UNO

Hay una gran diferencia entre las amenazas de muerte y las cartas de amor, aun cuando la persona que te escribe las amenazas de muerte no deja de afirmar que te ama de verdad. Por supuesto, y teniendo en cuenta que yo misma intenté una vez matar a alguien a quien amaba, es posible que no tenga ningún derecho a juzgar a nadie.

La carta de hoy había llegado en el momento perfecto, y tampoco es que tuviera que haberme esperado menos que eso. La había leído cuatro veces y, aunque ya llegaba tarde, no pude evitar leerla una quinta.

Mi querida Rose:

Una de las pocas desventajas de que te hayan despertado es que ya no te hace falta dormir, y, por tanto, dejas de soñar. Es una lástima, porque, si pudiera soñar, sé que soñaría contigo. Soñaría con tu olor y con el tacto sedoso de tu cabello oscuro entre los dedos. Soñaría con la suavidad de tu piel y con el ardor de tus labios cuando nos besamos.

Sin los sueños, he de contentarme con mi propia imaginación, que viene a ser prácticamente lo mismo. Y me puedo imaginar todas esas cosas a la perfección, igual que soy capaz de imaginarme cómo será cuando me lleve tu vida de este mundo. Es algo que lamento tener que hacer, pero has sido tú quien ha convertido mi decisión en algo inevitable. Tu negativa a unirte a mí en la vida eterna y en el amor eterno no deja hueco a ninguna otra posibilidad, y no puedo permitir que alguien tan peligroso como tú siga vivo. Además, aunque forzase tu despertar, tienes ya tantos enemigos entre los strigoi, que alguno de ellos te mataría. Y si has de morir, será por mi mano. Por la de nadie más.

No obstante, te deseo buena suerte hoy con tu examen final, y no es que la necesites, en absoluto. Si de verdad te van a obligar a pasar por él, no es más que una pérdida de tiempo para todo el mundo. Tú eres la mejor de ese grupo, y para esta tarde ya lucirás tu marca de la promesa. Por supuesto, eso significa que serás un desafío aún mayor cuando nos volvamos a encontrar, algo con lo que sin duda disfrutaré.

Y desde luego que nos volveremos a encontrar. Una vez graduada, te enviarán fuera de la academia, y cuando salgas de las defensas, te encontraré. No hay lugar en el mundo donde puedas ocultarte de mí. Te estoy vigilando.

Con amor,

Dimitri

A pesar de sus «cálidos deseos», no encontré su carta demasiado alentadora cuando la tiré sobre la cama y salí de la habitación con lágrimas en los ojos. Intenté no permitir que sus palabras me alcanzasen, aunque sea prácticamente imposible que algo así no te ponga los pelos de punta. No hay lugar en el mundo donde puedas ocultarte de mí.

No me cabía la menor duda. Sabía que Dimitri tenía espías. Desde que mi instructor-barra-amante se había transformado en un malvado vampiro no muerto, también se había convertido en una especie de líder entre ellos, algo que yo había colaborado a acelerar cuando maté a su antiguo superior. Tenía fuertes sospechas de que sus espías eran humanos que vigilaban si ponía un pie fuera de los límites del instituto. Ningún strigoi podría haber mantenido una vigilancia de veinticuatro horas. Los humanos sí podían, y poco tiempo atrás me había enterado de que eran muchos los humanos dispuestos a servir a los strigoi a cambio de la promesa de ser convertidos algún día. Aquellos humanos consideraban que la vida eterna era algo por lo que merecía la pena corromper su alma y acabar con otros para sobrevivir. Aquellos humanos me daban náuseas.

Sin embargo, no eran los humanos lo que hacía que me temblara el paso mientras atravesaba un césped que había adquirido un color verde brillante con la llegada del verano. Era Dimitri. Siempre Dimitri. Dimitri, el hombre al que amaba. Dimitri, el strigoi al que quería salvar. Dimitri, el monstruo al que con toda probabilidad tendría que matar. El amor que habíamos compartido siempre ardería en mi interior, por mucho que yo no dejara de repetirme que tenía que pasar página, por mucho que el mundo pensase que había pasado página. Él estaba siempre conmigo, siempre en mi mente, siempre haciéndome dudar de mí misma.

—Tienes pinta de estar lista para enfrentarte a un ejército.

Abandoné mis pensamientos oscuros. Estaba tan obsesionada con Dimitri y con su carta, que había cruzado el campus ajena al mundo, y no había advertido que mi mejor amiga, Lissa, se había puesto a mi altura con una sonrisa burlona en el rostro. Era muy raro que me cogiese por sorpresa, porque compartíamos un vínculo psíquico que me mantenía informada en todo instante de su presencia y de sus sentimientos. Muy distraída tenía que estar yo para no reparar en ella, y de haber alguna distracción, era el hecho de tener a alguien que quisiera matarme.

Ofrecí a Lissa lo que esperaba que pareciese una sonrisa convincente. Ella sabía lo que le había sucedido a Dimitri y que él estaba ahora esperando para matarme después de que yo hubiese intentado —sin éxito— matarle a él. No obstante, a Lissa le preocupaban aquellas cartas suyas que yo recibía, y ella tenía ya las suficientes preocupaciones en su vida sin necesidad de añadir a mi acosador no muerto a la lista.

—Es que más o menos voy a enfrentarme a un ejército —apostillé.

No había caído la noche; el verano mostraba el sol hasta bien tarde en el cielo de Montana, que nos bañaba en una luz dorada mientras caminábamos. A mí me encantaba, pero en su condición de moroi —un vampiro vivo y pacífico— Lissa acabaría sintiéndose cansada e incómoda al sol.

Se rio y se echó el cabello de color platino sobre el hombro. El sol le dio un brillo angelical a aquel tono tan pálido.

—Ya supongo. No me imaginé que estarías tan preocupada.

Podía entender su lógica. El propio Dimitri decía que esto iba a ser una pérdida de tiempo para mí. Al fin y al cabo, me había marchado a Rusia a buscarlo, me había enfrentado a strigoi de verdad y había matado a un buen número de ellos yo sola. Tal vez no tuviese por qué estar preocupada ante la prueba que se avecinaba, pero de repente empezaba a sentir el peso de tanta expectación y tanta fanfarria. Se me aceleró el pulso. ¿Y si no era capaz de lograrlo? ¿Y si no era tan buena como yo creía que era? Los guardianes a los que me iba a enfrentar aquí no eran verdaderos strigoi, pero sí que estaban bien entrenados y llevaban en combate mucho más tiempo que yo. La arrogancia podía causarme muchos problemas, y si suspendía, lo haría delante de toda la gente que se preocupaba por mí. La gente que tanta fe tenía en mí.

Y también me inquietaba otra cosa.

—Me preocupa cómo afectarán estas notas a mi futuro —le dije.

Esa era la verdad. Aquella prueba constituía un examen final para una novicia aspirante a guardián como yo. Daba fe de que me podía graduar en la Academia St. Vladimir y ocupar mi puesto codo con codo con guardianes de verdad que defendían a los moroi de los strigoi. Y servía para decidir en un grado muy alto a qué moroi se podía asignar a cada guardián.

Sentí la empatía de Lissa a través del vínculo, y también su preocupación.

—Alberta cree que tenemos muchas posibilidades de permanecer juntas… de que sigas siendo mi guardián.

Hice una mueca.

—Yo creo que Alberta dijo eso para retenerme en el instituto —había dejado las clases unos meses atrás para ir a la caza de Dimitri, y había regresado, algo que no lucía mucho en mi expediente académico. Y también estaba ese pequeño detalle sin importancia de que la reina de los moroi, Tatiana, me odiaba, y con toda probabilidad se saltaría los protocolos con tal de influir en mi asignación de destino, aunque eso era otra historia—. Me parece que Alberta sabe que la única forma en que me dejarían protegerte es si yo fuera el último guardián sobre la faz de la tierra, y aun así tendría muy pocas posibilidades.

Nos aguardaba el jaleo de una multitud que sonaba cada vez más alto. Habían transformado uno de los muchos campos de deporte del instituto en una especie de circo que recordaba a la época de los gladiadores romanos. Habían levantado las gradas y transformado los simples asientos de madera en unos lujosos bancos acolchados y con toldos para proteger del sol a los moroi. El campo estaba rodeado de letreros de colores vivos que se sacudían con el viento. No podía verlos aún, pero sabía que habría algún tipo de barracón cerca de la entrada del campo donde aguardarían los novicios con los nervios a flor de piel. El campo propiamente dicho se habría transformado en una carrera de obstáculos en forma de pruebas peligrosas y, a decir del griterío ensordecedor, ya estaba lleno de gente que había acudido a presenciar el evento.

—Yo no pierdo la esperanza —dijo Lissa. Supe a través del vínculo que lo decía en serio. Esa era una de las cosas maravillosas que tenía: una fe y un optimismo inquebrantables que capeaban los tragos más terribles. Suponía un marcado contraste con mi reciente cinismo—. Y he traído algo que tal vez te ayude hoy.

Se detuvo y rebuscó en el bolsillo de sus pantalones vaqueros para sacar un pequeño anillo de plata salpicado de piedras minúsculas que tenían aspecto de peridotos. No me hacía falta ningún vínculo para saber lo que me estaba ofreciendo.

—Oh, Liss…, no sé. Es que no quiero ninguna… ventaja injusta.

Lissa elevó la mirada al cielo.

—Ese no es el problema, y tú lo sabes. Este va genial, lo juro.

El anillo que me estaba ofreciendo era un amuleto impregnado de ese tipo tan raro de magia que ella practicaba. Todos los moroi tenían control sobre uno de los cinco elementos: tierra, aire, agua, fuego o espíritu. Este último era el menos común, tan poco común que el espíritu había quedado olvidado con el paso de los siglos. No hace mucho, Lissa y otros pocos comenzaron a emerger con ese control. Al contrario que los demás elementos, que eran de un carácter más físico, el espíritu estaba ligado a la mente y a todo tipo de fenómenos psíquicos. Nadie llegaba a entenderlo del todo.

Hacer amuletos con el espíritu era algo con lo que Lissa había empezado a experimentar no mucho tiempo atrás, y no se le daba demasiado bien. Su principal capacidad como manipuladora del espíritu era la sanación, así que no dejaba de intentar hacer amuletos de sanación. El último había sido un brazalete que me quemó el brazo.

—Este funciona. Solo un poco, pero te ayudará a mantener alejada la oscuridad durante las pruebas.

Hablaba en tono animado, aunque ambas sabíamos de la seriedad de sus palabras. Todos aquellos dones del espíritu tenían un coste: una oscuridad que ahora se mostraba en forma de ira y confusión, y que acababa degenerando en locura. Esa oscuridad permeaba en mi interior a través de nuestro vínculo. A Lissa y a mí nos habían contado que la podíamos mantener a raya a base de amuletos y de su sanación. Esa era otra de las cosas que aún teníamos que dominar.

Conmovida por su preocupación, le dediqué una leve sonrisa y acepté el anillo. No me escaldó la mano, algo que interpreté como una señal prometedora. Era tan pequeño que solo me cabía en el meñique, y no sentí absolutamente nada cuando lo deslicé para ponérmelo. Eso pasaba a veces con los amuletos de sanación. O también podía significar que no servía para nada. De cualquiera de las maneras, no hacía ningún daño.

—Gracias —le dije. Sentí cómo la invadía una ola de agrado, y seguimos caminando.

Extendí la mano ante mí para admirar el brillo de las piedras verdes. Las joyas no eran una gran idea en el tipo de suplicio físico al que estaba a punto de enfrentarme, pero tendría unos guantes con los que ocultarlo.

—Cuesta creer que, después de esto, habremos terminado aquí y saldremos ahí fuera, al mundo real —musité en voz alta sin meditar demasiado mis palabras.

A mi lado, Lissa se puso en tensión, y yo lamenté de inmediato haber abierto la boca. «Estar en el mundo real» significaba que Lissa y yo íbamos a emprender una tarea en la que ella —a regañadientes— había prometido que me ayudaría hace un par de meses.

Cuando estaba en Siberia, me enteré de que podría haber una forma de reconvertir a Dimitri en un dhampir como yo. Era una probabilidad remota —posiblemente una mentira—, y, teniendo en cuenta lo obsesionado que estaba con matarme, no me había hecho ningún tipo de ilusiones al respecto de gozar de otra elección que no fuese matarle si es que se trataba de él o yo. Pero si había algún modo de salvarle antes de que eso sucediera, tenía que averiguarlo.

Por desgracia, la única pista de que disponíamos para hacer realidad aquel milagro pasaba por las manos de un criminal, y tampoco se trataba de un criminal cualquiera: Victor Dashkov, un moroi de la realeza que había torturado a Lissa y había cometido todo tipo de atrocidades que habían hecho de nuestra vida un infierno. Se había impartido justicia, y Victor estaba encerrado en la cárcel, lo cual complicaba las cosas. Nos habíamos enterado de que, en la medida en que su destino era pasar el resto de su vida entre rejas, no tenía motivo alguno para compartir lo que sabía sobre su medio hermano, la única persona que supuestamente había salvado en una ocasión a un strigoi. Yo había decidido —quizá de forma ilógica— que tal vez Victor nos diese la información si le ofrecíamos lo único que nadie más podía ofrecerle: la libertad.

Esta idea no era infalible por una buena cantidad de razones. Primero, no sabía si funcionaría. Se trataba de algo bastante gordo. Segundo, no tenía la menor idea de cómo planear una huida de la cárcel, por no mencionar que ni siquiera sabía dónde estaba la prisión. Y, por último, estaba la cuestión de que estaríamos liberando a nuestro enemigo mortal. Si eso era ya lo bastante descorazonador para mí, no digamos para Lissa. Y por mucho que le preocupase la idea —y créeme, le preocupaba mucho—, había jurado firmemente que me ayudaría. Le había ofrecido la posibilidad de liberarla de su promesa docenas de veces en los dos últimos meses, pero ella la había mantenido con la misma firmeza. Considerando que ni siquiera teníamos forma de encontrar la cárcel, estaba claro que al final su promesa podría no tener gran importancia.

Intenté llenar el incómodo silencio entre nosotras explicándole en cambio que lo que de verdad quería decir era que la semana que viene tendríamos la posibilidad de celebrar su cumpleaños por todo lo alto. Mis esfuerzos se vieron interrumpidos por Stan, uno de mis instructores más antiguos.

—¡Hathaway! —me ladró procedente del campo—. Qué detalle por su parte el unirse a nosotros. ¡Entre ahora mismo!

Los pensamientos sobre Victor se desvanecieron de la mente de Lissa, que me dio un abrazo fugaz.

—Buena suerte —susurró—. Aunque no es que te haga falta.

La expresión de Stan me decía que a aquella despedida de diez segundos le habían sobrado unos diez segundos. Le ofrecí a mi amiga una sonrisa a modo de agradecimiento, y ella se dirigió hacia las gradas en busca de nuestros amigos mientras yo me apresuraba a seguir a Stan.

—Tiene suerte de no ser uno de los primeros —gruñó—. La gente ya estaba apostando si aparecería o no.

—¿En serio? —pregunté con tono alegre—. ¿Y a cuánto están las apuestas? Porque aún puedo cambiar de opinión y apostar yo también. Ganar un poco de calderilla.

Su mirada con los ojos entrecerrados me lanzó una advertencia que no requería palabras mientras nos adentrábamos en la zona de espera junto al campo, enfrente del graderío. Aquellos últimos años siempre me había resultado sorprendente la cantidad de trabajo que le dedicaban a aquel examen, y no estaba menos impresionada ahora que lo veía de cerca. El barracón donde esperábamos los novicios estaba hecho de madera, entero, con su tejado y todo. Uno podría jurar que aquella estructura había formado parte del estadio toda la vida. La habían levantado con notable rapidez, y la retirarían con igual velocidad una vez terminadas las pruebas. Una salida de una anchura equivalente a tres cuerpos ofrecía una vista parcial del campo, donde una de mis compañeras aguardaba con inquietud a que dijeran su nombre. Allí fuera habían montado todo tipo de obstáculos, dificultades que pondrían a prueba nuestro equilibrio y nuestra coordinación al tiempo que teníamos que esquivar y rechazar a los guardianes adultos que merodeaban entre los obstáculos y por las esquinas. En un extremo del campo habían levantado unas paredes de madera para crear un laberinto oscuro y confuso. En otras zonas habían colgado redes y plataformas inestables con el fin de poner a prueba nuestra capacidad de combate en circunstancias difíciles.

Había otro grupo de novicios arremolinado en la salida con la esperanza de lograr algún tipo de ventaja observando a los que los precedían. Yo entraría a ciegas y me limitaría a lidiar con lo que me echaran. Estudiar ahora el recorrido solo conseguiría que me obsesionase y me entrase el pánico. Lo que me hacía falta ahora era tranquilidad.

Así que me apoyé contra una de las paredes del barracón y observé a los que me rodeaban. Tenía pinta de ser cierto que había sido la última en aparecer, y me pregunté si la gente habría perdido dinero apostando sobre mí. Varios de mis compañeros susurraban en grupos. Algunos hacían estiramientos y ejercicios de calentamiento. Otros estaban con los guardianes que habían sido sus mentores. Aquellos profesores miraban fijamente a sus alumnos mientras hablaban con ellos y les daban consejos de última hora. No dejaba de oír palabras como «concéntrate» y «cálmate».

Ver a los instructores me encogió el corazón. No hacía tanto que yo misma me imaginaba este día de esa manera. Me imaginaba a Dimitri conmigo, juntos, diciéndome que me tomara aquello en serio y que no perdiese la calma cuando saliese al campo. Alberta había estado muy pendiente de mí como mentora desde que había regresado de Rusia, pero, como capitán, estaba ahora ahí fuera en el campo, muy ocupada con todo tipo de responsabilidades. No disponía de tiempo para venir aquí a darme la mano. De entre mis amigos, los que me podían haber ofrecido algo de apoyo —Eddie, Meredith y otros— se encontraban envueltos en sus propios temores. Estaba sola.

Sin ella o sin Dimitri —o, bueno, sin nadie—, sentí cómo se apoderaba de mí una dolorosa soledad. Dimitri tenía que haber estado aquí conmigo. Así era como se suponía que iba a ser. Cerré los ojos y me permití hacer como si realmente estuviese allí, a unos centímetros de mí, mientras charlábamos.

«Tranqui, camarada. Puedo hacer esto con los ojos cerrados. Oye, tal vez lo haga. ¿Tienes algo que pueda usar como venda? Venga, si eres bueno conmigo, a lo mejor te dejo que me la ates tú». Dado que esta fantasía habría sucedido después de habernos acostado, había muchas posibilidades de que más tarde me hubiera ayudado a quitarme la venda… entre otras cosas.

Podía imaginarme claramente el gesto negativo de exasperación por su parte que me habría ganado. «Rose, créeme, a veces me parece que cada día que paso contigo es mi propio examen particular».

Pero sabía que me sonreiría de todas formas, y la mirada de orgullo y de aliento que me habría dedicado cuando me dirigiese hacia el campo sería todo cuanto necesitase para pasar las pruebas…

—¿Estás meditando?

Abrí los ojos, sorprendida por aquella voz.

—¿Mamá? ¿Qué haces tú aquí?

Mi madre, Janine Hathaway, se encontraba delante de mí. Era unos centímetros más baja que yo, pero para el combate tenía los arrestos de una persona del doble de mi tamaño. La peligrosa mirada en su rostro de piel morena desafiaba a cualquiera dispuesto a aceptar un reto. Me dedicó una sonrisa adusta y se llevó la mano a la cadera.

—¿De verdad pensabas que no iba a venir a verte?

—No sé —reconocí con una cierta culpabilidad por dudar de ella. No habíamos tenido mucho contacto con el paso de los años, pero a partir de los sucesos recientes, la mayoría de ellos malos, habíamos comenzado a recuperar nuestra relación. La mayoría de las veces seguía sin saber cómo sentirme al respecto de ella. Oscilaba entre la necesidad que una niña pequeña tiene de su madre ausente, y el resentimiento de una adolescente por culpa de su abandono. Tampoco tenía demasiado claro que le hubiera perdonado el puñetazo «accidental» que me propinó en un ejercicio de combate—. Ya sabes, me imaginé que tendrías cosas más importantes que hacer.

—No iba a perderme esto de ninguna de las maneras —inclinó la cabeza hacia las gradas con un vaivén de sus rizos de color caoba—. Y tu padre tampoco.

—¡¿Qué?!

Me fui corriendo hasta la puerta y eché un vistazo al exterior. Mi panorámica de las gradas no era la mejor con todos los obstáculos que había en el campo, pero bastaba. Y allí estaba él: Abe Mazur. Resultaba fácil localizarlo, con el bigote y la barba de color negro, y el pañuelo verde anudado al cuello sobre la camisa de vestir. Era capaz de distinguir incluso el brillo del arete de oro que llevaba por pendiente. Tenía que estar derritiéndose con aquel calor, pero me imaginé que haría falta algo más que un poco de sudor para que relajase lo más mínimo aquel estilo suyo de vestir un tanto hortera.

Si la relación con mi madre era superficial, la relación con mi padre era prácticamente inexistente. Apenas lo acababa de conocer en el mes de mayo, y aun así, no descubrí que yo era su hija hasta después de haber regresado. Todos los dhampir tenían un progenitor moroi, y él era el mío. Seguía sin tener muy claro qué sentía hacia él. La mayor parte de su pasado continuaba siendo un misterio, aunque había infinidad de rumores al respecto de su implicación en asuntos ilegales. Los demás se comportaban como si fuese uno de esos tipos que van por ahí partiéndole las piernas a la gente, y, aunque lo que yo había visto de él en ese sentido era poco, tampoco me sorprendía. En Rusia le llamaban Zmey: serpiente.

Mientras yo le observaba asombrada, mi madre se acercó tranquilamente a mi lado.

—Le alegrará ver que has llegado a tiempo —me dijo—. Ha montado una apuesta enorme sobre si aparecerías o no. Y ha apostado por ti, si eso te hace sentir mejor.

Solté un quejido.

—Pues claro. Claro que el corredor de la apuesta tenía que ser él. Tenía que haberlo sabido en cuanto que… —me quedé boquiabierta—. ¿Está hablando con Adrian?

Pues sí. Sentado junto a Abe estaba Adrian Ivashkov —algo así como un novio—, un moroi de la realeza cuyo elemento también era el espíritu, como el de Lissa. Estaba loco por mí (la mayoría de las veces simplemente loco) desde que nos conocimos, pero yo solo tenía ojos para Dimitri. Después del fracaso en Rusia, regresé y prometí darle a Adrian una oportunidad. Para mi sorpresa, las cosas habían ido… bien entre nosotros. Muy bien, incluso. Me había escrito una propuesta con las razones por las cuales salir con él era una decisión sensata. Incluía cosas como «dejaré los cigarrillos a menos que necesite uno de manera muy, muy desesperada» y «te daré sorpresas románticas todas las semanas, como un picnic improvisado, unas rosas o un viaje a París, pero ninguna de estas tres, en realidad, ya que ahora han dejado de ser una sorpresa».

Estar con él no era como había sido con Dimitri, pero claro, digo yo que no hay dos relaciones que puedan ser exactamente iguales. Eran hombres distintos, al fin y al cabo. Aún seguía despertándome con el dolor de la pérdida de Dimitri y de nuestro amor. Me atormentaba con mi fracaso al intentar matarle en Siberia y liberarle de su condición de no muerto. Aun así, aquella desesperación no significaba el punto final de mi vida romántica, algo que me había costado un tiempo aceptar. Pasar página resultaba muy duro, pero Adrian me hacía feliz. Y, por ahora, eso bastaba.

Aunque eso tampoco significaba necesariamente que quisiera que le dorase la píldora al mafioso pirata de mi padre.

—¡Es una mala influencia! —protesté.

Mi madre soltó un bufido.

—Dudo que Adrian tenga tanta influencia sobre Abe.

—¡Adrian no! Abe. Adrian está intentando portarse bien, y Abe lo va a estropear todo —en su propuesta para salir juntos, además de fumar, Adrian había prometido dejar de beber y dejar otros vicios. Fijé mi atención en él y en Abe entre la multitud de las gradas en un intento por imaginarme qué tema podía resultarles tan interesante—. ¿De qué están hablando?

—Creo que ese es el menor de tus problemas ahora mismo —si algo definía a Janine Hathaway, era su pragmatismo—. Preocúpate menos de ellos y más de ese campo.

—¿Crees que están hablando de mí?

—¡Rose! —mi madre me dio un leve toque con el puño en el hombro, y yo volví a mirarla a ella—. Tienes que tomarte esto en serio. Mantén la calma y no te distraigas.

Sus palabras eran tan parecidas a las que me imaginaba que diría Dimitri, que una leve sonrisa se asomó por mi rostro. No estaba tan sola ahí fuera a fin de cuentas.

—¿Qué es lo que tiene tanta gracia? —me preguntó cautelosa.

—Nada —le dije, y le di un abrazo. Al principio se mostró rígida, pero se relajó e incluso me devolvió el abrazo por un instante antes de separarse—. Me alegro de que estés aquí.

Mi madre no era de esas madres demasiado afectuosas, y le había pillado con la guardia baja.

—Bueno —dijo, obviamente nerviosa—. Ya te he dicho que no me perdería esto.

Volví a mirar a las gradas.

—En lo que respecta a Abe, por el contrario, no estoy tan segura.

O… un momento. Se me ocurrió una idea disparatada. No tan disparatada, la verdad. Turbios o no, Abe tenía contactos, y algunos lo bastante amplios como para hacerle llegar un mensaje a Victor Dashkov a la cárcel. Había sido Abe quien le había preguntado por Robert Doru, el hermano de Victor que utilizaba el espíritu, como un favor hacia mí. Cuando Victor respondió con un mensaje en el que decía que no tenía motivos para ayudar a Abe con lo que necesitaba, yo me apresuré a descartar la posibilidad de la ayuda de mi padre y pasé a mi idea de la huida de la cárcel. Pero ahora…

—¡Rosemarie Hathaway!

Era Alberta quien me llamaba. Su voz resonaba bien alto y claro, como una corneta que me llamase a entrar en la batalla. Todo pensamiento al respecto de Abe y de Adrian —y sí, incluso de Dimitri— se desvaneció de mi mente. Creo que mi madre me deseó buena suerte, pero no terminaron de llegarme sus palabras exactas cuando avancé a grandes zancadas hacia Alberta y hacia el campo. Sentía la adrenalina correr en mi interior. Toda mi atención se centraba ahora en lo que me aguardaba: la prueba que por fin haría de mí un guardián.