucho concretar —dijo Abe. Sonaba divertido, como si la fiscal hubiera dicho una monería—. ¿Tiene usted algún recepcionista que lo corrobore?

—No —dijo Iris con frialdad—, pero esto es suficiente. El empleado lo recuerda porque estaba a punto de hacer su descanso. La señorita Hathaway se encontraba sola en el momento en que tuvo lugar el asesinato. Carece de coartada.

—Bueno —dijo Abe—, eso según ciertos «hechos» muy discutibles.

No obstante, no se dijo nada más al respecto de la hora. Se admitió la prueba en el registro oficial, y respiré hondo. No me había gustado la línea que había seguido aquel interrogatorio, aunque era de esperar a decir de cuanto había escuchado en las anteriores conversaciones a través de Lissa. La ausencia de una coartada no era nada bueno, pero de un modo u otro yo compartía el sentir de Abe. Lo que tenían hasta ahora no era lo suficientemente sólido como para llevarme a juicio. Además, no me habían preguntado nada más acerca de Adrian, lo cual le dejaba al margen de todo aquello.

—Siguiente prueba —dijo Iris. En su rostro había una expresión de suficiencia triunfal. Sabía que el tema de la hora era bastante endeble, pero fuera lo que fuese lo que venía a continuación, lo guardaba como oro en paño.

Aunque en realidad se trataba de plata. Una estaca de plata.

Agárrate, porque tenía una estaca de plata en una bolsa de plástico. Brillaba bajo la incandescencia de la luz excepto en la punta, que estaba oscura. De sangre.

—Esta es la estaca que utilizó el asesino para matar a la reina —afirmó Iris—. La estaca de la señorita Hathaway.

Abe soltó una carcajada.

—Hombre, por Dios… Los guardianes reciben estacas constantemente. Cuentan con un suministro enorme de piezas idénticas.

Iris no le hizo ningún caso y se dirigió hacia mí.

—¿Dónde se encuentra su estaca ahora mismo?

Fruncí el ceño.

—En mi habitación.

Se volvió y miró hacia la multitud.

—¿El guardián Stone, por favor?

Un dhampir alto con un bigote negro y poblado se puso en pie entre la gente.

—¿Sí?

—Usted ha dirigido el registro de la habitación y los objetos personales de la señorita Hathaway, ¿es correcto?

Se me escapó un grito ahogado de indignación.

—¿Han registrado mi…?

Una mirada tajante por parte de Abe me silenció.

—Es correcto —dijo el guardián.

—Y ¿encontraron ustedes alguna estaca de plata? —le preguntó Iris.

—No.

La fiscal se volvió hacia nosotros, aún con su aire de suficiencia, aunque podría decirse que para Abe aquella información era todavía más absurda que la última tanda.

—Eso no demuestra nada. Podría haber perdido la estaca sin haberse percatado de ello.

—¿Y dónde la ha perdido? ¿En el corazón de la reina?

—Señorita Kane —le advirtió la juez.

—Mis disculpas, señoría —dijo Iris en tono suave. Se volvió hacia mí—. Señorita Hathaway, ¿tiene algo de especial su estaca? ¿Algo que la pudiese distinguir de las demás?

—S… sí.

—¿Podría describírnoslo?

Tragué saliva. Tenía un mal presentimiento al respecto de aquello.

—Tiene grabado un diseño cerca de la parte superior. Una especie de patrón geométrico —los guardianes se hacían grabar las estacas a veces. Aquella me la había encontrado en Siberia y me la había quedado. Bueno, la verdad es que Dimitri me la había enviado después de que se le cayese del pecho.

Iris caminó hasta el Consejo y les mostró la bolsa de modo que todos y cada uno de ellos pudiesen examinarla. Volvió de nuevo hacia mí y me dio la misma oportunidad.

—¿Es este su diseño? ¿Es su estaca?

Me quedé mirándola fijamente. Desde luego que lo era. Abrí los labios, preparada para decir que sí, pero entonces capté la mirada de Abe. Estaba claro que no podía hablar de manera directa conmigo, pero me envió innumerables mensajes con aquella mirada. El más poderoso de todos fue que tuviese cuidado, que fuese astuta. ¿Qué haría alguien tan escurridizo como Abe?

—Pues… se parece al diseño de la mía —dije por fin—. Pero no puedo asegurar que sea justo la misma —la sonrisa de Abe me decía que había respondido correctamente.

—Por supuesto que no puede —dijo Iris como si no se esperase otra cosa. Entregó la bolsa a uno de los ujieres del tribunal—, pero ahora que el Consejo ha visto que el diseño coincide con su descripción y que es casi como su estaca, me gustaría señalar que el análisis ha revelado —sostuvo en alto más papeles con una expresión victoriosa inundándole el rostro— la presencia de sus huellas dactilares en ella.

Ahí estaba. La gran jugada. La «prueba concluyente».

—¿Alguna otra huella? —preguntó la juez.

—No, su señoría, solo las de la acusada.

—Eso no significa nada —dijo Abe con un gesto de indiferencia. Me daba la sensación de que si me ponía en pie en ese instante y confesaba el asesinato, él seguiría afirmando que se trataba de una prueba circunstancial—. Alguien se pone unos guantes y le roba la estaca. Las huellas de la señorita Hathaway estarían en la estaca porque es suya.

—Eso es un poco rebuscado, ¿no le parece? —le preguntó Iris.

—La prueba está llena de inconsistencias —protestó él—. Eso sí que es rebuscado. ¿Cómo habría podido llegar hasta los aposentos de la reina? ¿Cómo se las habría arreglado para pasar por delante de la guardia real?

—Bueno —caviló Iris—, la mejor ocasión para explorar tales cuestiones sería el propio juicio, pero teniendo en consideración el extenso expediente de la señorita Hathaway en lo que respecta a colarse y a escaparse de todo tipo de lugares, al igual que el resto de incontables antecedentes disciplinarios en su haber, no me cabe la menor duda de que podría haber encontrado numerosas formas de llegar al interior.

—No tienen ninguna prueba —afirmó Abe—. Ninguna teoría.

—No nos hace falta —dijo Iris—, no en este momento. Tenemos más que suficiente para ir a juicio, ¿verdad? Veamos, aún no hemos llegado siquiera a la parte de los innumerables testigos que oyeron a la señorita Hathaway decirle a la reina que lamentaría haber aprobado la reciente ley de los guardianes. Puedo traerle las transcripciones si lo desea, por no hacer mención de otros comentarios «expresivos» que la acusada ha proferido en público.

Un recuerdo me vino a la cabeza: estaba en los jardines con Daniella mientras despotricaba —delante de otros— al respecto de que la reina no me podía comprar con la asignación de un destino. No fue una buena decisión por mi parte. Tampoco lo fue colarme en la Vigilia Funeraria o quejarme de que la reina no mereciese protección cuando los strigoi capturaron a Lissa. Había proporcionado mucho material a Iris.

—Ah, sí —prosiguió—, también contamos con testimonios acerca de las manifestaciones de la reina expresando su extrema desaprobación de las relaciones de la señorita Hathaway con Adrian Ivashkov, en particular cuando ambos se escaparon para casarse —abrí la boca al oír aquello, pero Abe me silenció—. Tenemos constancia de innumerables episodios de discusiones en público entre Su Majestad y la señorita Hathaway. ¿Quiere usted que le traiga esos papeles también, o podemos pasar ya a la votación sobre el juicio?

Aquello iba dirigido a la juez. Yo no tenía ninguna formación jurídica, pero el conjunto de las pruebas resultaba bastante condenatorio. Yo misma habría dicho que desde luego que había razones para considerarme sospechosa de asesinato, excepto que…

—¿Su señoría? —pregunté. Me pareció que estaba a punto de hacer un anuncio—. ¿Puedo decir algo?

La juez se lo pensó y, acto seguido, se encogió de hombros.

—No veo razón para que no pueda. Estamos recogiendo todas las pruebas disponibles.

Vaya, que yo actuase por mi cuenta no entraba en los planes de Abe, ni mucho menos. Se acercó a grandes zancadas hasta el estrado con la esperanza de pararme los pies con su sabio consejo, pero no fue lo bastante rápido.

—Muy bien —dije con el deseo de sonar razonable y como si no fuese a perder los estribos—. Ha sacado usted un montón de cosas sospechosas. Salta a la vista —Abe parecía afligido, una expresión que no había visto nunca en él. No perdía el control de las situaciones muy a menudo—. Pero ahí está el tema. Es demasiado sospechoso. Si yo fuese a matar a alguien, no sería tan estúpida. ¿De verdad cree que le dejaría mi estaca clavada en el pecho? ¿Cree que no llevaría guantes? Venga ya, eso es insultante. Si soy tan hábil como según usted dice mi expediente, entonces, ¿por qué iba hacerlo de esa manera? A ver, ¿en serio? De haber sido yo, todo sería mucho mejor. Usted jamás me consideraría sospechosa. La verdad es que todo esto es un insulto a mi inteligencia.

—Rose… —comenzó a decir Abe con un tono amenazador en la voz. Seguí adelante.

—Todas estas pruebas que tiene son dolorosamente obvias. Demonios, a quienquiera que se haya inventado este montaje solo le ha faltado pintar una flecha que apuntase directamente hacia mí, y está clarísimo que alguien me ha tendido una trampa, pero es que son ustedes tan estúpidos que ni siquiera se lo han planteado —se estaba elevando el volumen de mi voz, y lo devolví a los niveles normales de manera consciente—. Lo que quieren es una respuesta fácil. Y quieren específicamente a alguien que no tenga influencia, que no cuente con una familia poderosa que le proteja… —vacilé entonces, al no tener muy claro cómo clasificar a Abe—. Porque siempre es así. Y así es como ha sido con esa ley sobre la edad. Nadie ha tenido tampoco la posibilidad de dar la cara por los dhampir porque este maldito sistema no lo permite.

Entonces me di cuenta de que me había alejado bastante de la materia en cuestión, y que a base de despotricar contra el decreto de la edad estaba logrando parecer más culpable. Me controlé y volví al tema.

—En resumen, señoría…, lo que estoy intentando decir es que estas pruebas no deberían ser suficientes para acusarme o para llevarme a juicio. Yo no planearía tan mal un asesinato.

—Muchas gracias, señorita Hathaway —dijo la juez—. Ha sido muy… aleccionador. Puede regresar usted a su asiento mientras vota el Consejo.

Abe y yo volvimos a nuestros asientos.

—¿En qué diantres estabas pensando? —me susurró él.

—Estaba contando las cosas como son. Me estaba defendiendo.

—Yo no diría tanto. No eres abogada.

Le miré de soslayo.

—Tú tampoco, viejo.

La juez le pidió al Consejo que votara al respecto de si creía que había pruebas suficientes para considerarme sospechosa de asesinato y llevarme a juicio. Así fue. Se alzaron once manos. Así, por las buenas, se había acabado todo.

Sentí la alarma en Lissa a través del vínculo. Cuando Abe y yo nos pusimos en pie para marcharnos, eché un vistazo al público, que comenzaba a irse en desbandada entre el murmullo de las conversaciones sobre lo que pasaría a continuación. Sus ojos de color verde claro estaban muy abiertos, y su cara, inusualmente pálida. A su lado, Adrian también parecía angustiado, pero cuando me miró pude sentir cómo irradiaba amor y determinación. Y al fondo, detrás de ellos dos…

Dimitri.

Ni siquiera me había enterado de que estaba allí. Él también tenía sus ojos fijos en mí, oscuros e infinitos. Solo yo era capaz de interpretar lo que estaba sintiendo. Su rostro no delataba nada, pero había algo en sus ojos… algo intenso e intimidatorio. Se cruzó fugaz por mi mente la imagen de él preparado para enfrentarse a aquel grupo de guardianes, y algo me decía que, si se lo pidiese, él volvería a hacerlo. Lucharía para abrirse paso hasta mí en aquella sala del tribunal y haría cuanto estuviera a su alcance para rescatarme de allí.

Un roce que sentí en la mano me distrajo de él. Abe y yo habíamos empezado a salir, pero el pasillo estaba repleto de gente y eso nos detuvo. El roce contra mi mano era una hojita de papel que me habían puesto entre los dedos. Levanté la vista y vi que Ambrose estaba sentado cerca del pasillo y con la mirada al frente. Quise preguntarle qué estaba pasando, pero el instinto me dijo que guardase silencio. Viendo que la fila de gente no avanzaba, me apresuré a abrir el papel lejos del alcance de los ojos de Abe.

Se trataba de una hoja minúscula, y resultaba casi imposible leer su letra cursiva y elegante.

Rose:

Si estás leyendo esto, entonces es que ha sucedido algo terrible. Es probable que me odies, y no te culpo. Solo puedo pedirte que confíes en que lo que he hecho con el decreto de la edad es mejor para tu gente que lo que otros tenían pensado. Algunos moroi quieren obligar a todos los dhampir a cumplir con el servicio, lo quieran ellos o no, por medio del uso de la coerción. El decreto de la edad ha servido para frenar a esa facción.

No obstante, te escribo con un secreto que tú has de enmendar, un secreto que habrás de compartir con el menor número de personas posible. Vasilisa ha de ocupar el sitio que le corresponde en el Consejo, y puede lograrse. Ella no es la última de los Dragomir. Hay otro vivo, el vástago ilegítimo de Eric Dragomir. No sé nada más al respecto, pero si tú eres capaz de dar con ese hijo o hija, le entregarás a Vasilisa el poder que se merece. A pesar de tus faltas y de tu peligroso temperamento, eres la única persona a la que veo capaz de encargarse de esta tarea. No te demores en cumplirla.

Tatiana Ivashkov

Me quedé mirando el fragmento de papel, cómo su escritura se arremolinaba ante mí, y su mensaje se grababa a fuego en mi mente. Ella no es la última de los Dragomir. Hay otro vivo.

Si aquello era cierto, si Lissa tenía un medio hermano o medio hermana…, eso lo cambiaría todo. Tendría voto en el Consejo. Ya no estaría sola. Si eso era cierto. Si aquello procedía de Tatiana. Cualquiera podría haber escrito su nombre en un trozo de papel. No lo convertía en verdadero. Aun así me eché a temblar, preocupada ante la idea de recibir una misiva de una muerta. Si me permitía ver a los fantasmas a mi alrededor, ¿estaría allí Tatiana, vengativa y sin descanso? No me veía capaz de bajar mis defensas y mirar. Aún no. Tenía que haber otras respuestas. La nota me la había pasado Ambrose. Debía preguntarle a él… excepto que ya volvíamos a movernos por el pasillo. Un guardián me dio un toque para que avanzase.

—¿Qué es eso? —me preguntó Abe, siempre alerta, siempre suspicaz.

Me apresuré a doblar la nota de nuevo.

—Nada.

El modo en que me miró me decía que no me creía en absoluto. Me pregunté si debería contárselo. Un secreto que habrás de compartir con el menor número de personas posible. Si él era parte del menor número de personas posible, aquel no era el lugar. Intenté distraer su atención de aquello y sacudirme la expresión de perplejidad que debía de llevar en la cara. Esa nota era un problema enorme… pero no tanto como aquel al que me enfrentaría acto seguido.

—Me aseguraste que no iría a juicio —le dije a Abe con el retorno de mi anterior irritación—. ¡Me he arriesgado mucho contigo!

—No te has arriesgado tanto. Tarus tampoco habría podido librarte de esto.

La actitud tranquila de Abe al respecto del tema me enfureció más aún.

—¿Me estás diciendo que sabías desde el principio que esta vista preliminar era una causa perdida? —era lo mismo que había dicho Mikhail. No está mal tanta fe por parte de todo el mundo.

—Esta vista no es importante —dijo Abe en tono evasivo—. Lo importante es lo que suceda luego.

—¿Y qué va a ser, exactamente?

Volvió a mirarme con aquella expresión oscura y astuta.

—Nada por lo que tú debas preocuparte todavía.

Uno de los guardianes me puso la mano en el brazo para indicarme que me tenía que mover. Me resistí a su tirón y me incliné hacia Abe.

—¡Y una mierda que no! Es de mi vida de lo que estamos hablando —exclamé. Ya sabía lo que vendría a continuación. A la cárcel hasta el juicio. Y después, más cárcel si me condenaban—. ¡Esto va en serio! ¡No quiero ir a juicio! No quiero pasar el resto de mi vida en un lugar como Tarasov.

El guardián tiró con más fuerza para llevarnos hacia delante, y Abe me atravesó con una mirada que hizo que se me helase la sangre.

—Tú no irás a juicio. Tú no vas a ir a la cárcel —me dijo en un siseo fuera del alcance de los oídos de los guardianes—. No lo permitiré. ¿Lo entiendes?

Hice un gesto negativo con la cabeza, confundida con tantas cosas y sin saber qué hacer al respecto de ninguna de ellas.

—Hasta tú tienes tus límites, viejo.

Regresó su sonrisa.

—Te sorprendería. Además, a los traidores contra la realeza ni siquiera los envían a la cárcel, Rose. Todo el mundo lo sabe.

Me mofé de él.

—¿Estás loco? Por supuesto que los encierran. ¿Qué otra cosa crees tú que hacen con los traidores? ¿Ponerlos en libertad y decirles que no lo vuelvan a hacer, o qué?

—No —dijo Abe justo antes de darse la vuelta—. A los traidores los ejecutan.